1/Noviembre
Detective William Woods.
Llevaba una hora y media sentado frente al
edificio, observando una puerta cerrada, y el termo de café ya hacía mucho que
no estaba recién hecho ni caliente. Me había calado bien una gorra de los Red
Sox para que ningún testigo pudiera reconocerme como el acosador que se había
pasado sentado en su coche dos días delante de un bloque de apartamentos común
y que había seguido a la dulce señorita que vivía en el segundo B durante todo
el tiempo. Cualquiera con un poco de sentido común me habría considerado un
delincuente, pero solo era un detective con la obsesión de descubrir la verdad.
Después del incidente en la comisaria, me había
tomado unos días libres. Que es una forma menos dolorosa, y más burocrática, de
decir que me habían obligado a coger vacaciones pagadas después de asegurar que
había oído cosas inexistentes, e imaginado conductas amenazadoras en una chica
de veintiún años que no dejaba de temblar de miedo durante el interrogatorio.
Tras rebuscar en la base de datos del ordenador
durante horas y horas, sus huellas dactilares habían cantado y había aparecido
un nombre y una ficha: Karen Smith. Pero, tras leer el informe del que
disponíamos sobre ella, era bastante evidente que se trataba de una identidad
falsa, que surgió de la manga de un falsificador en el momento necesario.
Aunque ponía que Karen Smith había nacido veintiún
años antes, no había ningún tipo de información relativa a su vida antes de los
últimos cuatro años. Ni siquiera ponía en qué hospital había nacido, solo se
aludía a la ciudad sin entrar en detalles. No se incluía ningún dato sobre los
padres, domicilio familiar, la escuela a la que había ido, si había tenido
alguna lesión de niña por la que tuviera que ser ingresada… Nada de nada. Y, de
pronto, cuatro años antes, Karen Smith empezó una actividad frenética. Contrató
un servicio de telefonía móvil mensual, internet para un ordenador portátil y,
en los últimos meses, incluso aparecía el alquiler de un pequeño piso, delante
del cual me encontraba, a la espera de poder verla salir del apartamento y
seguirla hasta encontrar algo sospechoso en su comportamiento que utilizar como
prueba para respaldar mi teoría de manera irrefutable.
Había empezado a llamarla la asesina, a falta de un
término mejor con el que nombrarla cada vez que pensaba en ella o que me
grababa a mí mismo documentando cada paso que daba en la persecución de la
verdad que se escondía detrás de su piel de porcelana y de sus ojos aparentemente
inocentes, pues llamarla Karen Smith me parecía caer en su juego de mentiras y
fachadas falsas. Por alguna razón, a mí me había confesado su crimen y no me
detendría hasta lograr que todos me creyeran y que ella acabara en una cárcel.
O en un psiquiátrico.
Ya llevaba dos días persiguiéndola por todas partes
como un perro insistente con su presa. No iba a soltarla mientras no averiguara
cada mísero detalle de su vida, lo necesario para arrestarla.
Pero hasta ese momento, no había descubierto una
puta mierda. Las pocas veces que le había podido seguir la pista, nunca había
estado haciendo nada sospechoso, solo tomándose un café mientras paseaba o
hablando por teléfono. Siempre tenía las ventanas cerradas, así que lo que
hacía dentro de su apartamento era un misterio. Y, otras veces, simplemente
desaparecía.
Giraba en una esquina y, cuando yo también lo
hacía, buscándola, ella ya no estaba. Era como si tuviera un coche esperándola
para salir volando por la carretera sin que yo lo viera o conociera las rutas
del alcantarillado y desapareciera por ahí. No sabía cómo lo hacía, pero luego
no había ni rastro de ella.
Cuando eso pasaba, solo me quedaba volver al
apartamento y esperar a que ella volviera a aparecer, lo que hacía tarde o
temprano, con el mismo paso tranquilo de siempre.
Era todo lo que sabía sobre ella. Y esa información
no valía ni medio penique.
Un movimiento captó mi atención de pronto, mientras
seguía plantando con el coche aparcando en el arcén. La puerta de su edificio
se abría y… bingo. Ahí estaba. Llevaba un vestido negro que realzaba la curva
de su cadera y que no llegaba a taparle las rodillas ni el resto de las pálidas
piernas. El pelo suelto y unas botas bajas de tacón, también negras.
Bajó los escalones de la entrada, echó un vistazo a
derecha e izquierda y empezó a caminar hacia el final de la calle, alejándose
de la posición donde yo estaba, con un paso vivo que hacía repiquetear sus
tacones en la silenciosa tarde noche de un barrio residencial.
Me volví rápidamente para encender el motor y
seguirla. Una vez arranqué el coche, me giré para ver donde se encontraba.
Y, de nuevo, no estaba. Había vuelto a desvanecerse
en medio de la nada.
La busqué de forma frenética. Derecha, izquierda. Otra
vez. ¿Ya había doblado la esquina? Imposible, no caminaba tan rápido. ¿Se había
metido en otro edificio? ¿En la cafetería?
Sentí el corazón latiéndome a toda velocidad
mientras me desesperaba. ¡La había perdido! Volví a mirar por la ventanilla
cuando, de pronto, sentí que alguien accionaba con un movimiento brusco la
manecilla de la puerta del copiloto y el ruido sordo que esta hacía al abrirse.
Me giré mientras me llevaba la mano por inercia al
sitio donde solía llevar la pistola antes de que me la requisaran en comisaria,
y me encontré con un vacío que me llenó el pecho de un pánico atroz.
Mi asesina se deslizó con elegancia hasta quedar
sentada en el asiento del copiloto. Sonreía. En otra persona, aquella podría
haber sido considerada una sonrisa cálida, amistosa. En sus labios parecían
sentenciar una muerte segura, y te prometía que no querías ser tú el
destinatario. Retrocedí lo que pude hasta chocar con mi propia puerta.
-
Hola, detective. Bonita noche para un acoso,
¿verdad? – de nuevo, aunque las palabras fueran agradables, su tono de voz y el
gesto de su boca me hizo darme cuenta de que me estaba amenazando de algún
modo. No importaba lo que dijera, el mensaje subliminal que se escondía en sus
frases me aterrorizaba de cualquier manera.
-
¿Acoso? ¿Qué acoso? – intenté sonar valiente.
Puse todo mi empeño y fracasé estrepitosamente. Soné flojo y dejé traslucir el
pánico en mi voz.
Mi invitada no deseada cruzó las piernas y comenzó
a tabalear con los dedos sobre su muslo. Me miró fijamente a los ojos.
-
No soy ciega, ¿sabe? Lo he visto durante los
últimos días. Siguiéndome. Vigilándome. – Puso los ojos en blanco. – No me
tenga por una estúpida. Primero que nada, debo decirle que tengo una… salida de
emergencia – se encogió de hombros. – Podríamos llamarla así, supongo.
Eso lo aclaraba todo. Ahora entendía las largas
estancias encerrada en las paredes su domicilio. Nunca estuvo allí todo ese
tiempo. Simplemente, yo no me enteraba de cuando se largaba.
Fruncí los labios, molesto.
-
Eso no es lo mejor, claro. – Emitió una dura
carcajada. – Esa – señaló la vivienda de la que yo la había visto salir y
entrar en los últimos días – ni siquiera es mi casa. Supongo que se sentirá
terriblemente estúpido. – Se encogió de hombros con ligereza, como si estuviera
hablando de un tema intrascendental. – Bueno, sí que lo es, la verdad.
Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas hacia el
lado contrario. Se colocó un mechón de pelo, dejó las manos en su regazo, con
un aspecto inocente, aunque no podía ocultar el brillo cruel de su mirada.
Yo me sentía hervir de furia. Me había mentido a la
cara y yo había caído en la trampa como un novato. ¿Creía que tenía poca
información sobre ella? No sabía absolutamente nada. Quizá ese ni siquiera fuera
su color de pelo natural.
-
Gracias por hacer que me diera cuenta de todos
mis errores. Intentaré solucionarlos en adelante – repliqué e incluso conseguí
emular una sonrisilla burlona.
-
No debería, agente Woods. De veras que no. – De
pronto, se puso seria y me atravesó con los ojos. No me miró simplemente. Sus
pupilas conectaron con las mías y penetraron en mi mente como en un libro
abierto. – No soy una persona con la que se pueda jugar sin acabar
completamente quemado y hecho cenizas, siendo sincera. Suelo excederme, créame,
y tengo problemas para detenerme una vez comienzo. Alguna que otra vez, una
persona que se metió en mi camino acabó en el fondo de un lago o a tres metros
bajo tierra, haciéndole compañía a los gusanos. Porque intentaron dañarme o inmiscuirse
en mis asuntos. – Enarcó una ceja, una indirecta clara a lo que yo hacía con
ella.
-
Sus amenazas no sirven conmigo.
Bajó la vista durante un segundo y sonrió con
desgana.
-
No es una amenaza, simplemente me limito a
constatar un hecho. – Hizo una leve pausa y luego volvió a clavar sus ojos en
los míos. – Deje de seguirme. No pregunte por mí. No investigue. Olvídeme y
saldrá de esta con todos los huesos en sus sitios y todos los órganos dentro de
su cuerpo. Será lo mejor para ambos.
-
Ya es demasiado tarde.
-
Nunca lo es. Arranque el coche y lárguese de
aquí sin mirar atrás.
-
Lo siento. – Apreté la mandíbula. – Pero solo va
a conseguir negativas mías en ese asunto.
Finalmente, apartó la mirada de mí, con lo cual
puede volver a respirar con normalidad. Sentía la bilis en la boca, el pánico
en el estómago. Las piernas no me hubieran sostenido de estar de pie, porque
temblaba de pies a cabeza aunque no se notara.
Estaba jugando a un juego muy peligroso y lo sabía.
Ella lo sabía. Pero en mi interior estaba esa compulsión que me hacía seguir
adelante sin importar qué. Y sabía que uno de los obstáculos podría ser la
muerte, pero no podía evitarlo.
-
De acuerdo, entonces. Ya nos veremos, supongo. –
Se giró para salir del coche, pero se detuvo con la mano sobre la manilla. –
Ah, un momento. – Extendió la mano hacía mí. En ella había un objeto alargado
al que apenas eché un vistazo, puesto que no quería perder de vista a aquella
psicópata ni un por segundo. – Quizá debería tener cuidado con sus cosas. O
podría perderlas por ahí.
Ninguno dijimos nada más. Ella bajó del coche, se
metió en un callejón y desapareció con la rapidez de la luz. Ni siquiera me
planteé seguirla. ¿Para qué? Desaparecería sin más, como hacía siempre, o se
reiría de mí haciéndome seguirla de un sitio sin importancia a otro.
Me quedé sentado en el coche, sin moverme, hasta
que pude respirar con normalidad y dejar de temblar. Me sentía enfermo, como si
hubiera tenido fiebre durante horas.
Observé entonces el objeto que ella me había dado,
que aun aferraba sin darme cuenta. Era la grabadora que llevaba debajo del
asiento del copiloto y que mantenía en grabación todo el rato, por si ocurría
algo repentino y no me daba tiempo a pulsar el botón. Algo como lo que acababa
de suceder, justamente.
Esbocé una leve sonrisa, recordando sus palabras.
Tenía una confesión.
La encendí y busqué el historial de archivos
grabados. Allí podría estar la prueba de oro, la voz de la chica amenazando con
matarme y hablando de los cadáveres que había dejado a su paso. La sonrisa se
ensanchó durante un instante para luego evaporarse hasta transformarse una
furia burbujeante.
Apreté la grabadora sin poderme creer lo que veían
mis ojos.
Todos los archivos habían sido completamente
borrados.
Aunque no me cae muy bien, en el fondo, muy en el fondo, me da lástima el detective ya que ha quedado como un loco, pero todo eso se compensa con lo genial que es Annalysse, en cada entrada me gusta más.
ResponderEliminarCada entrada nueva es mejor que la anterior, es más interesante y se revelan más datos, por ejemplo, yo creo que has dado una pista crucial sobre el posible poder de Annalysse (no recuerdo si me dijiste algo de si ella tenía o no un poder, sé que me dijiste a qué era inmune). Seguro que no es el poder que pienso porque es muy típico.