(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


sábado, 15 de diciembre de 2012

Aullándole a la luna recuperé su recuerdo.


4/Noviembre

     Ian Howl (Lycos



Aquella molesta sensación llevaba persiguiéndome desde hacía tres días. Era… un zumbido, una vibración de baja intensidad que iba aumentando de frecuencia a medida que pasaba el tiempo. Pero, cuando intentaba averiguar de qué se trataba, se me escurría entre los dedos. Era… era como si hubiera algo que hubiera olvidado, pero que fuera de vital importancia. Pero, si tan relevante era, ¿por qué era incapaz de recordarlo?
Sentado en el tronco de un árbol caído, en medio de ninguna parte en un bosque de un montón de verdes hectáreas y vestido solo con unos vaqueros raídos, no tenía nada mejor que hacer que intentar descubrir el origen de esa sensación. Estaba oscureciendo, pero el tiempo siempre parecía ralentizarse cuando esperabas algo, así que mis minutos se eternizaban en horas y solo podía entretenerme con mis pensamientos hasta que llegara la noche completa y la luna me llamara con su dulce resplandor.
Levanté la vista y miré a través de las copas de los árboles hacia el cielo, que ahora estaba pintado de naranja oscuro, tornándose lentamente en negro.
Inspiré hondo y, con mi olfato hipersensible, fui capaz de percibir el aroma de las hojas caídas del otoño a mi alrededor y de la tierra húmeda por la lluvia de hacía un par de horas. Esta noche no llovería, nada presagiaba tormenta.
Un aroma desconocido me invadió. No era algo que estuviera oliendo en ese momento, allí, en medio del bosque, sino un perfume que se había quedado en mi memoria. Lo había estado percibiendo desde que empezó la incómoda sensación. Era un olor exótico, penetrante, seductor. Una mezcla de especias que era incapaz de identificar, pero que, con solo recordarla, se me ponía la piel de gallina y tenía la incontrolable necesidad de encontrar su fuente de origen. Pero, al igual que me sucedía con la vibración, no recordaba donde encontrarla.
Maldita sea. ¿Cuándo había comenzado a tener tantas lagunas en la cabeza? ¿Cuándo había olvidado esas cosas? ¿Por qué mi cuerpo reaccionaba de ese modo ante un recuerdo al que ni siquiera podía acceder? Se me escapaba. Cada vez que me acercaba a él, a ese enorme enigma que había aparecido en mi mente en los últimos días, se convertía en humo y ya no podía saber de qué se trataba.
Cerré los ojos y respiré hondo. Me concentré al máximo, buceando en mi memoria. Algo me bloqueó el paso cuando me acerqué a la parte restringida a la que no podía acceder, una especie de muro mental. ¿Alguien había estado jugando con mi mente? Si así había sido, había hecho un trabajo fantástico, porque no era capaz de acordarme de absolutamente nada de lo sucedido.
Pero mi mente era solo mía. No me gustaba que nadie hubiera estado jugueteando con sus circuitos internos, así que debía averiguar quién había sido y qué quería ocultar al hacerlo. Me tumbé en la tierra húmeda y me relajé, todos los músculos descansando al compás de mis respiraciones lentas y profundas.
La barrera me repelía una y otra vez, atacara por donde atacase. Pero persistí. Y, justo cuando estaba a punto de darlo por imposible, los descubrí.
Unos preciosos ojos verdes, con unas motitas doradas alrededor, que me hechizaban. Me precipitaban al abismo, tan profundos e insondables como un pozo sin fondo. Esos ojos eran los causantes de todos los males de mi cuerpo, de las reminiscencias del olor, de las taquicardias repentinas al pensar en la noche de tres días antes, y de los sueños en los que me veía a mí mismo persiguiendo a alguien a quien nunca lograba alcanzar.
Esos ojos eran la clave del misterio. Ahora solo tenía que buscarles un rostro al que asociar la belleza de unos iris como esos.
Aquellos ojos verdes… me habían hecho caer. Me habían sometido a su voluntad. ¿A quién pertenecían?
Una mujer. No recordaba nada más de ella, pero no me cabía duda de que eran femeninos, por su forma y el brillo que emitían. Por el olor que me invadía y que sabía, instintivamente, que era suya.
Durante la siguiente hora, intenté por todos los medios perpetrar en los huecos de mi cabeza que se mantenían lejos de mi alcance. Intenté añadirle una nariz, unos labios y un color de pelo a la chica, pero no conseguí ni siquiera imaginarlos. No descubrí ninguna letra de ningún nombre. Sin embargo, su olor permaneció anclado en mis fosas nasales como si se hubiera convertido en el oxígeno que necesitaba para vivir.
Había una fuerza dentro de mí que no había sentido antes. No se trataba solo de que fuera esta noche, aunque eso también influía. No, había algo más. Parecía como si la bestia estuviera rugiendo en mi interior a todo pulmón, ensordeciendo el resto de sonidos del mundo con sus quejas. Estaba exigiéndomelo. Demandaba… ¿qué?
Ella sí recuerda aquella noche.
Ese pensamiento se escurrió entre todos los que me rondaban por la cabeza. Entonces, al fin lo entendí todo. El animal sí sabía qué era lo que yo no podía recordar y era algo que lo había alterado tanto como para estar inquieto y nervioso últimamente. Era como si quisiera escapar de su jaula antes de tiempo para cumplir su misión, pero yo no sabía cuál era.
Joder. Tenía demasiadas preguntas y todas las malditas respuestas estaban ocultas en mis propios recuerdos.
Mientras permanecía tumbado sobre la tierra, sentí como mi sangre empezaba a arder en mis venas y arterias. La temperatura se me disparó, mientras la piel se me tensaba sobre los huesos. Ya había comenzado.
Gemí. La transformación, independientemente de cuantas veces tuviera que llevarla a cabo, siempre dolía, aunque mientras no me resistiera a ella, el sufrimiento era soportable.
Los huesos se empezaron a transformar: algunos crecieron y otros se hicieron más pequeños; se doblaron, se recolocaron.  El dolor me hizo apretar los dientes, pero no me moví.
El oído se me agudizó más de lo normal, al igual que el olfato y la vista. Las uñas de mis manos y pies crecieron hasta mutar en afiladas garras que se clavaron en la tierra que había debajo de mí. El pelo de todo mi cuerpo creció, formando una tupida mata de pelaje color marrón oscuro. Los dientes se volvieron más afilados, el morro más alargado…
Cuando volví a abrir los ojos, el dolor ya había terminado.
La transformación estaba completa.
Levanté la vista hacia la luna llena que brillaba encima de mí, con sus rayos plateados, y el lobo que ahora era aulló, dándole la bienvenida a la única noche del mes en que escapaba de su jaula por completo.
Mi conciencia permanecía dentro de la mente del animal en que me había convertido, pero ahora era un mero espectador de lo que sucedía con mi peludo cuerpo lobuno. No podía controlar la mayor parte de mis actos, solo me guiaba por puro instinto y deseo animal. Ahora, el lobo tenía hambre.
Olisqueé el aire de mi alrededor en busca de una presa. Había un conejo escondido en una madriguera a menos de doscientos metros de distancia.
Después de cenar, aun con la sangre de mi presa manchándome los bigotes, el lobo miró a la luna y volvió a aullar, pero esta vez de forma lastimera. La mente del lobo no era tan aguda como la humana, era más atávica, mucho más simple y primitiva, por lo que no podía comprender todos los detalles de sus pensamientos, si es que había. Muchas veces, eran solo sensaciones, colores o sonidos, nada tan concreto como para interpretarlo.
Pero esa noche, el lobo estaba terriblemente angustiado. Para paliar la pena que lo consumía, empezó a correr. Y, mientras los kilómetros pasaban bajos sus potentes patas, recordó, derribando cualquier barrera de mi memoria humana. Él era capaz de acceder a todos los recuerdos, porque los trucos mentales que me habían hecho no afectaban al cerebro del lobo, solo a mi parte humana.
Y así fue como apareció un cabello rubio rojizo justo a los ojos verdes, y el rostro más bello que jamás hubiera contemplado. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado semejante preciosidad? La chica, de unos veintipocos años, parecía una ninfa etérea, con la piel color caramelo claro y una sonrisa que dejaría sin aliento a cualquier hombre con capacidad de raciocinio.
¿Dónde la había encontrado? Rebobiné la escena de la visión de ella hasta situarme en la discoteca. Estaba rodeado de personas bailando, bebiendo, coqueteando. Humanos buscando contacto con otros iguales que ellos. ¿Qué hacía yo allí?
Ah, sí. Aquel aroma. Lo había olido a un par de calles de distancia y lo había seguido hasta aquel local atestado de hormonas. Y luego, ella había atravesado el local para venir a buscarme, desde la barra, de algún modo sabiendo que yo también estaba allí para encontrarla a ella. Llevaba un vestido que remarcaba sus sensuales curvas y una media sonrisa que me dejó sin habla.
Sin musitar una palabra, aquella belleza pasó por mi lado y me dirigió una mirada sugerente que me impelió a seguirla hasta una sala del fondo, donde alguien había almacenado un par de mesas y sillas sin orden ni concierto. Ella me estaba esperando allí dentro, recostada contra la pared.
Cuando entré, me miró como si fuera una depredadora que acabara de cazar a su presa, pero yo no me sentía cazado, sino cazador. Al fin la había encontrado. Después de tanto tiempo buscándola, estaba justo delante de mí…
Me detuve en secó en mitad de la carrera. Seguía en medio del bosque, en ninguna parte en particular. A mi alrededor, la misma vegetación corriente y los mismos sonidos nocturnos.
Pero el corazón me latía tan rápido que estaba seguro de que me iba a salir del pecho a medida que los recuerdos afloraban a la superficie.
Ella, atrayéndome a su cuerpo, susurrándome palabras ronroneantes que me hicieron perder la cabeza; yo presionando mis labios contra los suyos, sintiendo estallar todos mis órganos al tocarla por fin. Sus manos en mis espaldas, con sus… garras clavadas en mis omóplatos.
¿Garras?
No me paré a analizar ese detalle. La memoria del lobo no se detenía y los recuerdos seguían bombardeándome sin descanso.
Yo la había agarrado por la cintura, totalmente fuera de control. En mi mente no había cabida para la razón, solo existía la lujuria, el intenso deseo que me desgarraba por dentro y la necesidad de hacerla mía, de fusionarme con su cuerpo.
Sus piernas rodearon mis caderas mientras bebía de mis labios… extrayéndome la vida poco a poco. Yo lo sentía, sentía como con cada uno de sus besos mi cuerpo se debilitaba, como ella se estaba alimentando de mi energía, pero no me importaba. Eso era lo que ella necesitaba de mí y yo estaba dispuesto a dárselo.
Le desabroché el vestido y me alejé de sus labios un instante para recorrerle la clavícula y, después, el cuello esbelto con mis labios, hasta detenerme sobre sus hombros. Ella se aferró a mí con más fuerza, mientras de su boca escapaba un gemido agudo de satisfacción.
Apoyé su cuerpo sobre una mesa mientras ella me arrancaba, literalmente, la camisa del cuerpo, convirtiéndola en jirones destrozados de tela que no tuvo reparo en tirar al suelo. Eso tampoco me importó. Solo estábamos ella y yo. Nada más era relevante. Si una guerra hubiera estallado en la habitación de al lado y el apocalipsis hubiera comenzado en la tierra, ni siquiera me habría dado cuenta, porque la tenía entre mis brazos justo en ese momento.
Cuando mis pantalones desaparecieron, también lo hizo su ropa interior. Nuestras pieles se fusionaron, chocaron una y otra vez, se convirtieron en una extensión de la otra. La besé con suficiente pasión como para dejar pequeño un incendio.
Ella enterró los dedos en mi pelo, acercándome más a su boca ansiosa. Cada vez que nuestros labios chocaban, que su lengua encontraba la mía, podía sentir como extraía mi fuerza vital.
Permanecimos así, una lucha encarnizada de cuerpos sudorosos, hasta que ella me dejó las marcas de sus garras en la espalda al llegar al orgasmo y yo la seguí en el éxtasis.
Los recuerdos eran tan vívidos que había empezado a jadear, casi como si en ese mismo instante nuestros cuerpos estuvieran unidos en lo más íntimo. Pero no era así. Yo no estaba con ella, estaba solo en el bosque. ¿Por qué la había dejado escapar?
Cuando nos separamos, ambos respirábamos a toda velocidad, intentado recuperar el oxígeno. Yo me sentía enfermo, falto de energía. Ella me había robado gran parte de mi fuerza, así que tuve que sujetarme a la pared para no caerme al suelo. Las rodillas me temblaban.
Pero entonces, sentí el roce de sus dedos contra mi mejilla derecha. Levanté la vista y me encontré con sus profundos ojos verdes. Caí al abismo sin remedio. Me embrujó sin ninguna dificultad, extenuado como estaba y pletórico de éxtasis tras haberla encontrado.
-          Gracias – susurró. Las yemas de sus dedos trazaron un sendero imaginario descendente hasta mi cuello. – Sé que me he alimentado demasiado, lo siento. Pero… es tu culpa, supongo – se rió en voz baja. Su risa era el sonido más bello que había oído nunca. – Eres delicioso, ¿sabes?
Yo quería responder algo, pronunciar una sola palabra, pero mis labios decidieron no acatar mis órdenes. Solo podía contemplar sus intensos ojos verdes y respirar al mismo tiempo. Mi vida dependía de la cadencia de su voz, de sus palabras.
-          Ahora, quiero que me escuches atentamente. Sé que solo tienes ganas de dormir, pero es importante que primero me escuches, ¿vale? – Asentí con la cabeza de manera automática. Haría lo que ella quisiera, aunque para ello tuviera que ir al mismo Infierno. Su mirada se puso seria y su voz se tornó hipnótica. – Olvidarás todo lo que ha sucedido esta noche. Cuando pienses en ello, solo encontrarás una barrera inaccesible. Nunca nos hemos visto, nunca hemos estado juntos. Ni siquiera has venido a esta discoteca hoy. Y, cuando te haga una señal, te marcharás de inmediato, olvidándolo todo.
Quería negarme. ¿Cómo iba a ser capaz de olvidar aquella noche? La más importante de mi vida. No. No podía. Quise decírselo, pero mis músculos no reaccionaron. Miraba fijamente sus ojos y mi mente se espesaba cada vez más. Apenas podía mantenerme en pie.
Entonces, me ordenó vestirme, mientras ella también lo  hacía. Acaté sus órdenes como un robot sin vida, solo capaz de obedecer los dictámenes de su dueño.
Finalmente, ella me miró con tristeza y entonces, lentamente, dulcemente, posó sus labios sobre los míos. Aquel beso no tenía nada que ver con los apasionados que le habían precedido. Era un beso sentido, un beso de despedida.
No podía permitirlo. Intenté rebelarme contra mi cuerpo inmovilizado, pero ella me había robado demasiadas fuerzas y ya no podía luchar. El poder de sus ojos había aplastado mi capacidad de combatir por completo.
-          Gracias – volvió a repetir en un apenas audible murmullo junto a mi oído.
Después, chasqueó los dedos. De inmediato, me dirigí hacia la puerta, la abrí, la cerré a mi espalda y me largué del local, dejándola atrás. La parte racional de mí intentaba hacer que regresara e hiciera lo que fuera necesario para mantenerme a su lado, pero mi cuerpo obedecía las órdenes de su ama. Al cabo de unos segundos, todos los recuerdos de aquella noche acabaran sepultados tras un muro infranqueable.
Pero ahora, mi mente de lobo había conseguido dar con ellos. Con ella, que permanecía en los recovecos de mi cabeza, aunque hubiera intentado eliminar su rastro de mi pasado. Había tratado de someterme, pero me había subestimado. Mi mente, mitad humana, mitad animal, era demasiada compleja para ser controlada por un truco mental, por unos ojos hipnóticos y una voz suave.
Ahora que la recordaba, por fin, entendía las reacciones de mi cuerpo, la inquietud de la bestia y sus ganas de irse tras ella.
Porque, al fin y al cabo, ella era mía. Lo había sabido desde la primera vez que olí su aroma, aun si verla, y lo había confirmado tras besarla por primera vez. Fuera quien fuera aquella preciosa chica de ojos verdes capaces de hacerme perder la conciencia de mí mismo, estaba destinada a ser mía.
Y la encontraría. Costara lo que costara, acabaría encontrándola. 

jueves, 6 de diciembre de 2012

Al igual que un vulgar titiritero, el destino juega con nosotros como si fuéramos simples marionetas.

    3/Noviembre.

Jack Dawson (Boom




Strike se retrasaba. De nuevo.
Mientras esperaba, sentado en el viejo sillón del salón, a que apareciera, saqué un cigarrillo de la caja que siempre llevaba en algunos de los bolsillos de la chaqueta o del pantalón, y encendí mi enésimo pitillo del día.
Cerré los ojos al dar la primera calada, recreándome en el tóxico humo que entraba por mi faringe de forma rápida, pero matándome lentamente. Lo retuve en los pulmones hasta que mi cuerpo comenzó a quejarse por la falta de oxígeno en el riego sanguíneo y luego, mandé el dióxido de carbono y el humo hacia el exterior a través de la nariz y de la boca.
Abrí los ojos despacio. Eran esas sencillas cosas las que hacían que me siguiera moviendo día tras día. El sabor de la nicotina en la boca, recordándome el podrido mundo en el que vivía; la sensación de ahogo en el pecho y el sufrimiento que encontraba en las camas de extrañas; los recuerdos y, sobre todo, Clark. Era por él, por la obligación de asegurarme de que él, antes que nadie (y que yo mismo) estuviera a salvo, que aun no había dejado de matarme calada a calada para pasar a hacerlo mediante una caída libre sin paracaídas.
La verdad era que había perdido el motor que me había hecho vivir a demasiadas revoluciones por minuto.
 Una vez había oído decir que, a veces, pasa por tu vida una estrella tan deslumbrante que te impide ver el resto de puntos brillantes del firmamento, que se convierte en lo único realmente importante. Y que, cuando la estrella desaparece de tu parte del mundo, quedas tan deslumbrado por su resplandor que ya no eres capaz de apreciar la vida antes de que ella apareciera. Yo había perdido mi estrella. Ahora solo me movía por inercia, por lo que debía hacer, a falta de deseos propios que motivaran mi camino.
Por eso me hallaba en ese momento en esa habitación, pequeña y sucia, llena de objetos inútiles que se arrinconaban entre pared y pared. Porque necesitaba seguir adelante con una vida que odiaba.
Strike apareció en ese momento por la puerta. Hablaba con alguien por teléfono, pero no le presté atención mientras terminaba de fumarme el cigarrillo. Cuando la colilla estuvo a punto de quemarme las yemas de los dedos, la tiré al suelo y la apagué con la suela de mis zapatillas de deporte.
Strike se sentó en el sillón frente a mí sin colgar aun el móvil. Lo observé con aburrimiento. Rondaba los veintimuchos o los treinta y pocos, y algunas arrugas tempranas le poblaban la comisura de los labios y el contorno de sus ojos. Tenía el pelo corto, de un color entre dorado y castaño claro. Su cuerpo era una enorme mole, de un metro noventa y dos de alto por ciento diez kilos de peso. Precisamente era su gran dimensión la que lo hacía ideal para ese trabajo que compartíamos, aunque Strike fuera un capullo que debería preocuparse más por la higiene y menos por las carreras de caballos.
Cuando al fin terminó su llamada, que, según pude entender, era entre él y un hombre que le demandaba dinero, me miró con una sonrisa que no le devolví.
-          ¿Qué pasa? – le espeté sin más. – Vine hace solo tres días. Aun no he terminado mi último trabajo.
Él asintió, conciliador. Se pensó un momento sus palabras, algo poco habitual en él. Destacaba por su fuerza física, no por su inteligencia. Antes de hablar, cogió un chicle de un paquete que había sobre la mesa de salón y me ofreció uno. Negué con la cabeza y le hice un gesto para que respondiera a mi pregunta.
-          ¿Te has enterado de lo de los mafiosos rusos?
Enarqué una ceja y traté de buscarle el sentido a sus palabras. Al cabo de unos cuantos segundos, desistí del intento de comprender su lógica.
-          No. ¿Me he perdido algo?
-          Ya lo creo. – Striker se recostó en el sofá, acomodándose para contar su historia. – Verás, hace tres días, el líder de la mafia rusa de la zona fue asesinado brutalmente en su propia casa. Quince puñaladas en todo el cuerpo, todas ellas en puntos vitales que le produjeron una hemorragia interna y una muerte extremadamente dolorosa.
Silbé en voz baja. Vaya, vaya. Había alguien muy sanguinario ahí fuera.
-          ¿La policía sabe quién fue?
-          Espera, espera. Aún falta lo mejor. No solo lo asesinaron a él, sino a su mano derecha, un hijo de puta con un historial muy feo a la espada, y a su contable; ambos también muertos a puñaladas. Una escena muy gore, ya sabes, sangre por todas partes. Además, el examen forense reveló que a los tres tipos les habían cortado las cuerdas vocales tras matarlos. Supongo que, como no le era necesario, eso fue algo así como dejar su marca de identidad, algún tipo de señal o amenaza. Ah, y, en el sótano, al lado de los cadáveres, encontraron a una chica, bañada en la sangre de los mafiosos y con el arma del crimen.
-          ¿Fue ella? – la pregunta escapó de mis labios. Intenté imaginarme la clase de persona capaz de hacer eso. ¿Una mujer? Debía tener mucha sangre fría y una razón terrible para cometer esa barbarie, o una falta total de moral. O todo a la vez. Y, en cualquier caso, seguía siendo demasiado violento incluso para alguien que había visto tanto como yo. El asesinato que describía Strike era brutal cuanto mínimo.
-          La policía cree que no, porque la soltaron al día siguiente. Peeeero – Striker sonrió – mis fuentes son más fiables que sus prejuicios. Sí, fue ella.
Me eché hacia atrás en mi asiento, sorprendido. Me coloqué otro cigarrillo entre los labios con rapidez y lo encendí para pensar con claridad.
Aquel asesinato era una muestra de… ¿qué, exactamente? Poder o fuerza, quién sabe. O de valía. Si solo hubiera sido una cuestión de venganza, ella no se habría quedado allí esperando a que apareciera la policía buscando culpables, hubiera salido por patas nada más terminar.
Pero no, dejó que la encontraran y, encima, se libró de los cargos en un día. Eso implicaba, a su vez, una gran planificación. ¿Cómo lo había conseguido?
-          Dime que es de los nuestros, por favor.
Mientras pronunciaba esas palabras, recordé la llamada de Clark de hacía un par de días. Algo sobre un artículo de un periódico y alguien que había entrado en nuestro mundillo. Yo le había restado importancia y cuando, al volver a casa, él se había mostrado distante del suceso, no me había preocupado. Pero si era el mismo que me acaba de contar Striker, lo que era probable, pues no se producían a diario semejantes actos de brutalidad, era bastante relevante.
Y, sobre todo, era crucial saber si esa fría asesina capaz de llevar a cabo una de las crueldades más grandes que había oído en los últimos tiempos, pertenecía a nuestro bando o al contrario. Porque, si era lo segundo, iba a suponernos un par de dolores de cabeza.
Por la forma en la que Striker frunció los labios, supe cuál iba a ser su respuesta antes de que la pronunciara en voz alta.
-          Tánatos la tiene entre sus filas. Una putada, lo sé – suspiró. – No sé como han logrado tener una joya así y que no nos hayamos enterado hasta ahora.
-          Esta claro que esta ha sido su prueba de fuego, su entrada al negocio. – Le di una buena calada al cigarro. Ahora entendía el motivo por el que me había llamado mi compañero. – ¿Qué han dicho los jefes?
Striker hizo una mueca de desagrado. Cogió una cerveza que había tirada en el suelo, la zarandeó y sonrió al oír el eco de la bebida que quedaba en el fondo. Se la bebió de un trago.
-          De momento, quieren mantener la situación controlada. Por si acaso. Después de esa puesta en escena, es mejor asegurarnos que no nos van a joder mucho.
-          ¿Qué van a hacer?
-          Probarla de nuevo. Le van a encargar una misión, fingiendo ser un cliente interesado que, obviamente, no pertenezca a Skótadi. Un simple rico estúpido. Si no, sospecharían. Quieren ver si de verdad es tan sanguinaria como los medios nos han hecho creer.
Asentí. A veces, las noticias que llegaban por chismorreos o incluso por la prensa podían ser falsas o exageradas y siempre era mejor estar seguros de a qué nos enfrentábamos. Así era la guerra entre Tánatos y Skótadi, siempre tanteando el terreno y manteniendo el equilibrio de poder. Eran como dos bandas urbanas peleando por el mismo territorio, solo que a gran escala y con unos componentes ligeramente más especiales: mejor entrenados, con menos moral y con unas mejoras genéticas que nos volvían más peligrosos.
Tras apagar de nuevo la colilla, apoyé los codos sobre los muslos y me puse serio.
-          ¿Y si resulta que sí, que es tan zorra como parece?
-          Por eso estás aquí.
Lentamente, esbocé una sonrisa cruel.
-          Así que, si las cosas se ponen feas, quieren que haga explotar la situación.
Striker se rio ante le juego de palabras que había utilizado de forma maquiavélica.
-          Básicamente, sí. Quieren que vayas, le des una palmadita en la espalda y la hagas saltar por los aires.
-          Tánatos se pasará un mes recogiendo pedacitos de su querida nueva asesina.
Entrelacé los dedos de las manos, aun sonriendo. Sentí la leve vibración que surgió entre ellas, una bomba preparada para estallar. Las yemas de los dedos subieron de temperatura y la sangre empezó a hervir en mis venas.
Mi habilidad me había permitido ser temido y respetado tanto por amigos como por enemigos. No era tan experimentado, ni tenía un cargo tan alto, como para conseguir el respecto por medio de un trabajo admirable, pero me había encargado de que todos supieran de que era capaz de hacer explotar cualquier cosa solo con tocarla con las manos, en las cuales se concentraba mi poder.
Solo con que mi piel y el otro objeto estuvieran en contacto, podía hacerlo volar en pedazos y no quedaría nada reconocible de él.
Con semejante capacidad, no había sido difícil lograr un puesto como un formidable asesino a sueldo, aunque no rechazaba otros objetivos a pequeña escala. Los clientes estaban dispuestos a pagar interesantes cantidades porque no quedara de su enemigo más que sangre y restos de órganos.
-          De acuerdo, entonces. – Me levanté del asiento. – Si necesitan que me encargue de esa psicópata, saben donde localizarme.
-          Ajá. Nos vemos, Boom.
Le dediqué un asentimiento de cabeza, cogí la cazadora de cuero, agarré las llaves de la moto y me largué de aquella casa que olía a mugre y a muerte.

viernes, 23 de noviembre de 2012

El pasado nunca se aleja demasiado de tu puerta. (Parte II)


1 y 2/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst



El local era demasiado pequeño para tanta gente, que se concentraba en la pista de baile, moviéndose al son de una música demasiada alta y demasiado vacía para mi gusto. Solo unos acordes pegadizos con una letra sin ningún significado. Cuerpos restregándose unos contra otras, sudorosos; dos desconocidos que se buscan sin saberlo.
Odiaba las discotecas. En realidad, odiaba cualquier sitio donde hubiera una multitud, pero no me quedaba otro remedio que acompañar a Sam a aquel lugar abarrotado, porque era el mejor sitio para que encontrara una presa fácil y accesible.
Alimentar a un súcubo no es una tarea sencilla. No puedes ir a la tienda de la esquina y pedirle al dependiente que se meta un momento en el almacén, se acuesta con tu amiga guapísima y que permita que ella absorba parte de su energía durante el sexo. Bueno, Sam sí podía hacerlo, con el poder persuasorio de sus ojos, pero en un sitio público siempre había complicaciones. En una discoteca, en cambio, a nadie le sorprendía que una pareja se encerrara en un baño y no saliera en 15 minutos. Ni que cuando volvieran a aparecer, él estuviera blanco y con aspecto de enfermo; había tantas drogas circulando entre la multitud como vasos con alguna bebida alcohólica.
Me senté en un taburete y Sam tomó asiento en el otro, mientras echaba un vistazo desganado a su alrededor. No le gustaba alimentarse, aunque yo no entendía por qué. Su filosofía de vida consistía en buscar el placer sin ningún remordimiento, así que sexo y comida no parecían ser un problema. Pero, por alguna razón, ella siempre retrasaba lo máximo posible aquel momento. Siempre había supuesto que se debía a una mala experiencia del pasado, pero con Sam, era mejor no insistir demasiado o se encerraba tras su sonrisa artificial.
-          ¿Ves algo interesante? – yo también eché un vistazo al local.
Sam negó con la cabeza con desinterés. Cruzó las piernas y se pasó la lengua por el labio en un gesto irremediablemente sensual. Ese tic había enloquecido a todos los hombres que había encontrado a su paso, y más esa noche, cuando llevaba un vestido que resaltaba todas sus curvas y dejaba poco a la imaginación. La seda negra se adhería a sus pechos y los tirantes se entrelazaban en el cuello, dejando la totalidad de la espalda a la vista hasta la cintura, donde volvía a cerrase para tapar sus nalgas y luego, el vestido se extendía hasta varios centímetros por encima de sus rodillas. Había ganado un par de centímetros con unos zapatos de tacón muy fino de color plateado, que conjuntaba con unos pendientes y el bolso. Estaba arrebatadora y hasta yo, que era completamente heterosexual, podía sentir el influjo de súcubo en busca de cena. Todos los seres masculinos en un radio de veinte metros la estaban contemplando embobados, mientras ella se colocaba un mechón de pelo rubio rojizo tras la oreja.
Aunque yo también me había arreglado para la ocasión, a su lado permanecía completamente desapercibida. No era solo por el aspecto físico, en el que Sam me llevaba la delantera (cuestión de supervivencia, era como las plantas carnívoras: un envoltorio hermoso que atrae a las presas), si no por el aroma que su cuerpo desprendía, que hipnotizaba a sus víctimas cuando se acercaban.
-          Vamos, Sam. Hay bastantes tíos disponibles esta noche. – Enarqué una ceja, imitando su gesto pícaro. Tenía que conseguir que aquella noche se alimentara o tendríamos un problema.
-          Sabes que tengo un gusto específico. Déjame solo un poco más de tiempo – paseó la mirada por los rostros, y los cuerpos que los acompañaban, que estaban cerca. Frunció los labios, disgustada. Siempre era demasiado exigente, lo que hacía aquella labor aun más ardua.
-          ¿Qué les sirvo? – me preguntó de pronto un camarero.
Me giré para responderle, porque Sam seguía demasiado ocupada revisando el material. Entonces, me di cuenta de que los ojos del camarero me estaban recorriendo de arriba abajo, fijándose en el escote de palabra de honor de mi vestido azul y en la piel que quedaba expuesta en los brazos y las piernas, de abajo a arriba, hasta detenerse en mi ceño fruncido. Sonrió, en un intento vano de coqueteo, al cual no me mostré nada receptiva.
Maldita sea, por eso odiaba las discotecas. La presencia atrayente de Sam no siempre me evitaba a ese tipo de problemas. Me contuve para mandar al tipo a la mierda con un gruñido.
-          Un vodka con…
-          Tequila – me interrumpió Sam. – Para las dos.
Cuando el camarero se marchó en busca de la botella correcta, miré a Sam con ambas cejas enarcadas, esta vez con una curiosidad. Ella se encogió de hombros y volvió a girarse hacia el espectáculo de cuerpos bailando.
-          Esta noche vamos a necesitar tequila.
Me reí ante el tono disgustado de su voz (o lo más cercano al disgusto que una persona sin sentimientos puede experimentar). Había aprendido a detectar las mínimas trazas de emociones que se mantenían en Sam, aunque estas no fueran profundas ni ella las exteriorizara demasiado. Era su mejor intérprete.
El camarero regresó con dos pequeños vasos llenos del líquido casi transparente, con un limón y un poco de sal, por si queríamos tomárnoslos según la tradición.
-          Son diez dólares con cincuenta.
Sam se giró sobre su taburete y clavó la mirada en el rostro del camarero, que se había apoyado en la barra y acercado ligeramente a nosotras, claramente interesado. Luego, mi amiga sonrió lentamente y su cuerpo empezó a emanar un leve aroma exótico, algo indescriptible, que yo había percibido muchas veces antes.
-          Vaya. Se nos ha olvidado la cartera – su voz era hipnótica, un tono sensual y lento que convirtió la expresión sonriente del chico en un rostro vacío, totalmente a su merced. Se acercó más a él, hasta que el camarero la miró con embeleso. – Pero estoy segura de que no te importará invitarnos, ¿verdad? – sonrió y ladeó un poco la cabeza, consiguiendo que el pobre inocente cayera víctima de su mirada.
El chico asintió, completamente bajo el control de Sam. Ella le guiñó un ojo y lo hizo marcharse sin más miramientos, devolviéndole la conciencia.
No pude contener la sonrisilla al ver semejante espectáculo. El poder que Sam tenía sobre los hombres era increíble y, en cierto modo, podía entender que lo usara para lograr lo que quería, puesto que era terriblemente fácil usarlos. Era como encontrarse las llaves de una caja de seguridad de un banco, sabiendo que dentro de ella se encontraban un par de millones. Una tentación irresistible.
Sam y yo nos miramos un segundo a los ojos con una sonrisa. Nos colocamos la cantidad justa de sal en la mano, entre el pulgar y el índice, y, al unísono, la chupamos. Luego, aun con los restos de ella en la boca y los labios, agarramos ambas el pequeño vasito y nos bebimos de un trago el chupito de tequila. El alcohol me nubló la vista por un segundo, como siempre, para luego bajar quemándome la garganta.
Entonces, chupamos el limón, siguiendo al pie de la letra la costumbre. Para nosotras, el tequila se debía tomar de la forma correcta, o de ninguna.
Cerré los ojos durante un par de segundos, mientras mi cuerpo se estabilizaba tras la dosis de alcohol casi puro. No solía beber mucho, así que la bebida me atontaba ligeramente y me producía una sensación de vértigo que no me agradaba del todo. Pero también me permitía alejarme de la realidad mientras durara su efecto y eso era siempre bienvenido.
Cuando volví a abrir los ojos, la mirada de Sam estaba clavada en algún lugar del fondo a la derecha, y, por su expresión voraz, supe que ya había encontrado a su presa de esa noche. Una leve sonrisa se extendió por su rostro, mientras sus ojos se volvían negros de hambre y ansias. Inhaló con fuerza y sus garras se extendieron, listas para agarrar a su próxima víctima y retenerla contra ella hasta que terminara de cenar.
-          Disfrútalo – le sugerí.
Ella asintió con la cabeza, sin responderme una sola palabra antes de irse. Cuando llegaba a ese estado, perdía casi la totalidad de su parte humana y se convertía solo en una depredadora. El resto del mundo perdía consistencia para ella; nada importaba excepto su necesidad de comer.
La seguí con la vista unos instantes, hasta que se sumergió en la marea humana y ya no pude verla.
Fue justo en ese momento cuando sentí que alguien me vigilaba. No del modo en que los hombres de aquella discoteca miraban a las mujeres; no de forma lujuriosa, ni con interés sexual. Podía percibir unos ojos fijos en mí, atentos a mis movimientos, pero no a mi cuerpo.
Era una percepción que había conseguido desarrollar con el tiempo. En nuestro negocio, saber que hay alguien vigilando tu cuello es una de las pocas formas de salvarlo.
Me levanté del taburete de forma natural, como si simplemente mi amiga me hubiera dejado tirada por un polvo y no tuviera ganas de quedarme sola, y me dirigí hacia la salida trasera del local, que sabía que daba al garaje.
Cerré la puerta tras de mí y, una vez fuera del local, me desvanecí hasta volverme invisible. Me desplacé con el aire hasta quedar oculta tras un monovolumen bastante grande, pero no retorné a mi forma corpórea aun. Esperé a que mi perseguidor apareciera.
El chico salió un minuto después. Un primer vistazo ya me dejó claro que era bastante joven, un año o dos menor que mis veintiuno. Era alto; superaba el metro ochenta, y su altura quedaba aun más resaltaba por su cuerpo delgado. Llevaba el pelo corto, castaño, y unas gafas que le daban aspecto de ratón de biblioteca. Indudablemente, era mono, con su porte desgarbado, pero no de un modo sensual e irresistible, si no de forma adorable.
No lo conocía de nada, o al menos, no lo recordaba, pero era evidente que él me buscaba a mí, porque paseó su mirada por el aparcamiento vacío buscándome. Al no encontrarme, empezó a caminar, revisando los huecos de los coches.
Cuando llegó casi a donde yo estaba, volví a desmaterializarme por completo y me coloqué detrás de él.
-          Es de mala educación seguir a las señoritas, ¿sabes? – retorné a mi estado corpóreo habitual.
Sonreí con malicia cuando mi voz desde su espalda lo asustó y pegó un salto, antes de girarse a la velocidad de la luz. Al principio, me contempló aterrorizado, pero poco a poco, su expresión se volvió… curiosa y ¿nostálgica?
-          Así que de verdad eres tú – me dijo de pronto.
Lo contemplé una vez más. Evidentemente, él me conocía, pero yo no era capaz de ubicarlo en mis recuerdos.
-          Sí, soy yo. ¿Y tú quién eres? – le espeté.
Se removió incómodo. Me repasó otra vez con la mirada, como si no creyera que yo estuviera allí.
-          Supongo que es normal que no me recuerdes. Dicen que he crecido bastante en estos cuatro años. – Su voz descendió de volumen, a la vez que yo me quedaba congelada en el sitio.
Cuatro años. Solo cuatro años que para mí habían sido una eternidad, la pérdida de mi vida y el inicio de aquel sucedáneo que mantenía ahora, siempre hostil. Él, aquel chico, pertenecía al antes. Antes de que todo se volviera oscuro y terrible, antes de que yo tuviera que convertirme en un monstruo. Pertenecía al pasado en el que todavía era humana, en que todavía tenía una hermana y estaba enamorada. Solo cuatro años.
-          ¿Quién eres? – volví a repetir, pero esta vez con un gruñido. Odiaba que el pasado volviera, porque los recuerdos solo me producían dolor. Las cosas, mi vida, todo había cambiado y había caído por un abismo infinito. No había necesidad de recordar los momentos en los que el mundo me sonreía.
-          Clark.
Al principio, no encontré ningún rostro que asociar a ese nombre. Pero claro, solo lo había visto un puñado de veces y, efectivamente, había crecido mucho en ese tiempo. Yo recordaba a un chico mucho más pequeño, de expresión tímida y carácter bastante apartado, siempre en el ordenador de su habitación cuando yo estaba en su casa. La casa que compartía con su hermano. Jack. La persona a la que amé con toda mi alma.
Apreté la mandíbula para contener la oleada de sufrimiento que me invadió. Recordar a Jack era como clavarme una docena de puñales en el corazón y en todos los nervios del cuerpo. Una maldita tortura, que siempre me dejaba sin aliento y con lágrimas en los ojos. Pero yo ya no era de la clase de personas que lloraban, ni que sentían. Me obligué a recomponerme.
-          ¿Qué haces aquí? – hablé en voz baja, pero con un tono gélido. Clavé los ojos en el suelo, para contenerme mejor.
-          Leí el artículo de tu… bueno, ya sabes. Vi la foto y te reconocí, aunque no estaba del todo seguro de que fueras tú. También has cambiado – en su voz hubo un matiz de desconcierto. Era lógico, mi cambio no había sido físico, sino mucho más profundo. – Así que decidí investigar. Y… te encontré, Annalysse.
La mención de esa palabra, de ese nombre, me hizo exhalar todo el aire de los pulmones de golpe. Cuatro años sin oírlo. Dios santo, ¿solo había pasado ese tiempo? Annalysse. La chica menuda que se aferra a sus miedos, que huía de la oscuridad. Una chica con familia, con amor. Con Jack rodeándome la cintura. Una vida casi feliz.
Annalysse había muerto el mismo día que murió mi hermana. Las dos desaparecieron para siempre de la faz de la tierra exactamente en el mismo instante, cuando el corazón de mi hermana se detuvo.
-          Ya no soy esa persona. – Repliqué. Apreté los puños hasta que los nudillos se me quedaron blancos.
-          ¿Qué?
-          No soy la misma persona. – Levanté la vista y miré con furia a los ojos aturdidos de Clark. – Ahora soy Myst.
Clark me miró confuso, probablemente planteándose mi locura como una razón a mi comportamiento. Me importaba una mierda lo que pensara, mientras dejara de usar ese maldito nombre. Porque, si volvía a oírlo, tendría que matar a alguien para liberarme de todo el veneno que estaba segregando mi corazón.
-          De… de acuerdo. – Él se encogió de hombros, pero la postura fue demasiado tensa como para que yo me creyera su indiferencia.
-          ¿Él también lo sabe? – no pude contener las palabras, aunque lo deseaba con todas mis fuerzas. Clark ya era malo, pero… ver a Jack me haría perder la razón por completo. Me destrozaría.
El muchacho negó lentamente con la cabeza y suspiró.
-          No quise decirle nada.  Él… él también sufrió con vuestra separación. – Las palabras descendieron de volumen, pero las escuché de cualquier modo y eso convirtió mi sangre en fuego. Hervía de rabia.
-          ¡No me digas! - mascullé. - ¿Él sufrió? – Emití una dura carcajada, cargada de resentimiento. – Ojalá  se pudra en el infierno. – El silencio se espesó entre nosotros. Inspiré profundamente para relajarme. – Dile que no quiero verlo. Porque, como aparezca en mi camino, te juro que lo mataré.
Los ojos de Clark se llenaron de angustia y se alejó un paso de mí, aterrado.
-          No sabe que estás aquí. – Me reveló de pronto, como si tampoco hubiera podido contenerse.
-          Pues que permanezca así. – Levanté el brazo para colocarme el pelo suelto detrás de la oreja, intentando mantenerme bajo control.
-          No puede ser…
Clark se había quedado helado, mientras observaba con horror algo a la altura de mi hombro. Seguí la dirección de su mirada. En mi muñeca, se veía con claridad bajo las luces del aparcamiento el tatuaje de Tánatos, que me habían hecho cuando entré en la Organización: una media luna en el medio de un intricado símbolo celta que simbolizaba la muerte.
Los dos nos contemplamos en un rígido silencio durante unos segundos que se hicieron eternos. Entonces, esbocé mi mejor sonrisa de crueldad.
-          Así que, por lo visto, ahora somos enemigos, eh.
-          Tú… Yo… - parecía que se estaba ahogando.  – Annalysse, yo…
-          ¡Myst! – grité, incapaz de mantener a raya la burbujeante ira que me ahogaba. - ¡Me llamo Myst! – el eco de mi voz se expandió por el garaje vacío.
Clark retrocedió una vez más, cada vez con un pánico mayor reflejado en sus pupilas. Yo estaba perdiendo el control y lo sabía. Respiraba con jadeos cortos, mantenía el cuerpo rígido y los puños apretados, lista para atacar. El golpe de mi pasado retornando me había hecho perder el dominio de mí misma, la cuidosa máscara de frialdad que siempre mantenía.
Unos tacones resonaron contra el suelo, acercándose. No me giré, podía percibir a Sam sin necesidad de mirarla. Se detuvo unos pasos por detrás de mí.
-          ¿Todo bien? – me preguntó con tranquilidad (siempre todo lo hacía con esa maldita tranquilidad), aunque era visible que yo estaba alterada.
-          Sí. Clark ya se iba.
El susodicho me miró desconcertado. Luego, asintió lentamente. Se despidió con un gesto de la mano y se marchó con paso rápido, perdiéndose entre la multitud de coches sin musitar una sola palabra más. Quizá no pudiera hacerlo. Clark siempre había tenido problemas para relacionarse y la situación era muy tensa en ese momento.
Sentí la mano de Sam en mi hombro.
-          ¿Qué ha pasado?
Su voz indiferente me ayudó a tranquilizarme por completo. Me aferré a su estado de vacío emocional y lo copié en mi cuerpo alterado.
-          El pasado ha vuelto a joderme, cómo no. – Suspiré. - ¿Recuerdas a aquel chico del que me enamoré hasta perder la razón?
-          Por supuesto. El capullo que te abandonó.
-          Pues ese era su hermano. Y ambos son parte de Skótadi.
Sam se colocó a mi lado y miró en la dirección en la que Clark se había ido, aunque ya no hubiera rastro de él por allí.
-          Pues menuda fiesta, ¿no? – su voz tenía un matiz de diversión que me hizo cerrar los ojos de cansancio. No podía culparla de que fuera una caja emocional vacía.
-          ¿Qué tal tu cena? – le pregunté, por cambiar de tema. Realmente, no tenía ningún interés en la respuesta.
-          Deliciosa – ronroneó.
No respondí. Estaba demasiado ocupada con la cantidad de pensamientos que me estaban produciendo un dolor de cabeza como para que darle importancia a su alimentación de súcubo satisfecha en ese momento.
Levanté la mano, con la palma hacia arriba, en el espacio que había entre las dos, ofreciéndosela a Sam. Cuando sentí que su mano cálida se aferraba a la mía, cerré los ojos y nos desvanecí a las dos de aquel lugar, dejando tras nuestra desaparición una nube de denso humo.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

El pasado nunca se aleja demasiado de tu puerta. (Parte I)


1/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst



Aun tenía en los labios la sonrisilla de suficiencia que se me había quedado en el rostro, tras mi encuentro con el detective, cuando entré en nuestro piso, con un café recién comprado en cada mano. Había sido tremendamente sencillo engañar al pobrecillo, hacerle creer que se había equivocado en todo. Por ejemplo, decirle que aquel no era mi apartamento, cuando llevaba viviendo allí dos meses. Pero él se lo había tragado sin dudar siquiera. Casi me daba pena. Casi.
Llamé a Sam. Cuando no obtuve ninguna respuesta, supuse (acertadamente) que estaba escuchando música a un volumen demasiado alto con los auriculares puestos. La encontré tumbada en su cama, con el portátil sobre los muslos y revisando nuestra dirección de correo.
Al verme, desconectó los auriculares, dejando que la música inundara, muy alta, todo el piso. Me recosté a su lado y le pasé uno de los cafés que aun llevaba entre las manos, y que me estaban quemando las yemas de los dedos.
-          ¡Me has traído café! – gimió de satisfacción. – Ya sabía yo que compartía piso contigo por una razón.
-          Me abrumas con tanto cariño. – Ambas dimos un sorbo del líquido caliente. Éramos completamente adictas al café, sobre todo al de la cafetería que había a dos manzanas del piso.
Miré la pantalla, en la cual se veía aun la página que había estado mirando Sam antes de que yo la interrumpiera.
-          ¿Alguna novedad? – pregunté, aun sabiendo la respuesta.
-          Ninguna – replicó ella, encogiéndose de hombros. Se pasó la lengua por el labio inferior y actualizó la página.
El resultado volvió a ser el mismo: cero mensajes nuevos. Suspiré y apoyé la cabeza en la pared, sintiendo cómo el desánimo anidaba en mi pecho.
-          ¿Qué estamos haciendo mal?
-          Nada. Simplemente, somos nuevas en el negocio. Deja que los rumores sobre nuestras maravillosas habilidades circulen por ahí y relájate.
Miré a Sam por el rabillo del ojo. Permanecía imperturbable. Su imagen de tranquilidad e indiferencia nunca se alteraba, por complicadas que fueran las circunstancias y eso, en cierto sentido, me tranquilizaba, pero a la vez me hacía sentir una intensa angustia y rabia. Mi compañera de piso había sufrido tanto a lo largo de su vida, que había obtenido como resultado un trastorno que le impedía sentir emociones demasiado profundas. Nunca estaba preocupada, ni sentía miedo. La mayor parte del tiempo, no había ni una cosa en el mundo que la inquietara. Estaba tan hecha pedazos y llena de cicatrices por dentro que su modo de sobrevivir había sido despojarse de los sentimientos, para poder avanzar sin que estos la derrumbasen. Eso era terrible y odiaba a todos los que habían hecho eso de ella. Sobre todo, a su madre.
Aunque ella no pudiera sentirlo, yo veía que nuestra situación estaba complicándose. No teníamos trabajo ni modo de conseguir dinero hasta que consiguiéramos uno.
-          Tendremos que pagar el alquiler al final del mes. – Le recordé con un suspiro.
-          No te preocupes. – Sam esbozó una sonrisa traviesa. – Yo me encargo del casero.
Fruncí el ceño.
-          Estamos jugando con las vidas de los demás.
-          Myst, soy un súcubo. – Me miró como si estuviera evidenciando lo más obvio. - Mi especialidad es controlar la mente de los hombres para que hagan todo cuanto desee. Y el casero no será un problema. Estará completamente de acuerdo en perdonarnos un mes de alquiler.  - Centró su atención de nuevo en la pantalla. – O en no cobrárnoslo nunca, si se lo pido por favor.
-  Aun así. Ese hombre necesita el dinero.
Sam suspiró y dejó el portátil sobre la cama, aun con la música a demasiado volumen. Me miró con tranquilidad, se pasó la lengua por el labio, repitiendo su tic involuntario, y bebió café de nuevo antes de hablar.
-          Y nosotras necesitamos un sitio donde vivir. ¿Quieres volver a compartir una habitación de dos metros cuadrados y un baño común para todos los miembros de la organización? Porque yo no.
-          Ya. – Me mordí el labio. – Supongo que podríamos hablar con el casero. Solo hasta que nos den algún trabajo. – Realmente, no nos quedaba otro remedio. Acabábamos de empezar en el mundo de los trabajos extraoficiales, como lo llamaba Sam, y aun nadie nos había contratado para poner en práctica nuestras habilidades con alguna misión. Y eso que habíamos hecho una buena puesta en escena, con el asesinato de aquellos tres mafiosos.
-          Esa es mi chica.
Tampoco podíamos volver a la Organización. Estábamos demasiado cansadas de vivir allí, teniendo que obedecer órdenes para obtener comida y alejamiento. Pero se suponía que debíamos estar agradecidas. Ellos nos habían enseñado a defendernos, nos habían rescatado del enorme pozo de nuestra vida anterior. Aun así, Sam y yo habíamos preferido largarnos lo antes posible, aunque eso supusiera tener que buscar trabajo por nuestra cuenta.
Teniendo en cuenta las habilidades de Sam, que no tenía ningún problema en conseguir que todos los hombres de nuestro entorno se arrodillasen a nuestros pies, habíamos sobrevivido bastante bien, pero no de un modo del todo legal. Aunque claro, sobrevivir era lo importante, así que de momento, debíamos dejar los peros más tarde. Bueno, yo debía dejarlos. Sam no veía ninguno en ese estilo de vida, puesto que así era como había sido su vida siempre: si quería algo, con lanzarle una sonrisa al primer ser masculino que entrara en su camino bastaba. Otra repercusión de la mala influencia de su madre, que también era un súcubo y se aprovechaba de sus habilidades para satisfacer todos sus caprichos, sin tener en cuenta los daños que causaba.
Eso había ocasionado en su hija una visión borrosa de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. Para Sam, lo que se ajustaba a sus propósitos era, indudablemente, bueno, y viceversa.
Me recosté en la cama y me terminé el café. Volví a recordar mi último encuentro con el detective, en su coche, y las comisuras de mis labios se elevaron de forma involuntaria.
-          ¿Sabes? Me he encontrado con nuestro amigo el detective – la informé. – Sigue vigilándome.
Sam se rio al oírlo. La verdad es que aquel pobre policía había sido nuestra víctima predilecta en los últimos tiempos. Lo estábamos volviendo loco poco a poco.
-          Bueno, si se pone muy pesado, también puedo encargarme de él. – Esbozó de nuevo su sonrisa pícara. – La verdad es que no está nada mal.
Negué con la cabeza lentamente. No sabía muy bien por qué, pero no quería que el tira y afloja que nos traíamos el detective y yo acabara aun. Me resultaba bastante divertido verlo intentando encontrar pistas sobre mí y frustrándose día a día. Solo recurriría a mi mejor amiga súcubo si las cosas se volvían demasiado problemáticas respecto a él.
Sam evaluó mi reacción con ojo crítico. Intenté imitar su expresión neutral, sin sentimientos, pero a mí no me salía de la misma forma natural que a ella, porque, por mucho que lo hubiera intentado y llevara siempre la máscara de la frialdad, aun seguía teniendo sentimientos, aunque estos ya no me afectaran como antes de entrar en la organización.
-          Vaya, vaya. Creo que a alguien le gusta el detective.
-          No digas boberías – me sonrojé un poco. Maldita sea.
-          Oh, vamos, Myst. El detective está… para comérselo. – Sam se pasó la lengua por el labio una vez más, componiendo su mejor expresión de súcubo descarado.
-          ¡Que no! – me puse seria. – Nada de relaciones, ¿recuerdas? Es nuestro pacto. – Bajé la voz y musité en voz baja. – Sabes tan bien como yo que el afecto lo complica todo.
-          Sí, sí. Pero puedes divertirte un poco. El sexo sin compromiso está bien. – Sam se encogió de hombros. Para ella, el sexo era solo un acto físico sin complicaciones, la satisfacción de una necesidad y, como súcubo, la búsqueda de alimento.
Pero, para mí, era mucho más. Era una demostración de amor. Solo lo había hecho con una persona, el único al que había amado… Sacudí la cabeza, obligando a esos recuerdos a marcharse, a ocultarse de nuevo en donde no me estorbaran. Recordar solo era una fuente de dolor.
Cuando giré la cabeza para responder al último comentario de Sam, contemplé horrorizada cómo sus pupilas se expandían hasta cubrir la totalidad de sus ojos, convirtiéndolos en dos pozos negros como una noche sin luna. Ella me miró con fijeza, inhaló con fuerza y gruñó en voz baja.
-          Mierda, Sam – susurré. Sabía perfectamente qué significa aquello; lo había visto en el pasado varias veces.
Ella zarandeó la cabeza, recuperando el control de nuevo. Sus ojos adoptaron el color normal, el profundo tono verdoso que hacía recordar a un bosque muy espeso, y me miró con cautela.
-          ¿Cuánto hace que no te alimentas? – le pregunté finalmente.
-          No tanto – su respuesta fue una clara evasiva. Sam mentía bien, puesto que no tenía ningún reparo moral en hacerlo, pero yo la conocía demasiado y la solía calar en el acto.
-          Y una mierda. – Mi voz se tornó dura y fría. Ya que ella no se preocupa por sí misma, no me quedaba más remedio que hacerlo yo, y para ello debía comportarme de forma intransigente.
Si sus ojos se habían vuelto negros por completo, debía de estar muriéndose de hambre. Como súcubo, debía alimentarse de energía masculina cada cierto tiempo. El máximo que podía aguantar era, aproximadamente, quince días. El cambio de color en sus ojos significaba que llevaba más de ese tiempo sin alimentarse de ningún hombre, lo que la llevaba al límite de su auto-control. Cuando más desesperada estuviera por alimentarse, más posibilidades había de que perdiera toda su humanidad y se convirtiera en una depredadora carente de cualquier conciencia y emoción. Y eso que ya no tenía mucho de ninguna de las dos cosas.
-          Tienes que salir de caza. – No era una petición. Se lo estaba ordenando. – Esta noche.
-          No es necesario. Estoy bien. – Sus ojos volvieron a metamorfosearse durante un segundo y Sam clavó sus uñas, que se habían alargado en busca de una presa, en el cojín del sofá.
-          A mí no me lo parece. – Mi tono dejó claro que aquello no era un juego. Ambas sabíamos que Sam tenía que alimentarse, y pronto. No iba a permitir que sucumbiera al súcubo.
Mi mejor y única amiga me calibró durante un segundo, estudiando sus cartas. Pero sabía que en mi rostro no iba a encontrar ni un recoveco de duda. Estaba decidida. Si debía ir y encontrarle yo misma una presa, lo haría. No estaba  dispuesta a permitir que la única persona con la que contaba, la única con la que podía quitarme la máscara inhumana que llevaba siempre como protección ante el mundo, me abandonara también.
-          Esta noche, entonces – accedió finalmente.


(Felices 17 otoños, Irene)