5/Noviembre
Annalysse Tyler (Myst)
La cámara de seguridad registraba todos mis
movimientos. Necesitaba salir de su ángulo de visión, al menos hasta que el
guardia de la sala de control dejara de ser una complicación.
Fingí buscar una puerta en concreto y, al tropezar
con una anciana pareja que volvía al salón principal, les pregunté con una
aparente incomodidad que bordé a la perfección dónde se encontraba el baño para
los invitados.
La mujer se rio y me señaló una puerta a mi
espalda, la que yo ya sabía que daba al lavabo. Hubiera sido sumamente
sospechoso que el guardia se diera cuenta de que conocía las habitaciones de la
casa cuando yo era simplemente una invitada guapa más, de las que van colgadas
del brazo de un rico para que él alardee de su belleza como si fuera un caballo
de carreras. Esa era nuestra tapadera, así que tenía que mantenerla de momento.
Habíamos recibido el correo hacía tres días. Tanto
Sam como yo nos habíamos sorprendido bastante, para luego pasar a la alegría
por completo (bueno, yo expresé todas esas emociones mientras mi compañera sin
sentimientos asentía con la cabeza).
Un importante cliente había oído hablar de nuestra
reciente entrada en el negocio del crimen y nos ofrecía una misión. Dudaba
acerca de nuestra capacidad para llevarla a cabo, por supuesto, ya que éramos
tan nuevas en el sector, pero había quedado estupefacto con nuestra puesta en
escena con el asesinato de los rusos y quería ver de qué más éramos capaces.
El objetivo era sencillo. Él, cuyo nombre prefería
no revelar, deseaba un objeto de gran valor, un jarrón chino de alguna dinastía
perdida en el tiempo, y esa valiosa pieza se encontraba en posesión de una rica
multimillonaria que se negaba a venderla. Para conseguirla, contrataba nuestros
servicios para que lleváramos a cabo un robo con la mayor discreción posible.
Era preferible que nadie se enterara y, por descontado, que su nombre no se pudiera
relacionar con el crimen.
Aquella era nuestra primera misión de verdad desde
que decidimos divergir de la trayectoria de Tánatos y empezar a trabajar más
por nuestra cuenta. Probablemente por eso sentía ese cosquilleo de nervios en
el estómago, aunque me obligué a centrarme nada más entrar en el baño y cerrar
la puerta a mi espalda. Allí no había cámaras que me vigilasen.
Repasé el plan una vez más, dándole tiempo a Sam de
que llevara a cabo su parte.
Entrar a la mansión de la propietaria del jarrón
había sido más fácil de lo esperado y era allí, en su caja de seguridad, donde
ella guardaba el objeto, protegido mediante diversas medidas de seguridad. Sam
y yo nos habíamos pasado los últimos tres días inspeccionando minuciosamente
los detalles que nos habían proporcionado, buscando planes y rutas
alternativas, procedimientos de emergencia por si algo salía mal…
Nos enteramos de que a los pocos días de recibir el
mensaje se celebraba una importante fiesta solidaria organizada por nuestra multimillonaria,
que había invitado a distintas personalidades famosas con acaudaladas cuentas
corrientes y a un par de personajes menos conocidos, pero igualmente ricos. Esa
ocasión fue nuestro método de entrada.
Al principio, pensamos fingir ser camareras y
colarnos sin dificultad, pero luego tendríamos que pasarnos la noche sirviendo
canapés y champán del caro, y quizá el tiro nos saldría por la culata,
impidiéndonos librarnos del uniforme y llevar a cabo la verdadera misión que
nos había llevado hasta allí, así que decidimos entrar por la puerta grande.
Tras revisar la lista de invitados, encontramos a
dos herederos jóvenes, que apenas superaban la veintena, que acudían como
representantes de la fortuna de sus padres. Ambos iban a llevar a sendas
modelos del brazo para lucirlas junto a su dinero.
Dar con ellos no fue complicado, puesto que iban
anunciando su presencia en todas las redes sociales que podían cada vez que
salían de casa. Nos tropezamos con ellos en una discoteca dos noches antes del
día de la fiesta y, tras una breve pero demoledora charla con ellos, Sam los
convenció de sustituir a sus amigas las modelos por nosotras dos como
acompañantes. Sinceramente, no perdían demasiado con el cambio. La belleza de
Sam era incomparable, superior a la de cualquier modelo, y yo sabía cómo
sacarme provecho si la ocasión valía la pena.
Manteniéndolos bajo un férreo control mental, los
chicos nos acompañaron en su limusina desde nuestra casa hasta la mansión, y
luego entraron con nosotras colgadas del brazo y una sonrisa deslumbrante. Nos
presentaron como unas amigas provenientes de Europa que habían ido a pasar una
temporada alejadas de casa. Sam fingía ser rusa, puesto que sabía imitar el
acento a la perfección. Yo decía haber nacido y crecido en Estados Unidos antes
de mudarme al frío país europeo y, por eso, carecía de cualquier acento
extranjero.
Cuando la fiesta alcanzó su mayor apogeo, yo me
interné en el pasillo que sabía que conducía a la cámara de seguridad. Habíamos
hecho los deberes y estudiado los mapas de la casa para saber a dónde teníamos
que ir. Al mismo tiempo, Sam se estaba excusando para ir a hacer una llamada
por teléfono al exterior, que en realidad se convertiría en una visita a la
sala de vigilancia de la casa para desactivar las cámaras y las alarmas.
Mientras, yo permanecía escondida en el baño para
que las cámaras no pudieran grabar mis sospechosos movimientos, esperando la
señal. Aproveché aquellos minutos para quitarme el vestido largo de noche que
ocultaba debajo un ceñido traje negro que me permitiría camuflarme en la
oscuridad y no destacar demasiado. Era de cuerpo entero, pero, para que no se
viera mientras llevaba el vestido, en la fiesta, lo había doblado hasta que
desapareciera de la vista. Ahora, lo estiré, por lo que cubrió la longitud
total de mis piernas y los brazos hasta las muñecas. Me recogí el pelo en una
trenza al estilo Tomb Raider; me deshice de los incómodos tacones de aguja, y
los sustituí por unas zapatillas de deporte que había escondido dentro del
bolso. Dejé mi elegante ropa de noche, junto con el bolso casi vacío, escondida
detrás del váter, de modo que otro invitado que fuera al baño no pudiera verla.
Justo en el momento en que revisaba mi vestimenta y
mis armas, para asegurarme de que la nueve milímetros estaba bien sujeta a la
cintura y que la daga seguía atada en la parte interna de mi muñeca, mi móvil
vibró contra la piel de la cadera, donde lo tenía sujeto. La señal de Sam.
Respiré profundamente dos veces para calmar el
temblor que se había extendido por todo el estómago. Me obligué a despojarme de
los nervios y de las dudas, de los “y si” tan negativos que no dejaban de
cruzarme la mente. La clave del éxito estaba en confiar en ello.
Lentamente, a la vez que iba relajando el cuerpo,
fue eliminando la solidez del mismo. Me deshice hasta convertirme en apenas un
humo casi invisible de color blanco y me fusioné con el aire que me rodeaba.
Siguiendo las pautas de mi memoria, me desplacé en ese estado hasta que llegué
a la sala anterior a la que se guardaba el jarrón.
En ese estado incorpóreo, mi cuerpo se convertía en
partículas de gas y, por lo tanto, carecía de vista, de oído, y de cualquier
otro sentido que me permitiera observar mi entorno y orientarme. Tenía que
basarme en los planos que había memorizado el día anterior acerca de la
distribución de la casa. También era cierto que podría haber adoptado un estado
semi-corpóreo que me permitiera disfrutar de los sentidos sin ser sólida por
completo, pero en ese estado sí era visible, y prefería no arriesgarme a
toparme con un invitado curioso o alguno que buscara diversión en las
habitaciones de invitados.
Siguiendo mis recuerdos, llegué a la sala. Volví a
adoptar mi forma normal y busqué la cámara que sabía que estaría vigilándome.
Ah, ahí estaba. En la esquina derecha, pegada al techo. Saludé a Sam y, de
inmediato, el móvil vibró de nuevo contra mi cadera. Después de tres timbrazos,
fruncí el ceño y acepté la llamada. Eso no era lo que habíamos acordado.
-
¿Sam? – pregunté, sin poder evitar que se
reflejara el temor en la voz.
-
Houston, tenemos un problema – respondió ella,
imperturbable. Su tono incluso parecía divertido.
Contuve el suspiro de cansancio que estuve a punto
de proferir. Ya me imaginaba que las cosas no iban a ser tan sencillas como
deseábamos. Siempre surgía algún obstáculo en el camino que, a menudo, servía
para estropear o dificultar la misión.
Al fin y al cabo, si el robo fuera cuestión de
coser y cantar, jamás habrían contratado a miembros de Tánatos. Una de nuestras
notables características eran los elevados precios, aunque también la alta tasa
de éxito en los encargos. Los clientes que deseaban contratar a algún miembro
de la organización sabían de antemano que verían cumplido el objetivo y pagaban
esa seguridad.
-
¿Qué pasa?
-
Verás, había un pequeño detallito que no venía
en nuestros resúmenes. Algo bastante importante. – Sam hizo una pausa
dramática. – Para entrar en la sala del tesoro, hay que pasar por un
reconocimiento óptico.
-
Déjame adivinar, mi iris no ha sido elegido como
uno de los favoritos.
-
Exacto. Has quedado fuera de la fiesta. – Sam se
rio. Oí un ruido de teclado de fondo y supuse que ella estaría aporreando las
teclas en la sala de seguridad para buscar una forma de solucionar aquella
complicación. Mi compañera de batalla podía ser insensible y cruel, en bastantes
ocasiones, pero era efectiva en su trabajo.
-
¿No puedes desactivar la seguridad desde ahí? –
volví a saludar a la cámara que me enfocaba desde el techo.
-
Ojalá – Sam suspiró. – Desde aquí puedo
controlar las cámaras sin problemas, las puertas de acceso a la casa, el
telefonillo y la alarma general de la mansión. Pero para entrar en la sala de
seguridad hay que pasar el reconocimiento óptico y la única que puede abrir la
puerta es la organizadora de la fiesta, nuestra querida multimillonaria.
Bufé en voz baja al oír las buenas noticias. El trabajo estaba empeorando por minutos. Tanta
preparación para luego fallar en algo tan elemental.
¿Qué podíamos hacer? ¿Secuestrar a la anfitriona?
Se daría cuenta todo el mundo y, sobre todo, sus guardaespaldas. Mala opción.
En copiar el modelo de sus iris y generar una
lentilla igual a ellos tardaríamos, al menos, una semana o más, y entonces,
habríamos perdido la oportunidad que nos había brindado aquella fiesta. Entrar
en la mansión no era nada sencillo, ni siquiera siendo invitado. Teníamos que
hacerlo esa noche de cualquier modo.
-
Dime que se te ha ocurrido una idea milagrosa –
rogué.
-
Espera un segundo – más ruido de teclado. Los
dedos de Sam se deslizaban a toda velocidad. - ¡Ajá! Hay un maravilloso sistema
de ventilación que comunica la sala del tesoro con el pasillo que está a tu
derecha. El hueco es mi grande, pero creo que cabrá por ahí un poco de niebla.
-
Genial – sonreí y empecé a caminar hacia allí.
La rejilla del sistema de ventilación estaba en una
esquina, detrás de una mesa que pretendía ocultar su existencia. Era bastante
pequeña, quizá podría atravesarla un niño de unos cinco años, pero de ningún
modo un adulto. Pero, en mi forma de humo blanco, apenas ocupaba el mismo
espacio que un balón de fútbol.
-
Sé que me vas a odiar, pero tengo más malas
noticias.
-
Te odio.
-
Culpa al juego, no al jugador. Bien, escucha.
Dentro de la sala, hay unas cuantas medidas extras de seguridad. Normalmente,
al pasar el reconocimiento óptico se desactivarían, pero como tú vas a entrar…
por una ruta alternativa, se mantendrán intactas.
-
¿De qué medidas estamos hablando exactamente?
-
Veamos… - Una vez más, el ruido de las teclas
inundó la llamada mientras Sam verificaba a qué me tendría que enfrentar. – Por
toda la sala se encuentran esos láseres tan chulos de las pelis de espías; esos
que, si tocan alguna parte del cuerpo, hacen sonar las alarmas de inmediato y
que son invisibles a simple vista.
-
Va mejorando la cosa. Y seguro que hay algo más
para hacer que esta noche sea perfecta.
-
Bingo. – Sam volvió a reírse. – Los sensores
térmicos también activarán las alarmas si un cuerpo con una temperatura
superior a 20 º C entra en la sala.
-
Lamento decirte que mi temperatura media, como
persona viva que soy, es de 37.
-
Ya lo sé – suspiró, exasperada.
Yo también me sentía igual. Se suponía que iba a
ser un trabajo fácil. Entrar, robar y salir. Nadie había hablado de medidas de
seguridad en plan película de James Bond. ¿Qué debíamos hacer? ¿Abandonar la
misión y decirle al cliente que habíamos fallado? No era nuestro estilo.
Permanecí en silencio unos segundos más, esperando
que Sam hallara la solución a los problemas que se nos venían encima. No quería
perturbar su concentración.
-
Ah, aquí está. He encontrado algo útil. Al
parecer, los sensores solo se accionan si la temperatura en cuestión se
encuentra concentrada en una zona menor de un metro cuadrado de ancho y de dos
metros de alto. Las dimensiones de un cuerpo humano, vamos. Pero…
-
Si el calor está disperso por toda la sala, no
podrá localizarlo.
-
Exacto. Respecto a los láseres, puedo volverlos
visibles desde aquí y tú tendrás que encargarte de no tocarlos. Quizá al ser
solo corpórea a medias no los actives, pero yo preferiría no arriesgarnos.
-
Completamente de acuerdo. ¿Eso es todo?
-
Sí. No tardes mucho y ten cuidado. Estaré
vigilándote. – Pude percibir una levísima preocupación en la voz de Sam. Para
ella, eso era un gran logro emocional. Sonreí.
-
Descuida. Pero… Sam – la llamé antes de que
colgara. – Si, por cualquier razón, algo sale mal, quiero que te largues de
aquí. No vuelvas a por mí.
-
No voy a abandonarte – la determinación impregnó
sus palabras.
-
Sam, por favor. No seas idiota. Yo puedo
desaparecer sin dejar rastro y esconderme en cualquier rendija. Pero quiero
estar segura de que no tengo que preocuparme por ti si tengo que huir.
¿Prometido?
El silencio se alargó unos segundos. Pude
imaginarme perfectamente a Sam sentada en la sala de control, observándome a
través de la pantalla, considerando sus opciones. El guardia de seguridad
estaría atontado en alguna esquina, controlado por sus poderosos ojos de súcubo
y por su voz hipnótica.
Yo estaba segura de que, en caso de necesidad, Sam
podría escapar sin problemas, siempre que no se detuviera a preocuparse por mí.
Ella también lo sabía.
-
Prometido – susurró al final.
Luego, ambas colgamos al mismo tiempo. No era
necesario decir nada más.
Guardé el móvil en el mismo sitio, sujeto en una
funda a la cadera. Sonreí por última vez a la cámara y desaparecí lentamente,
diluyendo la solidez de mi cuerpo hasta el límite en que aun podía ver y oír,
pero en el que fuera capaz de adaptarme al espacio que quisiera, ya fuera
reduciéndome o ampliando mi tamaño. Seguía siendo visible, pero era como esos
fantasmas de las películas de los que apenas puedes vislumbrar un contorno
borroso y unos rasgos desenfocados.
Inspiré hondo y me colé por la rendija del sistema
de ventilación.
***
Los sensores térmicos no saltaron. Los láseres,
visible gracias a la intervención de Sam, fueron un engorro, ya que me
obligaban a adoptar posturas casi imposibles pero, gracias a que mi cuerpo no
se ajustaba del todo a las leyes de la materia, puede llegar finalmente a la
vitrina que guardaba la valiosa pieza.
Lo observé un par de segundos. Era un jarrón muy
antiguo, ligeramente resquebrajado en algunas partes, pero aun completo. Tenía
un bello diseño de flores de loto en la parte superior, y la de abajo
representaba una imagen de un grupo de mujeres asiáticas realizando tareas
cotidianas. Podía entender su valor con solo mirarlo, puesto que era precioso y
sofisticado, una obra de arte de hacía muchos siglos.
Finalmente, adopté forma corpórea, asegurándome de
no tocar ninguno de los rayos que brillaban en la oscuridad de la habitación, y
posé las manos en el cristal de la vitrina. Lo levanté lentamente…
El estruendo de la alarma me hizo dar un brinco. Mi
pierna derecha se movió hasta chocar contra uno de los láseres. Miré a mi
alrededor, con el corazón latiéndome a mil por hora en el pecho.
El maldito cristal de la vitrina. Debía tener algún
tipo de sensor que activaba las alarmas cuando alguien retiraba la vitrina sin
haber superado el reconocimiento óptico.
Olvidando cualquier medida de precaución, tiré el
cristal que aun sostenía en las manos y agarré el jarrón con fuerza. El ruido
de la alarma me ensordecía, al igual que el del cristal al romperse, pero pude
percibir los gritos de gente acercándose al otro lado de la puerta, alterados.
Maldije en voz baja y apreté el jarrón contra mi
pecho. Tras lanzarle una mirada de advertencia a Sam a través de la cámara de
seguridad, que me enfocaba sin pausa, me desvanecí de la habitación a la
velocidad de la luz.