(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


domingo, 5 de mayo de 2013

Al final, el destino siempre juega en nuestra contra.


8/Noviembre


Jack Dawson (Boom) 



Aunque hacía ya bastante que la moto había superado los doscientos kilómetros por hora, aceleré un poco más, logrando que ronroneara con más fuerza entre mis muslos. La carretera volaba bajo mis ruedas y el viento, gélido a esas horas de la madrugada, era lo único que enfriaba el ardor que se extendía con rapidez bajo mi piel, arrasando toda cordura a su paso. Sentía los músculos tirantes y un leve cosquilleo que crecía más y más entre los dedos, en los hombros, en el cuello y en las ingles.
Conocía suficientemente bien las señales para saber lo que inevitablemente iba a pasar. Lo único que podía hacer (lo que estaba haciendo) era retrasar levemente el momento, hasta que consiguiera llegar a mi destino. Pero no me quedaba mucho tiempo; por eso había dejado atrás todos los límites de velocidad, volando sobre dos ruedas en mitad de la noche. Durante un tiempo, una fugaz sirena de policía me había seguido en la oscuridad, pero había acabado dándose por vencida al verme desaparecer a toda velocidad delante de ella. Hasta para la justicia era ya una causa perdida, como también lo era para mí mismo.
Había olvidado la chaqueta al salir precipitadamente del apartamento cuando Annalysse… Myst desapareció. Ni siquiera me había molestado en averiguar que estaba pasando, solo necesitaba largarme a toda prisa antes de explotar en medio del salón por el caos de emociones que me hacía temblar. Una vez sobre la moto, todo había sido más fácil. Ninguna sensación se podía igualar a correr como un demonio por las calles vacías: la adrenalina burbujeando en mis venas, el regusto del aire nocturno en la boca, la lluvia mojando mi piel y aliviando el fuego de mi sangre. Y, aun así,  seguía sin ser suficiente. No había podido calmar del todo la vibración, solo había conseguido reducirla un poco. Pero eso era algo normal, algo que yo ya sabía: ella era más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo, me alteraba de un modo que desafiaba a toda lógica. Y ahora, con su imagen en mi cabeza, era incapaz de concentrarme en nada más. El recuerdo de sus ojos azules cargados de dolor me llevaba justo al límite del control, donde el paso siguiente hacia el abismo colorearía el mundo del color rojo del fuego.
Esa era la otra razón por la que yo era tan jodidamente peligroso. Porque, cuando no me controlaba rígidamente, manteniendo mis emociones y mi cuerpo bajo un férreo dominio, acababa estallando. Ya había progresado lo suficiente como para mantener a raya mi habilidad en el día a día, pero… había ocasiones en las que algo me alteraba demasiado y no podía evitar que las chispas escaparan entre mis dedos. Sin duda, volver a Myst había hecho que salieran a la superficie la enorme cantidad de sentimientos que había intentado enterrar cuando me marché de su lado: la culpa, el sentimiento de pérdida, el constante dolor de echarla de menos a cada segundo que pasaba, la necesidad física de estrecharla en mis brazos. Dejarla había sido como una droga que me hubieran arrebatado de pronto, dejándome con ganas de muchas más dosis. Había conseguido mantener la cabeza fría y el cuerpo sereno los últimos cuatro años, siendo frío e implacable, sin pensar en las consecuencias de mis actos ni plantearme mucho nada que no fuera ella en mis mañanas y mi rutina diaria, que se mostraba un camino vacío sin fin.
Pero ahora se había destapado la caja de Pandora. Todo estaba saliendo a la superficie a raudales. Los recuerdos…
La primera vez que la vi estaba saliendo del instituto. Había ido a buscar a Clark, en uno de esos actos sobreprotectores de hermano mayor que me caracterizaban. Y entonces, ella emergió de las puertas dobles, con el cabello negro como una noche sin luna suelto, en contraste con su piel blanco marfil.
A pesar de que su belleza no era la habitual, de esa que ves en las revistas de moda, había algo en ella que llamó mi atención inevitablemente. Quizá fue la forma en la que parecía mantenerse alejada del mundo, encerrada en su propia burbuja invisible, como también me pasaba a mí. Aunque, probablemente, fuera la forma en la que me miró cuando pasó a mi lado, taladrándome con sus enormes ojos azules como si fuera capaz de ver directamente mi alma desnuda. La mirada apenas duró cinco segundos, pero durante ese tiempo, los segundos se convirtieron en horas. Solo estábamos ella y yo, los dos perdidos en ese mirada que me había cortado la respiración. El mundo ralentizó el ritmo. Y luego volvió a retomar la velocidad habitual como si nada hubiera pasado, ella se fue con una media sonrisa en los labios, y yo juré que volvería a verla, costara lo que costase.
Al igual que si le hubiera dado al botón de acelerado rápido, las imágenes pasaron borrosas tras mis ojos: haber ido a verla cada día a la salida del instituto, el intercambio de miradas, su sonrisa, y finalmente, el día que me atreví a preguntarle su nombre.
El siguiente recuerdo fue el de nuestra primera cita. Ella llevaba un vestido hasta las rodillas de color rojo y negro y estaba más preciosa de lo habitual. En aquel momento, me había sentido el hombre más afortunado de la tierra, sobre todo cuando la atraje hacia mí de improviso y estrellé mis labios contra los suyos. Tras el momento de sorpresa inicial, en el que el pánico casi detuvo mi corazón, ella me devolvió el beso, entrelazando las manos en mi nuca. Nunca podría olvidar aquella noche. Su olor, a flores y a lluvia. La suavidad de sus labios, el sabor de su brillo labial de fresa. El tacto de su pelo entre mis dedos.
El recuerdo se fragmentó y desapareció tras mis ojos. Tras otro avance rápido del tiempo, se detuvo en otro momento. Esta vez, Annalysse llevaba unos vaqueros y una camiseta amplia. Se reía de alguna cosa que ahora no recordaba con exactitud, mientras me guiaba, cogida de mi mano, hacia el cine. La razón por la que ese día se me había quedado grabado en la memoria era porque fue el día en el que decidí que, más pronto que tarde, tendría que irme de su lado, una de las decisiones más dolorosas y horribles que había tomado jamás. Siempre había sabido que estar con ella era peligroso, que lo único que podía hacerle era daño, al menos a largo plazo. Y sabía, lo sabía con dolorosa certeza, que ella merecía algo mejor que un tipo que hacía cualquier cosa por dinero. Que robaba por dinero, que mataba por dinero. Por eso había decidido que tenía que marcharme de la ciudad y nunca volver a verla. Sabía que sería una agonía para ambos, pero esperaba que, en cierto modo, si lo hacía de golpe, como si me arrancara una venda rápido, dolería menos que decirle la verdad cara a cara. Al menos, así no la vería llorar.
Ahora me daba cuenta de lo egoísta y estúpido que había sido. Y de cómo, al final, el destino siempre juega en nuestra contra. Había abandonado a Annalysse para que nunca tuviera que formar parte de mi mundo y había acabado convirtiéndose en una de las figuras más importantes de la partida: Myst, mi oponente directo, mi misión.
De algún modo, aun perdido en los recuerdos desgarradores que me dejaban un regusto amargo en la boca, llegué al fin a la vieja fábrica abandonada de las afueras de la ciudad. Allí, la noche era tan oscura como la boca de un lobo y se sentía en el aire esa sensación de aislamiento y vacío de los lugares que han sido dejados atrás por la mano del hombre. Antes, había sido una empresa que se dedicaba a fabricar productos alimenticios, pero había quebrado muchos atrás y, estando a las afueras de la ciudad, en una zona conocida por el tráfico de drogas y por ser el vertedero de cadáveres de la mafia local, nadie quería comprar el terreno. Las ruinas del anterior edificio seguían ahí, como un testigo impotente del paso del tiempo, aunque se veía que no le habían dado ni un respiro. Había graffitis en cada centímetro de la pared, todas las ventanas estaban rotas en cientos de pedazos, la basura se amontonaba por todas partes y el aire estaba lleno del olor de los desperdicios que el mundo abandonaba allí para no volver a ver nunca más.
Esa noche no había nada cerca, así que el único ruido que se podía oír eran los grillos y el murmullo del río que estaba a unos doscientos metros de distancia.
Abandoné la moto de cualquier modo y corrí hacia el interior del edificio. Dentro había aún más pilas de porquería. Una rata chilló cuando entré a toda prisa. Las paredes, originalmente blancas, ahora estaban ennegrecidas en muchas zonas, con la pintura descascarillada o desaparecida por completo.
Esta noche, yo mismo me iba a encargar de añadir una nueva aportación a la lúgubre decoración del interior del edificio.
Cerré los ojos, inspiré hondo y escuché con atención. Solo se percibía el ulular del viento de fondo. Incapaz de contenerme ni un segundo más, dejé que todo flotara a la superficie. El dolor que me ahogaba por dentro, el sentimiento de culpa por Myst, la nostalgia. La impotencia, la frustración, el saber que había renunciado a todo para salvarla cuando al final había acabado tan condenada como yo.
La furia demoledora por no haber estado ahí cuando lo había necesitado, por no haberla protegido, a pesar de que cada noche le había susurrado que siempre lo haría, mientras ella se dormía entre mis brazos.
Tras mis párpados cerrados, aparecieron de nuevo sus ojos azules, tal y como eran ahora. Fríos, despiadados. Sin ningún rastro de la chica asustada y tímida a la que yo había amado, sin ni un vestigio de la persona que yo había conocido. La había perdido. No solo de forma física. Ahora, ni siquiera existía Annalysse… Estaba enamorado de un fantasma que se había perdido para siempre dentro de su propio cuerpo.
Aquello fue la chispa que faltaba. El calor, que seguía hirviendo bajo mi piel, ardió como un incendio, extendiéndose por mis venas y arterias con cada latido. La temperatura de mis manos superó rápidamente la normal en cualquier ser vivo y siguió ascendiendo. La corriente surgió entre las yemas de mis dedos, me erizó el vello por todas partes. Se propagó como el fuego en un bosque en pleno verano. Y, cuando ya mi cuerpo no pudo contener tal cantidad de energía, el calor salió disparado hacia fuera.
Con un sonido propio de una explosión, la pared recibió el primer pacto. Aguantó a duras penas, pero la pintura se derritió sin remedio, dejando a la vista los feos ladrillos grises ocultos debajo, mientras del techo caían restos de yeso.
Tras unos breves instantes, el calor volvió a revivir en mi interior, mientras me hundía más y más en la vorágine de mis emociones. Elevé la cabeza hacia el techo, con los ojos cerrados, y grité. De rabia, de frustración, de cansancio. De odio. En una sinfonía perfecta, tres explosiones más sucedieron a la primera, dos de ellas sobre la misma pared. Antes de que la tercera impactara también contra ella, la pared se derrumbó y mi expulsión de energía chocó esa vez contra las ruinas que quedaban, destrozándolas por completo, hasta dejarlas reducidas a pequeño polvo.
Caí de rodillas y enterré la cara entre mis manos. Estaba ardiendo. La corriente seguía sobre mi piel, recorriéndola de un lado a otro. Y, cuando se volvía demasiado potente para contenerse en la barrera de mi cuerpo, salía disparada hacia cualquier parte, haciendo que explotara a mi alrededor.
Era un monstruo. Destruía todo cuanto me rodeaba. Había destruido a Annalysse. Y, después, me había destruido también a mí mismo.
Aunque deseaba hacerlo, para así poder aflojar el apretado nudo que me obstruía la garganta, no lloré. Nunca había sido una de esas personas que se desahogaban llorando, porque siempre me había obligado a mantener la apariencia de seguridad que los demás esperaban de mí. Tenía que hacerlo sobre todo por Clark, para que mi hermano pequeño no tuviera miedo ante un mundo al que teníamos que enfrentarnos solos.
Y ahora, ya ni siquiera era capaz de llorar cuando estaba solo. Me había arrebatado esa capacidad a mí mismo, condenándome a mantener esa angustia constante dentro de mí, sin ningún modo de aliviar la presión. Me maldije entre dientes.
Después de unos cuantos minutos, la última explosión destruyó unas cajas abandonadas. Su contenido, fuera el que fuera, quedó convertido en polvo negro, que se amontonó en el suelo, ya sucio por la inmundicia y los efectos de mis pérdidas de control.
Suspiré. Al menos, esa vez había llegado a tiempo y había conseguido estallar dentro del edificio. Otras veces no había tenido tanto autocontrol y suerte.
Me levanté lentamente. Tras el extremo gasto de energía que mi cuerpo había decidido protagonizar, me sentía débil y enfermo. Muy cansado; pero no solo de forma física. Estaba agotado de luchar contra un mundo que solo quería hacerme daño. Cansado de intentar mantenerme en pie cuando la realidad no hacía más que hacerte caer, una y otra vez.
Por una vez, hubiera querido rendirme. Solo por esa vez, podría dejar que el mundo me pasara por encima, ¿no? Una vez no importaría.
Inspiré hondo y solté una dura carcajada, que hizo eco en el silencio de la noche.
Sabía que no podía simplemente dejar de luchar. Tenía que salir adelante, porque Clark dependía de mí…
Clark.
En ese momento, me di cuenta de que, cuando había salido corriendo del apartamiento de Myst, él ya no estaba allí. Se había marchado en algún momento durante mi conversación con ella sin que yo me diera cuenta, lo cual no era difícil, porque toda mi atención, todos mis sentidos, habían estado centrados por completo en aquella aparición de mi pasado. Cuando me largué a toda prisa, allí solo se había quedado la preciosa chica que había protegido a Myst cuando intenté acercarme a ella.
Volví a suspirar. Extraje el paquete de cigarros del bolsillo de los pantalones y saqué un cigarrillo. Nunca había necesitado tanto una calada de nicotina como en ese momento, porque nada me aliviaba tanto como matarme poco a poco.
Rebusqué en busca del mechero, para darme cuenta de que lo había metido dentro de la chaqueta aquella tarde. Joder.
Concentré mis escasas energías en la punta apagada del cigarro y conseguí a duras penas producir una leve explosión. Me sentí aliviado cuando vi que había sido suficiente como para encenderlo, aunque por muy poco.
Inhalé profundamente, llenándome los pulmones con el nocivo humo. Cuando lo dejé escapar entre sus labios, su forma, repentinamente, me recordó a Myst evaporándose ante mis ojos y desapareciendo, fundiéndose con el viento que escapaba por la ventana. ¿Esa era su habilidad? ¿Realmente era una Supra? Joder. ¿Nada tenía sentido o qué?
Unos pasos detrás de mí me alertaron de que tenía compañía. Me giré lentamente. En la puerta había un hombre mayor, de unos cincuenta años, que me miraba con el ceño fruncido y cara de preocupación.
-          ¿Va todo bien, chico? – me preguntó sin más. – Me ha parecido oír explosiones o disparos aquí dentro…
Me encogí de hombros con fingida ignorancia.
-          No tengo la menor idea. Acabo de llegar – me dirigí con largas zancadas hacia la puerta – y ya me voy.
-          Pero…
-          No le dé importancia. Será lo mejor. – Mi voz sonó amenazadora incluso en mis oídos.
El hombre retrocedió cuando pase a su lado, asintiendo con la cabeza, entendiendo el mensaje indirecto que se escondía en mis palabras. Métase en sus asuntos.
Aun con el pitillo entre los labios, me monté de nuevo en la moto. Arranqué sin pararme a pensar ni por un segundo en nada más. De nuevo, el viento helado me azotó el rostro mientras me largaba a toda velocidad de la fábrica abandonada donde había dejado la marca de mis emociones descontroladas.
Como siempre, huía. Siempre igual. Una vez más, escapando.
Quizá algún día llegara la hora de que le plantase cara a mi destino.
Pero no esa noche.
Aceleré más y más, perdiéndome en la carretera a ciento cincuenta kilómetros por hora (y cada vez más rápido).

miércoles, 17 de abril de 2013

Lágrimas bajo la lluvia.


8/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst



A pesar de que llovía a cántaros, en ese momento no sentía frío. Probablemente, cuando volviera a casa, sí lo sentiría en la piel, en la ropa pegada, y en el pelo empapado que me pesaba sobre los hombros, pero justo en ese instante, apenas me daba cuenta de las gotas que me iban calando poco a poco los huesos.
Había vagado por la ciudad durante un rato, aunque no sabía exactamente cuánto, en forma de humo blanco. Sin ningún lugar a donde ir, me había limitado a dejar que me arrastrara la corriente, hasta que me había hartado de estar en forma gaseosa y había vuelto a materializarme, sin preocuparme demasiado dónde estaba.
Por pura casualidad, me encontré en mitad del parque que se encontraba medio kilómetro al norte de nuestra casa, más o menos. La oscuridad me envolvía como un manto, atenuada levemente por la luz de las pocas farolas que se extendían por el camino de piedras que discurría entre los altos árboles. Aquella noche, la luna no brillaba en el cielo, oculta tras un espeso muro de nubes negras, que también tapaban las estrellas, aumentando aún más la oscuridad del parque. Vagué por el sendero, sin tener en cuenta la dirección de mis pies. Mientras andaba, casi con los ojos cerrados, me centré el ruido nocturno del mundo vegetal a mi alrededor para no pensar en nada. No quería recordar a Jack mirándome como si fuera lo más bello y lo más terrible que hubiera visto, todo al mismo tiempo. No quería volver a oír las palabras que me había gritado con la voz impregnada de tristeza y desesperación. No quería recordar los motivos que me habían llevado a entrar en Tánatos. No podía soportarlo, aun no. Recordar a June, la pequeña June, con su enorme sonrisa (con los dientes ligeramente separados de un modo que siempre me había parecido adorable) y sus ojos, un poco más claros que los míos, me hacía daño de un modo físico, igual que si alguien me estuviera apretando la garganta para ahogarme despacio, o como si, de algún modo, me estuvieran clavando puñaladas directamente en el corazón.
Así que, para eliminar cualquier de esos pensamientos de mi cabeza, escuché, perdiéndome en el sonido de los grillos, que actuaban en privado aquella noche, solo para mí. El ulular de un búho perdido en el espesor de los árboles. El susurro de las hojas al ser movidas por el viento. Y, poco a poco, el crescendo de las gotas de lluvia chocando contra el suelo, cada vez más rápido, con más fuerza.
Podría haberme refugiado bajo las frondosas copas de los árboles, pero seguí caminando. El movimiento de mis pies era un alivio leve, pero necesario, al igual que cerrar los ojos y dejarme llevar por la nada que había tras mis párpados. Casi no notaba la lluvia cayendo sobre mi cuerpo, ni su frialdad, porque nada importaba. De algún modo, después de cuatro años corriendo, escapando, huyendo del pasado, este me había alcanzado de lleno. Me había golpeado con demasiada fuerza, cortándome la respiración, y dejándome sin la energía para levantarme y volver a la pista de juego. Estaba cansada de correr, de esconderme. De intentar ser una persona que no era, porque ese era el único modo de sobrevivir en aquel mundo asfixiante.
Aunque lo había intentado con todas mis fuerzas, no había logrado erradicar los sentimientos. Desde que había conocido a Sam, había deseado ser como ella, eliminar todas las emociones que me hacían vulnerable y ser fuerte, fría, indiferente. Conseguir que nada me afectara para ser capaz de vencer a todos mis demonios. Pero, tras todo ese tiempo, seguía siendo dolorosamente humana. Experimentaba con la misma fuerza que siempre; solo con el recuerdo de la cara de June ya emergía una garra fría en mi pecho que me atenazaba por dentro.
Probablemente, no estaba hecha para ser la asesina en serie que me habían entrenado para llegar a ser. Tenía las capacidades, y mi habilidad me ayudaba de manera indudable, pero, por dentro, era débil. Había tratado de ocultarme esa verdad a mí misma, y al resto del mundo, pero ahora ya no había modo de hacerlo. Volver a ver a Jack había sido como destapar la caja de Pandora y ahora estaban allí todos los horribles sentimientos que había tratado de mantener bajo llave lejos de mí. La tristeza, la impotencia. La angustia desgarradora, el sufrimiento que me hacía temblar.
Para aquel momento, empapada hasta la médula, ya no me quedaban fuerzas para seguir andando. Estaba demasiado agotada, incapaz de mantener en pie un mundo que se desmoronaba rápido, muy rápido.
Me detuve en mitad del sendero, con las rodillas temblorosas, y abrí los ojos. Aparte del camino, que seguía discurriendo entre los árboles, vi un pequeño parte infantil. No era una gran cosa, apenas un tobogán, un balancín, un barco para que los niños corretearan y un par de columpios, casi escondidos detrás de un roble. El viento balanceaba los columpios, que emitían un chirrido discordante.
Ladeé en la cabeza. Sin poder evitarlo, recordé la vez que, siendo ambas dos niñas pequeñas, June y yo habíamos ido juntas al parque con nuestra madre. Yo debía de tener unos ocho años y June, cuatro. Fue la única vez que mamá nos llevó al parque, quizá porque en aquel momento su doctor había disminuido la dosis de su medicación y por eso tenía ganas de salir de casa, en lugar de permanecer encerrada en su habitación como hacía el resto del tiempo.
Recordaba perfectamente a mi madre, con su cabello corto de color castaño claro, tratando de empujarnos a ambas al mismo tiempo, y las dos gritando y riendo. Ambas llevábamos un vestido idéntico, solo que el de June era más pequeño que el mío. Mientras nos columpiábamos, nos mirábamos la una a la otra, compitiendo por llegar más alto, sin dejar de reír.
Las imágenes se reproducían en mi casa a cámara lenta. Me tambaleé, con las piernas casi incapaces de sostener mi peso, hasta los columpios, y me senté allí. El agua que se había almacenado me mojó la parte de atrás de los vaqueros, pero ni siquiera me molesté en prestarle atención.
Las lágrimas, al escapar de mis ojos, se mezclaban con las gotas de lluvia que no cesaban de caer, por lo que, de algún modo, realmente parecía que no estaba llorando; simplemente, miraba al cielo y la lluvia me mojaba la cara. Aunque, por supuesto, no era así. Mi llanto silencioso dio salida al sordo dolor que se me había instalado en el pecho en las últimas horas.
Tampoco podría decir cuánto tiempo estuve llorando sola sentada en el columpio. Quizá fueron quince minutos, o quizá horas. La noche estaba demasiado cerrada para calcular el paso de las horas mediante el movimiento de la luna o las estrellas. Por un instante, sentí que de pronto, estaba en ninguna parte, encerrada en el vacío a solas con el sufrimiento que portaba como eterno compañero desde hacía cuatro años. Lloré entonces por mi hermana muerta, por no haber podido salvarla aquella maldita noche. Lloré por mi madre, que había sido incapaz de superar la desaparición de su hija. Lloré por Sam, cuyo pasado le había proporcionado una vida vacía de sentimientos. Lloré por Jack, que había tenido que abandonarme aun amándome, simplemente porque deseaba protegerme. Porque prefería mi seguridad a su felicidad. Y, sobre todo, lloré por mí misma.
Finalmente, el sonido de unas pisadas en la tierra húmeda, aplastando las hojas que el otoño había arrancado de los árboles, me interrumpió.
No me molesté en levantar la vista. Me daba igual quién fuera mi acompañante o qué quisiera. Solo quería que desapareciera; tanto él como todo el mundo, hasta dejarme a solas con mi corazón desgarrado.
Pero el desconocido no oyó mi muda súplica, por lo que siguió caminando hacia mí. Consideré entonces la posibilidad de un atracador nocturno, o un violador, que hubiera creído encontrar en mí una víctima vulnerable a la que atacar en medio del silencio de la oscuridad. Esbocé una lúgubre sonrisa. De ser así, aquel bastardo estaba a punto de recibir su merecido. Aun guardaba un cuchillo en la manga de la camisa, cuyo frío filo me helaba la piel empapada.
Se paró detrás de mí, a tres o cuatro metros. Sentí sus ojos observándome, pero no dijo ni una sola palabra. Finalmente, cuando el silencio se hizo insoportable y venció la curiosidad, giré la cabeza.
El detective William Woods tenía una expresión seria en el rostro, que se tornó en sorpresa cuando se dio cuenta de mis ojos rojos de llorar y la expresión desamparada que llevaba en la cara. Alejó la vista, incómodo, pero no se marchó, aunque yo había dudado mucho que fuera a hacerlo. Si había algo que ese hombre era, era tenaz. Jamás había visto a nadie tan persistente en mi vida.
-          Vaya, detective. Tiene un don para llegar en los peores momentos – a pesar de que mi voz no fue más que un susurro, resonó con fuerza en la quietud que nos rodeaba.
Él carraspeó y volvió a mirarme. Le dediqué una sonrisa triste antes de darme la vuelta de nuevo, para excluirlo a mi espalda. Empecé a balancearme en el columpio, moviendo las piernas lentamente para proporcionarme una leve oscilación.
Los pasos a mi espalda se reanudaron. Pero, en lugar de alejarse y desaparecer, se acercaron hasta que el detective se sentó en el columpio a mi lado. Se abstuvo de mirarme, pero yo no tuve la misma consideración. Clavé la vista en él. A la tenue luz de la farola, su piel parecía más pálida, pero sus ojos mantenían el profundo color verde de siempre, que me hacía recordar a la hierba en verano. Sus facciones podrían haber resultado demasiado duras de no ser porque tenía los labios carnosos (el inferior ligeramente más grande) y unas pestañas tupidas que resaltaban aún más el color de sus ojos. Sam tenía razón. Era muy guapo. Además, tenía un cuerpo bien formado. Alto y musculoso, probablemente por el entrenamiento para llegar a ser policía.
Él me miró de reojo, pero desvió la vista rápidamente al darse cuenta de mi escrutinio.
-          Debe de ser una gran decepción.
-          ¿El qué? – preguntó rápidamente. Su voz sonaba tensa.
-          Descubrir que, al fin y al cabo, soy humana. – Desvié la mirada hacia los árboles que estaban frente a nosotros, mientras seguía columpiándome. – Que no soy el monstruo sin sentimientos que usted creía.
-          ¿Y por qué eso iba a ser una decepción?
Los dos hablábamos en un tono bajo e íntimo, aunque en la soledad del parque no hubiera nadie para escucharnos. Me encogí de hombros suavemente.
-          Supongo que es mucho más fácil odiar a alguien cuando piensas que es un monstruo.
Él no respondió inmediatamente. El silencio que nos rodeaba solo estaba roto por nuestras respiraciones y los grillos, que continuaban cantando sin descanso.
-          No te odio – musitó por fin.
-          ¿Ah, no? Pues parecería que sí.
El detective se removió en su asiento y, finalmente, suspiró.
-          Me gustaría odiarte. Al principio lo hacía, la verdad. – Se detuvo y dudó. – Pero…
-          ¿Pero?
-          Ahora te conozco demasiado para poder seguir haciéndolo. – Sonaba cansado. – Me he pasado persiguiéndote suficientes días como para descubrir que no eres mala persona, solo una persona a la que le han pasado cosas malas.
-          ¿Y cómo has llegado a esa conclusión? – apenas pude contener el dolor que me embargaba. La voz se me quebró en la última palabra, mientras nuevas lágrimas caían por mis mejillas.
-          Lo sospeché desde la segunda vez que hablamos, después del interrogatorio. Y también cuando no me mataste el día que robaste el jarrón, cuando sabías que podía haberte delatado. Aunque supongo que no había estado seguro hasta ahora.
La lluvia seguía cayendo, ahora con menos ímpetu que antes. El detective tampoco tenía paraguas, así que ambos estábamos empapados por completo. El cabello oscuro se le pegaba a la frente y a la nuca, con diminutas gotitas resbalando por su cuello. Llevaba una camiseta sencilla, negra, que se había pegado a su torso por culpa de la lluvia.
Sin saber qué responder, me limité a columpiarme un poco más fuerte, con la mirada perdida entre el follaje.
-          No creo que seas un monstruo – continuó él, al ver que yo no decía nada. – Pero sí sé que hay algo en ti que te hace diferente… especial. Y… solo quiero entenderlo todo, Myst.
Me giré sorprendida hacia él. La forma en la que había pronunciado mi nombre… había sido como una caricia, a la vez tierna y electrizante. Era la primera que me llamaba directamente así, sin formalidades de por medio.
El detective… William me miraba fijamente, con intensidad. Me sonrojé sin poder evitarlo al percibir la fuerza de sus ojos y retrocedí un poco. Había algo demasiado íntimo en la manera en la que en ese momento me estaba mirando.
Busqué algo que decir, cualquier cosa, para poder romper el momento, temiendo las consecuencias de lo que sucedería si seguíamos ese camino. Esa noche yo estaba demasiado destrozada para razonar, y eso podría implicar una decisión de la que me acabaría arrepintiendo.
-          ¿Por eso has venido? ¿Por las respuestas? – tenía la boca seca.
Después de un largo instante de inmovilidad, en el que permaneció atrapándome con sus ojos, asintió lentamente. Al moverse, parte del hechizo se desvaneció, pero la situación seguía siendo demasiado personal para mi gusto.
-          Quiero saber la verdad. – Afirmó con rotundidad.
-          No puedo contártela.
-          ¿Por qué no? – adoptó un leve tono de súplica.
-          Porque… - vacilé – está prohibido. Somos un secreto.
-          ¿Quiénes sois un secreto?
Observé fijamente a William, intentando discernir cuánto podía contarle. La regla número uno de la organización era no desvelar nuestro secreto, nunca decir quiénes éramos en realidad, pero… él ya sabía mucho más de lo que debía, así que, quizá, si se lo explicaba todo, pudiera evitar daños mayores que con la verdad a medias.
Lo calibré lentamente y él mantuvo mi mirada mientras duraba mi escrutinio, con firmeza y seguridad.
-          Está bien – acabé accediendo. – Te contaré lo suficiente para que puedas entender. Pero hay condiciones.
Me levanté del columpio sin esperar su respuesta y empecé a andar por el sendero. De inmediato, él se levantó de un salto y me alcanzó con facilidad, manteniendo mi paso sin problema, pues sus piernas eran más largas que las mías y su zancada, mayor.
-          ¿Condiciones? – preguntó con renuencia. - ¿Qué clase de condiciones?
-          Bueno… - reflexioné un segundo. – Antes que nada, tienes que invitarme a un café.
Él me miró como si estuviera loca.
-          ¡Pero si son casi las cinco de la madrugada! – exclamó, escandalizado.
Sonreí sin poder evitarlo y lo miré con la diversión brillando en mis pupilas.
-          Siempre es buen momento para un café.

sábado, 30 de marzo de 2013

¿Cómo es posible que detrás de tu rostro ahora solo haya una fría desconocida?


8/Noviembre


Jack Dawson (Boom



En el segundo en el que vi su rostro, el tiempo se detuvo, se dilató y se convirtió en una eternidad. Se paralizó mientras yo me quedaba quieto, incapaz de respirar con normalidad y con el corazón atascado en la garganta.
Cuando entré corriendo en la habitación, no me fijé demasiado en ella en particular. Al principio, estaba demasiado sorprendido de que de repente hubieran aparecido en la habitación dos mujeres, cuando un momento antes la casa estaba por completo vacía. Busqué una puerta por la que hubieran podido entrar, pero no vi nada.
La solución de ese misterio pasó a un segundo plano cuando contemplé a la chica de cabello rubio rojizo y facciones perfectas, que mantenía una expresión neutra, como si nada en el mundo pudiera sorprenderla, aunque Dios mismo bajara a su piso y mantuviera una charla con ella. Me perdí en su rostro nada más verla. Era la mujer más atractiva que había visto jamás, de un modo sensual y peligroso. Podía sentirlo en el modo en el que se me erizaba el vello de la nuca. Tras una vida expuesto a situaciones arriesgadas, en las que había acabado demasiadas veces al borde del abismo, muy cerca de pasar al otro lado, sabía reconocer a la perfección un amenaza cuando estaba tan cerca de mí, y ella, con su belleza cautivadora, lo era. A los ojos de un inexperto, podría haber parecido inofensiva, pero si te fijabas con atención, se podía ver el brillo letal en sus pupilas, la fría determinación de quien no teme enfrentarse a la muerte cara a cara.
Tardé mucho más de lo habitual en fijarme en la otra chica porque la primera me había impresionado sobremanera.
Finalmente, cuando conseguí apartar mis ojos de ella y los dejé vagar por la habitación, tropecé con su mirada. Con sus enormes ojos azules, al principio llenos de sorpresa y después de desconcierto, para al final oscurecerse de dolor. La segunda desconocida elevó las manos y se tapó con ellas la boca entreabierta, de la cual había escapado un sonido ahogado de sobresalto y angustia. Retrocedió un paso, con la vista aun clavada en mí, con una expresión idéntica a la que hubiera podido tener alguien que estaba viendo aparecer un fantasma en medio de su casa. Lentamente, una lágrima se escapó y recorrió su mejilla derecha.
Identificarla me costó muchísimo, teniendo en cuenta que me había pasado los últimos cuatro años intentando grabar su rostro a fuego en mi mente, persiguiendo su recuerdo en las sábanas de cualquier mujer que quisiera pasar la noche conmigo. Aunque había conseguido mantener viva su imagen en su mente, me costó reconocerla porque había cambiado. Su pelo era más largo de lo que lo había sido cuatro años atrás y estaba claro que era más adulta, más mujer. Ya había perdido las últimas redondeces el rostro, propias de la infancia, y dejado atrás por completo la adolescencia. Su cuerpo también había madurado del todo, mostrando ahora unas curvas más definidas y femeninas que las que recordaba.
Pero los ojos seguían teniendo el mismo azul intenso en el que yo me había pasado días y días buceando sin descanso; la piel permanecía pálida, de aspecto frágil, marcada por las pequeñas venas que se escondían tras su piel. La boca de sensuales labios, la nariz pequeña, el contraste de color entre su cabello y sus ojos con la piel.
Físicamente, era bastante similar a la muchacha de mis recuerdos. La diferencia, la razón por la que no la pude reconocer nada más verla, no estaba ahí. No era algo tan notable como un corte de pelo o un tinte.
El cambio estaba en ella misma.
Ya no se mantenía encogida, como si tratara de empequeñecerse y esconderse del mundo, si no erguida. Sus ojos, a pesar de que ahora estaban llenos de angustia, no mostraban la inseguridad que había estado permanentemente en ellos.
Podía recordar a la perfección que sus pequeñas manos de uñas cortas siempre estaban temblando. Lo recordaba porque siempre las atrapaba entre las mías para detener aquel movimiento inconsciente, como una forma de jurarle protección. Ahora ya no temblaban.
Pero, a pesar de todo ello, seguía siendo ella. Una punzada me atravesó el corazón, mientras ella retrocedía medio paso más, alejándose de mí lentamente.
-          ¿Annalysse…? – susurré, sin poderme contener.
Llevaba cuatro años obligándome a reprimir el sonido de su nombre en mis labios, sabiendo el dolor que conllevaba pronunciarlo en voz alta cuando ella no iba a responder a la llamada. Me había prometido no volver a decirlo nunca, aunque no dejara de pensarlo ni un solo día de mi vida. Me prometí mantenerla oculta en mi coraza, donde nadie supiera que mi corazón todavía sangraba por la chica a la que había amado. A la que aún amaba.
Me había obligado a mí mismo a pensar que jamás volvería a verla. Me había asegurado de que ella nunca quisiera buscarme, rompiendo su corazón. Me había marchado a otra ciudad, aunque su recuerdo jamás me había abandonado. Sí, la había seguido amando, pero a la suficiente distancia como para no tener la tentación de volver junto a ella y abrazarla contra mi pecho para siempre, negándome a separarme de su pequeño cuerpo nunca más.
Y ahora… ella estaba frente a mí, como un espectro surgido de ninguna parte para atormentarme y aliviarme a partes iguales. Verla me había desgarrado por dentro como nada más habría podido hacerlo, pero, al mismo tiempo, me llenaba de una felicidad que sabía que solo estando a su lado podría alcanzar.
Definitivamente, me había convertido en un estúpido masoquista.
Y ella era mi dolor favorito.
Avancé un paso hacia ella.
En ese momento, sucedieron varios cosas a la vez. Sentí la mano de Clark en mi hombro, instándome a detenerme, mientras la expresión de Annalysse se contraía un poco más de angustia y sufrimiento y empalidecía incluso más de lo habitual. Parecía a punto de desmayarse.
Por otro lado, la otra chica, a la cual había olvidado tras ver a Annalysse, se movió en ese momento, situándose frente a su compañera, protegiéndola con su cuerpo a medias de mi mirada y mis avances. Desvié la vista hacia ella casi perezosamente, puesto que no quería dejar de contemplar a Annalysse por un segundo, temeroso de que desapareciera.
La expresión de la chica era una fría mueca de desprecio y algo similar al odio. Sus ojos relucían fieros, duros como el acero, y pude comprobar mirándolos que su belleza era solo una mera distracción. La realidad que se escondía era la de una depredadora y, por la forma en la que me contemplaba, no tuve ninguna duda de que deseaba convertirme en su próxima presa… y no de una forma agradable.
No sabía quién era ella, pero estaba claro que la chica sí me conocía. Y me odiaba.
La mano de Clark me retenía con fuerza. Cuando le dirigí una mirada de soslayo, me di cuenta de su expresión preocupada, de su ceño fruncido, de sus labios apretados en una línea. Me miró con seriedad y negó con la cabeza, pero tan aturdido como estaba en ese momento, no pude entender el mensaje que intentaba transmitirme en silencio.
Volví a mirar a Annalysse. Sentí una punzada de alivio al comprobar que seguía allí.
Lentamente, ella, sin apartar sus ojos abiertos de par en par de mí, empezó a desvanecerse. Su cuerpo se distorsionó, como un holograma que desaparece poco a poco. Su piel comenzó a convertirse en jirones de un humo blanco que se mezclaban con el aire que entraba por la ventana entreabierta. Su rostro se volvió borroso ante mis ojos, mientras yo me quedaba paralizado, incapaz de comprender qué sucedía. Intenté acercarme más a ella, pero tanto la mano de mi hermano como la expresión amenazante de la otra chica y la daga que sostenía me obligaron a detenerme.
Ante mi atónita mirada, Annalysse desaparecía de nuevo. Quizá aquella vez realmente no volviera a verla. Ella estaba huyendo de mí, aun sin borrar de su cara aquella expresión de profunda angustia que había tenido desde que me vio llegar a la habitación. Quise decir algo para que se quedara conmigo, sabiendo que no podía soportar de nuevo el dolor de su pérdida, pero no pude pronunciar ninguna palabra.
Y, de pronto, algo cambió en ella.
Justo antes de desvanecerse del todo y desaparecer sin dejar rastro, se detuvo. Su cuerpo no era del todo sólido, pero todavía podían apreciarse los contornos de su figura y los detalles de su cara. Sus ojos azules se volvieron entonces de hierro, con determinación. Su boca dejó de estar entreabierta de asombro y pena, para convertirse en una fina línea de furia. Apretó los puños y volvió a adoptar su apariencia normal, corpórea por completo. Su mirada se clavó en mí y en ella no quedaba ni rastro de la chica a la que conocí. En aquellos ojos azules ya no estaban el miedo y la inseguridad de cuatro años atrás, no quedaba ni un ápice de la chica asustada que se aferraba a mí como si la vida se le fuera en ello. Había recuperado la seguridad en sí misma que ya había visto chispear en sus ojos. De algún modo, en los últimos cuatro años desde la última vez que la había visto, que la había besado y tocado, Annalysse había cambiado por completo, dejando atrás el miedo para ser la persona fuerte y segura que ahora tenía delante. Una completa desconocida con el aspecto de la chica a la que yo seguía amando.
-          No sé qué haces aquí – pronunció las palabras con lentitud, con deliberación, como si las degustara antes de lanzármelas cual cuchillos afilados – pero deberías largarte.
Con dolorosa claridad, me di cuenta de que su voz tampoco había cambiado. Al menos, no su timbre, aunque su tono ahora era duro, inflexible. Nada de los titubeos que antes habían protagonizado nuestros diálogos, ni las palabras tímidas susurradas en mi oído. Habló con firmeza, y su tono resultó casi dañino.
La otra chica se relajó ligeramente al oír a su compañera hablar con tanta seguridad, sabiendo que había recuperado el dominio de sí misma. Su expresión se aligeró un poco, aunque seguía habiendo resentimiento en sus ojos. Se sentó en el sofá y empezó a juguetear con el cuchillo que seguía en su mano.
La mano de Clark apretó un poco más fuerte, pero lo ignoré.
Necesitaba quedarme allí. Necesitaba… que Annalysse volviera a ser la chica que yo conocí y amé, porque no podía soportar a la fría desconocida que había ocupado su lugar.
-          Annalysse… - susurré, mi voz impregnada de nostalgia.
Ella apretó la mandíbula.
-          Ya no me llamo así – me espetó. – Dejé de ser esa persona hace mucho tiempo.
Sus palabras cayeron como una losa sobre mí y me tambaleé ligeramente. ¿Qué le había pasado a mi mundo? ¿Por qué de repente todo estaba boca abajo? ¿Por qué se me estaba cayendo todo lo que había construido para siempre, directamente sobre la cabeza?
-          No entiendo… - musité.
Ella avanzó un paso hacia mí, rodeada de un aura de rabia y odio que me provocó un leve escalofrío. Cuando nuestras miradas se cruzaron, pude ver que me odiaba de todo corazón, y esa confirmación hizo que me desgarrara por dentro.
-          ¿No te has dado cuenta? – ella ladeó la cabeza. Un nuevo sentimiento en su voz: desprecio.  – Ya no soy la chica asustada que tú conociste. Ya no huyo de todo y de todos, ya no me escondo. Ahora soy lo suficientemente fuerte como para enfrentarme al mundo y salir victoriosa. – Se detuvo y su voz titubeó un momento. Cuando habló de nuevo, sus palabras estaban cargadas de dolor. – No me quedó más remedio que ser fuerte.
La contemplé fijamente, intentando traspasar sus defensas, el escudo tras el cual se mantenía. Y vi el sufrimiento que la había llevado a ser la persona que era ahora.
-          ¿Qué te ha pasado? Por el amor de Dios… ¿Qué te llevo a ser… así?
Ella desvió la vista, en un intento de que no viera las lágrimas que se habían conglomerado en sus ojos.
-          ¿Que qué me ha pasado? – susurró con voz rota. – La vida me pasó por encima. Me arrolló y me dejó en una cuneta desangrándome. ¿Que cómo llegué a ser esta persona? ¡Porque me obligué a sobrevivir, joder! – gritó, perdiendo el control.
-          Annalysse…
-          ¡Ya te he dicho que no me llamó así! – se giró hacia mí, furiosa. – Annalysse murió hace cuatro años. Era débil y no tenía nadie que la protegiera, así que acabó por desaparecer. Ahora solo estoy yo, el monstruo frío y sin sentimientos. Siento mucho si te llevas una decepción, Jack, pero estoy es lo que soy ahora – levantó las manos, con ambas palmas hacia arriba, y me sonrió con desprecio. – Los restos de una chica a la que le arrebataron el corazón. Los despojos que sobrevivieron.
Me temblaban las rodillas, pero me mantuve en pie. Quería gritar. De dolor, de furia, de impotencia. Quería gritar hasta que todo desapareciera, hasta que todo volviera atrás. Pero no había modo de cambiarlo. Un estremecimiento de baja intensidad se adhirió a mi piel, que empezó a calentarse, pero me obligué a controlarme.
-          Dime que no fue culpa mía – supliqué. – Dime que esto no fue el resultado de lo que te hice.
Ella me miró con desdén.
-          No puedo negar que contribuiste.
-          ¡No pretendía que nada de esto sucediera! – grité yo también, abandonando mi intento de contenerme. La vibración de mi cuerpo subió de intensidad. – Solo quería protegerte, maldita sea.
-          ¡Protegerme! ¡Cómo te atreves! – volvió a apretar los puños y entrecerró los ojos, furibunda. - ¿Cómo coño pretendías protegerme de ese modo, Jack? ¿De qué modo abandonarme era una forma de protegerme?
-          ¡Estar conmigo solo te hubiera causado daño! Soy un veneno, joder.  No quería que tú también acabaras contaminada.
Ella lanzó una dura carcajada sin pizca de humor.
-          ¿Y esa era tu forma de solucionarlo todo? ¿Salir corriendo? – Golpeó la pared con el puño, incapaz de contener la rabia que la desbordaba. -  Te marchaste sin ni siquiera dejar una nota, Jack. La noche anterior estaba acurrucada en tu pecho, escuchando los latidos de tu corazón mientras me quedaba dormida, con tus brazos rodeándome, y por la mañana, estaba sola entre las sábanas vacías. ¿Cómo crees que me sentí? – gritó. Las lágrimas se desbordaron por completo, empapando su rostro; sus mejillas sonrojadas por los sentimientos que la ahogaban. - ¿Sabes lo duro que es que la persona que amas, a la que le has entregado todo tu corazón, toda tu confianza, se marche sin una maldita despedida? ¿Sabes lo que es esperarla durante horas, con el desayuno preparado, sin que nunca volviera a atravesar la puerta? Sin ni siquiera saber por qué. – Su voz se quebró. – Pensé que te había pasado algo terrible. No podía creer que me hubieras abandonado.
Se detuvo, respirando con esfuerzo.
Bajé la mirada al suelo, sintiendo por primera vez con demasiada intensidad el sufrimiento que había causado. Sabía que a ella le dolería, pero nunca me detuve a pensar cuánto, porque yo estaba demasiado ocupado sobrellevando mi propia condena. Pero ahora, escuchándola, incapaz de replicar, pues carecía de excusas, me di cuenta de lo egoísta que había sido.
-          Dime, Jack. ¿Tanto te costaba decirme adiós? – las lágrimas resonaban en su voz. - ¿Tanta prisa tenías por escapar de mí que ni siquiera pudiste quedarte unas horas más para decirme la verdad? Yo te amaba, ¿sabes? Y tú me abandonaste, como a un juguete en el que se ha perdido el interés. Nunca signifiqué nada para ti, ahora lo sé.
-          ¡Sí! – vociferé. - ¡Yo también te amaba, maldita sea!
-          Entonces, ¿por qué? – exigió saber. - ¡Explícamelo!
-          Mi vida es peligrosa. Cuando mis padres murieron, me quedé solo y con un hermano al que había prometido cuidar – la mano de Clark se aflojó y desapareció de mi hombro. – No tenía nada. Nada. Así que hice lo único que pude, lo único para lo que servía. Entré en una organización y vendí mi habilidad. – Bajé el volumen hasta el susurro. – Yo soy el monstruo. Yo soy el que mato gente a cambio de dinero.
Con un movimiento rápido, dejé a la vista la marca de Skótadi que me habían tatuado en el hombro en cuanto entré a formar parte de la organización: dos espadas cruzadas con un símbolo similar a un ojo entre ambas.
-          Demasiada gente quería matarme. No podía arriesgarme a que fueran a por ti. Por eso me fui. Para que no pudieran dar contigo. Y sabía que solo así podría dejarte. – Tomé aire profundamente. - Porque si permanecía un segundo más a tu lado, no podría alejarme nunca de ti.
Durante un segundo, el silencio se instaló de forma tensa entre ambos. Luego, de pronto, ella se rio, pero de nuevo se trataba de un sonido carente de humor. Era más bien descorazonador.
-          Qué ironía. Tú tratando de salvarme…  - se bajó la manga de su camisa hasta revelar el tatuaje de su muñeca – cuando yo acabé eligiendo un destino mucho peor.
Reconocí de inmediato el símbolo que me mostraba. Lo había visto muchas veces, en fotos, en personas, en cadáveres. Tánatos.
Se me secó la boca y estuve a punto de caer desplomado sobre las rodillas ante aquella revelación. Temblé de forma incontrolable y me agarré a la butaca que había cerca de mí para mantenerme en pie.
-          No es posible. – Gemí.
-          Ya ves, Jack – replicó ella, tapando de nuevo el tatuaje. – Al final me condené de igual manera.
-          Entonces, tú también eres… una Supra.
Ella me dirigió una mirada desapasionada.
-          Sorpresa.
-          Pero… pero… no es posible. – Repetí, estancado. – Nunca me dijiste nada. Nunca hiciste nada extraño.
-          Podría decir lo mismo de ti, ¿no crees? – esbozó una sonrisa socarrona. – Supongo que los dos sabemos guardar muy bien nuestros secretos – se encogió de hombros y me dio la espalda, dirigiéndose hacia la ventana, que seguía entreabierta.
Se apoyó en el alféizar mientras yo repasaba la situación en mi mente, buscando la lógica a todo aquello.
-          Pero… antes no tenías el tatuaje. Cuando estábamos juntos.
Sin mirarme, ella negó con la cabeza, con la vista perdida en la calle. La suave brisa nocturna jugueteaba con su melena negra.
-          Entré a formar parte de Tánatos después de que me dejaras.
-          ¿Por qué? -  contuve el “¿por mí?” que estuvo a punto de escapar de mis labios.
En esta ocasión, tardó mucho en responder. Se dedicó a contemplar la calle, en un silencio que solo se veía interrumpido ocasionalmente por algún conductor tardío que recorría la ciudad de madrugada.
-          Después de que… tú te fueras – musitó, su voz apenas un susurro, tan bajo que tuve que esforzarme para oírlo; percibí con claridad su terrible dolor, el temblor de sus piernas, la forma en la que sus hombros se habían encorvado – yo estaba destrozada, claro. Pero no te preocupes, eso no me llevó hasta Tánatos.
>> No. Poco tiempo después, pasó algo terrible, algo que acabó conmigo por completo.
Se paró e inspiró hondo, buscando fuerzas para continuar. No me atreví a interrumpirla.
Se volvió hacia mí nuevamente ante de seguir.
-          Una noche, mi hermana pequeña, June, y yo fuimos a cenar juntas. No sé si te acordarás de ella. Todo el mundo decía que se parecía mucho a mí, aunque ella era más resulta, más despreocupada, más divertida – se encogió de hombros, embargada de nostalgia. – Aquella noche yo no quería salir, pero ella me obligó, diciendo que ya no soportaba verme por más tiempo llorando en la cama. Después de cenar, unos amigos le propusieron ir a dar una vuelta. Yo me negué y volví a casa, pero June fue con ellos. Me dijo que no tardaría mucho, una hora o dos.
Bajó la vista y se mordió el labio.
-          Aquella fue la última vez que la vi. Montada en la parte trasera del coche de una de sus amigas, sonriendo y despidiéndose con la mano. La esperé hasta muy tarde despierta, pero no volvió. Tampoco lo hizo a la mañana siguiente. Ni nunca. Aquella noche secuestraron y mataron a mi hermana pequeña.
Sentí como sin un golpe me sacara todo el aire de los pulmones de golpe.
-          Dios mío.
Había conocido a June. Era una chica feliz, despierta e inteligente. Y sabía lo estrecha que era la relación entre las dos hermanas, porque ella era la única que persona a la que Annalysse quería más que a nada en el mundo.
Y sabía por experiencia propia lo que era tener un hermano pequeño al que tienes que cuidar y proteger, así que podía comprender con perfecta claridad lo desgarrador que debía haber sido todo aquello. La culpa que la acompañaría para siempre, aunque ella no hubiera sido realmente la que lo hubiera causado.
-          Pero… ¿quién?
-          La mafia rusa, según descubrí. Algunos testigos vieron cómo se la llevaban. – Hizo una leve pausa, intentando afrontar el dolor de la pérdida. – Por eso entré a formar parte de Tánatos. – Levantó la vista y pude ver la resolución en sus ojos, mezclada con una pizca de satisfacción macabra. – Quería ser fuerte. Quería venganza. – Las comisuras de sus labios se elevaron para mostrar una sonrisa dura. – Me pasé cuatro años entrenándome hasta lograr ser la asesina perfecta y, cuando lo logré, maté uno a uno a los hijos de perra que me arrebataron a mi hermana. Y créeme, me aseguré de que cada uno sufriera tanto como lo hice yo.
Sus ojos brillaron rememorando su venganza, el modo de hacer justicia por su hermana. Aquel acto de venganza era lo que la había llevado a entrar a formar parte de una organización de crimen organizado… sabiendo que una vez entras, nunca puedes volver a salir. Entró en una mafia para vengarse de otra.
Y en ese momento, todas las piezas se unieron en mi mente con inesperada facilidad.
-          Eres tú – aseveré. – Eres el nuevo miembro de Tánatos, la sanguinaria y cruel asesina a la que todos temen. – Mi objetivo.
Ella me dedicó una nueva sonrisa burlona.
-          Ahora ya sabes quién soy. Soy la venganza de mi hermana muerta. Soy la chica a la que le destrozaron el corazón y abandonaron, sin una mísera nota de despedida. Soy el sufrimiento en carne viva, la desesperación. Soy la obligación de ser más fuerte que el mundo, de no dejar que nadie nunca más vuelva a aplastarme. – Hizo una reverencia. – Soy una Supra. Soy parte de Tánatos, la temida asesina que destaca entre las filas de criminales. Mi nombre ahora es Myst.
Me miró con dureza una vez más, sus labios contraídos en una mueca, sus ojos aun brillantes de furia. Me di cuenta de que se había hecho daño en la mano cuando había golpeado la pared, porque un hilillo de sangre recorría sus nudillos.
-          No soy la chica a la que conociste. – Concluyó. – Y la persona que soy ahora te odia con tanta fuerza como antes te amé. Por eso, Jack, te aviso. Nunca, jamás, quiero volver a verte. No vuelvas a mi piso. No te atrevas a entrar en mi vida. Porque, si lo haces, te juro que te mataré.
Con esas últimas palabras, Myst cerró los ojos y su cuerpo se disolvió hasta convertirse en humo blanco, intangible, que se dispersó por la habitación hasta desaparecer por completo.