8/Noviembre
Jack Dawson (Boom)
Aunque hacía ya bastante que la moto había superado
los doscientos kilómetros por hora, aceleré un poco más, logrando que
ronroneara con más fuerza entre mis muslos. La carretera volaba bajo mis ruedas
y el viento, gélido a esas horas de la madrugada, era lo único que enfriaba el
ardor que se extendía con rapidez bajo mi piel, arrasando toda cordura a su
paso. Sentía los músculos tirantes y un leve cosquilleo que crecía más y más
entre los dedos, en los hombros, en el cuello y en las ingles.
Conocía suficientemente bien las señales para saber
lo que inevitablemente iba a pasar. Lo único que podía hacer (lo que estaba
haciendo) era retrasar levemente el momento, hasta que consiguiera llegar a mi
destino. Pero no me quedaba mucho tiempo; por eso había dejado atrás todos los
límites de velocidad, volando sobre dos ruedas en mitad de la noche. Durante un
tiempo, una fugaz sirena de policía me había seguido en la oscuridad, pero
había acabado dándose por vencida al verme desaparecer a toda velocidad delante
de ella. Hasta para la justicia era ya una causa perdida, como también lo era
para mí mismo.
Había olvidado la chaqueta al salir
precipitadamente del apartamento cuando Annalysse… Myst desapareció. Ni
siquiera me había molestado en averiguar que estaba pasando, solo necesitaba
largarme a toda prisa antes de explotar en medio del salón por el caos de emociones
que me hacía temblar. Una vez sobre la moto, todo había sido más fácil. Ninguna
sensación se podía igualar a correr como un demonio por las calles vacías: la
adrenalina burbujeando en mis venas, el regusto del aire nocturno en la boca,
la lluvia mojando mi piel y aliviando el fuego de mi sangre. Y, aun así, seguía sin ser suficiente. No había podido
calmar del todo la vibración, solo había conseguido reducirla un poco. Pero eso
era algo normal, algo que yo ya sabía: ella era más fuerte que cualquier otra
cosa en el mundo, me alteraba de un modo que desafiaba a toda lógica. Y ahora,
con su imagen en mi cabeza, era incapaz de concentrarme en nada más. El
recuerdo de sus ojos azules cargados de dolor me llevaba justo al límite del
control, donde el paso siguiente hacia el abismo colorearía el mundo del color
rojo del fuego.
Esa era la otra razón por la que yo era tan
jodidamente peligroso. Porque, cuando no me controlaba rígidamente, manteniendo
mis emociones y mi cuerpo bajo un férreo dominio, acababa estallando. Ya había
progresado lo suficiente como para mantener a raya mi habilidad en el día a
día, pero… había ocasiones en las que algo me alteraba demasiado y no podía
evitar que las chispas escaparan entre mis dedos. Sin duda, volver a Myst había
hecho que salieran a la superficie la enorme cantidad de sentimientos que había
intentado enterrar cuando me marché de su lado: la culpa, el sentimiento de
pérdida, el constante dolor de echarla de menos a cada segundo que pasaba, la
necesidad física de estrecharla en mis brazos. Dejarla había sido como una
droga que me hubieran arrebatado de pronto, dejándome con ganas de muchas más
dosis. Había conseguido mantener la cabeza fría y el cuerpo sereno los últimos
cuatro años, siendo frío e implacable, sin pensar en las consecuencias de mis
actos ni plantearme mucho nada que no fuera ella en mis mañanas y mi rutina
diaria, que se mostraba un camino vacío sin fin.
Pero ahora se había destapado la caja de Pandora.
Todo estaba saliendo a la superficie a raudales. Los recuerdos…
La primera vez que la vi estaba saliendo del instituto.
Había ido a buscar a Clark, en uno de esos actos sobreprotectores de hermano
mayor que me caracterizaban. Y entonces, ella emergió de las puertas dobles,
con el cabello negro como una noche sin luna suelto, en contraste con su piel
blanco marfil.
A pesar de que su belleza no era la habitual, de
esa que ves en las revistas de moda, había algo en ella que llamó mi atención
inevitablemente. Quizá fue la forma en la que parecía mantenerse alejada del
mundo, encerrada en su propia burbuja invisible, como también me pasaba a mí.
Aunque, probablemente, fuera la forma en la que me miró cuando pasó a mi lado,
taladrándome con sus enormes ojos azules como si fuera capaz de ver
directamente mi alma desnuda. La mirada apenas duró cinco segundos, pero
durante ese tiempo, los segundos se convirtieron en horas. Solo estábamos ella
y yo, los dos perdidos en ese mirada que me había cortado la respiración. El
mundo ralentizó el ritmo. Y luego volvió a retomar la velocidad habitual como
si nada hubiera pasado, ella se fue con una media sonrisa en los labios, y yo
juré que volvería a verla, costara lo que costase.
Al igual que si le hubiera dado al botón de
acelerado rápido, las imágenes pasaron borrosas tras mis ojos: haber ido a
verla cada día a la salida del instituto, el intercambio de miradas, su
sonrisa, y finalmente, el día que me atreví a preguntarle su nombre.
El siguiente recuerdo fue el de nuestra primera
cita. Ella llevaba un vestido hasta las rodillas de color rojo y negro y estaba
más preciosa de lo habitual. En aquel momento, me había sentido el hombre más
afortunado de la tierra, sobre todo cuando la atraje hacia mí de improviso y
estrellé mis labios contra los suyos. Tras el momento de sorpresa inicial, en
el que el pánico casi detuvo mi corazón, ella me devolvió el beso, entrelazando
las manos en mi nuca. Nunca podría olvidar aquella noche. Su olor, a flores y a
lluvia. La suavidad de sus labios, el sabor de su brillo labial de fresa. El
tacto de su pelo entre mis dedos.
El recuerdo se fragmentó y desapareció tras mis
ojos. Tras otro avance rápido del tiempo, se detuvo en otro momento. Esta vez,
Annalysse llevaba unos vaqueros y una camiseta amplia. Se reía de alguna cosa
que ahora no recordaba con exactitud, mientras me guiaba, cogida de mi mano,
hacia el cine. La razón por la que ese día se me había quedado grabado en la
memoria era porque fue el día en el que decidí que, más pronto que tarde,
tendría que irme de su lado, una de las decisiones más dolorosas y horribles
que había tomado jamás. Siempre había sabido que estar con ella era peligroso,
que lo único que podía hacerle era daño, al menos a largo plazo. Y sabía, lo
sabía con dolorosa certeza, que ella merecía algo mejor que un tipo que hacía
cualquier cosa por dinero. Que robaba por dinero, que mataba por dinero. Por
eso había decidido que tenía que marcharme de la ciudad y nunca volver a verla.
Sabía que sería una agonía para ambos, pero esperaba que, en cierto modo, si lo
hacía de golpe, como si me arrancara una venda rápido, dolería menos que
decirle la verdad cara a cara. Al menos, así no la vería llorar.
Ahora me daba cuenta de lo egoísta y estúpido que
había sido. Y de cómo, al final, el destino siempre juega en nuestra contra.
Había abandonado a Annalysse para que nunca tuviera que formar parte de mi
mundo y había acabado convirtiéndose en una de las figuras más importantes de
la partida: Myst, mi oponente directo, mi misión.
De algún modo, aun perdido en los recuerdos
desgarradores que me dejaban un regusto amargo en la boca, llegué al fin a la
vieja fábrica abandonada de las afueras de la ciudad. Allí, la noche era tan oscura
como la boca de un lobo y se sentía en el aire esa sensación de aislamiento y
vacío de los lugares que han sido dejados atrás por la mano del hombre. Antes,
había sido una empresa que se dedicaba a fabricar productos alimenticios, pero
había quebrado muchos atrás y, estando a las afueras de la ciudad, en una zona
conocida por el tráfico de drogas y por ser el vertedero de cadáveres de la
mafia local, nadie quería comprar el terreno. Las ruinas del anterior edificio
seguían ahí, como un testigo impotente del paso del tiempo, aunque se veía que
no le habían dado ni un respiro. Había graffitis en cada centímetro de la
pared, todas las ventanas estaban rotas en cientos de pedazos, la basura se
amontonaba por todas partes y el aire estaba lleno del olor de los desperdicios
que el mundo abandonaba allí para no volver a ver nunca más.
Esa noche no había nada cerca, así que el único
ruido que se podía oír eran los grillos y el murmullo del río que estaba a unos
doscientos metros de distancia.
Abandoné la moto de cualquier modo y corrí hacia el
interior del edificio. Dentro había aún más pilas de porquería. Una rata chilló
cuando entré a toda prisa. Las paredes, originalmente blancas, ahora estaban
ennegrecidas en muchas zonas, con la pintura descascarillada o desaparecida por
completo.
Esta noche, yo mismo me iba a encargar de añadir
una nueva aportación a la lúgubre decoración del interior del edificio.
Cerré los ojos, inspiré hondo y escuché con
atención. Solo se percibía el ulular del viento de fondo. Incapaz de contenerme
ni un segundo más, dejé que todo flotara a la superficie. El dolor que me
ahogaba por dentro, el sentimiento de culpa por Myst, la nostalgia. La
impotencia, la frustración, el saber que había renunciado a todo para salvarla
cuando al final había acabado tan condenada como yo.
La furia demoledora por no haber estado ahí cuando
lo había necesitado, por no haberla protegido, a pesar de que cada noche le
había susurrado que siempre lo haría, mientras ella se dormía entre mis brazos.
Tras mis párpados cerrados, aparecieron de nuevo
sus ojos azules, tal y como eran ahora. Fríos, despiadados. Sin ningún rastro
de la chica asustada y tímida a la que yo había amado, sin ni un vestigio de la
persona que yo había conocido. La había perdido. No solo de forma física.
Ahora, ni siquiera existía Annalysse… Estaba enamorado de un fantasma que se
había perdido para siempre dentro de su propio cuerpo.
Aquello fue la chispa que faltaba. El calor, que
seguía hirviendo bajo mi piel, ardió como un incendio, extendiéndose por mis
venas y arterias con cada latido. La temperatura de mis manos superó
rápidamente la normal en cualquier ser vivo y siguió ascendiendo. La corriente
surgió entre las yemas de mis dedos, me erizó el vello por todas partes. Se
propagó como el fuego en un bosque en pleno verano. Y, cuando ya mi cuerpo no
pudo contener tal cantidad de energía, el calor salió disparado hacia fuera.
Con un sonido propio de una explosión, la pared recibió
el primer pacto. Aguantó a duras penas, pero la pintura se derritió sin
remedio, dejando a la vista los feos ladrillos grises ocultos debajo, mientras
del techo caían restos de yeso.
Tras unos breves instantes, el calor volvió a
revivir en mi interior, mientras me hundía más y más en la vorágine de mis
emociones. Elevé la cabeza hacia el techo, con los ojos cerrados, y grité. De
rabia, de frustración, de cansancio. De odio. En una sinfonía perfecta, tres
explosiones más sucedieron a la primera, dos de ellas sobre la misma pared.
Antes de que la tercera impactara también contra ella, la pared se derrumbó y mi
expulsión de energía chocó esa vez contra las ruinas que quedaban,
destrozándolas por completo, hasta dejarlas reducidas a pequeño polvo.
Caí de rodillas y enterré la cara entre mis manos.
Estaba ardiendo. La corriente seguía sobre mi piel, recorriéndola de un lado a
otro. Y, cuando se volvía demasiado potente para contenerse en la barrera de mi
cuerpo, salía disparada hacia cualquier parte, haciendo que explotara a mi
alrededor.
Era un monstruo. Destruía todo cuanto me rodeaba.
Había destruido a Annalysse. Y, después, me había destruido también a mí mismo.
Aunque deseaba hacerlo, para así poder aflojar el
apretado nudo que me obstruía la garganta, no lloré. Nunca había sido una de
esas personas que se desahogaban llorando, porque siempre me había obligado a
mantener la apariencia de seguridad que los demás esperaban de mí. Tenía que
hacerlo sobre todo por Clark, para que mi hermano pequeño no tuviera miedo ante
un mundo al que teníamos que enfrentarnos solos.
Y ahora, ya ni siquiera era capaz de llorar cuando
estaba solo. Me había arrebatado esa capacidad a mí mismo, condenándome a
mantener esa angustia constante dentro de mí, sin ningún modo de aliviar la
presión. Me maldije entre dientes.
Después de unos cuantos minutos, la última
explosión destruyó unas cajas abandonadas. Su contenido, fuera el que fuera,
quedó convertido en polvo negro, que se amontonó en el suelo, ya sucio por la
inmundicia y los efectos de mis pérdidas de control.
Suspiré. Al menos, esa vez había llegado a tiempo y
había conseguido estallar dentro del edificio. Otras veces no había tenido
tanto autocontrol y suerte.
Me levanté lentamente. Tras el extremo gasto de
energía que mi cuerpo había decidido protagonizar, me sentía débil y enfermo.
Muy cansado; pero no solo de forma física. Estaba agotado de luchar contra un
mundo que solo quería hacerme daño. Cansado de intentar mantenerme en pie
cuando la realidad no hacía más que hacerte caer, una y otra vez.
Por una vez, hubiera querido rendirme. Solo por esa
vez, podría dejar que el mundo me pasara por encima, ¿no? Una vez no
importaría.
Inspiré hondo y solté una dura carcajada, que hizo
eco en el silencio de la noche.
Sabía que no podía simplemente dejar de luchar.
Tenía que salir adelante, porque Clark dependía de mí…
Clark.
En ese momento, me di cuenta de que, cuando había
salido corriendo del apartamiento de Myst, él ya no estaba allí. Se había
marchado en algún momento durante mi conversación con ella sin que yo me diera
cuenta, lo cual no era difícil, porque toda mi atención, todos mis sentidos, habían
estado centrados por completo en aquella aparición de mi pasado. Cuando me
largué a toda prisa, allí solo se había quedado la preciosa chica que había
protegido a Myst cuando intenté acercarme a ella.
Volví a suspirar. Extraje el paquete de cigarros
del bolsillo de los pantalones y saqué un cigarrillo. Nunca había necesitado
tanto una calada de nicotina como en ese momento, porque nada me aliviaba tanto
como matarme poco a poco.
Rebusqué en busca del mechero, para darme cuenta de
que lo había metido dentro de la chaqueta aquella tarde. Joder.
Concentré mis escasas energías en la punta apagada
del cigarro y conseguí a duras penas producir una leve explosión. Me sentí
aliviado cuando vi que había sido suficiente como para encenderlo, aunque por
muy poco.
Inhalé profundamente, llenándome los pulmones con
el nocivo humo. Cuando lo dejé escapar entre sus labios, su forma,
repentinamente, me recordó a Myst evaporándose ante mis ojos y desapareciendo,
fundiéndose con el viento que escapaba por la ventana. ¿Esa era su habilidad?
¿Realmente era una Supra? Joder. ¿Nada tenía sentido o qué?
Unos pasos detrás de mí me alertaron de que tenía
compañía. Me giré lentamente. En la puerta había un hombre mayor, de unos
cincuenta años, que me miraba con el ceño fruncido y cara de preocupación.
-
¿Va todo bien, chico? – me preguntó sin más. –
Me ha parecido oír explosiones o disparos aquí dentro…
Me encogí de hombros con fingida ignorancia.
-
No tengo la menor idea. Acabo de llegar – me
dirigí con largas zancadas hacia la puerta – y ya me voy.
-
Pero…
-
No le dé importancia. Será lo mejor. – Mi voz
sonó amenazadora incluso en mis oídos.
El hombre retrocedió cuando pase a su lado,
asintiendo con la cabeza, entendiendo el mensaje indirecto que se escondía en
mis palabras. Métase en sus asuntos.
Aun con el pitillo entre los labios, me monté de
nuevo en la moto. Arranqué sin pararme a pensar ni por un segundo en nada más.
De nuevo, el viento helado me azotó el rostro mientras me largaba a toda
velocidad de la fábrica abandonada donde había dejado la marca de mis emociones
descontroladas.
Como siempre, huía. Siempre igual. Una vez más,
escapando.
Quizá algún día llegara la hora de que le plantase
cara a mi destino.
Pero no esa noche.
Aceleré más y más, perdiéndome en la carretera a
ciento cincuenta kilómetros por hora (y cada vez más rápido).