(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


domingo, 19 de mayo de 2013

Ya sé que vuelves a aparecer solo para acabar de complicarlo todo. Pero creo que me gusta.


13/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst) 




De algún modo, después del cúmulo de emociones y actividad de la semana anterior, los últimos días habían vuelto a la rutina habitual de mi vida. Bueno, similar a la rutina habitual, supongo aunque no exactamente igual.
Jack seguía por ahí. Cerca de mí, pero lo suficientemente lejos como para que yo pudiera imaginar que no tendría que volver a verlo. Sabía que me estaba mintiendo a mí misma, por descontado. Los ojos de Jack, su expresión cuando desaparecí, me habían prometido en silencio un reencuentro. Tarde o temprano volveríamos a colisionar, tal y como habíamos hechos noches atrás. Pero la próxima vez no me cogería por sorpresa, estaría preparada y no me derrumbaría ante los recuerdos y los sentimientos pasados. Ante su voz, tan grave como siempre, que me producía escalofríos en la columna. Me daba igual que él hubiera creído estar salvándome al abandonarme.
Había más opciones. Si quería protegerme, podría haberme dicho la verdad, por ejemplo. Podríamos haber huido a otra ciudad, a otro país, a cualquier otra parte del mundo donde escondernos. Que Clark se viniera con nosotros. Los problemas siempre tienen más de una solución.
Él eligió dejarme atrás y seguir su camino en solitario por medio a perderme. Porque creía que acabaría muerta por su culpa. Podía entenderlo, de verdad que sí, porque probablemente yo hubiera hecho lo mismo por mi hermana pequeña o por Sam. Pero, aun así, seguía doliendo. Cuando pensaba en Jack, su recuerdo siempre venía acompañado del dolor de despertar aquella maldita mañana estando sola en la cama, con la reminiscencia de su olor en el aire y la casa vacía. Las horas esperándolo, sentada en la mesa de la cocina, con el desayuno preparado para darle una sorpresa enfriándose a cada minuto. Las llamadas a su móvil, una y otra vez, sin recibir respuesta. Descubrir el armario completamente vacío. Saber que se había llevado sus cosas, que me había abandonado para siempre durante la noche, como un ladrón furtivo. Y sin ni siquiera saber por qué.
Jack había sido la primera persona en la que realmente había confiado en toda mi vida. Siempre había tenido miedo. Desde que mi padre nos abandonara a mi madre, a mi hermana y a mí, había tenido pánico a que todas las personas importantes para mí siguieran su estela. Por eso, me había negado a depender de nadie, creyendo que así evitaría que me hicieran tantísimo daño de nuevo.
Pero Jack llegó a mi vida de golpe una mañana y se empeñó en colarse entre las grietas de mi corazón. Lo intentó de forma persistente día tras día hasta que acabé, sin más remedio, confiando en él por completo. Amándolo de forma incondicional. Nunca había estado tan segura de nada como de que él y yo estaríamos juntos para siempre, que él me cuidaría, que nunca me abandonaría como había hecho mi padre.
Pero lo hizo. Sin importar sus razones, lo hizo.
Y, poco después, me arrebataron a mi hermana. Todo el mundo me dejaba atrás, sola. Por eso, desde que conocí a Sam, quise ser como ella, que nada ni nadie me calara, que nada atravesara mi escudo. Así nunca sufriría de nuevo. Sin esperanzas, sin sueños, sin amor; esa era la única forma de que mi fatal destino no se repitiera una y otra vez.
Pero ahora, una vez más, volvía a caer en mi propia trampa.
No solo me había permitido encariñarme con Sam, llegando a considerarla mi hermana, aunque no compartiéramos la sangre. Por si fuera poco, estaba el maldito detective William Woods, que, centímetro a centímetro, estaba destruyendo el grueso muro que había construido para aislarme del mundo. Y maldito fuera por ello.
En los últimos días, desde nuestro desayuno en la cafetería lleno de secretos susurrados, había vuelto a la táctica de evitar todo contacto con él. Pero me odiaba por ello, porque solo estaba escondiéndome, huyendo, y eso es lo que me prometí que nunca más haría cuando entré a formar parte de Tánatos. Me juré a mí misma que Annalysse moriría aquel mismo día, la chica asustada, insegura y tímida, la que se ocultaba por miedo a todo cuanto la rodeaba. Cuando nació Myst en su lugar, quise que fuera lo que yo nunca había sido. Fuerte, valiente, letal. Annalysse era la que evitaba a un hombre porque temía lo que pudiera pasar, no Myst.
Myst se enfrentaba a las cosas cara a cara.
Pero ahora… ahora ya ni siquiera sabía cuál de las dos era. Quizá una mezcla. Quizá ninguna.
Rememoré una vez más mi última charla con William. A pesar de sus intentos, no lo había llamado por su nombre, porque sabía que eso crearía entre nosotros una intimidad que prefería evitar. No quería que intimáramos más. No quería que me volviera a mirar como lo había hecho en el parque, como si pudiera mirar directamente en el interior de mi alma y me comprendiera. Odiaba la química entre nuestros cuerpos, el magnetismo que explotaba cada vez que nos acercábamos más de la cuenta. Porque lo odiaba, ¿verdad? Eso tenía que ser lo que sentía y no ninguna otra estupidez. Nada de sentimientos bonitos, o mariposas en el estómago.
Recuerda lo que pasó la última vez que sentiste algo parecido. Recuérdalo.
Sam y yo habíamos hecho la promesa por una razón. Nada de hombres en nuestras vidas, solo traían complicaciones y dolores de cabeza. Solo destrozaban los corazones y hacían daño. Mejor no tenerlos cerca. Eso habíamos decidido.
Precisamente por eso, estando con el detective, me había mostrado tan fría y distinta. Había usado todos los trucos que Sam me había enseñado para tratar con los hombres sin involucrarte realmente, sin dejar que tu parte emocional interfiriera. Las miradas coquetas, las medias sonrisas, los comentarios con doble sentido.
Pero, aun así, no creía que nada de eso hubiera servido, porque, cada vez que él me sonreía o se sonrojaba, me hundía un poco más. Cuando la camarera le había guiñado el ojo y él se había ruborizado y apartado la mirada, no pude contener la sonrisa de ternura que se extendió por el rostro. Era tan… normal. Tan humano. Sin juegos, sin caras falsas, sin medias verdades o directamente mentiras. Solo era William, tratando de averiguar la verdad, persiguiendo sus objetivos con demasiada persistencia.
Quizá por eso me gustaba. A diferencia de todos los demás, del resto del mundo, que solo fingía todo el tiempo, jugando a quién daña a quién primero, él era tal cual se mostraba y no parecía tener miedo de hacerlo, mientras que a mí me aterraba que alguien pudiera ver la vulnerabilidad que escondía tras mi apariencia indiferente y mortal.
En ese instante sonó el timbre de la puerta. Abrí los ojos y me quedé contemplando el techo de mi habitación como si allí estuviera grabada alguna de las respuestas a preguntas que ni siquiera sabía formular sin retroceder de mí misma.
Estaba tumbada en la cama una vez más, escondida del mundo. Incluso me estaba escondiendo de Sam, porque no le había mencionado nada de lo ocurrido con William. En realidad, desde la noche de su secuestro, apenas habíamos hablado, al menos de Jack o el detective. Habíamos repasado los sucesos anteriores, pensando quiénes podían ser los hombres que se la llevaron o qué querían, sin obtener ninguna respuesta. Habíamos intentando extraer información de distintas fuentes, pero, al parecer, nadie sabía nada, lo cual me parecía una enorme mentira. Por otro lado, tenía el presentimiento de que Sam me estaba ocultando una parte de la historia, que tenía una gran relevancia en el esquema global, pero, puesto que no quería que ella me sonsacara a mí mis secretos, prefería no presionarla para hablar de los suyos.
Necesitaba más tiempo.
El timbre volvió a sonar con insistencia. Dejé de vagar con la mente y me centré en el momento, sentándome en la cama.
-          ¿Puedes abrir tú? – gritó Sam. Su voz sonaba amortiguada por las paredes y por el ruido de agua cayendo. – Me estoy duchando.
Con un suspiro malhumorado, me puse en pie y arrastré los pies por todo el pasillo hasta detenerme tras la puerta cerrada. El timbre sonó una vez más, insistente.
Antes de abrir, miré por la mirilla. Al otro lado descubrí a un chico bastante más alto de lo normal, con el pelo corto castaño oscuro cayéndole de forma desordenada alrededor de la cara y unos ojos azules muy bonitos. No eran el mismo azul oscuro que el mío, al que le faltaban un par de tonos para ser más bien negro, sino añil. Indudablemente atractivo y completamente desconocido.
Me puse en guardia rápidamente. Tensé el cuerpo, cuadré los hombros y materialicé sobre la mano el cuchillo que solía llevar escondido en alguna parte de mi cuerpo.
Luego, muy lentamente, abrí la puerta.
-          ¿Sí? – pregunté de forma cortante.
El chico se quedó totalmente quieto durante unos largos segundos, mirando de una forma tan fija que me empecé a sentir incómoda ante su escrutinio. No dijo ni una sola palabra. Parecía estar sopesándome. Justo cuando mi paciencia estaba a punto de alcanzar su límite, finalmente cambió de expresión. Obviamente, estaba decepcionado, aunque no podía imaginar la razón.
-          Tú no eres ella – musitó con voz apenada. Me contempló un par de segundos más y luego sacudió la cabeza.
-          ¿Perdón?
-          ¿Me he equivocado? – murmuró para sí. Dio la vuelta sobre sí mismo, elevó la barbilla y cerró los ojos. Y, entonces, olfateó el aire, tal y como haría un perro rastreando una presa por su olor.
Abrí los ojos como platos ante tan inesperada acción. Retrocedí un poco, lista para cerrar la puerta si aquel chiflado seguía haciendo cosas tan extrañas.
-          No – proclamó de pronto. Volvió a girarse hacía mí, con expresión decidida. – Estoy seguro. Está aquí.
-          ¿Se puede saber de qué estás hablando? – espeté, confusa.
 Ese fue el momento que Sam eligió para salir de la ducha, vistiendo una camiseta larga masculina que debía de haber robado a alguna de sus presas y que le llegaba a las rodillas, y sin llevar pantalones debajo. Se estaba secando el pelo húmedo con una toalla. Se acercó a mí por detrás con una expresión curiosa, manteniéndose fuera de la vista del extraño en todo momento.
-          ¿Va todo bien? – me preguntó al llegar a mi lado. Y, entonces, dando un pequeño paso, se sitúo de tal modo que ella pudiera ver al desconocido misterioso de la puerta y él a ella.
Cuando vi la expresión del chico al ver aparecer a Sam, lo entendí todo.
Su rostro se llenó de una alegría profunda y completo éxtasis, como si estuviera viendo la cosa más maravillosa e increíble del mundo. Su sonrisa iluminó el pasillo.
-          Eres tú – musitó, la emoción reflejada en su voz. – Al fin te he encontrado.
Dio un paso hacia adelante y Sam y yo retrocedimos el mismo espacio, manteniendo la distancia con el tipo loco que había aparecido de repente ante nuestra puerta.
-          ¿Perdona? – preguntó Sam, tan confusa como yo. - ¿Nos conocemos?
-          Por supuesto que nos conocemos. – Esta vez, su tono mostraba fiereza y seguridad, mientras que en su rostro había claras marcas de que su pregunta lo había herido.
Mi compañera de piso y yo compartimos una mirada desconcertada. Ella se encogió de hombros, sin saber qué más decir, pero antes de que yo pudiera salvar la situación (sin saber de qué manera iba a hacerlo), él intervino de nuevo.
-          Nos conocimos hace doce días – aseveró él. Miraba a Sam fijamente, como si todo lo que importara en el mundo fuera ella. Nunca había visto tal ferocidad en una mirada. Por un segundo, pensé que iba a agarrarla y a… ¿besarla? ¿golpearla? No estaba del todo segura de sus intenciones.
-          ¿Doce días? No recuerdo… - susurró Sam, tratando de hacer memoria.
-          En la discoteca – continuó él.
Lentamente, las dos caíamos en la cuenta al mismo tiempo. Volvimos a compartir una mirada, esta vez de compresión.
-          En la… - musité yo.
-          Discoteca – completó Sam.
Durante apenas un instante, las dos nos quedamos en un silencio atónito, contemplando a nuestro ahora ya no tan desconocido visitante. Lo cierto es que, sabiendo quién era, sí podía situar su cara, entre la enorme muchedumbre que bailaba en la discoteca. Y podía recordar con toda claridad a Sam caminando en dirección a él, muerta de hambre, lista para cenar. Al parecer, él también lo recordaba.
De pronto, me giré hacia Sam, disgustada y enfurecida.
-          ¡Maldita sea, Sam! ¡No le borraste la memoria!
Ella me miró a su vez. Su rostro inexpresivo varió ligeramente, con ciertos matices de confusión y frustración.
-          ¡Claro que lo hice! – replicó de inmediato.
-          ¿Ah, sí? – señalé a su presa, que seguía delante de nuestra puerta. – Pues entonces explícame esto.
-          ¡No puedo explicártelo porque no tengo ni idea de qué está pasando!
-          Pues… - comenzó el chico.
-          ¡Se te olvidó limpiarlo cuando acabaste con él! – insistí, interrumpiéndolo e ignorando sus palabras por completo. Sabía que Sam no daría su brazo a torcer, pero yo tampoco tenía ganas de hacerlo. No siempre podía ir detrás de ella, sacándola de todos los líos en los que acaba metida debido a su falta de conciencia moral. Por una vez, necesitaba gritarle y echarle la culpa, y sacar todos aquellos sentimientos podridos de rabia hacía mí misma que se almacenaban dentro de mi pecho.
Sam no se alteró. Entrecerró los ojos ligeramente y se cruzó de brazos, en una actitud defensiva.
-          Le. Borré. La. Puñetera. Memoria. – Recalcó cada palabra por separado, como si cada una de ellas fuera un balazo certero. – Lo recuerdo a la perfección, créeme. Cuando salió del local, estaba limpio.
-          Pues ahora te recuerda. Y si te recuerda a ti…
-          También recuerda lo que puedo hacer – terminó ella por mí.
Las dos nos giramos al mismo tiempo hacia el chico. Él se limitaba a estar allí de pie, mirándonos alternativamente la una a la otra, sin intervenir de nuevo, como si estuviera contemplando un partido de tenis. Al darse cuenta de nuestras expresiones serias y amenazadoras, retrocedió un paso, pero antes de que pudiera escapar, Sam lo agarró de un brazo y yo del otro y lo empujamos al interior del apartamento.
Justo en ese momento, la cabeza llena de rulos de la vecina de enfrente apareció en el hueco de la puerta entreabierta, antes de que pudiéramos cerrar la nuestra. Nos miró a ambas, enarcando la ceja, con una mezcla de curiosidad y molestia por el ruido, y en un claro intento de fisgonear. Como si de una respuesta automática se tratara, tanto Sam y yo esbozamos sendas sonrisas de cortesía, tan falsas que podrían ser de plástico.
-          ¿Todo bien, chicas? – preguntó la vecina, su voz rebosante de las ganas de un buen cotilleo.
-          Estupendamente – canturreó Sam.
-          No podría ir mejor – reforcé yo.
Nos metimos dentro del apartamento sin dar pie a más preguntas y cerramos la puerta de golpe. Nada más hacerlo, las sonrisas se esfumaron de nuestros rostros. En ellas había habido tanta mentira como en nuestras palabras. Porque, si una de las presas de Sam la recordaba, teníamos problemas, y gordos.
Nos volvimos hacia el chico, que seguía plantado en medio del recibidor. Al ver nuestras expresiones, retrocedió un paso, asustado.
En ese momento, volvíamos a ser las letales asesinas de siempre.

domingo, 12 de mayo de 2013

Atravesando los muros, la encontré tal y como realmente era.


8/Noviembre


Detective William Woods. 




En aquel momento, sentados el uno frente al otro, no pude evitar recordar nuestro primer encuentro. Pero ahora, apenas diez días más tarde, todo había cambiado.
Esta vez, Myst no llevaba ropa prestada, si no su propia ropa empapada por la lluvia. Su pelo, tan negro como la noche sin luna que nos rodeaba, le caía húmedo sobre el rostro y la espalda, resaltando aún más que de costumbre su pálida piel blanca. Pero, a pesar de ello, no parecía frágil y desvalida, tal y como se había mostrado el día del interrogatorio. Aquella vez había mostrado una máscara, se había convertido en otra persona mientras hablábamos. Ahora, frente a mí estaba la verdadera chica… quién quiera que fuera.
Entre sus manos, ligeramente temblorosas por el frío, aferraba la taza de café caliente recién comprada. Café con apenas una pizca de leche, lo justo para convertirlo en marrón en lugar de mantenerlo negro. Y azúcar, una cantidad increíble de azúcar.
Myst bebió un sorbo del ardiente líquido. Mientras lo hacía, levantó la vista de la mesa hacia mis ojos y me pilló infraganti en el acto de observar todos sus movimientos, cada pestañeo, cada respiración. Lentamente, las comisuras de sus labios se alzaron, esbozando una sonrisa misteriosa, muy propia de ella. Sus ojos chispearon, divertidos.
Me apresuré a desviar la mirada. Tomé mi propia taza de café y bebí, pero estaba demasiado caliente y me quemé la lengua en el acto. Volví a dejar el café sobre la mesa, conteniéndome para no escupirlo. Myst parecía intentar contener la risa con escaso éxito.
En un intento por aliviar el momento y disipar mi vergüenza, carraspeé, buscando algo que decir para comenzar la conversación.
-          Bien, ya tienes tu café – lo señalé con el dedo. Era un bajo precio a pagar si a cambio descubría alguno de los secretos que aquella enigmática chica escondía tras sus profundos ojos azules.
-          Ajá – recorrió el borde superior del vaso con los pulgares y sonrió un poco. – Gracias, detective.
-          Llámame Will – repliqué de inmediato.
A través de mi experiencia en el trato con criminales y en interrogatorios, sabía muy bien que las personas a las que le estas intentando sonsacar información participan de mejor gana con un relación más personal.
-          De acuerdo. Will – ronroneó el nombre, de un modo chispeante.
Tragué despacio. Myst estaba sentada al otro lado de la mesa, nuestras piernas casi se rozaban bajo ella. Nunca en mi vida había sentido con tanta claridad la presencia de alguien como la suya. Todo mi cuerpo reaccionaba a su cercanía. Su olor, a lluvia, a flores y a mujer, impregnaba el aire, aunque eso quizá se debiera a que éramos los únicos clientes en la cafetería, que había abierto sus puertas a las cinco de la mañana, apenas cinco minutos antes. Incluso habíamos tenido que esperar un poco sentado en los escalones de la entrada, los dos manteniendo un tenso silencio. Era una única sala, espaciosa, con diversas mesas colocadas ocupando cada hueco que hubiera. Mesas rojas, sillas blancas, y una barra larga tras la cual una camarera cincuentona empezaba la jornada laboral.
Encontrar a Myst llorando en el parque había supuesto un shock para mí. Cada vez que la había visto, que había hablado con ella, se había mantenido firmemente oculta bajo su escudo, impidiendo que viera cualquier vulnerabilidad o cualquier característica que mostrara su humanidad. Pero… esa noche había pasado algo, algo tan terrible que había abierto una enorme fisura en su armadura que se agrandaba más y más cada segundo que pasaba. Pero, algo dentro de mí, un presentimiento quizá, me susurraba que aquella ocasión no se volvería a presentar, que, con la salida del sol al amanecer, el escudo volvería y la Myst que estaba aquella noche ante mí, con los ojos rojos de lágrimas y la sonrisa chispeante (pero con un leve trasfondo de dolor), desaparecería por mucho tiempo.
Por eso, estaba dispuesto a permanecer en vela tanto tiempo como fuera necesario para estar con aquella Myst real hasta que volviera a ser sepultada tras la fría apariencia de dureza que normalmente portaba consigo a todas partes.
-          Me dijiste que me contarías la verdad – insistí.
-          Dije que había condiciones – matizó ella, enarcando las cejas.
-          Ya tienes tu café.
-          Condiciones, en plural.
Me recosté en el respaldo de la silla. Durante unos segundos, mantuvimos un reto de miradas. Los labios de ella volvieron a curvarse hacia arriba y no pude evitar responder de la misma manera.
-          De acuerdo. Oigámoslas.
-          Hm – lo meditó durante unos instantes, tabaleando con los dedos en la mesa. Sus manos eran delicadas, suaves y muy femeninas, aunque sus uñas permanecían incoloras, sin pintar. – Antes que nada, debes prometerme que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, le contarás lo que te voy a decir a nadie. A nadie, ¿entendido?
-          Sí. Ya habíamos dejado claro que era secreto.
Ante mi tono ligero, Myst agarró una de mis manos y la apretó con fuerza. Busqué sus ojos, sin saber cómo reaccionar. Ella estaba inclinada hacia adelante, mirándome con intensidad y con el rostro serio.
-          Esto no es un juego, William. – Aseguró. – Nadie es nadie. Porque, si se enteran de que sabes más de la cuenta, no dudarán en matarte. No importa que seas detective, o hijo del presidente de Estados Unidos, o multimillonario. Acabarán contigo. Promete que no se lo dirás a nadie.
-          Lo… lo prometo. – Susurré, impelido por su tono apremiante.
Ella asintió lentamente, soltándome la mano. Su ausencia dejó un vacío de calor y comodidad.
-          Vale. Debes saber que, si no cumples tu promesa, yo misma tendré que matarte. – Esperé que se riera, que diera alguna señal de que se tratara de una broma, pero lo hice en vano.
-          ¿Hablas en serio?
Asintió de nuevo con la cabeza.
-          Es una especie de código entre mi… - se detuvo, dudó. – Nunca sé cómo referirme a lo que somos: ¿raza?, ¿especie? – Lo meditó, mientras yo me centraba en digerir la información.  – Seguimos siendo humanos, al fin y al cabo, así que esa no es la palabra correcta.
-          Y, si sois humanos, ¿en qué os diferenciáis?
Myst me evaluó mientras bebía otro sorbo de su café. Aproveché para imitarla.
-          ¿Cuánto sabes de genética, detective? – preguntó de pronto.
-          La verdad que no mucho.
Frunció los labios, molesta.
-          Bien, entonces intentaré ser clara y rápida. Verás, los humanos compartimos el mismo número de genes, aunque en cada uno existen distintas variaciones que determinan nuestras características particulares, como el color del pelo o la altura.
-          Hasta ahí llego – repliqué, entrecerrando los ojos.
-          De acuerdo. Sigamos. Algunas personas, por distintos motivos que no se conocen con exactitud, pues muchas veces es puro azar, cambian. Sus genes mutan. Y de esas mutaciones surgen nuevas características. Supuestamente, es la evolución de la especie. Los progenitores con estas nuevas características se las pasan a sus hijos, que son más fuertes y tienen más probabilidades de supervivencia. Si los humanos fuéramos como el resto de animales, las personas como yo habrían acabado con los seres humanos normales como tú, pues nuestras capacidades son superiores y nos permitirían conseguir mejores alimentos y refugios. Pero, no te preocupes – sonrió de una forma que no resultó del todo reconfortante – la humanidad es demasiado educada para eso.
-          ¿Lo que me quieres decir es que existen personas con capacidades por encima de lo normal? ¿Como si fueran superpoderes? – el escepticismo de mi voz no se podía ocultar.
-          Supongo que es una forma de decirlo – se encogió de hombros. – Somos una especie de subraza superior. Por eso, nos llamamos los Supras.
-          Vaya, así que tenemos todos un ego enorme.
Myst se rio. Era una de las pocas veces que la oía hacerlo. Su risa era ligeramente aguda, de un modo un poco discordante, pero, aun así, había una gran belleza en ella.
-          Sí, supongo que sí.
-          Y, todos los supras – no pude evitar ironizar la palabra –, ¿tienen la misma habilidades?
-          No. Cada cual tiene su propia mutación genética y su propia capacidad. Tú ya has visto la mía – sonrió y de pronto la situación se volvió incómoda, mientras los dos recordábamos lo sucedido la noche del robo.
Ese recuerdo en específico me producía emociones contradictorias, pues, por un lado, ella se había aprovechado de mi ignorancia y mi despiste para jugar conmigo, pero, por otro, recordaba con demasiado detalle cómo se sentía su cuerpo contra el mío, el olor de su pelo, el calor suave de su piel. Y la chispa eléctrica, la química entre nosotros. Imanes atraídos.
Aparté esos pensamientos de mi mente antes de que acabara saliendo mal parado y volví a centrarme en la conversación. Estaba obteniendo bastante información y tenía que aprovechar aquella oportunidad única.
-          Exactamente, ¿qué es lo que puedes hacer?
Myst abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla sobre la marcha. Me miró con intensidad, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Sus manos se crisparon.
-          Oye, detective, no tendrás una grabadora oculta o algo así, ¿verdad? – su voz se tornó lúgubre.
Me quedé paralizado un segundo por la sorpresa. No podía negar que se me había pasado por la cabeza hacerlo, pues de ese modo obtendría pruebas reales de que no estaba loco, de que todo lo que había dicho había sucedido realmente, pero había decidido no hacerlo porque no quería traicionar la confianza de Myst. Y, también, porque me daba miedo (aunque no me gustara reconocerlo ni ante mí mismo) las consecuencias que habría si ella me descubría grabando sus confesiones secretas. Dudaba mucho que pudiera volver a andar con normalidad después de algo así.
-          No  - aseveré.
-          ¿Seguro?
-          Seguro. ¿Por qué lo preguntas?
-          Oh, no sé – su tono destilaba peligro. Ladeó la cabeza, en un gesto de rebeldía e impetuosidad que me hizo retroceder un poco. Ahora sí parecía la asesina que había conocido el primer día. – Solo que tus preguntas parecen muy específicas…, ensayadas. Como si esperaras conseguir una confesión. Pero son cosas mías, ¿verdad?
-          Por completo – afirmé. La miré a los ojos directamente, para que viera que decía la verdad. No titubeé al hablar, no desvié la mirada, no hice ningún tic. Ella tenía que saber que yo no mentía, pues, de otra manera, jamás confiaría en mí. – Puedes registrarme si quieres.
Pareció plantearse esa opción durante un instante, pero la descartó finalmente con una negación de cabeza. De pronto, se rio por lo bajo, sorprendiéndome una vez más con sus cambios de humor erráticos.
-          ¿Quieres que te registre, detective? – enarcó las cejas, para remarcar el doble sentido de sus palabras, lo cual me hizo atragantarme con mi propia saliva. Disimulé la tos bebiendo más café, hasta acabar el resto de la taza.
Aproveché esa excusa para levantarme y tirar el vaso vacío a la papelera y recuperarme de sus palabras provocativas. Myst causaba importantes estragos en mi control y en mi cuerpo, que debía manejar en su presencia, o terminaría por volverme loco por completo. Probablemente, loco por ella, lo cual era tan cuerdo como encerrarme en una habitación un león hambriento.
-          Centrémonos de nuevo, anda. ¿Tu habilidad? – repetí.
-          Ah, sí. Bueno, es difícil de explicar, la verdad. La explicación científica es algo así como que soy capaz de controlar la materia de mi cuerpo, concentrando o dispersando los electrones que la conforman para cambiar mi estado físico.
-          ¿Es decir…?
-          Que puedo hacer que mi cuerpo se vuelva incorpóreo.
Antes de que pudiera pedirle que se explicara mejor, levantó la mano derecha y la puso entre los dos. Justo iba a preguntarle que qué estaba haciendo, cuando sus dedos empezaron a desaparecer ante mis ojos. Fueron dispersando en pequeñas volutas de humo, cada vez menos visibles, hasta volatilizarle por completo. No quedaba ni rastro de su mano.
Empujé la silla hacia atrás por el impacto y ella sonrió ante mi respuesta. Lentamente, los dedos reaparecieron uno por uno, primero de una forma inconsistente y nebulosa y, después, carne sólida a través de la cual no se podía ver.
-          Una imagen vale más que mil palabras – citó Myst, apoyando de nuevo la mano en la mesa.
Me aproximé de nuevo.
-          ¿Puedes hacer eso con todo tu cuerpo?
Asintió. Se terminó su café y llamó a la camarera para pedir un segundo, igual de cargado que el primero, e incluyó además un sándwich mixto.
-          No he comido desde hace horas – se explicó cuando la camarera se fue. – No te preocupes, eso lo pago yo.
-          No me importa – me apresuré a decir. Me recompensó con otra de sus medias sonrisas, esta vez de agradecimiento.
-          Respondiendo a tu pregunta, sí. Y también puede extenderlo a objetos que estén en contacto con mi piel.
-          Déjame adivinar – mi cerebro procesaba sus palabras a toda velocidad, relacionándolo con todo lo que había ocurrido entre nosotros. – Eso fue lo que le pasó al jarrón.
-          Bingo.
Eso explicaba muchas cosas. Por fin entendía cómo era posible que, repentinamente, al dar la vuelta a la esquina Myst ya no se encontrara al otro, cuando había estado siguiéndola hasta ese momento. También eso le daba sentido a lo que había visto cuando ella se fue de repente en la noche del robo. Era un alivio saber que no estaba loco, después de todo.
Aunque seguían habiendo muchas cosas que no entendía o muchas dudas sin resolver. Empezaba a darme cuenta que necesitaría mucho más que un par de horas antes del amanecer para descubrir todo lo que deseaba. Y sabía, sabía demasiado bien, que después de aquel desayuno, los muros entre nosotros volvieran a alzarse, puede que más fuertes que antes. Y, fuera como fuere, tenía que evitar que eso sucediera.
-          Es increíble. ¿Qué otras habilidades hay? – la curiosidad me carcomía por dentro.
-          De todo un poco. Gente capaz de leer la mente, de controlar aparatos informáticos, de atravesar paredes, de controlar el agua o el fuego, telequinesis… Incluso conocí a un tipo que podía volar.
-          Oh, Dios mío – murmuré. – Esto realmente suena a ciencia-ficción.
-          Créeme, lo sé – suspiró. – El noventa por cierto del tiempo siento que vivo dentro de un cómic de Marvel, solo que sin la ropa fabulosa y el reconocimiento de héroes y las fans.
-          Siempre puedes vestirte como Catwoman, aunque todos te tomarán por una chiflada – le seguí la broma.
Sonreí sin poder evitarlo. Conocía a los superhéroes clásicos y los cómics de Marvel, que eran mi pasión secreta. A pesar de mis reticencias, Myst cada vez me gustaba más.
Ella se rio también. La camarera apareció con su sándwich y, al dejarlo delante de ella, me dedicó un pícaro guiño. Sin duda, pensaría que éramos una pareja y me animaba a acercarme más a “mi chica”. Desvié la vista a la mesa mientras la camarera se marchaba, demasiado incómodo ante lo que había pensado de nosotros.
-          Oye, ¿y tu amiga? – pregunté de forma precipitada, buscando cualquier tema de conversación. - ¿Ella también es una Supra?
Noté de inmediato cómo Myst se ponía tensa. Dejó con cuidado los cubiertos en el plato y apretó la mandíbula.
-          Tercera condición: no hablamos de mi vida privada. Y Sam es una parte importante de ella – su rostro tenía un rictus serio. Sus ojos habían perdido toda la diversión de momentos antes.
-          ¿Qué? – balbuceé.
-          Es la nueva condición – repitió, recalcando las palabras. Cerró las manos en dos puños. – No te contaré mi vida personal. Y nunca me preguntes sobre Sam. Puede que yo me meta en líos por esto, porque estoy infringiendo un montón de normas, pero ella no. – Levantó la barbilla, en un signo de rebelión. – Y, si quieres ir contra alguien, ven contra mí. Pero a ella la dejas tranquila, ¿queda claro?
-          Sí.
Tras su amenaza, Myst recogió los cubiertos y comenzó a comerse su sándwich con lentitud. El tema de su amiga había originado que se alejara de mí, cerrándose ligeramente, refugiándose de nuevo en su escudo de frialdad e indiferencia.
Lo que se podía deducir claramente de sus palabras era que entre las dos había una relación que iba más allá de la simple amistad. Por el modo en el que Myst la defendía, la fiereza de sus palabras, se percibía que entre ambas existía un lazo de lealtad y amor basado en una profunda confianza mutua. Eran como hermanas, aunque no compartían la misma sangre. Así que, probablemente, para dañar a una, tendrías que pasar por encima del cadáver de la otra.
En esa clase de relación, no importaba qué sucediera, qué se dijera o se hiciera, el lazo siempre permanecía, pues era más fuerte que nada. Era más fuerte que las posibles mentiras, que las contingencias de la vida, que los amores fallidos. Era inquebrantable. Y si quería ganarme de verdad a Myst, tenía que ser aceptado por Sam.
Tomé nota de ello.
Ahora que había impuesto la norma de no hacer referencia a su vida personal, mi posibilidad de abordar diversos temas se limitaba sustancialmente. Intenté pensar algo de lo que pudiéramos hablar que no aludiera a nada privado, por lo que decidí retomar lo de los Supras.
-          Antes dijiste que infringías las normas al contarme qué eras – ella asintió, sin despegar los ojos de su comida, alejándose más a cada segundo. Tenía que recuperarla. Mi voz se tornó ansiosa. - ¿Por qué es tan secreto? ¿Por qué nadie puede saber qué sois?
Por la forma en la que arrugó el ceño, supe que era un tema complicado.
-          Supongo que habrás visto las típicas películas donde aparecen extraterrestres y lo primero que hacen los humanos es examinarlos, ¿no? – comenzó. – Bien, ¿qué crees que harían con nosotros si descubrieran lo que somos? Seguro que no dejarnos vivir tranquilos. Nos investigarían. Querrían saber qué nos pasa y por qué. Y, sobre todo, nos controlarían. – Hizo una pausa y me miró brevemente, entre sus pestañas. – Seguramente, nos considerarían un peligro público y nos mantendrían alejados del mundo por algo de lo que no somos culpables. Nacimos así, ¿sabes? No quisimos ser de este modo. ¿Por eso tenemos que resignarnos a sufrir el castigo? ¿Solo por ser diferentes? ¿Por salirnos del patrón establecido? – Negó con la cabeza. – Preferimos vivir nuestras vidas libremente, sin que el gobierno las controle. Sin ser sus marionetas o sus presos. Por eso lo mantenemos en silencio.
Sí que lo entendía. Veía claramente su punto de vista, porque, al fin y al cabo, el ser humano siempre hacía lo mismo con todo aquello diferente que aparecía en su vida: lo examinaba profundamente y lo utilizaba en su provecho. Y con habilidades tan increíbles y poderosas como las que Myst me había explicado, podrían hacer cosas inimaginables. Así que convertirían a los Supras en sus perros de presa, para que trabajaran para ellos durante toda su vida, asfixiados por la correa del deber patriótico.
Myst tenía razón. Seguían siendo personas y tenían el derecho a decidir cómo vivir, al margen de su genética diferente. Y quizá la humanidad entendiese eso y los dejara libre, pero, ¿quién estaba dispuesto a correr el riesgo, cuando después no había vuelta atrás? El silencio no era cómodo, pero era más fácil que las consecuencias.
Perdido en mis reflexiones, no me percaté de que Myst había terminado de comer hasta que ella se puso en pie. La miré, sin saber qué hacer. Ella me dirigió una leve sonrisa, ni por asomo tan cálida como las de antes.
-          Ya es hora de que me vaya, detective – se despidió. Me di cuenta, una vez más, de que ella se empeñaba en llamarme por mi profesión (aunque me estuviera tomando unas pequeñas vacaciones) en lugar de por mi nombre y supe que era su modo de guardar las distancias.
-          Pero…
-          Sé que te quedan preguntas, pero está a punto de amanecer. Tengo que volver a casa.
-          Entiendo – yo también me puse en pie y la acompañé hasta la barra. Los dos nos paramos allí. Ella extrajo un billete de veinte del bolsillo de sus pantalones, pero negué con la cabeza. – Ya te lo dije, yo invito.
-          No quiero ser una carga – replicó.
-          Información a cambio de un desayuno es un trato justo – repliqué yo a mi vez.
Nos debatimos en un duelo de miradas de nuevo, pero esta vez gané yo. Volvió a guardar el dinero en su bolsillo y metió las manos en ellos, para calentárselas y huir al mismo tiempo de mi contacto.
Estábamos lo suficientemente cerca para que surgiera la chispa entre ambos, aunque los dos nos resistíamos a sus efectos.
-          Entonces… adiós – Myst se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
-          Hasta pronto – me despedí a mi vez.
-          Conociéndote, seguro que será muy pronto – respondió ella sin darse la vuelta. Un segundo después, salía por la puerta del local y desaparecía sin más, dejando solo como recuerdo de su presencia su olor y un tenue humo blanco arrastrado por el viento.

domingo, 5 de mayo de 2013

Al final, el destino siempre juega en nuestra contra.


8/Noviembre


Jack Dawson (Boom) 



Aunque hacía ya bastante que la moto había superado los doscientos kilómetros por hora, aceleré un poco más, logrando que ronroneara con más fuerza entre mis muslos. La carretera volaba bajo mis ruedas y el viento, gélido a esas horas de la madrugada, era lo único que enfriaba el ardor que se extendía con rapidez bajo mi piel, arrasando toda cordura a su paso. Sentía los músculos tirantes y un leve cosquilleo que crecía más y más entre los dedos, en los hombros, en el cuello y en las ingles.
Conocía suficientemente bien las señales para saber lo que inevitablemente iba a pasar. Lo único que podía hacer (lo que estaba haciendo) era retrasar levemente el momento, hasta que consiguiera llegar a mi destino. Pero no me quedaba mucho tiempo; por eso había dejado atrás todos los límites de velocidad, volando sobre dos ruedas en mitad de la noche. Durante un tiempo, una fugaz sirena de policía me había seguido en la oscuridad, pero había acabado dándose por vencida al verme desaparecer a toda velocidad delante de ella. Hasta para la justicia era ya una causa perdida, como también lo era para mí mismo.
Había olvidado la chaqueta al salir precipitadamente del apartamento cuando Annalysse… Myst desapareció. Ni siquiera me había molestado en averiguar que estaba pasando, solo necesitaba largarme a toda prisa antes de explotar en medio del salón por el caos de emociones que me hacía temblar. Una vez sobre la moto, todo había sido más fácil. Ninguna sensación se podía igualar a correr como un demonio por las calles vacías: la adrenalina burbujeando en mis venas, el regusto del aire nocturno en la boca, la lluvia mojando mi piel y aliviando el fuego de mi sangre. Y, aun así,  seguía sin ser suficiente. No había podido calmar del todo la vibración, solo había conseguido reducirla un poco. Pero eso era algo normal, algo que yo ya sabía: ella era más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo, me alteraba de un modo que desafiaba a toda lógica. Y ahora, con su imagen en mi cabeza, era incapaz de concentrarme en nada más. El recuerdo de sus ojos azules cargados de dolor me llevaba justo al límite del control, donde el paso siguiente hacia el abismo colorearía el mundo del color rojo del fuego.
Esa era la otra razón por la que yo era tan jodidamente peligroso. Porque, cuando no me controlaba rígidamente, manteniendo mis emociones y mi cuerpo bajo un férreo dominio, acababa estallando. Ya había progresado lo suficiente como para mantener a raya mi habilidad en el día a día, pero… había ocasiones en las que algo me alteraba demasiado y no podía evitar que las chispas escaparan entre mis dedos. Sin duda, volver a Myst había hecho que salieran a la superficie la enorme cantidad de sentimientos que había intentado enterrar cuando me marché de su lado: la culpa, el sentimiento de pérdida, el constante dolor de echarla de menos a cada segundo que pasaba, la necesidad física de estrecharla en mis brazos. Dejarla había sido como una droga que me hubieran arrebatado de pronto, dejándome con ganas de muchas más dosis. Había conseguido mantener la cabeza fría y el cuerpo sereno los últimos cuatro años, siendo frío e implacable, sin pensar en las consecuencias de mis actos ni plantearme mucho nada que no fuera ella en mis mañanas y mi rutina diaria, que se mostraba un camino vacío sin fin.
Pero ahora se había destapado la caja de Pandora. Todo estaba saliendo a la superficie a raudales. Los recuerdos…
La primera vez que la vi estaba saliendo del instituto. Había ido a buscar a Clark, en uno de esos actos sobreprotectores de hermano mayor que me caracterizaban. Y entonces, ella emergió de las puertas dobles, con el cabello negro como una noche sin luna suelto, en contraste con su piel blanco marfil.
A pesar de que su belleza no era la habitual, de esa que ves en las revistas de moda, había algo en ella que llamó mi atención inevitablemente. Quizá fue la forma en la que parecía mantenerse alejada del mundo, encerrada en su propia burbuja invisible, como también me pasaba a mí. Aunque, probablemente, fuera la forma en la que me miró cuando pasó a mi lado, taladrándome con sus enormes ojos azules como si fuera capaz de ver directamente mi alma desnuda. La mirada apenas duró cinco segundos, pero durante ese tiempo, los segundos se convirtieron en horas. Solo estábamos ella y yo, los dos perdidos en ese mirada que me había cortado la respiración. El mundo ralentizó el ritmo. Y luego volvió a retomar la velocidad habitual como si nada hubiera pasado, ella se fue con una media sonrisa en los labios, y yo juré que volvería a verla, costara lo que costase.
Al igual que si le hubiera dado al botón de acelerado rápido, las imágenes pasaron borrosas tras mis ojos: haber ido a verla cada día a la salida del instituto, el intercambio de miradas, su sonrisa, y finalmente, el día que me atreví a preguntarle su nombre.
El siguiente recuerdo fue el de nuestra primera cita. Ella llevaba un vestido hasta las rodillas de color rojo y negro y estaba más preciosa de lo habitual. En aquel momento, me había sentido el hombre más afortunado de la tierra, sobre todo cuando la atraje hacia mí de improviso y estrellé mis labios contra los suyos. Tras el momento de sorpresa inicial, en el que el pánico casi detuvo mi corazón, ella me devolvió el beso, entrelazando las manos en mi nuca. Nunca podría olvidar aquella noche. Su olor, a flores y a lluvia. La suavidad de sus labios, el sabor de su brillo labial de fresa. El tacto de su pelo entre mis dedos.
El recuerdo se fragmentó y desapareció tras mis ojos. Tras otro avance rápido del tiempo, se detuvo en otro momento. Esta vez, Annalysse llevaba unos vaqueros y una camiseta amplia. Se reía de alguna cosa que ahora no recordaba con exactitud, mientras me guiaba, cogida de mi mano, hacia el cine. La razón por la que ese día se me había quedado grabado en la memoria era porque fue el día en el que decidí que, más pronto que tarde, tendría que irme de su lado, una de las decisiones más dolorosas y horribles que había tomado jamás. Siempre había sabido que estar con ella era peligroso, que lo único que podía hacerle era daño, al menos a largo plazo. Y sabía, lo sabía con dolorosa certeza, que ella merecía algo mejor que un tipo que hacía cualquier cosa por dinero. Que robaba por dinero, que mataba por dinero. Por eso había decidido que tenía que marcharme de la ciudad y nunca volver a verla. Sabía que sería una agonía para ambos, pero esperaba que, en cierto modo, si lo hacía de golpe, como si me arrancara una venda rápido, dolería menos que decirle la verdad cara a cara. Al menos, así no la vería llorar.
Ahora me daba cuenta de lo egoísta y estúpido que había sido. Y de cómo, al final, el destino siempre juega en nuestra contra. Había abandonado a Annalysse para que nunca tuviera que formar parte de mi mundo y había acabado convirtiéndose en una de las figuras más importantes de la partida: Myst, mi oponente directo, mi misión.
De algún modo, aun perdido en los recuerdos desgarradores que me dejaban un regusto amargo en la boca, llegué al fin a la vieja fábrica abandonada de las afueras de la ciudad. Allí, la noche era tan oscura como la boca de un lobo y se sentía en el aire esa sensación de aislamiento y vacío de los lugares que han sido dejados atrás por la mano del hombre. Antes, había sido una empresa que se dedicaba a fabricar productos alimenticios, pero había quebrado muchos atrás y, estando a las afueras de la ciudad, en una zona conocida por el tráfico de drogas y por ser el vertedero de cadáveres de la mafia local, nadie quería comprar el terreno. Las ruinas del anterior edificio seguían ahí, como un testigo impotente del paso del tiempo, aunque se veía que no le habían dado ni un respiro. Había graffitis en cada centímetro de la pared, todas las ventanas estaban rotas en cientos de pedazos, la basura se amontonaba por todas partes y el aire estaba lleno del olor de los desperdicios que el mundo abandonaba allí para no volver a ver nunca más.
Esa noche no había nada cerca, así que el único ruido que se podía oír eran los grillos y el murmullo del río que estaba a unos doscientos metros de distancia.
Abandoné la moto de cualquier modo y corrí hacia el interior del edificio. Dentro había aún más pilas de porquería. Una rata chilló cuando entré a toda prisa. Las paredes, originalmente blancas, ahora estaban ennegrecidas en muchas zonas, con la pintura descascarillada o desaparecida por completo.
Esta noche, yo mismo me iba a encargar de añadir una nueva aportación a la lúgubre decoración del interior del edificio.
Cerré los ojos, inspiré hondo y escuché con atención. Solo se percibía el ulular del viento de fondo. Incapaz de contenerme ni un segundo más, dejé que todo flotara a la superficie. El dolor que me ahogaba por dentro, el sentimiento de culpa por Myst, la nostalgia. La impotencia, la frustración, el saber que había renunciado a todo para salvarla cuando al final había acabado tan condenada como yo.
La furia demoledora por no haber estado ahí cuando lo había necesitado, por no haberla protegido, a pesar de que cada noche le había susurrado que siempre lo haría, mientras ella se dormía entre mis brazos.
Tras mis párpados cerrados, aparecieron de nuevo sus ojos azules, tal y como eran ahora. Fríos, despiadados. Sin ningún rastro de la chica asustada y tímida a la que yo había amado, sin ni un vestigio de la persona que yo había conocido. La había perdido. No solo de forma física. Ahora, ni siquiera existía Annalysse… Estaba enamorado de un fantasma que se había perdido para siempre dentro de su propio cuerpo.
Aquello fue la chispa que faltaba. El calor, que seguía hirviendo bajo mi piel, ardió como un incendio, extendiéndose por mis venas y arterias con cada latido. La temperatura de mis manos superó rápidamente la normal en cualquier ser vivo y siguió ascendiendo. La corriente surgió entre las yemas de mis dedos, me erizó el vello por todas partes. Se propagó como el fuego en un bosque en pleno verano. Y, cuando ya mi cuerpo no pudo contener tal cantidad de energía, el calor salió disparado hacia fuera.
Con un sonido propio de una explosión, la pared recibió el primer pacto. Aguantó a duras penas, pero la pintura se derritió sin remedio, dejando a la vista los feos ladrillos grises ocultos debajo, mientras del techo caían restos de yeso.
Tras unos breves instantes, el calor volvió a revivir en mi interior, mientras me hundía más y más en la vorágine de mis emociones. Elevé la cabeza hacia el techo, con los ojos cerrados, y grité. De rabia, de frustración, de cansancio. De odio. En una sinfonía perfecta, tres explosiones más sucedieron a la primera, dos de ellas sobre la misma pared. Antes de que la tercera impactara también contra ella, la pared se derrumbó y mi expulsión de energía chocó esa vez contra las ruinas que quedaban, destrozándolas por completo, hasta dejarlas reducidas a pequeño polvo.
Caí de rodillas y enterré la cara entre mis manos. Estaba ardiendo. La corriente seguía sobre mi piel, recorriéndola de un lado a otro. Y, cuando se volvía demasiado potente para contenerse en la barrera de mi cuerpo, salía disparada hacia cualquier parte, haciendo que explotara a mi alrededor.
Era un monstruo. Destruía todo cuanto me rodeaba. Había destruido a Annalysse. Y, después, me había destruido también a mí mismo.
Aunque deseaba hacerlo, para así poder aflojar el apretado nudo que me obstruía la garganta, no lloré. Nunca había sido una de esas personas que se desahogaban llorando, porque siempre me había obligado a mantener la apariencia de seguridad que los demás esperaban de mí. Tenía que hacerlo sobre todo por Clark, para que mi hermano pequeño no tuviera miedo ante un mundo al que teníamos que enfrentarnos solos.
Y ahora, ya ni siquiera era capaz de llorar cuando estaba solo. Me había arrebatado esa capacidad a mí mismo, condenándome a mantener esa angustia constante dentro de mí, sin ningún modo de aliviar la presión. Me maldije entre dientes.
Después de unos cuantos minutos, la última explosión destruyó unas cajas abandonadas. Su contenido, fuera el que fuera, quedó convertido en polvo negro, que se amontonó en el suelo, ya sucio por la inmundicia y los efectos de mis pérdidas de control.
Suspiré. Al menos, esa vez había llegado a tiempo y había conseguido estallar dentro del edificio. Otras veces no había tenido tanto autocontrol y suerte.
Me levanté lentamente. Tras el extremo gasto de energía que mi cuerpo había decidido protagonizar, me sentía débil y enfermo. Muy cansado; pero no solo de forma física. Estaba agotado de luchar contra un mundo que solo quería hacerme daño. Cansado de intentar mantenerme en pie cuando la realidad no hacía más que hacerte caer, una y otra vez.
Por una vez, hubiera querido rendirme. Solo por esa vez, podría dejar que el mundo me pasara por encima, ¿no? Una vez no importaría.
Inspiré hondo y solté una dura carcajada, que hizo eco en el silencio de la noche.
Sabía que no podía simplemente dejar de luchar. Tenía que salir adelante, porque Clark dependía de mí…
Clark.
En ese momento, me di cuenta de que, cuando había salido corriendo del apartamiento de Myst, él ya no estaba allí. Se había marchado en algún momento durante mi conversación con ella sin que yo me diera cuenta, lo cual no era difícil, porque toda mi atención, todos mis sentidos, habían estado centrados por completo en aquella aparición de mi pasado. Cuando me largué a toda prisa, allí solo se había quedado la preciosa chica que había protegido a Myst cuando intenté acercarme a ella.
Volví a suspirar. Extraje el paquete de cigarros del bolsillo de los pantalones y saqué un cigarrillo. Nunca había necesitado tanto una calada de nicotina como en ese momento, porque nada me aliviaba tanto como matarme poco a poco.
Rebusqué en busca del mechero, para darme cuenta de que lo había metido dentro de la chaqueta aquella tarde. Joder.
Concentré mis escasas energías en la punta apagada del cigarro y conseguí a duras penas producir una leve explosión. Me sentí aliviado cuando vi que había sido suficiente como para encenderlo, aunque por muy poco.
Inhalé profundamente, llenándome los pulmones con el nocivo humo. Cuando lo dejé escapar entre sus labios, su forma, repentinamente, me recordó a Myst evaporándose ante mis ojos y desapareciendo, fundiéndose con el viento que escapaba por la ventana. ¿Esa era su habilidad? ¿Realmente era una Supra? Joder. ¿Nada tenía sentido o qué?
Unos pasos detrás de mí me alertaron de que tenía compañía. Me giré lentamente. En la puerta había un hombre mayor, de unos cincuenta años, que me miraba con el ceño fruncido y cara de preocupación.
-          ¿Va todo bien, chico? – me preguntó sin más. – Me ha parecido oír explosiones o disparos aquí dentro…
Me encogí de hombros con fingida ignorancia.
-          No tengo la menor idea. Acabo de llegar – me dirigí con largas zancadas hacia la puerta – y ya me voy.
-          Pero…
-          No le dé importancia. Será lo mejor. – Mi voz sonó amenazadora incluso en mis oídos.
El hombre retrocedió cuando pase a su lado, asintiendo con la cabeza, entendiendo el mensaje indirecto que se escondía en mis palabras. Métase en sus asuntos.
Aun con el pitillo entre los labios, me monté de nuevo en la moto. Arranqué sin pararme a pensar ni por un segundo en nada más. De nuevo, el viento helado me azotó el rostro mientras me largaba a toda velocidad de la fábrica abandonada donde había dejado la marca de mis emociones descontroladas.
Como siempre, huía. Siempre igual. Una vez más, escapando.
Quizá algún día llegara la hora de que le plantase cara a mi destino.
Pero no esa noche.
Aceleré más y más, perdiéndome en la carretera a ciento cincuenta kilómetros por hora (y cada vez más rápido).