(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


martes, 18 de junio de 2013

A lo mejor ya no me quedan fuerzas para seguir portándome bien.


13/Noviembre

Annalysse Tyler (Myst) 





Sam se había marchado, incapaz de seguir hablando conmigo de lo sucedido entre ella y el licántropo. Me había mirado, cansada, harta de la situación, y se había largado dando portazo sin decirme a dónde. Ese era otro de los problemas de su falta de emociones: la impulsividad. Nada la hacía detenerse a plantearse sus decisiones, ni la culpa ni el arrepentimiento ni la duda.
Yo aun seguía sin poder creerme lo que había sucedido casi tres horas antes en el recibidor de mi piso. En realidad, no estaba segura de qué era lo que me había sorprendido más de todo lo sucedido. Quizá que de repente aquel chico alto y guapo se convirtiera en un lobo enorme de pelaje color castaño. O quizá su extraña proposición a Sam, la necesidad que impregnaba su voz, el salvaje deseo que brillaba en sus ojos cada vez que la miraba. Era como si estuviera chillando a pleno pulmón, llamándola, exigiendo que ella acudiera a él. Y ella… Sam había respondido. Sí, posiblemente eso fuera lo más increíble de todo. Que mi fría y despiadada compañera de piso, la cual nunca había sentido nada por nadie (a excepción, tal vez, del cariño La conexión entre sus miradas.
Y había mentido. La conocía suficiente como para detectar la nota de falsedad en su voz cuando le aseguró que ella no había sentido nada especial la noche que pasaron juntos. Además, podía recordarla perfectamente. Después de cenar, se había mostrado más… feliz que de costumbre, por usar alguna palabra que se acercara a su estado de ánimo. Y la forma en la que me contestó “deliciosa” cuando le había preguntado de forma distraída por su comida. Debería haber dado cuenta entonces, pero estaba demasiado saturada por mis propias emociones al ver de nuevo  a Clark y reencontrarme de lleno con un pasado que había creído enterrar para siempre.
Pero, joder, ya lo dicen. El pasado siempre vuelve.
Zarandeé la cabeza en un intento de centrarme en el tema. Siempre me pasaba lo mismo, empezaba a divagar y acababa con más problemas y cuestiones sin resolver que con respuestas y soluciones.
Tras la salida de Sam, me había tumbado en el sofá del salón, con la televisión encendida en un volumen muy bajito para hacerme compañía y que no me ahogara en el silencio solitario de la casa. Estaban poniendo una reposición de una serie antigua sobre la vida diaria de una familia aparentemente normal. De vez en cuando, se oían las clásicas risas enlatadas de fondo, cuando alguno de los personajes hacía una intervención “graciosa”. Lo cierto es que no prestaba ningún atención a la caja tonta, solo era un modo de vaciar la cabeza cuando se me llenaba demasiado de pensamientos oscuros.
También podía oír con claridad el sonido del segundero que marcaba el paso del tiempo desde la cocina. Me empezaba a doler la cabeza. Fuera, en la calle, un viento gélido movía sin parar las hojas de los árboles y, de vez en cuando, caían unas pocas gotas de lluvia que se estampaban contra la ventana. El invierno estaba asentándose poco a poco la ciudad sin que nadie pudiera hacer nada para luchar contra él. Tendríamos que modernos la lengua y aguantar tres meses de frío y agua.
Aunque de pequeña siempre había odiado el invierno, tras la muerte de June había empezado a encontrar en él un cierto alivio. Los meses de verano me recordaban inevitablemente a mi hermana, tanto porque su propio nombre me la traía a la mente, como porque todos mis recuerdos veraniegos eran de nosotras dos juntas en la playa o en el parque, yo cuidando de ellas mientras mamá se quedaba sentada, mirando hacia la nada infinita. Durante un tiempo, cuando yo era demasiado pequeña para cuidar de June, incluso tuvimos una niñera, la señora Larson, de cabello cano y acento nórdico. Pero mamá acabó despidiéndola al cabo de un par de años, diciendo que no la necesitábamos, que ella se encargaría de nosotras a partir de ese momento. Pero esa resolución, como todas las anteriores, no duró ni un mes entero. Y al final la que cuidó a June fui yo, llevándola en los meses de verano a la piscina municipal para huir del abochornante calor que nos dejaba exhaustas. Otros días íbamos a la arboleda de detrás de nuestra casa y comíamos picnics juntas oyendo a los pájaros cantar. El verano, sin clases ni deberes, sin tener que madrugar, era nuestra estación favorita.
Ahora apenas soportaba los tres meses que duraba. Me pasaba el día encerrada en casa con el aire acondicionado para no tener que sentir cómo me embargaba el calor. Era otro de los muchos modos en los que intentaba esconderme de mi pasado, pero… era imposible. Supongo que debí adivinarlo antes.
Con un suspiro, me levanté del sofá. Últimamente, no hacía más que recordar y recordar, trayendo al presente todo lo que me había jurado dejar atrás la noche en que ingresé en Tánatos. Pero nada de lo que hiciera ahora podía cambiar lo ocurrido. Lo que sí podía hacer era enfrentarme a mi presente, a todo lo que estaba sucediendo justo ahora.
Me había prometido a mí misma dejar de huir. Y la verdad es que no tenía ninguna gana de volver a hacerlo ahora, no quería volver a ser la chica asustada de antes. Ahora era fuerte, segura. El sonido del segundero me recordaba una y otra vez que me estaba escondiendo en las cuatro paredes de mi piso.
No agaches la cabeza, no dejes que el mundo te pase por encima.
Inspiré hondo una vez y otra más. Luego, apagué la televisión, cogí las llaves del mueble del recibidor y me aseguré de tener el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Cerré con cuidado al salir, asegurándome que la puerta no hiciera ruido para no alertar a la vecina de que me había ido. Ya era hora de que me ocupara de algunos asuntos pendientes.

***

Sin saber a dónde dirigirme, vagué durante un rato por la calle, doblando en las esquinas casi por azar, dejando que me guiaran mis pies en lugar de mi cabeza. Acabé en una zona comercial por la que había pasado algunas veces sin prestar atención. Las tiendas eran pequeñas y tenían una apariencia acogedora. Había una de antigüedades, en cuyo escaparate se podía ver una mecedora y un tocadiscos; una galería de arte tranquila y familiar, una tienda de ropa y una cafetería.
El olor a café y a comida despertó mi apetito. Hacía casi doce horas que no bebía café. Demasiado tiempo para una adicta como yo. Además, eran casi las seis de la tarde y había comido nada desde el almuerzo, que había consistido en una tercera parte de una caja de cereales dentro de un tazón de leche. La verdad es que tenía que tener más cuidado con mi alimentación o acabaría engordando y llenándome las arterias de un colesterol totalmente indeseado.
Me senté en una de las mesas de la cafetería, que estaba casi vacía. De inmediato, una agradable camarera de pelo rubio recogido en una coleta y una sonrisa cálida surgió desde detrás de la barra para tomar mi pedido. Tras estudiar la carta, me decidí por un café con un poco de nata y canela por encima, y un croissant relleno de chocolate.
Y luego esperé.
Pasaron casi quince minutos antes de que volviera a sonar la campanita de entrada de la cafetería. Yo estaba de espaldas a la puerta, pero no me volví al escucharlo. Esperé, sabiendo que él no tardaría en sentarse frente a mí. Al fin y al cabo, había ido hasta allí a buscarme.
Llevaba los últimos días evitándolo, pero ya era hora de que nos enfrentáramos seriamente y pusiéramos todas las cartas sobre la mesa. Tenía que tomar mi decisión.
El detective William Woods tomó asiento en la silla de enfrente a la mía. Llevaba un abrigo largo y negro que lo protegía de la llovizna ocasional. Sonrió un poco al saludarme, aunque yo mantuve mi semblante serio.
-          Vaya, qué casualidad encontrarte por aquí – comenzó la charla de manera amistosa.
No le devolvió la sonrisa. Esta vez no había venido a jugar con él, sino a decir las verdades y a descubrirlas por escondidas que pudieran estar.
-          William, los dos sabemos que esto no es una casualidad – respondí con frialdad, llamándola deliberadamente por su nombre. No sabía si era una muestra de debilidad o de fuerza haberlo hecho, pero ya era demasiado tarde para no hacerlo.
-          ¿Qué quieres decir?
Antes de que pudiera contestarle, la camarera apareció de nuevo, esta vez para apuntar el pedido de William. Este se limitó a ordenar un café normal con leche y le sonrió a la camarera. Esta se sonrojó ligeramente, lo cual no me sorprendió. El detective era un hombre bastante atractivo. Fruncí el ceño. Sí, lo era, pero eso a mí no me importaba.
Tenía que recordar eso.
Cuando la camarera se fue a preparar el café de William, este volvió la vista hacía mí. Sus ojos parecían más oscuros de lo habitual, más intensos que de costumbre. Él también se había dado cuenta de que esta vez no había cabido para los juegos, las indirectas y los tonteos mal disimulados. Nuestras miradas se enfrentaron en un tenso silencio, roto por el sonido de la taza al ser depositada en la mesa por la camarera y el casi inaudible “gracias” de William, dicho sin apartar su mirada de la mía. Verde frente a azul, chocando. Y la maldita química subyacente que siempre electrizaba la atmósfera a nuestro alrededor, atrayéndonos lentamente como imanes expuestos a su propia carga.
-          Lo sabes perfectamente – contesté finalmente, cuando la camarera volvió tras la barra.
-          ¿Ah, sí?
-          Basta de juegos, William. – Saqué el teléfono móvil del bolsillo y lo deposité en la mesa, justo en medio de ambos. La mirada de él se desplazó al aparato durante un breve instante antes de devolverla a mis ojos. Ahora tenía los labios fruncidos y tenía toda la pinta de un niño que había sido pillado en medio de una travesura. - ¿Qué tal si me lo explicas?
-          ¿Qué quieres que te explique exactamente? – tanteó. En su tono percibí un matiz de inseguridad, mezclado con incertidumbre.
Me eché atrás en la silla y entrelacé los dedos sobre la mesa.
-          Quiero que me expliques por qué coño me has pinchado el móvil. Sí, eso estaría bien para empezar.
-          Era el único modo de seguirte el rastro.
-          ¿Eso justifica que vayas en contra de mi libertad? ¿Ahora el acoso es legal? No tenía ni idea – repliqué con feroz sarcasmo.
Él apretó la mandíbula, mientras la furia también lo embargaba. Se obligó a sí mismo a mantener un tono calmado cuando me respondió.
-          Ah, vaya, no sabía que tú respetaras alguna ley. ¿Así que robar sí te parece algo aceptable pero que te pinche el teléfono no?
-          Demuéstralo – esgrimí una sonrisa burlona. – Demuestra que alguna vez he robado algo o que he hecho algo que vaya contra la ley. Vamos, estoy deseando verlo.
-          Demuestra tú que te he pinchado el teléfono – enarcó una ceja, recostándose también.
-          Estás aquí, ¿no? Creo que es prueba suficiente.
-          Ya te lo he dicho. Casualidad.
-          ¿También fue casualidad encontrarnos en un parque en el que no había ni un alma, a las cinco de la mañana?
Él asintió, manteniendo la barbilla erguida con altanería. Me contuve para no bufar, pero no pude evitar poner los ojos en blanco ante sus estúpidas palabras. Nadie hubiera creído ni una sola de sus palabras, pero estaba claro que no podía ir con ese cuento a la policía; no mientras hubiera una posibilidad de que eso desembocara en una investigación sobre mí que desvelara secretos que estaban mejor enterrados a tres metros bajo tierra.
-          Sabes que con deshacerme del teléfono es suficiente para que se acabe el juego. Así que, ¿por qué no colaboras conmigo? Yo también podría portarme bien después – jugueteé con el teléfono entre mis dedos, haciéndolo girar sobre la mesa. Le dediqué una sonrisilla inocente para hacerlo pasar por el aro.
Se lo pensó un segundo. Después, suspiró y hundió un poco los hombros, sabiéndose derrotado. Escondí mi sonrisa de triunfo para no hacerlo cambiar de idea.
-          Era el único modo de encontrarte. Siempre desaparecías y no sabía cómo lo hacías, así que se me ocurrió que esta era la única manera de seguirte la pista. – Se encogió de hombros. – No, no es legal, pero es efectivo, así que no puedo decir que me arrepienta.
-          ¿Cómo me pinchaste el móvil? – Sam y yo siempre habíamos tenido cuidado con todo lo relacionado con nuestro mundo. Esa intromisión en él podría habernos costado la vida si se hubiera tratado de otra persona en otras circunstancias, esa clase de errores no podían suceder.
-          Un amigo – respondió de forma escueta. Al verme enarcar las cejas, suspiró de nuevo y continuó. – Pueden que me hayan obligado a coger vacaciones, pero sigo teniendo amigos dentro de la policía. Uno de los técnicos informáticos me debía un favor, así que te pinchó el móvil e instaló en el mío una aplicación que me indicaba tu localización GPS. No le hizo gracia, pero no le quedó más remedio.
-          Bien jugado – asentí, impresionada. Lo cierto era que disponía de medios e ingenio.
Aunque ambos habíamos terminado el café y yo mi comida, ninguno nos movíamos, ni apartábamos la mirada el uno del otro. Visto desde fuera, quizá podríamos haber pasado por una pareja de enamorados, hablando en susurros íntimos, que en realidad eran amenazas veladas.
-          ¿Cómo te diste cuenta? – preguntó él con tono de derrota y curiosidad.
-          Era bastante obvio, la verdad. No había muchas más opciones – sonreí. – Además, Sam y yo tenemos un método similar para encontrarnos mutuamente si la otra tiene problemas.
Disimuladamente, apoyé la cara en mi mano derecha y con el dedo índice toqué el segundo pendiente que llevaba desde hacía año y medio. Era una pequeña bolita negra que no destacaba en absoluto y que la mayor parte de las veces quedaba oculta por el pendiente que llevaba delante. Dentro de esa bolita, se encontraba un microchip transmisor que mandaba una señal al portátil. Uno de los programas de este recibía la señal y la desencriptaba, convirtiéndola en una localización en un mapa. Así era como había encontrado a Sam cuando los alemanes la secuestraron días atrás, pues ella tenía el mismo pendiente que yo, solo que en la oreja contraria y su bolita era de color rojo sangre.
Llevábamos aquel pendiente desde el día que le confesé a Sam mi temor a perderle también a ella y a no ser capaz de encontrarla, como me había sucedido con mi hermana. Así que, tras mover algunos hilos, nos habíamos hecho con los pendientes transmisores y aprendido a usar el programa de ordenador que nos permitía localizarnos. Lo cierto es que nos había resultado muy útil desde que lo teníamos.
El detective, sin enterarse de ese pequeño secreto, me miró sorprendido y admirado. Luego, apoyó los codos sobre la mesa y se hizo hacia delante, acercando su cuerpo al mío. La mesa era lo único que mantenía las distancias entre nosotros. Incapaz de resistirme, yo también me acerqué más a él, hasta que nuestras narices quedaron a unos escasos cinco centímetros de distancia. Entonces, él habló en voz muy baja, de tal modo que me hizo sentir que solo estábamos él y yo en la habitación, compartiendo un secreto.
-          Suponía que no tardarías mucho en darte cuenta de que te estaba siguiendo.
-          No fuiste precisamente discreto – murmuré, esbozando una sonrisa burlona.
-          Pero, aun así, no me arrepiento de haberte seguido el 8. Descubrí una gran cantidad de cosas esa noche.
-          Sí, recuerdo que estuve demasiado habladora – entrecerré los ojos. – Un caballero no se hubiera aprovechado de una dama que se ha dejado llevar por las lágrimas.
-          Menos mal que tú no eres una dama – se burló él. Sus ojos brillaron, juguetones.
-          Ni tú un caballero, William.
Durante un segundo, con el sonido de su nombre entre nosotros, nos miramos a los ojos y nos acercamos un poco más, ambos dejándonos llevar por las chispas que saltaban entre nosotros, por la corriente de baja intensidad que crecía y que nos atraía mutuamente.
-          ¿Quieren algo más? – nos interrumpió de pronto la camarera.
Los dos nos separamos de un salto, alejándonos tanto como era posible sin levantarnos de la silla. William se giró hacia ella con el ceño fruncido y negó con la cabeza, para acto seguido pedirle que nos trajera la cuenta. Yo me mantuve en un silencio avergonzado.
Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Qué había estado a punto de hacer?
Arruinarlo todo. Maldita sea, me había dejado llevar por esa puñetera química y había estado a punto de cometer un enorme error. Aunque una parte de mí estaba deseando terminar lo que acabábamos de empezar el detective y yo, la parte racional la obligó a callarse mientras seguía reprendiéndome. Por el amor de Dios, aún seguía juntando los pedazos desde la última vez que un hombre me rompió el corazón y ahora había estado a punto de caer en los brazos de otro…
William se giró hacia mí y entreabrió los labios, buscando algo que decir en ese momento extremadamente incómodo que se asentaba entre nosotros.
Para evitarle el disgusto, me levanté de un brinco y me dirigí a la barra para pagar mi café y el croissant. Tras dudar un segundo, mi parte egoísta y caprichosa ganó la discusión y no le dejé ninguna propina a la camarera. No quise plantearme los motivos para estar tan furiosa con ella (y quizá un pelín celosa, de forma irracional y estúpida). Mientras le estregaba el dinero justo, sentí la presencia de William a mi espalda. Cerré los ojos. No me estaba tocando, pero era casi como si lo hiciera. Mi cuerpo respondía a la cercanía del suyo de forma natural, como si hubiera nacido para ello. Me relajaba, me reconfortaba. Era tan fácil estar cerca de él como respirar, pero… estaba mal, me recordé una vez más. Tenía que irme, ya. Y no volver a verlo jamás estaría bien. Me desharía del maldito móvil y él no podría volver a encontrarme. Querer enfrentarme cara a cara con el detective había sido una idea valiente, pero totalmente desacertada.
Cuando la camarera me entregó el ticket de pago, sin rastro de amabilidad me giré sobre los tobillos y me apresuré a salir del local casi corriendo, sin palabras de despedida.
Pensándolo con calma, nada más largarme de la cafetería podría haber desaparecido de la calle desierta y volver a casa, donde estaría a salvo de William. Podría haberme marchado sin dejar rastro y no hubiera tenido ningún problema en hacerlo.
Pero no lo hice.
Caminé en dirección a casa, con la cabeza llena de pensamientos que rebotaban por todas partes y que me estaban enloqueciendo. Quería, no quería. Tenía miedo. Pero y si… ¡No, no!
Nada de aquello tenía sentido. Me sentía en medio de una batidora puesta a máxima velocidad.
No había llegado ni a la esquina cuando una mano tiró de mí con fuerza, obligándome a seguirla. Antes de darme cuenta, me encontraba en una de las pequeñas calles secundarias que desembocaban en la principal repleta de los comercios que había observado antes a través de los escaparates.
William me pegó a la pared y puso un brazo a cada lado de mi cara. Parecía alterado. Su respiración era rápida e irregular, como lo era también la mía. Estábamos… demasiado cerca. Podía sentir la corriente volviéndose más fuerte por cada segundo que su piel estaba a punto de tocar la mía, a escasísimos centímetros de distancia. Podía acortar la distancia y besarlo.
Aparté ese pensamiento de mi cabeza. Podía escapar en cualquier momento. Tenía que hacerlo ya…
-          No huyas, Myst – susurró William. Sus ojos se encontraron con los míos y sentí un escalofrío de la cabeza a los pies. La sangre bullía en mis oídos.
-          Yo nunca huyo – repliqué en el mismo volumen.
-          Oh, sí, claro que lo haces. Cada vez que las cosas empiezan a ponerse serias entre tú y yo, te largas pitando. Desapareces y luego tenemos que empezar otra vez cuando nos vemos de nuevo. No lo hagas, por favor. No huyas – repitió. Sus ojos verdes brillaban con más intensidad que nunca, atrapándome.
Se me secó la boca ante su mirada. Sentía sus brazos a mi alrededor, su cuerpo emanando calor físico de una manera carnal, enloqueciéndome. Después de cuatro años, habían vuelto aquellas sensaciones, esta vez intensificadas. Volvía a ser la misma chica. La pasión prendió en mi cerebro y convirtió mi sangre en fuego. Me moría de ganas por besarlo.
Un último vestigio de cordura me contuvo. Apreté los labios y negué con la cabeza.
-          Yo… Sabes que podría desaparecer en cualquier momento… - farfullé incoherentemente.
-          Sí – musitó él. Se acercó lentamente, hasta que sus labios quedaron solo a un centímetro de los míos. La corriente creció hasta volverse insoportable. Lo necesitaba. Su contacto. De cualquier manera, pero ya. – Pero, sinceramente, confío en que no lo hagas.
Sin esperar ninguna respuesta, los labios de William se fusionaron con los míos. Tardé unos pocos segundos en reaccionar, paralizada, incapaz de saber qué hacer. Luego, mi cuerpo tomó el control y se dejó guiar por los impulsos que bullían dentro de mí, respondiendo al beso con pasión desenfrenada. De algún modo, mis manos acabaron rodeando su cuello y hundiéndose en su cabello, sin separarme de sus labios enfebrecidos. William sabía a pecado, a sal, a todo lo que me había negado durante los últimos cuatro años. Sus manos abandonaron la pared a mi espalda y se posaron en mi cintura, atrayéndome hacia él, hasta que nuestros cuerpos también chocaron. Su tacto era enloquecedor. Ya no quedaba ni un solo pensamiento coherente, solo estaban sus manos sobre mí y sus labios en los míos, su pelo entre mis dedos y nuestras respiraciones entrecortadas.
Ya no podía recordar ninguna de las razones por las que aquello estaba mal. Ni siquiera recordaba ya quién era yo ni me importaba lo más mínimo. Por un instante, me permití olvidar el mundo y me perdí en los labios de William.

jueves, 30 de mayo de 2013

¿Quieres jugar? Juguemos a colisionar.

13/Noviembre

Samantha Petes (Nox) 




Podía percibir el enfado de Myst como si fuera una mano sobre mi hombro, pues era tan grande que casi parecía algo físico. Sin embargo, no tenía ni idea de a qué venía su rabia, porque yo no tenía la culpa de que el tipo de la discoteca recordara aquella noche. Le había borrado la memoria, con tanta seguridad como que tenía diez dedos en las manos y las uñas pintadas de color turquesa.
Mi presa de la noche de doce días atrás era, viéndola a la luz del día que entraba a raudales por la ventana del apartamento, realmente atractivo. Era bastante más alto que yo, con un cuerpo musculoso, pero sin ser de la forma exagerada de los tíos que se pasan la mitad del día encerrados en el gimnasio. A pesar de que era guapo, él parecía no saberlo, o bien no importarle, porque estaba casi sin peinar y con una actitud tranquila, nada de la chulería propia de los hombres que se creen capaces de seducir a cualquier mujer solo por tener una cara bonita.
Y me miraba a mí.
Durante toda mi vida, a partir de los trece años, cuando los instintos de súcubo (y los atributos físicos a juego) se desarrollaron por completo, los hombres habían empezado a considerarme guapa. Cuando iba por la calle, solía llamar su atención, y allá donde fuera era habitual que atrajera las miradas del sector masculino cercano. Pero, a pesar de mi amplia experiencia en ese campo, nadie me había mirado como lo hacía ahora él. Había una gran intensidad en su mirada, como una promesa dicha sin palabras. No era simplemente que el hechizo que me rodeaba lo cautivara, era más bien como si estuviera viendo la cosa más bella del mundo, lo más impresionante que sus ojos jamás verían… y quisiera poseerla para siempre.
Me pasé la lengua por el labio ante su escrutinio, pero no sonreí.
Sabía que la situación era delicada. Nunca antes un hombre se había librado del poder de persuasión de mis ojos, todos habían caído en la trampa. Pero, de algún modo, esta vez no era así. Él había conseguido eliminar la barrera que mantenía ocultos los recuerdos de la noche de la discoteca y, por si eso fuera poco, había conseguido encontrarme sin saber mi nombre. Así que no podía dejar de preguntarme quién coño era aquel extraño ni qué quería de mí, porque si no, no habría ido en mi busca.
-          ¿Quién eres? – le conferí a mi voz el encanto seductor del súcubo, empezando a tejer la tela de araña que lo haría caer en mis redes.
Por un segundo, sus ojos se desenfocaron y nublaron y a punto estuvo de caer sobre ellos el velo que significaba que estaba bajo mi control total para jugar con él a mi antojo. Pero, antes de que su expresión quedara vacía y él estuviera a mi merced, algo brilló en sus pupilas, algo salvaje. Él gruñó en voz baja y sacudió la cabeza. Cuando volvió a mirarme, el iris se había extendido, hasta que el azul añil casi cubrió por completo el blanco que lo rodeaba. El resultado era similar… a los ojos de algún tipo de animal. Quizá de un perro. Lentamente, sus iris volvieron a adoptar una forma normal.
El proceso me produjo una sensación de inquietud. Un segundo después me di cuenta de que yo, en los momentos en los que perdía el control de mi cuerpo por el hambre, también sufría una transformación similar en mis ojos, solo que los míos se volvían negros por completo, de un modo aún más aterrador que los de él.
-          Me llamo Ian. Ian Howl.
Miré a Myst, esperando que ella reconociera el nombre. Negó con la cabeza imperceptiblemente, dándome a entender que ella tampoco tenía ni idea de quién era. Con una leve seña, me hizo saber que también se había dado cuenta de lo que le había pasado en los ojos a Ian.
Estaba más seria que de costumbre, lo que era indudablemente una mala señal. Decidí no empeorar la situación y esperé  a que ella tomara las riendas de la conversación. Puesto que mi habilidad no funcionaba con el desconocido, ya no podía hacer nada para obtener respuestas de él. Sin embargo, Myst solía ser bastante buena sonsacándole cosas a la gente sin utilizar ningún poder especial, solo engatusarlos poco a poco. Conmigo al menos solía funcionar.
-          ¿Por qué estás aquí? – preguntó ella por fin después de un corto silencio.
Antes de responder, Ian observó brevemente a Myst antes de clavar su mirada de nuevo en mí. Sus ojos estaban cargados de emociones que ni siquiera podía descifrar. Dudó un segundo, como si buscara las palabras correctas y, lentamente, sonrió.
-          Por ella, por supuesto – respondió, mirándome directamente a los ojos. Sentí un escalofrío en la columna vertebral ante el tono grave de su voz y la profundidad de sus palabras, aunque fueran tan aparentemente sencillas. Por un instante, parecía que solo estuviéramos él y yo en la habitación, en todo el mundo incluso, que solo existiera él y su voz, la forma en la que sus ojos miraban directamente en mi alma.
Retrocedí un paso, intimidada por esos sentimientos desconocidos, y salí de la estúpida ensoñación en la que me había metido sin quererlo lo más mínimo.
Rehuí sus ojos en un intento de conseguir no perderme de nuevo en ellos. Aunque no se había movido del sitio, a unos escasos metros de nosotras, casi podía sentirlo a mi lado, porque su presencia impregnaba toda la habitación.
Myst frunció el ceño, analizando lo que ocurría con su mente lógica y racional.
-          ¿Por ella? – me señaló. - ¿Por qué por ella?
Yo también me hacía la misma pregunta. La única respuesta que encontraba era que aquel extraño estaba buscando venganza por haber consumido gran parte de su energía vital, dejándolo débil, y que encima después le borrara los recuerdos. La mayoría de la gente se cabreaba un poco por esa clase de cosas.
Pero, si era por eso, ¿por qué coño seguía mirándome como lo hacía? Puede que yo no entendiera mucho de emociones, pero lo que percibía de Ian no era rencor, o rabia. Más bien todo lo contrario. Parecía incapaz de contener sus ganas de repetir los acontecimientos de nuestro último encuentro. De vez en cuando, un destello chispeaba en su mirada, dando la impresión de que había algo enjaulado tras ellos luchando por escapar.
Por un momento me pregunté si Ian también, al igual que yo, mantenía cautivo un monstruo en su interior que continuamente quería salir a la superficie. Y que si su monstruo sería tan destructivo como el mío. Si ese era el caso, podía entender porque se contenía, aunque eso parecía hacerle sufrir, pues mantenía los puños firmemente cerrados y la mandíbula tensa.
De nuevo antes de contestar, él vaciló. Ladeó la cabeza, sin quitarme los ojos de encima, como lo haría un perro que no entiende las órdenes de su amo. Me recorrió de arriba abajo con los ojos y luego deshizo el camino hasta acabar una vez más en mi rostro. Inspiró despacio, como si estuviera saboreando la bocanada de aire.
-          Porque es ella.
Myst suspiró, frustrada por el sinsentido de su respuesta. La vi apretar los dientes y me imaginé que estaría contando hasta diez para calmarse como a veces hacía. Supe que ese era el momento de que yo interviniera en la conversación.
Me pasé la lengua por el labio inferior antes de hablar.
-          ¿Es por lo que pasó en la discoteca?
Él sonrió, de una forma que iluminó la habitación.
-          La noche en la que por fin te encontré.
-          ¿Acaso me estabas buscando?
-          Llevaba toda mi vida esperándote – afirmó con rotundidad. Entonces avanzó un paso hacia mí, como si ya no fuera capaz de seguir aguantando sus ganas de tocarme. Sentí el extraño (y alocado) impulso de acercarme también a él, pero fui lo suficientemente sensata (por una vez) de suprimirlo.
Extendí las garras, por si acaso intentara hacerme daño. Normalmente, solo podía hacerlo cuando tenía hambre… pero estando tan cerca de Ian, ya no pude seguir conteniendo el recuerdo de la noche que pasamos juntos. Este se desbordó de los muros tras los cual lo había mantenido alejado.
De golpe, mi mente se llenó con el recuerdo de sus manos tocándome, tocándome por todas partes, buceando bajo mi vestido, perdiéndose en mi piel. Sus labios sobre los míos. Nunca nadie me había besado como él. Mis anteriores presas lo habían hecho con pasión, claro. Pero en el beso de Ian había también una gran cantidad de desesperación, como si necesitara con urgencia hacerlo. Era como si toda su vida dependiera de mantenerse pegado a mi cuerpo, de estrecharme cada vez con más fuerza contra él.
Aquella noche, en la que mi control casi había desaparecido ya antes de entrar en la discoteca, él me había hecho perderlo por completo. El súcubo dominó mi mente y tenía hambre, muchísima hambre. Ian era la mejor presa que jamás había probado. Su cuerpo se ajustaba a la perfección al mío, con mis piernas rodeando sus caderas y él enterrado entre ellas.
A partir del momento en que el que entró dentro de mí, lo demás se volvió borroso. Solo recordaba el sabor de su piel, el tacto de sus manos… y su olor. A hombre, con un matiz de algo salvaje, animal. También recordaba que, de vez en cuando, gruñía junto a mi oído de un modo que me pareció terriblemente sensual y me enloqueció aún más.
Aquella noche me alimenté en exceso. Cuando él se desplomó sobre mí después del orgasmo, estaba segura de que había muerto, pues nadie podría haber resistido que tomara tanta energía en una sola noche. Y, sin embargo, estaba vivo, aunque muy débil. Supongo que por eso pude limpiarle la memoria tan fácilmente en ese momento y que, cuando recuperó fuerzas, no tuvo problemas en derrumbar las salvaguardas y acceder de nuevo a sus recuerdos.
No podía evitar que, rememorando lo que había pasado entre nosotros en la discoteca, surgiera dentro de mí la misma hambre voraz que la última vez que nos habíamos visto. Habían pasado ya doce días. Myst había estado demasiado ocupada chocándose contra su pasado como para darse cuenta, pero mis ojos ya empezaban a volverse negros sin que yo pudiera evitarlo. De momento, solo me había ocurrido un par de veces, pero sabía que si seguía conteniendo al súcubo, este acabaría tan desesperado por comer que no tendría fuerza para contenerlo.
Sabía que tenía que alimentarme, pero no tenía ningún deseo de hacerlo. Aprovecharme de hombres desconocidos, cuya cara ni siquiera recordaba después de un breve período de tiempo, me hacía sentir que era igual que mi madre. Ella solo hacía eso, utilizaba a sus víctimas mientras podía y las tiraba a la basura, hechas polvo, cuando se cansaba o cuando estas no tenían energía suficiente para servirle.
Había convivido demasiado tiempo durante mi infancia con sus marionetas como para querer repetir sus monstruosidades.
Pero, aun así, no podía dejar de ser un súcubo. Era mi maldita condena. Bueno, una de ellas.
En ese momento, Myst se aclaró la garganta. Me volví hacia ella, que me miraba enarcando una ceja en silencio. Sacudí la cabeza, desechando todos los pensamientos que me zumbaban en la cabeza junto al recuerdo de Ian en aquella habitación de la discoteca hacia doce días.
-          No lo entiendo – dije por fin. - ¿Por qué yo? ¿por qué me esperabas a mí?
 Ian me evaluó con la mirada. Luego, miró a Myst de reojo.
-          ¿Nos dejas a solas?
-          No – respondimos las dos al mismo tiempo. Sin poder evitarlo, sonreí ante la compenetración de nuestra contestación.
Él gruñó en voz baja, de esa forma ligeramente animal, y acabó encogiéndose de hombros.
-          De acuerdo. Supongo que tendrás que oírlo todo entonces.
Tomó aire profundamente, de un modo que dejó claro que se estaba preparando para narrar una historia larga. Aun seguíamos de pie en medio del recibidor, pero nadie hizo ademán de pasar al salón, donde podríamos sentarnos. Seguíamos sin tener ningún motivo para confiar en el desconocido.
-          Por lo que sé de vosotras… de ti, – me señaló con la cabeza – no me quedan muchas dudas de que también sois Supras.
Hizo una pausa, quizá esperando que dijéramos algo, pero las dos nos mantuvimos calladas. Conociendo a Myst, sabía que ella ya había llegado a esa conclusión, igual que yo. Solo un Supra podía ser capaz de vencer mi habilidad, porque tenía una propia que la contrarrestara.
Al ver que no respondíamos, continuó hablando.
-          Soy un tipo de Supra poco corriente – titubeó un momento. Inspiró hondo antes de decir: - Un licántropo.
-          ¿Un licántropo? – la pregunta se me escapó por la sorpresa. Había oído hablar de esa clase de personas, pero la mayoría de los Supras pensaban que se trataba de un personaje más mitológico que real, como las sirenas (mitad humanas, mitad pez) o los vampiros.
Nunca había conocido a un licántropo. Ni siquiera había conocido a nadie que hubiera conocido a uno, y yo pertenecía a una de las organizaciones de Supras más importantes a nivel mundial, así que nunca había pensado que hubiera muchas posibilidades de su existencia.
-          Pensaba que los licántropos existían solo en los cuentos – contribuyó Myst.
-          Pues ya ves que no.
-          ¿Tenemos que creer que eres un licántropo simplemente porque pareces una persona de confianza? – la sorna de mi voz era imposible de eludir.
Ian entrecerró los ojos, como si le ofendiera que dudásemos de su palabra. Y un segundo después, sonrió, el tipo de sonrisa burlona que augura problemas. Sin decir palabra, se quitó la blusa de un rápido movimiento, dejando a la vista el espléndido cuerpo que no se había borrado de mi memoria.
-          Pero… ¿¡qué haces!? – preguntó Myst escandalizada. Inmediatamente, se sonrojó.
Me reí ante su rubor. A pesar de llevar cuatro años siendo entrenada como asesina, seguía siendo tan ingenua como cuando la conocí.
-          ¿No queréis pruebas? Ya veréis.
Se quitó los pantalones, quedándose en bóxers. Muerta de vergüenza, Myst apartó la vista, clavándola en la pared del salón, lo que le permitía ver posibles movimientos amenazadores, pero dejando fuera de su campo de visión el cuerpo casi completamente desnudo de Ian.
Yo no aparté la vista. Sonreí abiertamente. Ian tampoco dejó de mirarme y, al verme recorrer su torso con los ojos, gruñó en un tono más grave que antes. Aquel gruñido hizo que creyera lo que había dicho, pues sonó exactamente igual que un lobo.
Entonces, Ian se llevó la mano a la parte superior del calzoncillo. Enarcó una ceja, como retándome a mantener la mirada, y yo le respondí con una amplia sonrisa seductora. Pero antes de que pudiera ver lo que había debajo de la prenda, Myst me agarró del brazo y me llevó a rastras al salón.
-          Estás loca – siseó en voz baja cuando entramos. – Podría ser un psicópata.
-          Ah, es verdad – respondí yo, con una gran dosis de sarcasmo. – Soy una niñita indefensa que no sabe defenderse.
-          ¡Sam! Por favor. Sé sensata por una vez.
Bufé ante su tono recriminatorio.
En ese momento, oímos con claridad un sonido bajo que denotaba dolor, similar a un gemido. Me giré hacia el recibidor, esperando ver a Ian tirado en el suelo, pero… él ya no estaba por ninguna parte. En su lugar había un inmenso lobo de pelaje castaño, del mismo tono que el pelo de Ian, y unos ojos almendrados de un color azul añil que sabía muy bien dónde había visto antes.
-          Increíble – susurré.
Myst me apretó la mano, probablemente para asegurarse de que no se trataba de un sueño, lo que me hizo reír de nuevo.
Avancé hacia el lobo, que me observaba fijamente con la cabeza ladeada. Debía medía al menos un metro cincuenta de alto, si no más. Era precioso, salvaje. Sus ojos brillaban con inteligencia humana, lo que delataba la presencia de Ian en su mente.
-          Vale, te creemos – aseveró Myst con voz ahogada de la impresión.
El lobo se quedó quieto un segundo más y luego se ocultó de tal modo en el recibidor que Myst y yo, que seguíamos en el salón, no pudiéramos verlo. Tras unos cuantos ruidos extraños más, y luego el inconfundible sonido humano de una persona vistiéndose, Ian volvió a aparecer como antes de su transformación.
-          Ya os dije que era un licántropo – se mofó, con expresión socarrona.
-          De acuerdo. Eres un licántropo. Genial – Myst seguía un poco sorprendida. Finalmente, se centró en la situación. - ¿Qué tiene eso que ver con tu obsesión con Sam?
-          Los licántropos son animales que siempre van en manada. Por eso se sabe tan poco de nosotros, no solemos relacionarnos con los demás Supras. Solo con el resto de la manada. Se establecen fuertes vínculos dentro de ella, pero ninguno es tan fuerte como el que un lobo establece con su pareja. – Hizo una parada en su explicación para que el instante se impregnara de tensión. Antes de hablar, centró sus ojos en mí, con la misma intensidad que caracterizaba todas sus miradas. – Un lobo solo se enamora una vez. Cuando encuentra a su pareja, nunca se separa de ella. La protege, la cuida más que a su propia vida. Y tú, Sam, eres mi pareja, mi compañera.
En el silencio que siguió a sus palabras casi se podía paladear la sorpresa. Myst me miró con los ojos abiertos de par en par, luego a Ian y después de nuevo a mí. Parecía esperar una explicación que yo no podía darle, pues entendía tan poco de la situación como ella.
-          Pero yo no soy un licántropo – afirmé.
Él se encogió de hombros.
-          Eso no me importa. Sé que eres tú.
-          No. – Tragué saliva. – No – repetí. – Estás equivocado.
-          Estoy completamente seguro – se cruzó de brazos y se apoyó en la pared, mostrando una gran seguridad, que reafirmó con una sonrisilla. – Eres tú.
Negué con la cabeza y le dirigí una sonrisa que pretendía ser conciliadora, pero la situación escapa tanto de mi control que apenas sé que gesto hizo boca.
-          No, escucha. Yo soy un súcubo – pronuncié la palabra con lentitud, al igual que lo haría si fuera en otro idioma. - ¿Sabes lo que somos? – No esperé su respuesta. Estaba… agitada, intranquila o algo similar. Me era difícil definir mis emociones, pero me sentía como si estuviera sumergida bajo el agua y no pudiera salir a la superficie en busca del oxígeno que necesitaba. Nada bueno. – Los súcubos nos alimentamos de la energía de los hombres. Eso fue lo que hice contigo en la discoteca – hablaba muy rápido. – Para atraer a nuestras presas, somos más bellos y tenemos una especie de magnetismo que afecta a los hombres. Eso es lo que sientes. ¿Entiendes? No soy tu pareja. Crees que sí por el encanto del súcubo, pero no lo soy.
Terminé la explicación casi jadeando. Inspiré profundamente, intentando calmar la agitación de mi interior, la cual no entendía en absoluto.
Por el rabillo del ojo, vi que Myst me contemplaba unos segundos, sorprendida, antes de sonreír de pronto. Como tampoco la entendía a ella, decidí ignorarla y punto.
Ian permaneció recostado contra la pared, con una expresión seria que me hizo pensar que estaba meditando mis palabras. Yo estaba bastante segura de haberlo convencido, porque la explicación era lógica y clara. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que tenía que hacerle entender al lobo que no era su pareja o pasaría algo que cambiaría las cosas para siempre.
-          Te equivocas – a pesar de que habló en voz baja, lo hizo con seguridad.
-          ¿Qué?
-          No es porque seas un súcubo. Es porque eres tú. El espíritu del lobo es capaz de reconocer a su compañera, sobre todo después de… intimar con ella – el tono pícaro de su voz clarificó a qué se refería.
-          No. No soy yo.
-          Niégalo cuanto quieras, eso no cambia lo que pasa entre nosotros.
Retrocedí un paso. Una sensación que reconocí como miedo se había instalado desde hacía unos minutos en el fondo de mi estómago y empezaba a crecer. ¿Qué me estaba pasando? Primero, agitación, inquietud, y ahora miedo.
-          Eso es a lo que me refiero, Ian – despojé a mi voz de toda emoción, manteniéndola neutra y fría. – No hay nada entre nosotros.
-          Lo habrá – afirmó con rotundidad. Parecía capaz de cualquier cosa por hacerlo realidad.
Pero yo sabía demasiado bien que entre él y yo nunca podría haber nada más que lo que habíamos tenido.
Como súcubo, estaba destinada a alimentarme de hombres durante toda mi vida. Un ser humano al que le extraía energía demasiadas veces acababa muriendo al poco tiempo, porque sus órganos fallaban de forma espontánea. La única forma de evitar asesinar a mis víctimas era no alimentarme de la misma más de una vez o dos.
Ian quería que fuera suya, en exclusiva, y eso sería como sentenciarlo a muerte en un plazo de tiempo no demasiado largo.
Por otro lado, yo no podía sentir esa clase de sentimientos, ni por él ni por nadie. No sabía qué era eso de lo que había oído a tanta gente hablar, que había visto en películas y oído en la mayor parte de las canciones. Esa emoción que llaman amor y que vuelva a la gente idiota. Había visto sus efectos, pero nunca lo había sentido por mí misma, ni tenía ninguna intención o posibilidad de hacerlo. La ataraxia me mantiene alejada de emociones tan fuertes como las provocadas por él. Y eso era algo que yo consideraba una bendición. El amor destruye a las personas, los vuelve débiles, fáciles de manipular. En un mundo como el mío, esa clase de vulnerabilidad puede matarte.
Además, también estaba el pacto que había hecho con Myst algunos años atrás. Nada de hombres permanentes en nuestras vidas. Después de que ella me contara su historia y de haber despotricado contra el género masculino, habíamos hecho las dos esa promesa. Sinceramente, nunca se me había pasado por la cabeza incumplirla, e Ian no era una excepción.
Así que en ese mismo instante decidí hacer cualquier cosa que fuera necesaria para que él se diera cuenta de la clase de monstruo que era. Uno que no podía amar y que no quería ser amado. Haría lo que fuera para mantenerlo alejado de mí. No le iba a permitir desbaratar mi mundo ordenado ni poner mi realidad patas arriba.
-          Te daré un consejo, lobo – le espeté. – Aléjate de mí. Sal corriendo con el rabo entre las patas. No soy una buena elección.
-          No tengo ninguna elección. Tú eres mi compañera, lo quieras o no – replicó él, entrecerrando los ojos.
-          Pues entonces lamento informarte que te pasarás el resto de tu vida sufriendo por lo que nunca tendrás. Jamás estaremos juntos. Nunca.
Tras sentenciar cualquier futuro que podría haber existido entre nosotros, le hice un claro gesto hacia la puerta invitándolo a marcharse de mi apartamento y de mi vida.
Él continuó mirándome, como había hecho desde que llegó. Sus ojos brillaron y vi furia en ellos, pero también fuerza. No sería fácil que se diera por vencido y, por descontado, aquel primer asalto no iba a desanimarlo en su intento, no cuando se aferraba de ese modo a la idea de que yo fuera su “compañera”.
Finalmente, asintió con la cabeza con brusquedad y se dirigió a la puerta. Pero, antes de salir, se detuvo, dándome la espalda.
-          Una última pregunta. ¿Recuerdas aquella noche, verdad? La noche en la que nos conocimos.
-          Sí.
Me miró por encima del hombro, con una expresión seria.
-          Aquella noche, cuando estuvimos… juntos – se detuvo un momento -, ¿no sentiste nada especial conmigo? ¿Como si fuera diferente a tus otras… “presas”? – pronunció la palabra casi con asco.
No pude responder el automático “no” que tenía en la punta de la lengua.
Al decirlo él en voz alta, los recuerdos me invadieron de nuevo. Sentí la euforia de sus besos. Pero no era su emoción… era mía. Y no una leve traza, un mínimo fragmento de una emoción real, sino un sentimiento completo que hizo que me temblaran las rodillas.
Cuando me llevó al éxtasis, había experimentado por primera vez algo similar a la felicidad.
Ian me había hecho sentir como nunca antes. Completamente viva. Con las emociones a flor de piel, el corazón latiéndome a toda velocidad, la cabeza dando vueltas y los pensamientos inconexos. Entre sus brazos, me había perdido en el mar de mis propias emociones.
Pero él nunca debía saber el efecto que había provocado en mi cuerpo y en mi mente. Porque, de descubrirlo, creería tener razón sobre el extraño vínculo que había creado entre nosotros.
-          No – mentí con convicción. – Nada especial en absoluto.
Era una maestra de la mentira, un arte que había perfeccionado durante toda mi vida y al que apoyaba mi falta de emociones. Sin embargo, Myst había sido capaz de desarrollar la habilidad de detectar mis embutes, por lo que no me sorprendió la mirada de reojo que me echó, con una mezcla de sorpresa y confusión en su rostro.
Mantuve la vista fija en Ian para no dejarle ver que estaba engañándolo.
Para mi total sorpresa, él sonrió abiertamente.
-          ¿Sabes? Los lobos poseemos unos sentidos muchísimo más agudos que los de los humanos. – Empezó a caminar de nuevo hacia la puerta. – Y eso nos permite detectar enseguida las mentiras.
Sin añadir nada más, ni esperar una respuesta, cerró la puerta a su espalda. Oí sus pasos alejándose por el pasillo, mientras yo me quedaba boquiabierta en mi recibidor.
A pesar de que acaba de marcharse de mi casa, estaba segura de que Ian Howl tardaría mucho tiempo en irse de mi vida, quisiera yo o no… si es que llegaba a desaparecer algún día.




domingo, 19 de mayo de 2013

Ya sé que vuelves a aparecer solo para acabar de complicarlo todo. Pero creo que me gusta.


13/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst) 




De algún modo, después del cúmulo de emociones y actividad de la semana anterior, los últimos días habían vuelto a la rutina habitual de mi vida. Bueno, similar a la rutina habitual, supongo aunque no exactamente igual.
Jack seguía por ahí. Cerca de mí, pero lo suficientemente lejos como para que yo pudiera imaginar que no tendría que volver a verlo. Sabía que me estaba mintiendo a mí misma, por descontado. Los ojos de Jack, su expresión cuando desaparecí, me habían prometido en silencio un reencuentro. Tarde o temprano volveríamos a colisionar, tal y como habíamos hechos noches atrás. Pero la próxima vez no me cogería por sorpresa, estaría preparada y no me derrumbaría ante los recuerdos y los sentimientos pasados. Ante su voz, tan grave como siempre, que me producía escalofríos en la columna. Me daba igual que él hubiera creído estar salvándome al abandonarme.
Había más opciones. Si quería protegerme, podría haberme dicho la verdad, por ejemplo. Podríamos haber huido a otra ciudad, a otro país, a cualquier otra parte del mundo donde escondernos. Que Clark se viniera con nosotros. Los problemas siempre tienen más de una solución.
Él eligió dejarme atrás y seguir su camino en solitario por medio a perderme. Porque creía que acabaría muerta por su culpa. Podía entenderlo, de verdad que sí, porque probablemente yo hubiera hecho lo mismo por mi hermana pequeña o por Sam. Pero, aun así, seguía doliendo. Cuando pensaba en Jack, su recuerdo siempre venía acompañado del dolor de despertar aquella maldita mañana estando sola en la cama, con la reminiscencia de su olor en el aire y la casa vacía. Las horas esperándolo, sentada en la mesa de la cocina, con el desayuno preparado para darle una sorpresa enfriándose a cada minuto. Las llamadas a su móvil, una y otra vez, sin recibir respuesta. Descubrir el armario completamente vacío. Saber que se había llevado sus cosas, que me había abandonado para siempre durante la noche, como un ladrón furtivo. Y sin ni siquiera saber por qué.
Jack había sido la primera persona en la que realmente había confiado en toda mi vida. Siempre había tenido miedo. Desde que mi padre nos abandonara a mi madre, a mi hermana y a mí, había tenido pánico a que todas las personas importantes para mí siguieran su estela. Por eso, me había negado a depender de nadie, creyendo que así evitaría que me hicieran tantísimo daño de nuevo.
Pero Jack llegó a mi vida de golpe una mañana y se empeñó en colarse entre las grietas de mi corazón. Lo intentó de forma persistente día tras día hasta que acabé, sin más remedio, confiando en él por completo. Amándolo de forma incondicional. Nunca había estado tan segura de nada como de que él y yo estaríamos juntos para siempre, que él me cuidaría, que nunca me abandonaría como había hecho mi padre.
Pero lo hizo. Sin importar sus razones, lo hizo.
Y, poco después, me arrebataron a mi hermana. Todo el mundo me dejaba atrás, sola. Por eso, desde que conocí a Sam, quise ser como ella, que nada ni nadie me calara, que nada atravesara mi escudo. Así nunca sufriría de nuevo. Sin esperanzas, sin sueños, sin amor; esa era la única forma de que mi fatal destino no se repitiera una y otra vez.
Pero ahora, una vez más, volvía a caer en mi propia trampa.
No solo me había permitido encariñarme con Sam, llegando a considerarla mi hermana, aunque no compartiéramos la sangre. Por si fuera poco, estaba el maldito detective William Woods, que, centímetro a centímetro, estaba destruyendo el grueso muro que había construido para aislarme del mundo. Y maldito fuera por ello.
En los últimos días, desde nuestro desayuno en la cafetería lleno de secretos susurrados, había vuelto a la táctica de evitar todo contacto con él. Pero me odiaba por ello, porque solo estaba escondiéndome, huyendo, y eso es lo que me prometí que nunca más haría cuando entré a formar parte de Tánatos. Me juré a mí misma que Annalysse moriría aquel mismo día, la chica asustada, insegura y tímida, la que se ocultaba por miedo a todo cuanto la rodeaba. Cuando nació Myst en su lugar, quise que fuera lo que yo nunca había sido. Fuerte, valiente, letal. Annalysse era la que evitaba a un hombre porque temía lo que pudiera pasar, no Myst.
Myst se enfrentaba a las cosas cara a cara.
Pero ahora… ahora ya ni siquiera sabía cuál de las dos era. Quizá una mezcla. Quizá ninguna.
Rememoré una vez más mi última charla con William. A pesar de sus intentos, no lo había llamado por su nombre, porque sabía que eso crearía entre nosotros una intimidad que prefería evitar. No quería que intimáramos más. No quería que me volviera a mirar como lo había hecho en el parque, como si pudiera mirar directamente en el interior de mi alma y me comprendiera. Odiaba la química entre nuestros cuerpos, el magnetismo que explotaba cada vez que nos acercábamos más de la cuenta. Porque lo odiaba, ¿verdad? Eso tenía que ser lo que sentía y no ninguna otra estupidez. Nada de sentimientos bonitos, o mariposas en el estómago.
Recuerda lo que pasó la última vez que sentiste algo parecido. Recuérdalo.
Sam y yo habíamos hecho la promesa por una razón. Nada de hombres en nuestras vidas, solo traían complicaciones y dolores de cabeza. Solo destrozaban los corazones y hacían daño. Mejor no tenerlos cerca. Eso habíamos decidido.
Precisamente por eso, estando con el detective, me había mostrado tan fría y distinta. Había usado todos los trucos que Sam me había enseñado para tratar con los hombres sin involucrarte realmente, sin dejar que tu parte emocional interfiriera. Las miradas coquetas, las medias sonrisas, los comentarios con doble sentido.
Pero, aun así, no creía que nada de eso hubiera servido, porque, cada vez que él me sonreía o se sonrojaba, me hundía un poco más. Cuando la camarera le había guiñado el ojo y él se había ruborizado y apartado la mirada, no pude contener la sonrisa de ternura que se extendió por el rostro. Era tan… normal. Tan humano. Sin juegos, sin caras falsas, sin medias verdades o directamente mentiras. Solo era William, tratando de averiguar la verdad, persiguiendo sus objetivos con demasiada persistencia.
Quizá por eso me gustaba. A diferencia de todos los demás, del resto del mundo, que solo fingía todo el tiempo, jugando a quién daña a quién primero, él era tal cual se mostraba y no parecía tener miedo de hacerlo, mientras que a mí me aterraba que alguien pudiera ver la vulnerabilidad que escondía tras mi apariencia indiferente y mortal.
En ese instante sonó el timbre de la puerta. Abrí los ojos y me quedé contemplando el techo de mi habitación como si allí estuviera grabada alguna de las respuestas a preguntas que ni siquiera sabía formular sin retroceder de mí misma.
Estaba tumbada en la cama una vez más, escondida del mundo. Incluso me estaba escondiendo de Sam, porque no le había mencionado nada de lo ocurrido con William. En realidad, desde la noche de su secuestro, apenas habíamos hablado, al menos de Jack o el detective. Habíamos repasado los sucesos anteriores, pensando quiénes podían ser los hombres que se la llevaron o qué querían, sin obtener ninguna respuesta. Habíamos intentando extraer información de distintas fuentes, pero, al parecer, nadie sabía nada, lo cual me parecía una enorme mentira. Por otro lado, tenía el presentimiento de que Sam me estaba ocultando una parte de la historia, que tenía una gran relevancia en el esquema global, pero, puesto que no quería que ella me sonsacara a mí mis secretos, prefería no presionarla para hablar de los suyos.
Necesitaba más tiempo.
El timbre volvió a sonar con insistencia. Dejé de vagar con la mente y me centré en el momento, sentándome en la cama.
-          ¿Puedes abrir tú? – gritó Sam. Su voz sonaba amortiguada por las paredes y por el ruido de agua cayendo. – Me estoy duchando.
Con un suspiro malhumorado, me puse en pie y arrastré los pies por todo el pasillo hasta detenerme tras la puerta cerrada. El timbre sonó una vez más, insistente.
Antes de abrir, miré por la mirilla. Al otro lado descubrí a un chico bastante más alto de lo normal, con el pelo corto castaño oscuro cayéndole de forma desordenada alrededor de la cara y unos ojos azules muy bonitos. No eran el mismo azul oscuro que el mío, al que le faltaban un par de tonos para ser más bien negro, sino añil. Indudablemente atractivo y completamente desconocido.
Me puse en guardia rápidamente. Tensé el cuerpo, cuadré los hombros y materialicé sobre la mano el cuchillo que solía llevar escondido en alguna parte de mi cuerpo.
Luego, muy lentamente, abrí la puerta.
-          ¿Sí? – pregunté de forma cortante.
El chico se quedó totalmente quieto durante unos largos segundos, mirando de una forma tan fija que me empecé a sentir incómoda ante su escrutinio. No dijo ni una sola palabra. Parecía estar sopesándome. Justo cuando mi paciencia estaba a punto de alcanzar su límite, finalmente cambió de expresión. Obviamente, estaba decepcionado, aunque no podía imaginar la razón.
-          Tú no eres ella – musitó con voz apenada. Me contempló un par de segundos más y luego sacudió la cabeza.
-          ¿Perdón?
-          ¿Me he equivocado? – murmuró para sí. Dio la vuelta sobre sí mismo, elevó la barbilla y cerró los ojos. Y, entonces, olfateó el aire, tal y como haría un perro rastreando una presa por su olor.
Abrí los ojos como platos ante tan inesperada acción. Retrocedí un poco, lista para cerrar la puerta si aquel chiflado seguía haciendo cosas tan extrañas.
-          No – proclamó de pronto. Volvió a girarse hacía mí, con expresión decidida. – Estoy seguro. Está aquí.
-          ¿Se puede saber de qué estás hablando? – espeté, confusa.
 Ese fue el momento que Sam eligió para salir de la ducha, vistiendo una camiseta larga masculina que debía de haber robado a alguna de sus presas y que le llegaba a las rodillas, y sin llevar pantalones debajo. Se estaba secando el pelo húmedo con una toalla. Se acercó a mí por detrás con una expresión curiosa, manteniéndose fuera de la vista del extraño en todo momento.
-          ¿Va todo bien? – me preguntó al llegar a mi lado. Y, entonces, dando un pequeño paso, se sitúo de tal modo que ella pudiera ver al desconocido misterioso de la puerta y él a ella.
Cuando vi la expresión del chico al ver aparecer a Sam, lo entendí todo.
Su rostro se llenó de una alegría profunda y completo éxtasis, como si estuviera viendo la cosa más maravillosa e increíble del mundo. Su sonrisa iluminó el pasillo.
-          Eres tú – musitó, la emoción reflejada en su voz. – Al fin te he encontrado.
Dio un paso hacia adelante y Sam y yo retrocedimos el mismo espacio, manteniendo la distancia con el tipo loco que había aparecido de repente ante nuestra puerta.
-          ¿Perdona? – preguntó Sam, tan confusa como yo. - ¿Nos conocemos?
-          Por supuesto que nos conocemos. – Esta vez, su tono mostraba fiereza y seguridad, mientras que en su rostro había claras marcas de que su pregunta lo había herido.
Mi compañera de piso y yo compartimos una mirada desconcertada. Ella se encogió de hombros, sin saber qué más decir, pero antes de que yo pudiera salvar la situación (sin saber de qué manera iba a hacerlo), él intervino de nuevo.
-          Nos conocimos hace doce días – aseveró él. Miraba a Sam fijamente, como si todo lo que importara en el mundo fuera ella. Nunca había visto tal ferocidad en una mirada. Por un segundo, pensé que iba a agarrarla y a… ¿besarla? ¿golpearla? No estaba del todo segura de sus intenciones.
-          ¿Doce días? No recuerdo… - susurró Sam, tratando de hacer memoria.
-          En la discoteca – continuó él.
Lentamente, las dos caíamos en la cuenta al mismo tiempo. Volvimos a compartir una mirada, esta vez de compresión.
-          En la… - musité yo.
-          Discoteca – completó Sam.
Durante apenas un instante, las dos nos quedamos en un silencio atónito, contemplando a nuestro ahora ya no tan desconocido visitante. Lo cierto es que, sabiendo quién era, sí podía situar su cara, entre la enorme muchedumbre que bailaba en la discoteca. Y podía recordar con toda claridad a Sam caminando en dirección a él, muerta de hambre, lista para cenar. Al parecer, él también lo recordaba.
De pronto, me giré hacia Sam, disgustada y enfurecida.
-          ¡Maldita sea, Sam! ¡No le borraste la memoria!
Ella me miró a su vez. Su rostro inexpresivo varió ligeramente, con ciertos matices de confusión y frustración.
-          ¡Claro que lo hice! – replicó de inmediato.
-          ¿Ah, sí? – señalé a su presa, que seguía delante de nuestra puerta. – Pues entonces explícame esto.
-          ¡No puedo explicártelo porque no tengo ni idea de qué está pasando!
-          Pues… - comenzó el chico.
-          ¡Se te olvidó limpiarlo cuando acabaste con él! – insistí, interrumpiéndolo e ignorando sus palabras por completo. Sabía que Sam no daría su brazo a torcer, pero yo tampoco tenía ganas de hacerlo. No siempre podía ir detrás de ella, sacándola de todos los líos en los que acaba metida debido a su falta de conciencia moral. Por una vez, necesitaba gritarle y echarle la culpa, y sacar todos aquellos sentimientos podridos de rabia hacía mí misma que se almacenaban dentro de mi pecho.
Sam no se alteró. Entrecerró los ojos ligeramente y se cruzó de brazos, en una actitud defensiva.
-          Le. Borré. La. Puñetera. Memoria. – Recalcó cada palabra por separado, como si cada una de ellas fuera un balazo certero. – Lo recuerdo a la perfección, créeme. Cuando salió del local, estaba limpio.
-          Pues ahora te recuerda. Y si te recuerda a ti…
-          También recuerda lo que puedo hacer – terminó ella por mí.
Las dos nos giramos al mismo tiempo hacia el chico. Él se limitaba a estar allí de pie, mirándonos alternativamente la una a la otra, sin intervenir de nuevo, como si estuviera contemplando un partido de tenis. Al darse cuenta de nuestras expresiones serias y amenazadoras, retrocedió un paso, pero antes de que pudiera escapar, Sam lo agarró de un brazo y yo del otro y lo empujamos al interior del apartamento.
Justo en ese momento, la cabeza llena de rulos de la vecina de enfrente apareció en el hueco de la puerta entreabierta, antes de que pudiéramos cerrar la nuestra. Nos miró a ambas, enarcando la ceja, con una mezcla de curiosidad y molestia por el ruido, y en un claro intento de fisgonear. Como si de una respuesta automática se tratara, tanto Sam y yo esbozamos sendas sonrisas de cortesía, tan falsas que podrían ser de plástico.
-          ¿Todo bien, chicas? – preguntó la vecina, su voz rebosante de las ganas de un buen cotilleo.
-          Estupendamente – canturreó Sam.
-          No podría ir mejor – reforcé yo.
Nos metimos dentro del apartamento sin dar pie a más preguntas y cerramos la puerta de golpe. Nada más hacerlo, las sonrisas se esfumaron de nuestros rostros. En ellas había habido tanta mentira como en nuestras palabras. Porque, si una de las presas de Sam la recordaba, teníamos problemas, y gordos.
Nos volvimos hacia el chico, que seguía plantado en medio del recibidor. Al ver nuestras expresiones, retrocedió un paso, asustado.
En ese momento, volvíamos a ser las letales asesinas de siempre.