13/Noviembre
Samantha Petes (Nox)
Aporreé la puerta descargando a golpes la confusión
que vibraba dentro de mí y que me hacía sentirme en medio de un huracán. Sentía
que en cualquier momento la fuerza del viento me iba a levantar de golpe del
suelo y a lanzarme contra los árboles, los edificios, los coches, salvo que no
era viento lo que se agitaba dentro de mí, sino emociones a las que ni siquiera
sabía denominar porque llevaba tanto tiempo sin sentirlas que no recordaba cuál
era cuál.
Tras salir de mi apartamento, estaba hirviendo de
furia. Myst no había dejado de hacerme preguntas cuya respuesta no conocía y,
joder, con cada interrogación que se quedaba flotando en el aire entre
nosotras, sin una contestación adecuada, me sentía más desconcertada…
intranquila. Hasta ese momento, durante toda mi vida, había sabido a la
perfección qué quería y no había dudado en cogerlo, pero ahora, sentía… ¿miedo,
quizá? Aquel maldito lobo había entrado en mi vida de golpe y había puesto boca
arriba las cosas que yo había establecido tanto tiempo atrás, cuando mi corazón
se convirtió en piedra y dejé de sentir las inquietudes cotidianas de los
humanos, cuando perdí la capacidad de llorar o incluso de entristecerme, cuando
no fui capaz de consolar porque no sabía fingir una empatía que no sentía.
Y estaba bien. Había sobrevivido en situaciones de
mierda, había salido adelante con una madre a la que no le importaba mucho si
me moría primero de hambre o frío, en una ciudad donde los hombres trataban de
bajarme las bragas antes incluso de saber mi nombre, en un mundo donde la ley
básica es la del más fuerte. Había conseguido ser la más fuerte, simplemente
porque tenía menos debilidades. No sentía amor ni odio, porque esos
sentimientos son los que siempre nublan el juicio y los que hacen que acabes
cagándola y muriendo, en consecuencia.
Era una buena asesina porque jamás había sentido
remordimientos al quitar una vida. Era una buena mentirosa porque no me
importaba engañar a los demás.
Por eso, no quería cambiar, no quería que me
cambiaran. Había soportado la intromisión de Myst en mi vida porque ella era lo
más parecido a mí que había encontrado, una chica que preferiría vivir tras un
muro de hielo para evitar que le hicieran daño de nuevo. Incluso sentía cariño
por ella, del mismo que lo haría si hubiéramos sido hermanas de sangre en lugar
de hermanas de guerra.
Pero no pensaba permitir que el licántropo se me
metiera bajo la piel. Sabía demasiado bien, por la experiencia de Myst, por
todos los corazones rotos que había visto a lo largo de los últimos años, que
si le dejaba descongelarme por dentro y convertirme en humana, acabaría
directamente sin pulso. Así que iba a desdeñar todos los putos sentimientos que
resurgieran dentro de mí, por mucho que me costara. El amor era la mayor
debilidad, la que te hacía cometer las peores estupideces, hasta anteponer la
vida del otro a la tuya.
Había pasado por demasiada mierda para “suicidarme”
por amor.
Seguir a Ian fue fácil. Tras haberme acostado con
él, parte de su energía seguía dentro de mí, aunque lo cierto era que se
extinguía rápidamente de mi organismo y, cuando desapareciera por completo, me
convertiría en el súcubo inhumano dispuesto a cualquier atrocidad por
alimentarse. Ya estaba empezando a morirme de hambre, después de tanto tiempo
sin comer nada. Había sobrepasado el límite de tiempo dos días atrás, pero
había preferido quedarme en casa lidiando con Myst, que estaba en crisis tras
el encuentro con Jack, que salir a buscar alguna presa. Porque, lo cierto, era
que odiaba cazar. Detestaba con todas mis fuerzas el hecho de salir por la
noche, vestida y maquillada para atraer la atención, simplemente para acabar
follando con un hombre que ni siquiera me recordaría por la mañana.
Odiaba ese intercambio vacío, odiaba robarles la
vida a los demás para sobrevivir, como una garrapata, porque eso me hacía
sentir igual que Hayden, mi madre. Cuando besaba a una de mis víctimas y les
sustraía poco a poco la energía, me veía a mí misma como un retrato de ella y
me aborrecía por ello.
Ella me había transmitido la condena de ser un
súcubo, pero me negaba a ser igual que la mujer que me trajo al mundo. Evitaba
pintarme los labios de rojo puta porque ese era su color favorito cada vez que
salía de caza. Jamás volvía a ver a mis presas después de alimentarme de ellas
porque mi madre solía tratarlas como a sus títeres, aprovechándose de ellas no
solo para comer, sino utilizando su dinero como si fuera suyo por derecho tan
solo por haberlos hechizado con sus ojos de súcubo.
Y, sobre todo, odiaba el tabaco. Me repugnaba su
olor y la sola visión del humo gris ceniza elevándose hacía el cielo desde la
punta encendida de un cigarro me enfermaba, porque ella se pasaba todas las
putas horas del día con uno entre los labios, desparramando las cenizas por
todas partes sin preocuparse nunca de la mierda que dejaba tras ella. Qué
importaba el daño que hiciera a los demás mientras pudiera disponer de todos
sus caprichos. Qué más daba que su hija tuviera que vivir de la caridad de las
vecinas para poder comer, cuando sus hombres le compraban a ella ropa nueva y
cara a diario. Porqué se iba a preocupar de pagar el agua y la luz cuando nunca
estaba en casa.
Además, otra razón para evitar alimentarme erala
incertidumbre de si podría mantener el control o acabaría matando a mi víctima
en un acto de desesperación por culpa del hambre. Curiosamente, a pesar de que
no me importaba matar a alguien cuando me pagaban por hacerlo, me destrozaba
asesinar a una de mis presas, porque esa era otra de las cosas que Hayden hacía
a menudo. Luego, se deshacía de las víctimas como si fuera solo el envoltorio
vacío de la comida que había comprado, algo inútil, algo que no valía la pena.
Eso era lo que hacía que, a pesar de tener más y
más hambre a cada segundo que pasaba, retrasara al máximo el momento de
aferrarme a cualquier hombre y succionarlo poco a poco.
Así que en lugar de eso, decidí quemar los restos
de cualquier relación que pudiera haber entre el licántropo y yo, para
desterrarlo por completo de mi mundo. Seguí el rastro de su energía mediante la
escasa parte de ella que aún permanecía dentro de mí hasta acabar delante de un
edificio de apartamentos cutre y viejo que se encontraba a veinte minutos a pie
de nuestra casa, en la peor zona del barrio. Estaba pintado de un desvaído
color marrón y había grietas por todas partes, con ese aspecto que tienen las
cosas que llevan demasiado tiempo en pie y ya no puede seguir sosteniéndose por
sí mismas.
Por descontado, dentro no había ningún portero que
me impidiera pasar, aunque no hubiera supuesto un verdadero obstáculo de haber
existido (siempre y cuando no fuera una mujer, claro). Fui tras la huella del
lobo hasta la tercera planta y me quedé durante un segundo parada delante de la
puerta detrás de la cual estaba segura de que estaba él y en la cual había una
D torcida.
Antes de tocar en la puerta, me relajé y me
recompuse. Guardé todos los sentimientos que burbujeaban dentro de mí (rabia,
miedo, inquietud, hambre… y, a pesar de que odiaba reconocerlo, nervios e
impaciencia por volver a verlo, en una cantidad mínima) para concentrarme en
ser la persona fría que siempre había sido, ocultando ante el mundo el hecho de
que, poco a poco, por dentro me estaba agrietando para dar lugar a una persona
consumida por sus emociones.
Luego, aporreé la puerta y esperé.
Él tardó exactamente seis segundos al abrir. Los
conté lentamente para que mis pensamientos no se dispersaran y volvieran al
cauce que intentaba evitar, pues eso me pondría más nerviosa e inquieta de lo
que ya estaba.
Estaba tan jodidamente atractivo como un par de
horas antes, cuando había estado en nuestro apartamento. Lucía una sonrisilla
de autosuficiencia que hizo resurgir la rabia en mi interior y me contuve para
no darme la vuelta y largarme de allí montando una escena y siendo ridícula.
Sus ojos azules me repasaron de arriba abajo y luego brillaron con ferocidad,
la bestia que se escondía dentro de él contento de volver a verme.
La mía también se alegraba de verlo a él, un
banquete para un súcubo hambriento como yo.
-
Vaya, no esperaba volver a verte tan pronto.
¿Impaciente? – saludó él con socarronería.
-
¿Puedo pasar? – mantuve el tono neutral y los
ojos gélidos para no alentar la maldita sonrisa que elevaba sus comisuras.
-
Adelante – se apartó del umbral, invitándome
claramente a entrar en su apartamento. Eso despertó mi curiosidad. ¿Cómo sería
el sitio donde vivía? ¿Revelaría algo sobre él?
Entré sin reflejar ninguno de esos pensamientos en
mi rostro.
No había recibidor. Tras atravesar la puerta,
estaba directamente en el salón. Era pequeño, como era de esperar por la
apariencia externa del edificio. Un par de sillones, un televisor de pocas
pulgadas, una mesita diminuta. Las paredes estaban pintadas de color púrpura y
había desconchones en algunas esquinas. En el armario del fondo se llenaban de
polvo cuatro o cinco libros, junto a los cuales un reloj marcaba las horas con
un sonoro tic-tac que pondría a cualquiera de los nervios al cabo de pocas
horas. Un único cuadro de una noche de luna llena decoraba la pared. Repartidas
por la habitación había algunas fotos. En todas ellas aparecía un hombre joven,
de unos veinticinco o veintiséis, con una enorme sonrisa. En algunas estaba
acompañado de una chica ligeramente más joven, de pelo casi negro y ojos
azules.
-
¿Tu novio? – pregunté, señalando con una cabeza
uno de los retratos del hombre. No me pasó desapercibido el que no hubiera ni
una foto de Ian en la habitación.
Él me miró con ambas cejas enarcadas, estupefacto
ante mi suposición, antes de echarme a reír. Sus carcajadas me hicieron poner
los ojos en blanco.
-
No, por supuesto que no – respondió al fin. – Es
el dueño de la casa – explicó.
-
¿No vives aquí?
-
Ahora sí – se encogió de hombros. – Luke me ha
permitido mudarme a sus dominios mientras él estaba de… vacaciones – dudó un
momento antes de decir la palabra, pero no me detuve a cuestionármelo.
-
¿Y por qué vives en la casa de Luke? – insistí,
girándome para mirar a Ian a los ojos.
-
Haces muchas preguntas, ¿no crees? – ladeó la
cabeza y clavó sus ojos en los míos, de una forma que gritaba a los cuatro
vientos que quería hacerme suya para siempre. No pude contener un escalofrío y
tuve que apartar la mirada antes de que me produjera una combustión espontánea.
Me miraba con intensidad suficiente para derretirme los huesos. Me dediqué a
pasear la vista por la habitación.
Conseguí recuperarme tras un momento y volví al
asalto que manteníamos, diciendo más con nuestros ojos que con nuestras bocas.
La lucha no era tanto verbal como mental, porque los dos tratábamos de ser más
fuertes, de ganar al otro y obligarlo a aceptar las condiciones que queríamos
imponer y que el otro se negaba a aceptar. Y no pensaba ser yo la que perdiera.
-
¿No vas a responder, entonces? – lo provoqué,
con tono burlón.
-
Vivo aquí – sonrió – porque hay algo que me
interesa muchísimo en esta ciudad y
no quería irme sin encontrarlo. – Mis ojos buscaron de nuevo los suyos, como si
estuviéramos imantados. Eran feroces y salvajes, llenos de promesas animales.
-
Así que, ¿no eres de la ciudad? – continué
interrogando.
Él negó con la cabeza y su expresión se tornó
nostálgica.
-
Soy de una ciudad del norte. Vine aquí para
visitar a Luke y, después de encontrarme contigo, ya no podía volver. No sin
ti. – Lo dijo como si fuera una sentencia, algo tan natural como respirar. No sin ti. Era un hecho tan obvio que ni
siquiera se lo cuestionaba, mientras que para mí era una especie de condena a
muerte.
-
Deberías volver a tu ciudad. Aquí solo pierdes
el tiempo – no desvié la mirada al decirlo, para que él viera en mis ojos la
sinceridad que había en ellos, aunque, en el fondo de mí, realmente me
preguntaba si estaba mintiendo o no.
-
No sin ti – repitió él, con fiereza.
Zarandeé la cabeza, en un gesto que denotaba que
pensaba que él era idiota. Ian se sentó en uno de los sillones y sonrió,
dejando atrás el momento incómodo que había surgido entre nosotros.
-
¿Ahora puedo interrogarte yo a ti?
-
¿Por qué ibas a hacer eso? – repuse con
mordacidad.
-
Quiero saber cosas de ti.
-
Pues lo siento, pero no. – Me senté en el sillón
que estaba frente al suyo, apoyando los brazos en mis rodillas. – Nunca dije
que esto fuera un compromiso de doble sentido.
-
Bueno, sería lo justo, ¿no crees?
-
Seguro que ya sabes que el mundo no es justo –
repliqué con frialdad, entrecerrando los ojos.
-
Oh, sí, claro – se recostó contra el respaldo. -
Tú prefieres, ¿qué? ¿La venganza a la justicia?
-
No tanto. – Me encogí de hombros. – Más bien, es
el plato preferido de Myst.
-
¿Myst? ¿Te refieres a tu amiga, la del
apartamento? – se interesó.
No contesté de inmediato. Podía ver su juego, me
estaba sonsacando de forma indirecta, haciendo preguntas enrevesadas o soltando
afirmaciones solo para ver si yo lo negaba o confirmaba. No iba a seguir el
camino que él había trazado, por supuesto. Yo solo jugaba bajo mis reglas, no
las de nadie más. Aunque presentía que aquello iba a ser otro tira y afloja
entre él y yo.
-
La misma. Pero no he venido a hablar de ella,
por supuesto.
-
¿Ah, no? ¿De qué has venido a hablar, pues? –
mantuvo la voz calmada, pero pude percibir que bajo esa aparente tranquilidad
vibraba la expectación.
-
De ti – me puse seria por completo y fruncí los
labios. – Escucha, Ian, sé que crees que estamos unidos por algún lazo místico
propio de los licántropos, pero te
aseguro que entre nosotros no hay nada más que lujuria. Sí, pasamos una
noche divertida y tuvimos un sexo increíble – él sonrió ante el recuerdo, lo
que me hizo acalorarme. Seguí sin detenerme para evitar hacer alguna locura de
que la Myst me haría arrepentirme más tarde. – Pero no significó nada. Eso es
lo que hago. Seduzco a los hombres y me alimento de ellos y ellos enloquecen
por mí solo por este envoltorio atractivo. Así que créeme, en realidad, no soy
la compañera que el destino ha elegido para ti.
Tras soltar el discurso por el que había ido a su
apartamento, respiré hondo y lo escruté en silencio, observando su reacción. No
se había inmutado en absoluto. Cuando vio que había terminado de hablar, las
comisuras de sus labios volvieron a formar una pequeña sonrisa.
-
¿Has terminado?
-
Sí, ya he dicho lo esencial – afirmé.
-
Bien, ahora escúchame tú a mí. Y escúchame bien,
Sam – su voz se hizo más profunda, más segura y parte del lobo se manifestó en
sus iris más dilatados de lo usual. – Todo licántropo es capaz de reconocer a
su pareja, sea quien sea, esté donde esté. Cuando llegué a esta ciudad, sentí
la necesidad de salir a la calle y acabé entrando en aquella jodida discoteca
solo porque tú estabas allí. Te olí a kilómetros de distancia, te percibí con
la misma fuerza que a una tormenta. Sabía que eras tú antes incluso de ver lo
que tú llamas “el envoltorio atractivo”. Si hubieras tenido tres ojos y una
pierna menos, me hubiera dado igual, porque tu físico me importa una mierda. El
lobo sabe que eres su compañera, tú y solo tú, así que sin importar lo que
digas o hagas, te protegeré y cuidaré de ti hasta que me muera. Así que deja de
perder el tiempo, porque no lograrás que cambies de opinión.
Pestañeé lentamente, sin saber qué responder ante
esa promesa. A partir de ese momento, tuve claro que Ian había entrado en mi
vida a largo plazo, dispuesto a instalarse y no largarse nunca más, y que la
única forma de librarme de él sería matarlo. Y que, si yo decidía matarlo, él
no haría nada para defenderse, probablemente, porque antepondría mi seguridad a
la suya propia. ¿Eso era amor? ¿Ese sacrificio personal, el anteponer al otro,
sin condiciones ni expectivas? Solo hacerlo porque se quiere lo mejor para la
otra persona.
Solo una persona me había querido de ese modo,
hacía muchísimos años, tantos que apenas podía recordarlo. Mi padre me había
abandonado incluso desde antes de que naciera y a mi madre nunca le había
importado lo suficiente, ni siquiera para darme un nombre antes de parirme.
Estaba bastante segura de que me hubiera abandonado en el hospital si no
hubiera sido por mi abuela, Helen. Ella había luchado con mi madre y había
conseguido convencerla para que le dejara criarme. Fue la única persona que se
preocupó por mí durante mi infancia, la que me enseñó a leer, la que me leía
cuentos antes de dormir y me arropaba todas las noches. Helen era la única
persona que me había querido de ese modo infinito e incondicional, como si
fuera mi propia madre y abuela al mismo tiempo, pero había muerto cuando yo
solo tenía seis años, muchos antes de que fuera capaz de apreciar esos
detalles. Y ahora ya era demasiado tarde para reparar el daño que mi madre
había causado.
¿Sería posible que Ian también me fuera a querer de
ese modo? Pero, ¿y si él también moría antes de que pudiera darme cuenta? O,
peor aún, ¿y si yo me daba cuenta y él moría después, destrozándome por
completo? La muerte de Helen, debido a lo cual tuve que empezar a quedarme con
mi madre, era lo que había provocado que me convirtiera en el monstruo sin
sentimientos. Si volvía a sufrir lo mismo, ¿sería realmente capaz de mantenerme
mínimamente cuerda?
Observé a Ian, imaginando un futuro en el que yo,
siendo una persona normal, pudiera estar con él como una pareja normal. Pero
solo fui capaz de ver la desolación y el dolor que conllevaba una vida normal.
-
¿Y qué propones? – pregunté, verdaderamente
curiosa.
-
¿Que qué propongo? – replicó, desconcertado. –
Que seamos una pareja, supongo. Ya sabes, cuidar el uno del otro, sexo, vivir
juntos. Protegerte.
Fruncí los labios y negué con la cabeza.
-
No creo que eso sea realmente posible.
-
¿Por qué dices eso? – entrecerró los ojos y
apretó la mandíbula, molesto.
-
Porque soy un súcubo. Para mí, los hombres no
son personas, son comida. Y no mantienes una relación amorosa con la comida –
me encogí de homrbos tras mi razonamiento irrefutable.
Ahora, Ian parecía aún más desconcertado y molesto
que antes.
-
Yo no soy una de tus víctimas de una noche, Sam.
-
Sí, claro. ¿Por qué? ¿Simplemente porque tú
sientes un vínculo extraño entre nosotros? Yo no siento nada de eso. Para mí,
eres solo una comida más.
Ian me miró impertérrito durante un tiempo que se
alargó y se hizo interminable, con el semblante vacío de una forma que me
resultó más antinatural que toda su rabia anterior. Cerró los ojos con una
mueca de cansancio y dolor que me encogió el corazón ligeramente y sentí una
punzada dentro de mí de un sentimiento que no supe identificar del todo. Quizá
pena. O desesperación. O pánico.
Mientras el silencio caía sobre nosotros como una
pesada carga, estuve segura de que las siguientes palabras que diría serían un
adiós definitivo. Que, por fin, entendería que no teníamos futuro y se
largaría, como habían hecho todos los demás en mi vida antes que él.
-
¿Qué puedo hacer para que te des cuenta de que
digo la verdad?
-
No lo sé – fruncí la nariz. - ¿Sabes? Soy un
caso perdido. Lo cierto es que no soy del tipo de chicas que se enamoran, Ian.
No puedes ser feliz conmigo – intenté convencerlo una vez más, aunque cada lo
hacía con menos ganas. ¿Quería realmente que se fuera? ¿Por qué ya no estaba
segura de nada? ¿Por qué cuando estaba con él sentía todos esos sentimientos
fuera de control rebotando dentro de mí sin orden ni concierto?
Él me miró con una sonrisa sin alegría y cierto
aire de superioridad, del modo que se mira a un niño que no comprende, como si él
supiera algo que yo no pudiera entender. Dejó caer los hombros y suspiró.
Luego, lentamente, levantó la mirada, que había bajado a sus pies, y fue
subiendo por mi cuerpo hasta llegar a mis ojos y allí se quedó.
Había tanta intimidad en aquella mirada que la
sentí como una caricia. Casi pude sentir físicamente su tacto en mi piel, sus
manos sobre mí como la noche de la discoteca. El hambre volvió con fuerza
inusitada, pero quedó relegada en un segundo plano, porque, en ese momento,
estábamos Ian y yo, ambos perdidos en los ojos del otro. Me sentí eufórica y
angustiada al mismo tiempo. Parecía que estuviera viendo la cosa más hermosa
del mundo y verla me entristecía, porque sabía que estaba luchando por
perderla.
Joder, no quería perderla. Pero tampoco quería que
me acabara matando.
En ese instante, mientras nuestras miradas se
cruzaron, sentí unos terribles deseos de llorar por el caos de mi mente, por la
vida que pasaba como un tren de alta velocidad dirigiéndose hacia un muro y sin
desviar el rumbo, directos al desastre. Después de quince años, volví a sentir
el nudo en el pecho y el escozor en los ojos que había olvidado desde la noche
que pasé llorando la muerte de mi abuela. Pero esta vez, me tragué las lágrimas
y me obligué a permanecer impasible.
-
Sam – pronunció mi nombre como una oración, como
una tabla de salvación a la que aferrarse en la oscuridad. - ¿Aun no te has
dado cuenta de que lo que me haría verdaderamente infeliz es no poder estar
contigo? – Hizo una leve pausa y ladeó la cabeza un poco. – Nunca te has
permitido sentir nada por nadie. Te has obligado a ser más fuerte que todos los
demás, que el mundo entero, y, para ello, has extirpado la parte sensible de ti
misma. Pero yo lucharé por ti. No por meterme entre tus piernas, como todos los
hombres que has conocido. Yo lucharé por ti.
Extendió la mano y agarró la mía, apretándola
fuerte entre sus palmas.
-
Si la única forma que tengo de estar contigo es
siendo tu comida, que así sea. Quiero estar contigo de la forma que sea.
-
¿Te valdrá eso? ¿Follar mientras me alimento de
ti? Sin sentimientos ni mariposas en el estómago – espeté con crudeza, aunque
en el fondo sentía una terrible angustia, una réplica exacta de la que veía en
su semblante.
-
Sí. Cualquier cosa será mejor que nada.
-
Pues ese es el trato. Sexo sin sentimientos,
solo como medio de alimentación.
Él asintió con la cabeza y entonces me dedicó una
sonrisa deslumbrante a la que no encontré sentido alguno.
-
De momento.
-
Nunca habrá nada más entre nosotros – aseveré.
-
Está bien. Pero, si algún día quieres más, sabes
que yo estaré más que dispuesto. Y siempre cuidaré de ti, tengamos la relación
que tengamos – mientras me hacía esta promesa, agarró con fuerza la mano que
aún sostenía y deposité un beso suave en mis nudillos que me puso el vello de
punta. Tuve que contener un gemido. Maldita sea, me estaba muriendo de hambre.
Un segundo. Ahora, si Ian y yo estábamos en una
especie de relación de sexo, ¿significa eso que me tenía que alimentar siempre
de él? Es decir, ¿no más cazas nocturnas? La alegría que sentí por eso se
disipó de inmediato al darme cuenta de que no tardaría mucho en matarlo. Cada
vez que me alimentaba de él, succionaba una parte importante de su energía
vital. Si él pretendía que me alimentara a menudo, acabaría agotándolo por
completo y moriría.
Mi expresión se tornó horrorizada. Oh, dios, no. No
quería matarlo.
-
¡No!
-
¿Qué? – exclamó él, sorprendido por el cambio
repentino.
-
Si solo me alimento de ti, te mataré. Consumiré
todas tus fuerzas. No puedo hacer eso. Buscaré otras fuentes de alimento.
-
No – replicó él de inmediato. Su rostro se
contrajo de furia y otra emoción desconocida. Un segundo después reconocí los
celos. – Ningún otro hombre te tocará o te juro que lo mataré yo mismo, solo
con mis manos.
-
Vaya, eres un poco posesivo – musité antes de
poder contener mi lengua.
En lugar de la furia que esperaba recibir en
respuesta, él me miró frunciendo los labios, tratando de contener una sonrisa
que pronto desembocó en ruidosas carcajadas.
-
Oh, sí, cariño. Los lobos no admitimos que nadie
toque lo que nos pertenece.
-
Pero yo no soy tuya.
Él suspiró ante mi tono terco.
-
Lo sé, pero… no podría contenerme, Sam. Si sé
que otro hombre se ha acostado contigo… yo… - me miró, sus ojos cargados de una
fría determinación – tendré que asegurarme que no siga vivo mucho más tiempo.
Fruncí los labios, tratando de buscar en vano otra
solución.
-
Entonces, no hay manera. No puedo alimentarme
solo de ti y tú no soportas que estés con otros hombres. Te mataré en poco
tiempo.
Sorprendiéndome una vez más, Ian lanzó otra
carcajada.
-
Me subestimas. No soy un humano común y débil.
Soy un licántropo. Más fuerte, más rápido. Curo con más rapidez. No te digo que
pueda alimentarte a diario, pero seré capaz de aguantarlo cuando tengas hambre.
-
No estoy segura…
-
Confía en mí, ¿vale?
Antes de que pudiera debatirlo de nuevo, él me
agarró la muñeca de la mano que aún seguía entre las suyas y me obligó a
ponerme en pie, al mismo tiempo que él también se levantaba. Al hacerlo los dos
a la vez, nuestros cuerpos ocuparon todo el espacio entre los sillones,
quedando casi por completo pegados el uno al otro. Sin darme tiempo a formular
una pregunta o a pensar siquiera en cuál podría ser esa, las manos de Ian se
instalaron con firmeza en mi espalda.
Levanté la mirada, confusa, y me topé con sus ojos
azules, brillantes, feroces. El lobo aullaba detrás de ellos, reclamando lo que
consideraba suyo por derecho. Pude leer en sus ojos sus intenciones, pero,
todavía así, no me sentí con fuerzas para detenerlo.
De golpe, rápida y salvajemente, nuestros labios se
chocaron. No fue dulce ni cariñoso. Era pasión, lujuria en su forma más
primitiva y sensual. Su lengua se coló en mi boca y me acarició suavemente, de manera
carnal. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, mi cuerpo se
había acoplado al suyo. Encajábamos a la perfección, mis curvas con las suyas,
nuestros cuerpos parecían dos piezas de un mismo puzle que al fin se habían
reencontrado. Sin poder evitarlo, sin querer detenerlo, mis manos se
entrelazaron tras su cuello. Cerré los ojos e inhalé hondo, perdiéndome en su
aroma.
Deliberadamente, sus dedos empezaron a trazar
círculos lentamente, ascendiendo por mi espalda, volviéndome loca de deseo. Un
escalofrío de placer me sacudió y gemí… muy alto. Le mordí el labio mientras
nuestras lenguas jugaban. Incapaz de contenerme por un segundo más, succioné.
De nuevo, su sabor me golpeó. Era, de algún modo, salado por un lado y dulce
por otro, al mismo tiempo que tenía un regusto picante jodidamente seductor.
Bebí de él con ímpetu, saciando el hambre que había estado conteniendo durante
demasiado tiempo.
Cualquier vestigio de cordura se había volatilizado
y desaparecido, solo éramos dos bestias salvajes. Sus manos apretándome cada vez
con más fuerza, pero nunca la suficiente. Le clavé las uñas en la espalda para
no meter las manos dentro de sus pantalones.
De pronto, él agarró mis muslos y me levantó del
suelo, obligándome a rodearle la cintura con las piernas. Sostenía todo mi peso
sin aparente esfuerzo.
Nuestros labios se separaron por un segundo. Los
dos jadeamos por el deseo insatisfecho, por la necesidad de perdernos en el
otro. Mis uñas seguían clavadas en su espaldas y sus dedos en mis muslos. Abrí
los ojos, para descubrir que él me observaba fijamente. El azul añil había
devorado el blanco de sus ojos, cubriéndolos casi por completo. Ojos de lobo.
La bestia había salido a jugar, en respuesta al reclamo de la mía. Aun sin
verme, sabía a la perfección que mis ojos también habían mutado, como pasaba
siempre que me alimentaba. La parte blanca era negra y la pupila y el iris eran
de un intenso color plateado. Ambos éramos dos monstruos. De algún modo, Ian
tenía razón.
Éramos tal para cual.
-
¿Lo sientes ahora? – musitó él en mi oído. Su
voz era el sonido más sensual que había oído jamás, lo que me hizo gemir de
nuevo, un sonido bajo y agudo. – Eso es, Sam. Eso es el vínculo entre tú y yo.
¿Vas a seguir negando que existe? – Me besó de nuevo, marcándome con sus
labios. Se retiró demasiado rápido otra vez, dejándome con ganas de mucho más.
– Eres mía, Samantha. Y yo soy tuyo.
Yo era incapaz de responder nada. Estaba perdida
dentro de todas aquellas sensaciones, del vello de punta, de los latidos
desaforados de mi corazón, los escalofríos en la columna vertebral, el pulso
resonando en mis oídos y mi cuerpo enterando desesperado por él. Seguía
teniendo hambre, pero no solo de su energía, sino de todo él.
Ian me besó de nuevo, aun con mis piernas
enrolladas en su cintura y sus brazos sosteniéndome contra la parte que
necesitaba hundida en mí. Y entonces, justo en el punto donde el mundo
desaparecería para siempre y perdería la conciencia de todo, incluso de mí
misma, conseguí recuperar la cordura. Me aparté de él, volviendo a sentir el suelo
bajo mis pies. Sacudí la cabeza para volver a la realidad. Luego, miré a Ian
aturdida. Él me observaba con una media sonrisa pícara y juguetona que me hizo
desearlo de nuevo.
-
¿A qué ha venido eso? – balbuceé.
-
Me pareció que tenías hambre. Y ya sabes, vivo
para servirte - me guiñó un ojo de forma provocadora. Después, me tomó de la
mano y me guió hasta la puerta, sin dejar de sonreír.
-
¿Cómo sabías que tenía hambre? – acerté a
preguntar.
-
Sentidos de licántropo – se tocó la nariz. –
Podía oler tu hambre.
Seguía demasiado aturdida para articular en
palabras los pensamientos que me desbordaban. Él abrió la puerta y acompañó
hasta el pasillo, donde se paró frente a mí. Me levantó la barbilla con un
dedo, obligándome a mirarlo a los ojos, sin parar de sonreír.
-
Vuelve cuando tengas hambre de nuevo, Sam. – Se
agachó hasta que nuestras bocas quedaron a un escaso centímetro. Inspiré hondo,
deleitándome en su olor salvaje y sensual. – O cuando quieras. – Finalmente,
acortó la distancia y volvió a besarme, solo un beso de despedida antes de
volver al interior del apartamento.
Me quedé parada delante de la puerta, mirándola
como una idiota, hasta que mis pies fueron capaces de moverse para salir del
edificio, aunque mi mente permaneció mucho rato en el apartamento, con el
licántropo que había dentro de él.