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domingo, 6 de octubre de 2013

Cuando estar cabeza abajo empieza a parecer lo correcto.


18/Noviembre

Samantha Petes (Nox



Había un par de minutos al día en los que casi podía perderme por completo en el mundo de mi subconsciente, no del todo despierta pero tampoco dormida por entero. En esos instantes, flotaba en medio de la nada del mundo, como si todo a mi alrededor fuera agua o estuviera en una zona de gravedad cero, y podía sentirlo todo, sentir la vida despertándose, el movimiento, la vibración del nuevo día que comienza de una forma abstracta e irracional. Durante ese par de minutos dejaba de ser yo para convertirme en parte del mundo, fusionada con todo lo que me rodeaba, latiendo al ritmo que marcaba la vida.
Durante ese par de minutos al día, era tan humana como cualquiera y, al mismo tiempo, una parte más de la naturaleza.
Y luego me despertaba y la realidad me abrumaba, con mi corazón estático y mis sentimientos a bajo volumen. Esa mañana, cuando abrí los ojos, al principio no me di cuenta de la diferencia. Me restregué los ojos y me acurruqué debajo de las sábanas cálidas. Pero cuando me fijé mejor, vi que aquellas sábanas no eran las mías, que aquella cama no olía como la mía y que la habitación en la que me había despertado ni siquiera se parecía a la que tenía en el apartamento que compartía con Myst. En esta, las paredes estaban pintadas de un simple color marrón, con solo un cuadro (un perro corriendo detrás de un frisbee) rompiendo la monotonía unicolor. Había un armario al lado de la única ventana, cuyas persianas estaban corridas, impidiendo entrar a la luz del sol y, por tanto, dejándome incapacitada para determinar qué hora era. En la mesilla de noche junto a mi lado de la cama no había reloj, solo una figura de un lobo aullando.
Un lobo.
Eso fue suficiente recordatorio para mi mente aun soñolienta. De golpe, aparecieron en mi mente las imágenes de la noche pasada, en una rápida sucesión. La misión, el club lleno de humo en el que estaban los tipos malos y nuestro objetivo, sus asquerosas manos sobre mi cuerpo, su horrible aliento a tabaco, su mirada lasciva. Un escalofrío me recorrió al rememorar la sensación de sus labios tocándome y tuve que contenerme para no correr hacia la ducha más cercana para eliminar cualquier rastro que pudiera quedar, por pequeño que fuera.
Aquella noche había tenido que volver a ser la chica que usaba su cuerpo para lograr lo que deseaba, un maldito objeto que todos los hombres deseaban poseer. Como si no fuera una persona, solo un trofeo del que alardear. Pero así es como las chicas guapas se ganan la vida, Samantha. Y nosotras somos mejores que ninguna. Las palabras de mi madre resonaron en mi cabeza con la misma claridad que si acabara de susurrármelas al oído. Recordaba perfectamente el día que me lo dijo, sus labios pintados de rojo, el vestido corto, el escote pronunciado y los tacones. Puedes tener a todos los hombres bailando al son que tocas. Solo tienes que saber usar tus habilidades de súcubo. Así era ella, usando a los demás y haciendo daño solo para satisfacer sus necesidades egoístas. Y en eso me había convertido la noche anterior, pero, al menos, yo lo había hecho por salvar la vida de aquella pobre chica…
¿Lo habíamos conseguido? Joder, me habían disparado. El recuerdo del dolor me hizo estremecerme, casi hasta volver a sentir la bala atravesándome de nuevo, dejando un agujero en mi pecho. Tanta sangre, tan caliente, empapándolo todo… ¿Por qué no estaba muerta?
El lobo…
Me levanté de golpe, quedando sentada en aquella enorme cama desconocida.
Contuve un gemido cuando la memoria acabó de llegar y mi desorientación se extinguió como un fuego apagado. Myst me había llevado a su piso, sin duda, sabiendo que podía curarme si me alimentaba y que él estaría más que dispuesto. Y dios, cómo me había tocado. Aun sentía sus dedos sobre mi piel, acariciando, explorando, perdiéndose por todas partes. Me había incendiado por dentro y me había alimentado mientras yo me aferraba a su espalda, con las garras clavadas en su carne para que no se marchara jamás. El súcubo se había dado un festín… hasta que me había curado por completo, y luego había dormido como si estuviera en coma, hasta ese momento.
Pero, ¿qué había pasado con el lobo?
Me giré lentamente, en parte temiendo lo que podía encontrarme. Allí estaba, al otro lado de la cama, su enorme cuerpo desnudo tapado con la sábana. Pero estaba… tan quieto. Demasiado quieto. El pánico nació a la altura de mi estómago y se extendió rápidamente a todas partes, hasta que no sentía nada más que el enorme miedo que me embargaba por completo.
Coloqué la mano sobre su espalda, esperando que se moviera al sentirme, pero no reaccionó. Siguió completamente quieto. Como… si estuviera muerto.
Un sollozo escapó de mis labios entreabiertos. No, otra vez no. Esta vez no, supliqué, aunque ni siquiera sabía si alguien podía escuchar mis plegarias silenciosas.
No era posible, ¿verdad? Pero… yo tenía tanta hambre la noche anterior… Y me había alimentado de parte de su energía vital apenas un par de días antes, por lo cual él tenía menos fuerza de lo normal, así que… quizá sí… quizá yo lo había matado de verdad.
Me abracé a mí misma, mientras otra emoción me embargaba. Aun andaba falta de práctica en el campo de los sentimientos, pues llevaba demasiado tiempo flotando en la nada absoluta de la insensibilidad, por lo que tardé un poco en reconocer qué era lo que me nublaba la vista y me hacía sentir la persona más miserable del mundo. La enorme culpa de haber sido la causante de la muerte de la única persona que había estado dispuesta a quererme, aparte de mi difunta abuela y de mi compañera de piso. Sí, probablemente lo que quiera que Kai había sentido por mí se basaba más en su parte animal que en la razón, pero… había sido la primera vez que casi había creído que podía ser normal desde que era niña. Una vida normal, alguien con quien dormir más de una noche, alguien que conociera tus secretos y no le importase, que no pensara que yo era un monstruo simplemente por haber nacido siendo diferente. Y lo había matado. Me había alimentado de su vida hasta tragármela entera y dejar a su corazón sin fuerza suficiente para seguir latiendo.
En realidad, sí era un monstruo. Parecía incapaz de dejar de hacer daño a la gente que me rodeaba, una y otra vez. Al fin y al cabo, por mucho que hubiera huido de mi pasado, era exactamente igual que mi madre: un súcubo hambriento dispuesto a cualquier cosa para saciar sus ansias. Otro cuerpo más que se sumaba a la lista de víctimas a mi paso, un hombre más que había caído en la trampa de una cara bonita y un cuerpo atrayente que era más bien un arma de matar.
La culpa se mezcló con un nuevo sentimiento, algo tan desgarrador que apenas podía mantenerme entera. No sabía darle nombre a emoción, pero estaba segura de que si seguía sintiéndola mucho más tiempo, me mataría, porque me comprimía el corazón y los pulmones, creaba un nudo en mi garganta y sentía ganas de gritar hasta desgarrarme la garganta, solo para aliviar parte de todo aquel sufrimiento. Era una especie de… desolación, desesperación, pena. Una mezcla de todas ellas que me dejaba al borde de la auto-destrucción.
Algo húmedo apareció mi mejilla derecha y corrió por ella, dejando un reguero mojado a su paso. Me toqué la cara con cuidado, buscando el origen de la humedad. Quizá estuviera sangrando por alguna herida y no me diera cuenta, porque el dolor que me embargaba por dentro enmudecía cualquier otro. Pero no, no había ninguna herida, y sin embargó otra vez una de aquellas gotas surgió de la nada. Levanté la vista al techo y las lágrimas emborronaron la visión al acumularse en mis ojos.
Entonces me di cuenta. Estaba llorando.
Parpadeé varias veces, dejando libres las lágrimas que se habían acumulado en las comisuras de mis ojos. Realmente estaba llorando. No lo había hecho ni una sola vez desde la muerte de mi abuela, cuando tenía… seis años. Llevaba sin derramar ni una lágrima desde hacía dieciséis años, tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba cómo era. La humedad en los ojos, la tristeza en cada parpadeo, el mundo que se desmorona y tú que no puedes hacer nada para evitarlo. La soledad, la enorme soledad que te deja sin aliento al darte cuenta de que esa persona te ha abandonado para siempre. Y justo ese día, dieciséis años atrás, siendo solo una niña asustada al lado de la cama donde antes estaba su abuela y que ahora estaba vacía, me había jurado a mí misma que sería fuerte, más fuerte que nadie, que conseguiría sobrevivir pasara lo que pasase. Saldría adelante, porque se lo había prometido a la abuela. Y no sería como mamá, porque la abuela no quería eso. No volvería a sentir tanto dolor nunca más, aunque para ello tuviera que dejar de sentir para siempre. Siendo una niña, había pensado que  eso era fácil, pero ¿acaso no es todo fácil para los niños? Así había nacido la ataraxia, con las últimas lágrimas que me había permitido derramar.
Y ahora, años después, habían sido de nuevo las lágrimas las que la borraban. Poco a poco los límites se desvanecían y los sentimientos se agolpaban dentro de mí, tantos que apenas podía soportarlos todos al mismo tiempo.
¿En qué me había convertido? ¿Realmente era fuerte? Sí, era capaz de matar, de dominar a un hombre con la mente y fingir tan bien como cualquier actriz de Hollywood que nada me importaba, pero por dentro seguía siendo una niña asustada que solo buscaba que alguien la quisiera, porque su madre la había dejado sola en una casa demasiado grande. Pero seguramente eso era lo que me merecía, porque los monstruos no merecían la felicidad.
Lo había matado. Me había convertido en todo cuánto odiaba, en cada calada de cigarro, en su fría sonrisa de desprecio, en sus “apártate, niña”. Tantos años huyendo para que el pasado acabara dando conmigo en una cama desconocida, justo cuando me había permitido albergar de nuevo una pequeña chispa de esperanza.
Su mano cálida sobre mi brazo, directamente en mi piel desnuda, me sobresaltó hasta casi matarme del susto. Al principio pensé que era alguna otra pesadilla que venía a buscarme, solo para hacerme más daño, pero cuando abrí los ojos, descubrí los ojos azul añil de Kai observándome con preocupación.
-          ¿Va todo bien? – su voz sonaba dulce y ligeramente ronca, porque estaba claro que se acababa de despertar. Tenía el pelo revuelto y parecía terriblemente cansado, como si llevara una semana sin dormir.
-          Estás… - me atraganté con mis palabras, mis emociones y la enorme avalancha que había estado a punto de aplastarme. – Estás vivo.
Él sonrió, curvando la comisura derecha ligeramente hacia arriba.
-          Sí, bueno. Tú también.
Intenté decir algo más, pero las frases no sonaban coherentes ni en mi propia cabeza y boqueaba como un pececillo al que habían dejado demasiado tiempo fuera del agua. Al final, incapaz de expresar con palabras el alivio y la felicidad, decidí que era mejor no decir nada.
Me lancé sobre él, haciéndolo caer sobre el colchón conmigo encima y le besé con toda la fuerza de las emociones que él había despertado dentro de mí, tanto para bien como para mal. Nunca me había sentido tan viva, ni siquiera la mitad de viva, de lo que me sentía en ese momento, con las lágrimas aun en mis ojos y sus labios bajo los míos, besándonos como si el mundo fuera a acabarse de un momento a otro y a nosotros no nos importase.
Él hizo un sonido estrangulado sin apartarse de mí, algo sorprendente parecido a una risa, y me devolvió el beso con la misma pasión que me estaba quemando a mí de dentro a afuera. Sus dedos empezaron a recorrer mi espalda produciéndome un placer desgarrador. Por una vez, estaba con un hombre en una cama y no había entre él y yo nada más que eso, no mi necesidad biológica de alimentarme ni el hechizo en el que ellos se sumían casi de forma voluntaria.
Cuando me aparté, podría haber pasado un minuto o un día. Él estaba mirándome como si no pudiera imaginar algo más hermoso que mi rostro, lo que me hizo devolverle la sonrisa, a pesar de que aún quedaba un rastro de lágrimas en mi rostro. Me acarició la cara lentamente, limpiándomelas.
-          No has contestado a mi primera pregunta.
Intenté concentrarme lo suficiente para recordarla, aunque era difícil estando tan cerca el uno del otro y teniendo sus manos sobre mí. Saber que estaba vivo había estado a punto de hacerme explotar de euforia.
-          Estás vivo, así que sí, estoy bien.
-          Es demasiado temprano para una respuesta tan rara – replicó él, presionando suavemente sus labios contra mi mentón.
-          Yo… pensé que te había matado. – La voz se me quebró. – Creí que me había alimentado demasiado y que no habías sobrevivido y… eso me estaba matando, saber que había sido yo la responsable de tu muerte.
Él negó con la cabeza lentamente y chasqueó la lengua con desaprobación.
-          Sam, creo recordar que te prometí que no me moriría. Deberías confiar más en mí.
-          Bueno – me reí – no es como si fuera algo que tú pudieras controlar, ¿no crees?
-          Te aseguro que no hay nada que me hiciera dejarte sola.
Sentí cómo sus palabras me abrumaban de nuevo. Parecía tan seguro, tan irrevocable, y sin embargo, apenas hacía un par de semanas que nos habíamos conocido. ¿No íbamos demasiado rápido? Me veía a mí misma como un tren sin control, cada vez más rápido, próximo a descarrilar. Aquella parte de mi vida era algo que escapaba de mi entendimiento. Nunca nadie se había enamorado de mí, ni siquiera había albergado ningún otro sentimiento que no fuera lujuria o encaprichamiento. Y yo jamás había sentido por un hombre nada más que el deseo de alimentarme.
Pero ahora Kai se metía de pronto en mi vida y alteraba todos los parámetros de golpe. ¿Cómo era posible que todo pareciera estar al revés y al derecho al mismo tiempo? Necesitaba pensar. Necesitaba inspirar hondo sin contaminarme de su delicioso aroma, porque ahora mismo solo podía pensar en lo bien que me sentiría besándolo de nuevo, en el momento en que nuestros cuerpos se convirtieran en uno…
Demasiado rápido.
Necesitaba hablar con Myst.
¡Myst! ¿Estaba ella bien? No recordaba que hubiera sufrido ninguna herida, pero quizá me daba por muerta. Mis nuevas y cambiantes emociones volvieron a bullir. Me separé de Kai, casi en contra mi voluntad, y me acerqué al borde de la cama, buscando con la mirada mi ropa, desperdigada por la habitación.
-          ¿A dónde vas? – la voz de Kai sonó amarga a mi espalda.
-          Tengo que encontrar a Myst. – Expliqué mientras empezaba a vestirme.
-          Ah, sí. Deberías decirle que sigues viva, porque anoche ella parecía tan hecha polvo como tú. Debe quererte mucho.
-          Tanto como yo ella – afirmé con rotundidad.
En la búsqueda y captura de mis tacones, Kai me agarró del brazo y me hizo volverme hacia él. Estaba increíblemente atractivo tumbado sobre la cama, con la sábana enrollada entre las piernas y la mirada soñolienta, con esa sonrisa pícara.
-          ¿Me dejarás volver a verte pronto? – pidió, y capté la nota de desesperación que se escondía detrás de la aparente indiferencia.
Me debatí un segundo conmigo misma, pero al final no pude resistirme y me incliné para darle un beso de nuevo. El contacto fue breve, pero eso no disminuyó la profundidad de nuestra conexión. Había algo más entre nosotros, más intenso que simplemente la pasión entre dos personas que son físicamente compatibles. Mi bestia reaccionaba ante la suya. Él respondía a todos mis instintos naturales, me llamaba con más potencia que un grito en medio de la noche, que una tempestad en el mar. Era magnético, porque lo que existía entre nosotros estaba bajo nuestra piel, era lo que éramos más allá de todo racionamiento. El lobo era capaz de mirar al súcubo a los ojos y enseñarle los dientes, y eso me encantaba. Y a él también. Nos enloquecíamos mutuamente, porque su monstruo era una réplica exacta del que vivía dentro de mí.
-          Me lo pensaré – susurré contra sus labios.

Me marché del apartamento antes de que el súcubo tuviera tiempo de ganar la batalla y me hiciera perder el control. Me largué de allí con mi vestido de noche demasiado corto (y manchado de sangre, aunque, al ser negro, no se notaba) y los tacones de aguja que pronto se convertirían en un martirio para mis pies. Antes de salir de la habitación, lo último que vi fue la sonrisa de satisfacción de Kai antes de volver a cerrar los ojos y seguir durmiendo, recuperándose de nuestro último combate… hasta el momento.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Mitigar la soledad a base de sentirte a ti.

17/Noviembre

William Woods 



El mundo se tambaleaba ligeramente mientras caminaba, señal inequívoca de que había bebido un poco más de la cuenta. Aquella noche había decidido que ya estaba harto de quedarme encerrado entre las cuatro paredes mi piso, esperando que ella apareciera como por arte de magia en mi vida, una llamada, un mensaje o su sonrisa delante de mi puerta. Pero habían pasado cuatro largos días desde nuestro beso y seguía sin tener ni idea de dónde estaba o qué pensaba acerca de lo que había pasado entre nosotros. No sabía si quería seguir o mandarlo todo a la mierda y eso en cierto modo me asustaba, porque cada vez que estaba cerca de Myst yo sabía con certeza que quería continuar con lo que fuera que estábamos compartiendo, aunque eso no llevase cuesta abajo y sin frenos hasta el fin del mundo.
Y cuando el reloj había marcado aquella tarde las nueve y ella aún no daba señales de vida, decidí coger las llaves, todo el dinero que pudiera reunir y emborracharme hasta que la línea entre la realidad y los sueños se difuminara ligeramente, el punto exacto donde olvidar que mi carrera estaba estancada, con tendencia a empeorar, porque el psicólogo no consideraba que ya estuviera lo suficiente recuperado para volver al trabajo. Y que la chica por la que había dejado todo eso atrás, la chica que me había arruinado y al mismo tiempo salvado de la monotonía de una vida tediosa, huía de mí cada vez que me permitía avanzar un paso hacia ella. Era como jugar al ratón, siempre persiguiéndola sin ser capaz de atraparla, porque ella tenía una capacidad especialmente buena para escapar de mí. Al fin y al cabo, nada podía detener al humo que se deshace entre tus dedos, a la nada no sólida ni líquida en la que se transformaba.
La única forma de estar con ella era que la propia Myst decidiera que eso era lo que quería y no sintiera la necesidad de salir corriendo cuando la mirara, la tocara o la besara, pero estaba tan rota que no podía estar seguro de si ese momento llegaría algún día. No sabía que había pasado en su vida antes de conocerla, pero estaba seguro de que cosas terribles le habían tenido que suceder para que llegara a ser como era ahora: escondida tras su muralla de cristal, manteniendo a cualquier persona que no fuera su compañera de piso y de armas alejada, portando una máscara inhumana a donde quiera que fuera. A veces, estando junto a ella y viendo la inmensa tristeza y desesperación que asomaban a sus pupilas de vez en cuando, podía contener a duras penas el impulso de abrazarla, de sostenerla muy, muy fuerte entre mis brazos y prometerle que todo iría bien, que todo mejoraría tarde o temprano. Que la esperanza nunca debe perderse. Que lograría recomponerse.
Pero nunca lo hacía. Porque estaba seguro de que muchos antes le habían hecho las mismas promesas, la habían estrechado en sus brazos, la habían mirado a los ojos y le habían mentido. Ella jamás me creería si le dijera tal cosa y probablemente eso sería lo más acertado, porque, al fin y al cabo, yo no tenía modo alguno de cumplir esas promesas, sino a base de fuerza de voluntad, y eso no  bastaba. No tenía una superhabilidad supra que me permitiera cuidar de ella y asegurarme que nadie volviera a hacerle de nuevo tantísimo daño.
La verdad es que beberve tampoco me había ayudado lo más mínimo. Solo me había gastado quince dólares en whisky barato y cerveza para mirar hacia la pared de madera y pensar en lo mismo que me llevaba planteando desde que la conocí en la comisaría. Cuánto había cambiado todo desde el momento en el que la vi, con la sudadera que le quedaba demasiado grande, la sangre manchando su piel, tan pálida que podías seguir con los dedos el trazado de sus venas, y sus enormes ojos llenos de miedo.
Cómo la había odiado aquel primer día, cuando se rio de mí, me clavó las uñas en el brazo y me confesó su crimen antes de largarse impune de allí. Y había jurado vengarme por encima de todo lo demás, aunque se me fuera la vida en ello.
Y ahora el mundo había dado una vuelta de 180 grados y yo estaba boca abajo tratando de encontrarle sentido.
Con un suspiro, saqué las llaves del bolsillo y conseguí meterlas en la cerradura a la primera.
A pesar de que en la absoluta oscuridad de mi piso no podía distinguir nada, ni siquiera las siluetas de los muebles que sabía que estaban allí, supe de inmediato que algo no estaba bien, que sucedía algo fuera de lo normal. Era mi instinto de policía que entraba en acción, pues no en pocas ocasiones había tenido que agudizarlo para tener una ligera idea de qué me esperaba detrás de una puerta cerrada: pistolas, bombas, asesinos.
Me llevé la mano al sitio donde solía llevar la pistola cuando aun formaba parte del cuerpo de policía oficialmente, pero esta vez solo encontré el hueco vacío en el que no estaba mi cartuchera, mientras con la otra mano accionaba el interruptor de la luz.
En el salón que se encontraba ante mis ojos, rodeada de mis cosas familiares, tales como la televisión que tenía algunos años de más, las fotografías de mis padres, una gorra de mi equipo de fútbol preferido y el resto de todo lo que había acumulado como objetos decorativos desde que me había mudado al piso dos años atrás, se encontraba Myst. Estaba sentada en la vieja butaca que había sido la favorita de mi padre y que él me había regalado cuando me independicé, un recuerdo de mi hogar. Tenía las piernas dobladas, pegadas al pecho y las rodeaba con los brazos, adoptando una posición semi-fetal, solo que apoyaba la barbilla sobre las rodillas en lugar de esconderla tras ellas. Nunca la había visto así. Tenía los ojos rojos de llorar, el pelo enredado le caía suelto por la espalda y los hombros, y el maquillaje se le había corrido en forma de lágrimas negras sobre las mejillas. Parecía tan perdida como la primera vez que la vi, solo que ahora no fingía, como denotaba la forma en la que le temblaban ligeramente los labios y lo blanco que tenía los nudillos de apretar los puños.
Levantó la cabeza hacía mí cuando la luz la cegó por un instante y parpadeó lentamente, como si ella fuera la sorprendida de que yo apareciera por allí, cuando en realidad debía ser yo el que lo estuviera.
Olvidando todo lo demás, me acerqué corriendo hacia ella y me acuclillé delante del sofá. Solo entonces me di cuenta de que sobre su piel había manchas rojas… y sobre su ropa y su pelo. Sangre, sangre por todas partes. El pánico me invadió hasta dejarme casi sin respiración. Ella parecía incapaz de decir una sola palabra, con sus ojos abiertos de par en par en pleno shock.
-          Myst – la llamé. Coloqué mis manos sobre sus mejillas, que estaban gélidas al tacto, como si su piel hubiera perdido todo el calor. – Myst, ¿estás herida? – Ninguna respuesta, ni un solo movimiento. Me recorrió un escalofrío al darme cuenta de lo similar que era eso a nuestro primer encuentro. – Respóndeme, por favor – mi voz se quebró de preocupación.
Muy lentamente, postergando mi sufrimiento, ella negó con la cabeza lentamente. Inspiró y me miró, y en sus ojos vi toda la agonía que ya sabía que estaba sintiendo.
-          No… no sabía a donde ir. No quería estar sola, William. No esta noche. No sabía a donde ir – repitió. Comenzó a tiritar ligeramente contra mis manos. Sin pararme a pensarlo ni por un segundo, la rodeé con los brazos y la estreché contra mí, en un intento de transmitirle la fuerza y energía que parecían haberse evaporado de ella.
Nos quedamos así por un instante que se dilató hasta que no supe cuánto llevábamos unidos, con mis brazos sosteniéndola para evitar que su mundo la derrumbase. Y entonces, sus pequeñas manos se aferraron a la parte baja de la chaqueta que no me había dado tiempo a quitarme cuando entré, y sumergió su rostro en el hueco de mi cuello. Sentí la humedad cálida de sus lágrimas al colarse por debajo de mi ropa e impactar con mi piel. Su cuerpo temblaba con cada sollozo contenido, apenas musitado contra mi hombro. Yo no dejaba de susurrar palabras, todas ellas incoherentes, frases sin sentido que ella no escuchaba, pero que yo no cesaba de pronunciar porque sabía que, a veces, solo con oír la voz de otro ser humano era suficiente para aliviar parte del dolor que nos asolaba.
En ese momento, por encima de cualquier otro, incluso de la noche en el columpio, me di cuenta de lo sola que estaba Myst en realidad.
No sabía a donde ir. No quería estar sola. Había dicho ella. ¿Cómo de sola podía estar una persona cuando su única opción era la persona que llevaba más de dos semanas evitando? ¿Cómo de desesperada por tener alguien que la consolara que había acabada colándose en mi casa y esperándome en la oscuridad, con toda la angustia que apenas podía soportar?
La apreté con más fuerza y besé con suavidad sus cabellos enredados.
Cuando al fin desahogó todas sus lágrimas, la solté y ella se quedó ahí, sentada, perdida.
-          ¿Qué ha pasado? – me atreví a preguntar mientras le acariciaba con delicadeza la cara.
Después de una pausa que se me hizo eterna, Myst bajó la vista al suelo.
-          Hoy… Sam… y yo…  - se le atragantaron las palabras y los ojos volvieron a ponérsele acuosos. – Le han… disparado a Sam…
-          ¿Qué?
-          Una bala en el pecho. Le ha atravesado el esternón. Y tengo tanto miedo, William. No puede morirse, ella no. Es todo lo que me queda, la única familia que no me ha abandonado aún – su voz temblaba cada vez más hasta que ya no pudo seguir hablando.
Agarré sus manos y ella me miró, el terror reflejado en todos sus gestos.
-          Sobrevivirá.
-          ¿Cómo lo sabes? ¿¡Cómo?! – sus ojos brillaron, llenos de una furia repentina que revelaba lo harta que estaba Myst de promesas falsas, de mentiras, de la vida, tan puta y cruel como siempre.
-          Porque dudo mucho que Sam te abandonara. Creo que esa chica hará lo imposible por seguir aquí y cuidar de ti. Y porque si tú de verdad creyeras que va a morirse, no estarías ahora mismo aquí, conmigo, si no con ella. De algún modo, en el fondo, sabes que va a sobrevivir. – Enarqué ambas cejas, retándola a negar ese razonamiento. Ella levantó la barbilla, su orgullo habitual volviendo a su lugar, y apretó los labios.
-          ¿Y qué pasa si solo soy una estúpida? – Escondió el rostro en las manos y gimió. - ¿Qué he hecho, dios mío? La he dejado sola con ese lobo. Realmente soy estúpida.
-          Vale, ahora sí que me he perdido – puntualicé. ¿Qué tenía que ver un lobo en esto? Cada vez que Myst hablaba me descolocaba más y más y precisamente esta noche parecía haber buscado las frases más confusas para dejarme en un estado permanente de duda.
Sacudió la cabeza y bajó las manos. Parte de la sangre que había en su rostro quedó impregnada en sus palmas, tornando estas más rojas que antes.
-          Nada, olvídalo. – Desvió la vista de mi rostro para evitar responder a las preguntas que afloraban en él.
Por esta noche, decidí que fuera ella la que eligiera, libremente, qué contarme, qué explicaciones darme de todo lo que pasaba. Y si solo quería quedar ahí, sentada en mi sofá y llorar mientras utilizaba mi cuerpo como soporte mediante el que anclarse al mundo real, que así fuera. Había pasado cada segundo desde que la conocí tratando de encontrar respuestas y solo había conseguido más y más preguntas, pero había llegado a un punto en que todas esas dudas eran parte del misterio que rodeaba a Myst y que me atraía sin remedio. Quería conocer todos sus secretos, sus recovecos, el pasado y el futuro, pero quería hacerlo poco a poco, desenvolviendo cada historia de una en una, no con la avidez con la que había tratado de extraerle la información antes.
Probablemente fue en ese momento cuando descarté por completo la idea de mi venganza a cualquier nivel. Desde hacía tiempo, desde que la química primitiva que existía entre nosotros había mutado hasta convertirse en esa extraña conexión que me impelía a estar con ella, había ido olvidando poco a poco mi propósito inicial, pero en ese preciso momento, toda idea de vengarme por lo que me había hecho desapareció para siempre. Ahora tenía claro que jamás podría hacerle eso a ella, porque no lo merecía, por mucho daño que me hubiera hecho.
Hundí mis dedos en el cabello de Myst. Normalmente soy ser liso, pero esa noche estaba tan enredado que parecía rizado.
-          ¿Qué te has hecho en el pelo? ¿Es una nueva moda o algo así? – le pregunté con sorna.
Sus labios se curvaron un poco hacia arriba, lo que aligero el peso que me aplastaba el corazón por verla tan disgustada. Pero la alegría no llegó del todo a sus ojos.
-          No. Ha sido la maldita peluca – señaló un montón de pelo rubio que estaba tirado en el suelo a su lado. – Odio ponerme peluca.
-          Creo que prefiero no saber qué has estado haciendo esta noche – admití, negando con la cabeza. Un disparo, cantidades industriales de sangre, ropa provocativa, maquillaje y una peluca. Un conjunto del que no podía salir nada bueno.
Apoyó su frente en mi hombro y suspiró.
-          Ni siquiera a mí me gusta saber qué he estado haciendo esta noche – replicó; su voz de repente sonaba terriblemente cansada. Una persona que solo hubiera visto la profundidad de sus ojos azules y oído su voz habría pensado que Myst era mucho de los veintipocos años que en realidad tenía. A pesar de que aún conservaba físicamente incluso un toque adolescente, muy juvenil, estaba claro que los sucesos de su vida la habían hecho madurar mucho más deprisa de lo que lo había hecho su cuerpo.
De repente, Myst levantó los ojos y los clavó en los míos. Justo en ese instante, me di cuenta de lo cerca que ella estaba de mí alrededor, sus labios tan solo a unos centímetros de mi rostro, su aliento calentándome el cuello, su pelo haciéndome cosquillas allí donde chocaba con mi piel. Su olor me envolvía por completo, el regusto óxido de la sangre mezclado con su aroma femenino natural.
De algún modo, a pesar de todo lo que estaba pasando en nuestras vidas en ese instante, la química resurgió. A pesar de que a Sam le hubiera atravesado el pecho una bala, de que ella llevara ropa de prostituta, de que yo siguiera sin trabajo por su culpa y de que se hubiera colado en mi piso (un tercero) en mitad de la noche. Pero todo se evaporó como si en el mundo solo estuviéramos ella y yo y el resto, las cosas horribles del día a día, los problemas, las preocupaciones, todo hubiera desaparecido sin más.
Ella se humedeció los labios sin despegar su mirada de la mía y yo me tensé, porque sabía dónde acabaríamos si seguía por ese camino. Pero antes de que tuviera tiempo de alejarme, ella me agarró por los bordes de la chaqueta y me atrajo hacia su cuerpo.
El beso era mejor de lo que recordaba. Sus labios se amoldaban a los míos perfectamente, tan suaves. Desde que su boca hizo contacto con la mía, olvidé todas las objeciones a ese beso, olvidé hasta mi nombre, porque nada importaba, solo la forma en la que Myst me apretaba contra ella, sus ojos cerrados (sus pestañas me acariciaban las mejillas) y el gemido agudo que dejó escapar cuando la agarré por la cintura.
Sus lágrimas saladas se mezclaron con el sabor de sus labios cuando llegaron hasta nuestras bocas. Me separé de ella de golpe. Me miraba con los ojos abiertos de par en par, sus mejillas surcadas de nuevo por las lágrimas, su respiración jadeante, igual que la mía. Parecía indefensa, pero sabía que solo era una apariencia. En realidad, era un verdadero peligro, sobre todo para mi salud. Estaba seguro de que si seguía por ese camino, acabaría completamente loco. Y parte de mí estaba deseándolo.
-          Myst, no – susurré. Quería estar con ella, no había nada que quisiera más en el mundo que eso, pero no podía hacerlo cuando ella parecía estar descomponiéndose poco a poco antes mis ojos, perdiéndose a sí misma. No podía hacerlo si era solo una herramienta con la que luego castigarse para sentirse peor.
-          Por favor – musitó ella con un hilo de voz. Cerró los ojos un segundo y más lágrimas se escurrieron por su cara. – Lo necesito.
-          No así, no quiero que sea así entre nosotros.
Ella se dejó caer de rodillas frente a mí, recuperando nuestra diferencia de estatura habitual. Levantó la cabeza para trabar su mirada con la mía.
-          Soy como un huracán, ¿sabes? Destruyo todo a mi paso. Y Sam… ella es lo único que me queda, ¿entiendes? He perdido a mi familia y hace tiempo que no tengo más amigos que ella. Y hoy he estado a punto de perderla. Quizá ahora mismo esté muerta y yo ni siquiera lo sepa. – Su voz se quebró al decirlo. - Me siento tan sola, William. – Levantó la mano para depositarla sobre mi mejilla, donde sus dedos rozaron la barba que no me había afeitado en dos días. – Y ahora mismo, sobre ninguna otra cosa, te necesito a ti. Necesito que me beses por todas partes y sentir tu piel contra la mía para hacerme sentir que, por una vez, no estoy destruyendo algo que quiero. Que, aunque solo sea esta noche, no estoy sola.
Entendía con claridad lo que Myst me estaba pidiendo. Ella quería que la ayudase a olvidar que su compañera de piso, su mejor amiga, se estaba muriendo, recurriendo para ello a una forma que le permitiera escapar por completo de la realidad, que la envolviese totalmente y la alejara del mundo. Solo quería huir del dolor y me necesitaba para ello, porque no sabía cómo hacerlo sola, no podía hacerlo sola, ni quería.
Sentí que parte de mí se rompía por su petición. El sexo no era la parte que me estaba pidiendo realmente. Lo que ella necesitaba más que nada era sentir la conexión con otra persona, algo que aliviara el vacío de su alma.
Sabía cómo se sentía, porque yo también lo había experimentado alguna que otra vez. Pero, al menos, yo tenía a mis padres, a mi compañero en el trabajo, a los chicos con los que quedaba de vez en cuando para tomarnos unas copas y despotricar sobre las mujeres y sobre el fútbol. Ella solo tenía a Sam y esa noche podía ser la última.
Así que, a cambio, me tendría a mí.
Coloqué ambas manos en su nuca, con su pelo entrelazándose entre mis dedos, y la atraje hacia mí. Paladeé la desesperación en sus labios, el deseo puro de estar más cerca el uno del otro que explotaba entre nosotros, la tensión que crecía y crecía a medida que nuestros cuerpos colisionaban.
Sus manos se habían anclado en mis hombros, apretándome contra ella. Lentamente, se recostó en el suelo, obligándome a bajar con ella.
-          ¿Aquí? – apenas pude pronunciar, aun sin despegarme de sus labios.

Ella me respondió con su simple asentimiento, llevada por la necesidad de estar juntos lo antes posible, como fuera, donde fuera. Justo la misma necesidad que yo sentía crecer y crecer, hasta devastarlo todo a su paso. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

Eres el oxígeno que necesito para seguir viviendo.

17/Noviembre

Kai Howl (Lycos) 



Me desperté de golpe, sobresaltado, al oír el estrépito procedente del salón. Me levanté de un salto de la cama, sin camisa, solo con unos pantalones largos como prenda de abrigo en la fría noche de noviembre. Pero la sangre de lobo que latía en mis venas hacía que mi temperatura corporal fuera muy superior a la de un ser humano normal y, por tanto, rara vez llegaba a sentir frío, por mucho que las noches se tornaran cada vez más oscuras y la nieve empezara a dejarse ver de vez en cuando como una vecina recién llegada asomando la nariz.
El ruido hizo eco por la casa, el golpe seco de algo al caer sobre la madera y luego, el crujido inconfundible del cristal al romperse. Y después, la casa volvió a quedar en silencio, pero sabía, sin necesidad de que mi instinto me lo confirmara, que había alguien más conmigo dentro de la casa ahora que un instante antes no había estado.
Mientras caminaba con sigilo en dirección a la habitación de donde había procedido el escándalo, lentamente me fui metamorfoseando. Mis ojos adoptaron su forma lobuna, lo que me permitía ver mucho mejor en la oscuridad que los poco desarrollados ojos con los que contaban los humanos. Mis garras se extendieron ante la posible proximidad de un peligro. Y, entonces, inspiré hondo, tratando de captar alguna pista de lo que podía esperarme cuando girara la esquina.
El olor acre de la sangre golpeó directamente mis fosas nasales, invadiéndolo todo, haciéndome perder por un segundo la concentración. Había una gran cantidad de sangre, fresca, manando de algún tipo de herida. Tras ella, percibí dos rastros humanos, dos perfumes personales. Uno de ellos me resultaba conocido, aunque ni siquiera me molesté en intentar descubrir de quién se trataba, porque mi cuerpo se envaró de golpe al reconocer el olor inconfundible de Sam en el salón. Su leve esencia era para mí mejor que el oxígeno, una mezcla de aromas que resultaba cautivadora e incitante: una pizca de sándalo, un regusto a flores silvestres, la enloquecedora lujuria de su piel y el aroma a lavanda de su pelo, todo condensado para dar lugar a la mujer más tentadora que jamás hombre alguno viera.
El pánico disparó la adrenalina, que mi corazón bombeó a toda pastilla por todo mi cuerpo. Olvidando toda precaución, crucé la sala y entré en el salón. Me detuve en medio de la oscuridad. Con la visión lobuna, era capaz de distinguir una masa informe en el fondo de la sala, de pie sobre la mesa de café. Parecía… una persona, quizá. Con un bulto enorme sobre los brazos, pero, sin ninguna iluminación más en la habitación que la escasa (casi inexistente) luz de luna que atravesaba las persianas cerradas, junto con las farolas que quedaban encendidas en la calle, no me permitió adivinar nada más.
Accioné a toda prisa el interruptor de la luz y entonces, la pesadilla apareció ante mis ojos.
La amiga de Sam, Myst, estaba de pie sobre la mesa, rígida. Sus ojos parecían contener todo el sufrimiento existente sobre la faz de la tierra, terriblemente cansados, casi como si desearan que la muerte llegara para liberarlos de todas las penas que habían tenido que contemplar. Su melena larga, negra, le caía sobre los hombros. Estaba llena de sangre, sangre en su cara, en sus brazos, en su ropa.
Pero nada de eso importaba, porque Sam era la persona que se acurrucaba entre sus brazos, con la cabeza escondida contra su cuerpo y las manos taponando una herida en su pecho. Entre sus dedos, elegantes, femeninos, brotaba la sangre, roja, horrible, manchando la tela de su vestido y goteando despacio, rítmicamente, contra el suelo a sus pies. Su piel había perdido todo el color, de un modo alarmante. Su cuerpo parecía desmadejado, sin fuerzas, y, por un segundo de terror, pensé que Myst se había presentado en mi casa solo para enseñarme el cadáver sin salvación de la chica que debía ser mi compañera de por vida. Pero, antes de caer en la desesperación, me di cuenta de que su pecho, atravesado por la bala, seguía subiendo y bajando tan despacio que el movimiento casi podía pasar desapercibido.
No tenía ni idea de cómo había conseguido Myst traerla hasta mi salón, teniendo en cuenta que vivía en la segunda planta de un bloque de apartamentos sin escalera de incendios y que la puerta estaba firmemente cerrada, pues yo me había asegurado de echarle la llave antes de irme a dormir. Pero, de nuevo, nada de eso importaba, porque mi mundo dependía de que los pulmones de Sam siguieran funcionando, de que ella siguiera viva, fuera de la forma que fuera. Daba igual cómo habían llegado hasta ahí, en ese momento, solo importaba salvarla.
-          ¿Qué coño ha pasado? – conseguí farfullar cuando la impresión me permitió hablar. No sabía qué hacer. No podía moverme, solo mirar aterrado el líquido rojo que continuaba manando del pecho de Sam como un río sin fin. Y cada vez que una gota impactaba contra la madera, algo dentro de mí se retorcía de espanto.
Myst bajó de la mesa con un movimiento seguro, casi como un salto pero sin ser tal. Parecía más un paso en una zona plana. Su cuerpo se movió de forma extraña al descender, menos sólido de lo normal, más flexible. Claramente sobrehumano.
Pero no había tiempo de preguntas y eso, aunque ya lo sabía, pude leerlo en sus ojos azules.
-          Eso no importa ahora. Se está muriendo.
No pude contener el rugido de desesperación e impotencia que surgió de mí. El lobo luchaba en mi interior por salir a la superficie y ayudar a su compañera, aun sin tener ni idea de cómo. Solo quería tumbarse junto a ella y lamerla las heridas hasta que se curase y pudiera estar de nuevo con él. Necesitaba que Sam viviera, de la misma manera que necesitaba comer y respirar. Ahora ella era un elemento básico para que yo pudiera seguir viviendo.
Si ella moría, yo moriría detrás, consumido por la pena.
-          ¡No puedes dejar que eso suceda! – grité. Sentía el lobo agitándose cada vez más, tratando de vencer mi resistencia. Pero sabía que él no podría hacer nada por ayudarla, mientras que yo, como humano, tendría alguna oportunidad. - ¿Por qué no la llevas a un hospital?
-          Ellos no pueden salvarla. La bala ha atravesado el esternón y ahora se está ahogando en su propia sangre, poco a poco. Morirá pronto si no la salvas – decretó Myst, su voz se tornó fiera. Noté su desesperación tan bien como sentía la mía, tirando de mis músculos y bombeando el cerebro con diferentes ideas para salvarla, todas cruzando mi mente y siendo eliminadas en cuestión de segundos.
-          ¿Qué podría hacer yo? – gemí, derrotado. No era médico, no tenía ni idea de cómo operar a alguien. Y carecía de la habilidad de sanar, aunque sabía que había personas que, con solo colocar sus manos sobre una herida, la hacían desaparecer como si nunca hubiera existido. Sin embargo, por desgracia, no conocía a nadie que supiera hacerlo, nadie que pudiera salvar la vida de mi compañera.
Myst se acercó a mí rápidamente. Sus pasos volvieron a ser demasiados gráciles y ligeros para ser humanos, algo en sus pies se volvía borroso cuando se movía, como si se fundieran con el aire al andar.
Se paró a un metro escaso de mí, aun con Sam en los brazos, cada vez más débil, más cerca de la muerte.
-          Los súcubos son capaces de curarse a sí mismos cuando se alimentan.
-          ¿Qué? – parpadeé, confuso. El shock hacía que mis pensamientos se convirtieran en lava espesa y yo tardaba mucho más tiempo del habitual en procesar toda aquella situación. Hacía diez minutos todo iba bien y ahora Sam se moría en mi salón.
-          Los súcubos. Cuando se alimentan. Se curan. – Recalcó cada frase, con sus ojos clavados en los míos, en un claro intento de conseguir que el mensaje calara en mi cerebro confuso. Y, finalmente, sus palabras atravesaron la bruma del miedo y la desesperación y entendí a qué se refería.
Myst me tendió a Sam, que gimió de dolor al ser separada del cuerpo de su amiga. La recogí entre mis brazos. Su cuerpo estaba levemente más frío de lo habitual, otro síntoma más de que cada vez estaba más cerca de abandonarnos. Tenía que actuar deprisa.
Ahora que al fin sabía lo que tenía que hacer, no perdí más tiempo, puesto que cualquier dilación podría provocar que fuera demasiado tarde para conseguir salvarla. Y tenía que salvarla.
-          No dejes que se muera, Kai, por favor – me suplicó Myst y sus ojos, por primera vez desde que había llegado trayendo la desgracia consigo, se llenaron de lágrimas, que no tardaron en correr por sus mejillas. Volaron hasta estrellarse contra el suelo, uniéndose a las gotas de sangre que el cuerpo de Sam no podía retener.
Apreté el pequeño cuerpo de Sam contra el mío y corrí hacia mi habitación, dejando a Myst sola en el salón. Antes de largarme de allí a toda prisa, fui consciente durante un breve momento de que el cuerpo de la chica empezaba a emborronarse, como si alguien estuviera borrándola con una goma gigante, haciendo sus formas cada vez más difusas.
Pero lo cierto es que ni siquiera me detuve un segundo a planteármelo, porque toda mi atención estaba centrada en el débil pulso de Sam, en su corazón latiendo cada vez más despacio, pero aun haciéndolo. El último halo de vida en su cuerpo luchando por permanecer y no escurrirse por aquel puto agujero de bala.
No me molesté en cerrar la puerta de mi habitación al entrar. Me dirigí directamente hacia la cama y luego, con tanto cuidado como si ella fuera de cristal, me senté en la cama. Ella emitió otro gemido en voz baja, lo que me confirmó que su cuerpo se resentía de hasta el más mínimo movimiento que hiciera, pero sus ojos se mantuvieron cerrados. Quizá ya no le quedaban fuerzas para abrirlos. Su pecho cada vez se movía más despacio y el pánico creció hasta casi ahogarme.
La moví lentamente hasta situarla sobre mi regazo, intentando acercarme todo lo posible sin hacerle daño. En ese momento, con el terror burbujeando en mis venas, el corazón a mil por hora y los nervios más tensos que un arco a punto de ser disparado, me importó una mierda que la sangre estuviera empapando las sábanas de Luke o que hubiera gotitas manchando el suelo por todas partes. Ni siquiera me preocupé en quitarle los zapatos antes de colocarla sobre mí.
Le agarré la cara con ambas manos para obligarla a levantar la cabeza. Se quejó de nuevo, pero su cuerpo no luchó contra mí. Parecía tan débil… Ella, que siempre brillaba de energía, que siempre era un reto para mi lógica y mis sentidos, ahora se moría entre mis brazos. En ese momento, hubiera dado cualquier cosa por ser yo el que hubiera recibido el maldito balazo en el pecho, solo por no tener que contemplar cómo la vida se le escapaba poco a poco.
Sin perder ni un instante más, estrellé mis labios contra los suyos. Durante los cincos primeros segundos, ella no reaccionó mientras yo la besaba con fiereza, poniendo en aquel beso toda la fuerza que había dentro de mí, todo lo que sentía por ella, todo lo que daría por no perderla esa noche. La besé como un condenado a muerte que sabe que es su última oportunidad de saborear el mundo, como un hombre que no está dispuesto a renunciar a lo que ama mientras le queden fuerzas para evitarlo.
Y, finalmente, cuando ya casi había perdido la esperanza, ella me devolvió el beso. Al principio fue solo un poco de fuerza contra mí y un gemido más grave de lo normal, más de deseo que de dolor. Poco después, sentí su lengua buscando la mía y no pude evitar responderle, perdiéndome en la maravilla de sentirla de nuevo contra mí.
Cuando por fin abrió los ojos, pude contemplar directamente al súcubo que había dentro de ella, peleando por sobrevivir. La parte blanca se había teñido de negro por completo, una oscuridad insondable, mientras que la pupila y el iris eran de un bello color dorado realmente extraño, casi como si fuera oro líquido en movimiento. Me miró con un hambre primitiva y salvaje brillando en la mirada y entonces, sus manos, ahora acabadas en garras por la necesidad de sujetar a su presa, se clavaron en mis hombros.
Gruñí de dolor, pero no me alejé de ella ni evité su sujeción. En ese momento, más que nunca antes, sentía con claridad nuestro vínculo. Su bestia reclamaba la mía, la brutalidad que había dentro de nosotros, que era una parte más de lo que éramos. Ella era tan animal como yo bajo la superficie y me necesitaba por esa misma razón. Sentí que mis ojos también mutaban cuando un pedazo del lobo se liberó de su confinamiento. Le mordisqueé los labios mientras ella se alimentaba más y más de mí, tomando todo lo que yo estaba más que dispuesto a darle. Que se quedara con mi vida entera si así conseguía curarse, porque no la necesitaba sin ella.
Mis manos abandonaron su rostro, puesto que ya no necesitaba mi sujeción para mantenerse erguida, y recorrieron su espalda, siguiendo el camino que marcaban sus curvas. El vestido se ceñía a ellas a la perfección. Sam se movió hasta quedar a horcajadas sobre mi cintura y se abalanzó un poco más sobre mí, nuestras bocas provocándose, persiguiéndose, luchando y venciéndose mutuamente para empezar la batalla de nuevo. Nuestros cuerpos encajaban a la perfección.
El vestido negro se le subió por los muslos cuando se acercó más a mí, dejando a la vista la lencería de encaje que llevaba debajo. No pude contener un sonido gutural de deseo al verla, la piel color caramelo de sus muslos.
Deslicé las manos sobre ellos, pero antes de que pudiera seguir explorando, Sam se tensó. Su cuerpo se puso rígido y se apartó de mi boca de golpe, jadeando. El pelo rojo le caía en mechones desordenados sobre el rostro y el cuerpo, y tenía manchas de sangre (no sabía si era suya, de Myst o de alguien más) en la cara y los brazos.  Parpadeó lentamente, volviendo a la realidad del momento en el que estábamos, con su cuerpo sobre el mío y sus garras aferradas a mis hombros. Poco a poco, sus iris volvieron a ser del tono verdoso, con diminutas motitas doradas, al que yo estaba acostumbrado.
Sam me miró, claramente confusa. Estaba preciosa así, tan cerca de mí, despeinada y con los labios hinchados de haberme besado con demasiada fiereza (y de alguno de mis mordiscos, aunque no la había oído quejarse, ni a mí tampoco).
-          ¿Kai? – su voz sonó más ronca de lo habitual. Sus ojos vagaron por mi cara hasta bajar por el cuello y llegar al punto donde aún tenía sus uñas clavadas en mi piel. Las apartó de golpe.
Sabiendo lo que pretendía hacer a continuación, la agarré con fuerza de las caderas antes de que huyera de la cama. Ella me miró todavía anonadada y trató de liberarse del agarre de mis manos, pero la contuve sin demasiado esfuerzo. Claramente, seguía estando débil. Aunque había dejado de manar sangre de la herida de su pecho, seguía sin recuperarse de la cantidad que había perdido. Estaba más pálida de lo normal, a pesar de que en ese momento sus mejillas se habían teñido de rosa.
-          Estabas herida – expliqué rápidamente. No quería perder más tiempo; me estaba muriendo por continuar con lo que estábamos empezando en aquella cama. Necesitaba perderme por completo en Sam, hasta no saber dónde empezaba ella y donde acababa yo.  – Myst te trajo para que te alimentaras de mí y te curaras.
-          El cabrón que estaba con Manzella… - susurró ella. Su mirada se desenfocó y lentamente, fue bajando hasta llegar a la herida que aún se podía ver en su pecho. Con una mano abrió la tela de su vestido, dejando a la vista el agujero por el que la había atravesado la bala y que ya estaba curándose a pasos agigantados. Tras rozar la herida con los dedos, con muchísimo cuidado, volvió a mirarme los ojos. – Me has salvado.
Había una emoción que no supe identificar en su voz. Parecía… quizá una profunda sorpresa mezclada con genuina felicidad.
-          Te dije que te protegería, pasara lo que pasase – solté su cadera para acariciarle el rostro con los dedos. Ella cerró los ojos ante mi caricia y esbozó una sonrisa, una de corazón, no como las sonrisas fingidas que solía esgrimir como escudo. Sentí como todo lo que estaba dentro de mí, todo lo que había considerado importante hasta ese momento, se caía, mientras ella, con aquella dulce sonrisa, se instalaba definitivamente en mi corazón.
Sin poder contenerme, la acerqué de nuevo para besarla. Esta vez fue un beso suave, lento, mucho más profundo que los anteriores. La clase de beso que expone todo lo que albergas dentro de tu alma.
Ella se estremeció y volvió a pegarse a mí, respondiéndome con languidez. Esta vez no se trataba de una batalla carnal, no estaba ese fuego que consumía todo y no dejaba espacio para la cordura. Solo éramos los dos, incapaces de alejarnos mutuamente, sintiendo a través del otro.
Sentí como ella empezaba de nuevo a succionar mi energía, lo cual me tranquilizó.
Pero de pronto, se detuvo y volvió a alejarse de mí, solo que esta vez no había confusión en sus ojos, sino todo lo contrario. Una gran determinación que me hizo maldecir su terquedad porque, fuera lo que fuera lo que estaba a punto de decir, sabía que no iba  a alegrarme de escucharlo.
-          Ya es suficiente.
-          ¿Qué? – me apresuré a negar con la cabeza. – Estás muy débil. Has perdido un montón de sangre. Necesitas alimentarme más para recuperar fuerzas.
-          Kai – pronunció mi nombre con firmeza, sin vacilación. – Si sigo alimentándome de ti esta noche, te mataré.
-          No empieces con eso de nuevo, Sam. Ya te lo dije. Soy más fuerte de lo que crees. – Tiré de ella para besarla de nuevo, pero ella giró la cara para que nuestros labios no se encontraron.
Tal y como había supuesto que pasaría, maldije su terquedad. Aquella mujer era lo más exasperante del mundo.
-          Sam, por favor. Necesitas curarte.
-          Ya estoy bien – pero incluso mientras lo decía, su voz seguía sonando más débil que de costumbre, cansada.
-          No, no es verdad. Tienes hambre. Puedo sentirlo. – Y era cierto. Sabía que el súcubo que ella trataba de mantener bajo llave estaba deseando salir a la superficie para seguir comiendo.
Sacudió la cabeza.
-          No voy a discutir contigo.
-          Tienes razón, no vamos a discutir – coloqué mi mano con firmeza sobre su nuca y la atraje con fuerza hacia mí, tan rápido que ella no pudo hacer nada para evitar que mis labios impactaron con los suyos.
Sus ojos empezaron a mutar de inmediato, a pesar de que ella seguía resistiéndose, tratando de alejarse de mí.
-          Te voy a matar – murmuró contra mis labios entre beso y beso. Sus ojos cada vez eran más dorados y el blanco más oscuro. Sabía que estaba a punto de perder el control y seguí tentándola para hacerla sucumbir.
-          No me imagino una manera mejor de morir, la verdad – le dediqué una sonrisa de medio lado.
Ella se pasó la lengua por el labio superior, con ese tic suyo que me volvía completamente loco y me hacía olvidar todo lo humano y racional que había en mí. Y, después, para empeorarlo, se mordió el labio, convirtiéndose en una tentación totalmente irresistible.
-          Esto no es una broma, maldita sea – gimió ella.
Me reí y me di la vuelta aun con ella entre mis brazos. Sam emitió un sonido a medio camino entre la sorpresa y la protesta al quedar debajo de mí, encerrada en la cárcel de mis brazos, uno a cada lado de su rostro, con las manos hundidas en su cabello. Bajé la cabeza hasta su rostro y toqué mi frente con la suya.
-          Confía en mí, Samantha. Confía en mí aunque solo sea por esta noche y déjame darte todo lo que soy. Déjame cuidar lo que es mío, porque si no lo haces, será cuando me matarás de verdad. Te necesito… tanto. – Deposité un suave beso debajo de su ojo derecho, en la comisura de su labio, en la barbilla y luego en sus labios. – Por favor.
Ella se mantuvo inmóvil durante otro minuto que se me hizo eterno, mientras yo me intoxicaba con su perfume más y más, todo él rodeándome. Finalmente, sentí que sus piernas se cernían alrededor de mis caderas, lo que me hizo emitir un gruñido animal al sentir la punta de sus finos tacones de aguja presionando sobre mi piel con un pinchazo sensual.
-          Tú ganas. Pero no te mueras, ¿vale? – murmuró, pegando sus labios a mi oído. Hundí la nariz en su cuello, embargándome aún más de su aroma, y asentí.
-          No tengo ninguna intención de hacerlo, te lo juro.
Mi promesa derribó el último muro que existía entre los dos, la última barrera. Sam me mordió el lóbulo de la oreja para dar por terminada la conversación y luego empezó a moverse contra mí, lentamente al principio, aumentando cada vez más el ritmo. Gemí y la besé, dispuesto a devorarla por completo. Aquella noche el lobo se daría un banquete. Pero sabía que mi Caperucita Roja no iba a asustarse por eso.
Me recorrió la espalda con sus garras, marcándome a su paso de una forma que me encantaba. Luego se deshizo de mis pantalones de forma rápida y eficaz, sin despegar mis labios de los suyos, consumiéndonos a los dos en aquel beso infinito. Deslicé la mano entre nuestros cuerpos y rompí sin más la única barrera que me impedía sentirla como me moría por hacer, tirando su lencería de encaje al suelo.
Ella volvió a clavarme las uñas con fuerza, esta vez en la parte baja de la espalda. Yo la besaba ya por todas partes, queriendo descubrir cada centímetro de su cuerpo. Aun llevaba el vestido puesto, pero no quería malgastar más tiempo separado de ella.

La miré a los ojos mientras mi cuerpo se fundía por completo con el suyo. Los ojos de Sam, convertidos en los del súcubo, brillaron, clavados en los míos. Esbozó una preciosa sonrisa y me besó de nuevo. Incapaz de seguir conteniéndome, dejé salir al lobo, que aulló de placer al encontrarse, al fin, con su pareja.

martes, 20 de agosto de 2013

Aquella noche queríamos comernos el mundo sobre nuestros tacones de aguja.


17/Noviembre

Annalysse Tyler (Myst) 



Aquella noche era la gran noche. Habíamos estado preparándonos durante toda la semana, consultando mapas, estudiando a nuestra víctima, pidiendo favores aquí y allá para conseguir todo lo que necesitábamos. Sam había utilizado su peculiar forma de persuasión para convencer a un par de tipos de que nos dieran la dirección y la fecha perfecta para llevar a cabo nuestro plan.
Sam había vuelto a su estado de calma inmutable habitual, aunque se podía notar a una legua de distancia que bajo la superficie seguía burbujeando todo aquello que el licántropo había despertado dentro de ella. Sin embargo, no volvió a verlo, exceptuando la vez que nos plantamos delante de su bloque de apartamentos con un café en la mano cada una para espiar sus movimientos mientras comentábamos las distintas fases del plan que llevaríamos a cabo esa noche. La fachada de los pisos donde vivía Kai no era nada del otro mundo, un anodino edificio gris salpicado de tres ventanas por planta, una por cada apartamento del piso. Sam señaló la segunda planta y me indicó la ventana tras la cual podríamos encontrar al licántropo si irrumpiésemos en su casa en aquel momento. Nos largamos como llegamos, silenciosas y sin que nadie se enterara de que estábamos allí. Si Kai detectó nuestra presencia con sus sentidos de lobo, no salió a saludar. Parecía haber llegado a la conclusión de que solo podía quedarse esperando hasta que Sam decidiera que ya había estado suficiente tiempo siendo estúpida y se diera cuenta de que lo él le ofrecía era, con un gran margen, la mejor opción posible.
Yo, por mi lado, tampoco había vuelto a ver al detective después de nuestro encuentro pasional contra la pared del callejón. Sí, odiaba reconocerlo, pero él había tenido razón al decirme que no dejaba de huir de lo que estaba pasando entre ambos, pero era lo que cualquier persona racional haría, porque, al fin y al cabo, él era un detective de homicidios al que habían mandado de “vacaciones” porque me había acusado (acertadamente) de matar a tres mafiosos. ¿Y yo? Para describirme a mí tardaría demasiado, de tantos malditos problemas complejos que me perseguían últimamente.
Pero, a diferencia del licántropo, William sí había tratado de localizarme. Me había llamado al móvil (ahora ya podía hacerlo, porque él sabía que yo conocía su método de localizarme y, por tanto, mi número de teléfono) al menos dos docenas de veces, hasta que al final se dio por vencido y percibió que yo no iba a responder por mucho que mi móvil no dejara de vibrar por sus llamadas. Así que, en lugar de insistir por teléfono, se presentó en mi apartamento y aporreó la puerta sin parar. Sam estuvo a punto de abrir y echarlo a patadas dos veces (“o, mejor aún, hechizarlo para que no recuerde cómo se toca a una puerta” había propuesto con una sonrisa fría y peligrosa), pero la había convencido de que simplemente ignorara los golpes hasta que también se rindiera en ese aspecto. Tardó exactamente día y medio, período de tiempo en el cual llamó a la puerta cada dos horas.
Sam acabó marchándose a buscar café, lo cual yo sabía que era una metáfora para largarse de allí antes de que corriera la sangre. Desde que había recuperado parte de sus sentimientos (aún era obvio que seguía teniendo algunas lagunas emocionales), estaba más irritable e irascible que antes, pero era algo lógico, pues, con su trastorno lo único que solía sentir era un embotamiento que la dejaba neutral ante cualquier molestia.
Tras pensarlo seriamente, había decidido que no iba a pensar en la extraña relación que había surgido entre William y yo hasta después de la nueva misión que teníamos que cumplir, porque quería centrarme por completo. Luego, ya me replantearía seriamente hasta dónde nos iba a llevar esta química explosiva que había surgido del odio, hasta consumirlo de lleno y conseguir que de sus cenizas resurgiera la pasión más pura y radical que nunca había experimentado en mis propios huesos. Además, sabía que Sam tenía razón. Sabes que la próxima vez que lo veas, acabarás tirándotelo, ¿verdad?
Sí, de eso no cabía duda. La corriente que había entre nosotros no iba a tardar mucho más en transformarse en puro fuego. Habíamos estado a punto de permitir que sucediera la última vez. Y lo que podría pasar si volvía a verlo de nuevo me aterraba. Bueno, me aterraba en su mayor parte y me producía una inquietante sensación de expectación y nervios en otra pequeña cantidad.
De cualquier modo, aquella noche estaba más que dispuesta a dejar atrás todos los problemas que poblaban mi vida y la de mi compañera de armas. Esa noche seríamos Katerina y Natasha Kozlov, dos chicas recién llegadas de Rusia a las que nos le había quedado más remedio que usar sus cuerpos para sobrevivir en su nueva vida en una ciudad desconocida.
Incluso teníamos guardadas en los bolsos nuestras identificaciones falsas, con nuestros nombres, una foto de cada una con el atuendo de nuestros personajes y el país y la fecha de nacimiento cambiados.
Sam se había negado a ponerse una peluca, a pesar de que nos habíamos enterado de que nuestro hombre prefería principalmente a las mujeres rubias. Por mucho que le había insistido, había rehusado de hacerlo.
-          Las pelucas me quedan fatal  - había argumentado. – Y hacen que se me enrede el pelo.
-          ¡Pero al tipo solo le gustan rubias!
-          Estoy segura de que después de verme a mí, le apasionarán las pelirrojas – replicó, enarcando una ceja en un gesto de desafío.
Después de eso, había decidido dejarla que hiciera lo que le diera la gana. Yo sí me había puesto una peluca corta y rubia que ocultaba mi larga melena oscura y favorecía mi aspecto de rusa mucho más. La palidez habitual de mi piel también era una gran ayuda.
A las once menos cuarto de la noche, con unos minúsculos vestidos de color negro tapando lo justo y necesario de nuestro cuerpo (un poco menos de lo justo en el caso de Sam) y con una gruesa capa de maquillaje en el rostro, con un estilo prostituta realmente muy logrado, nos encontrábamos frente a la puerta del club Purgatory. Un nombre engañoso, puesto que la gente que iba a él no iba a expiar sus pecados, si no a añadir más a la larga lista de los que ya habían cometido. Su planta superior, abierta al público en general, era un antro oscuro y normalmente casi vacío, en el que borrachos de poca monta se mataban poco a poco en un intento de olvidar sus penas.
Sin embargo, la diversión se encontraba en el sótano, una sala en la que se solían reunir mafiosos y poderosos ricos a los que le gustaba especialmente el vicio, para disfrutar del juego ilegal, de los habanos caros y de las mejores y más desesperadas prostitutas de la ciudad. Ahí era donde entrábamos nosotras, dos chicas recién llegadas que buscaban hacerse un sitio en el negocio del submundo de la ciudad.
Nuestra historia era la común. Pensábamos que al llegar al país se nos abrirían una gran baraja de oportunidades maravillosas, pero habíamos acabado vendiéndonos en las calles para conseguir algo que comer y un lugar donde dormir. Yo era la hermana menor y no entendía ni una palabra del idioma, puesto que mi lengua se limitaba en exclusiva al ruso. Sam, mi hermana mayor, en cambio, había estado trabajando en Rusia para una empresa americana, así que manejaba el inglés con soltura y era la que nos vendía a los dos como un único pack.
Nuestra baza principal se centraba en que, a pesar de que fuera pelirroja y no exactamente el tipo de chica que le gustaba al sujeto que habíamos venido a buscar (él las prefería pequeñas e indefensas, más fáciles de dominar), Sam lo atraería como una mosca a la miel. Él la elegiría a ella por encima de cualquier otra porque aún no había conocido a un hombre en el mundo capaz de apartar la vista de mi amiga súcubo cuando ella entraba en una habitación y mucho menos cuando lo hacía como estaba vestida esa noche, todo curvas y tacones de aguja que resaltaban su figura.
Y cuando nos llevara a un lugar más privado para disfrutar de nuestra compañía, Sam solo tendría que usar su poder de persuasión para extraerle la información que nos habían contratado para encontrar. Aquel hijo de perra había raptado a la hija de uno de los políticos de la ciudad para chantajearle y conseguir que apoyara un proyecto en el que había invertido y que iba contra la ley, por lo cual era imposible que saliera adelante sin.. utilizar para ello trucos especiales. El político, desesperado y muerto de miedo, no podía recurrir a la policía porque, si lo hacía, matarían a su hija. En cambio, había acudido a la organización, y allí lo habían redirigido a nosotras para cumplir su encargo. La buena noticia es que estaba más que dispuesto a pagar lo que hiciera falta para que salváramos a su pobre niña.
Estaba casi segura de haber visto el símbolo del dólar en los ojos de Sam cuando oyó eso.
En general, parecía una misión fácil, pero, por si acaso, habíamos trazado un plan B, buscando salidas de emergencia del local por si teníamos que desaparecer de pronto, quizá como consecuencia de un tiroteo repentino o que descubrieran nuestra tapadera.
En ese momento, estábamos fuera del local, esperando que nos dejaran entrar, junto con otras cuatro chicas de distintas nacionalidades, todas ellas con un atuendo parecido al nuestro, la misma cantidad exagerada de maquillaje e idéntica mirada triste clavada en los ojos. Eran chicas jóvenes, ninguna aparentaba más de unos veinticinco años, pero todas parecían terriblemente cansadas, como si se hubieran hartado de luchar contra una vida demasiado puta que solo sabía joderlas una y otra vez. Se habían resignado a la mierda de su día a día, a los gilipollas de turno que pagaban unos cuantos dólares por meterse entre sus piernas sin ni siquiera preguntar sus nombres, a los cigarros vacíos, el abuso de los chulos, el miedo a la policía. Y a continuar poniendo un pie delante del otro sobre los vertiginosos tacones sin otra razón que vivir un día de mierda más.
Suspiré y aparté la vista de ellas antes de que perdiera el control. Me centré en Sam, que parecía terriblemente disgustada por algo. Fruncía la nariz en una inconfundible mueca de asco, con los labios apretados, sin apartar la mirada de algo. Cuando seguí la dirección de sus ojos, vi que una de las chicas se había encendido el tercer cigarrillo de la noche.
-          Déjalo estar, Sam. No puedes evitar que el mundo siga lleno del humo del tabaco.
-          Lo sé – cerró los ojos y se alejó un poco, huyendo del olor como si fuera una enfermedad peligrosa. – Y encima ahí dentro estaremos encerrada en una habitación atestada de humo. Voy a morirme.
-          Intenta respirar lo menos posible – sugerí, con una sonrisa burlona.
-          Qué graciosa – replicó, mordaz. – Ahora déjame recordarte que no hablas nuestro idioma, hermanita.
Puse los ojos en blanco pero no añadí nada más.
Unos pocos minutos después, la puerta del local se abrió por fin. En el umbral de la puerta apareció un hombre alto, sus hombros tan anchos como para abarcar la puerta entera, y una expresión de tipo duro que no dejaba duda alguna sobre su profesión de matón. La pistola que llevaba en la cintura sobresalía ligeramente y se marcaba contra su chaqueta, un contorno fácil de distinguir.
El matón nos escrutó a todas como si fuéramos piezas de ganado, juzgando la mercancía. Sentí el casi irresistible impulso de escupirle en la cara y de gritarle que aquellas chicas, y nosotras mismas, éramos personas y no juguetes para pasar una noche sin preocupaciones. Pero, por supuesto, me contuve. Era demasiado pronto para empezar a crear problemas.
Después de medio minuto de miradas lascivas que se perdían en los escotes pronunciados y en las piernas de apariencia infinita gracias a la unión de un vestido demasiado corto y unos tacones demasiado altos, finalmente el cabrón asintió y nos indicó que entráramos sin molestarse en decirnos una mísera de palabra.
Sam y yo pasamos detrás de una chica morena de larga melena negra, que se contoneaba de una forma demasiado exagerada para llegar a ser sensual. Cuando Sam entró, una de las manos del matón de la entrada, que se había colocado tras la puerta para observarnos mientras pasábamos al local, se cerró con rudeza sobre el culo de mi amiga. Esta se tensó y vi como sus manos se dirigían en una fracción de segundo al muslo, en donde tenía escondido una pequeña daga, suficiente para rajar la garganta de aquel bastardo. Sin embargo, antes de hacer nada, relajó los hombros y colocó las manos en su lugar. Le dirigió al tipo una sonrisa ladeada y terriblemente sensual, que hizo que él casi se cayera al culo de la impresión, antes de seguir su camino hacia el sótano. Yo la seguí, conteniéndome a mi vez para no situarme tras el matón, rodearle el cuello con las manos y rompérselo en un único y rápido movimiento.
Pero eso estropearía nuestra tapadera. Solo por eso conseguí seguir adelante, aunque me prometí que si volvía encontrarme con aquel capullo, le haría entender por las malas cuál era la manera correcta de tratar una mujer, se dedicara a lo que se dedicara.
Sam había acertado de lleno al decir que la sala estaría llena de humo. Los hombres, cuatro sentados alrededor una mesa de póker y dos en una barra al fondo, no se separaban de sus puros y el humo que emergía del extremo de ellos provocaba que la habitación pareciera estar llena de niebla, puesto que la ventilación era insuficiente, como consecuencia del deseo del dueño de evitar que la policía descubriera el negocio ilegal que ocultaba bajo el bar de arriba. Mi compañera de armas apretó la mandíbula al cruzar la puerta y chocar de lleno con el aroma rancio de la estancia cerrada y estancada. Se detuvo y supe de inmediato que estaba a punto de salir huyendo de allí, movida por los malos recuerdos. Deslicé disimuladamente mi mano hasta la suya y le di un suave apretón para recordarle que estábamos allí y ahora, y que ella no era la niña de ocho años que veía a su madre fumarse cigarro tras cigarro mientras pasaba de un hombre a otro, sin preocuparse jamás por la niña que se escondía en el armario de la cocina.
Al sentir mi contacto, ella asintió levemente, dándome a entender con ese pequeño gesto que era capaz de seguir adelante con nuestra misión. Un instante después, sus labios se extendieron para esbozar una preciosa y sugerente sonrisa que atrajo la atención de todos los hombres de la sala de inmediato. Yo me mantuve en un segundo plano tras ella y me dediqué a analizar la situación aprovechando la distracción que sus habilidades de súcubo me proporcionaban.
Los dos hombres del fondo, sentados a la barra, hablaban mientras bebían whisky. Tenían un aspecto similar al que nos había abierto la puerta, así que supuse que serían matones de algunos de los tipos que jugaban al póker, pero lo suficiente importantes para estar en la sala con sus jefes en lugar de fuera, protegiendo la puerta de cualquier posible intruso. Quizá fueran su mano derecha de seguridad o algo por el estilo, pero, definitivamente, no tenían el poder con el que contaban los cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.
A pesar de que tenían apariencias bastante diferentes unos de otros, los de la mesa coincidían en algo: la exagerada cantidad de dinero sucio que se amontonaba en sus bolsillos. No sabía a ciencia cierta quiénes eran, pues los invitados a la partida de póker semanal no siempre eran los mismos, pero al menos uno de ellos parecía ser jefe de alguna mafia, mientras que los otros quizá fueran simplemente ricos aburridos en busca de emociones fuertes.
Frank Manzella, nuestro hombre, era un empresario italiano corrupto hasta las cejas que había hecho su fortuna inicialmente en su país de origen, prestando dinero y rompiendo piernas de morosos hasta que consiguió el suficiente dinero para mudarse a Estados Unidos. Allí había creado una empresa que, en su fachada, se dedicaba al comercio de electrodomésticos, pero que, en realidad, solía traficar más bien con drogas, mujeres y armas. Tenía una reputación de hijo de puta sin compasión que se había ganado eliminando sistemáticamente a todos los competidores que se metían en su camino y a todos los que se habían atrevido a traicionarlo alguna vez. Aunque, por supuesto, todo habían sido accidentes, con los cuales él no había tenido ninguna relación. La policía andaba tras su culo desde hacía media década, pero aún eran incapaces de reunir las suficientes pruebas para meterlo entre rejas.
Estaba sentado en el lado derecho de la mesa, con un puro entre los labios y una mueca lasciva en el rostro, con los ojos fijos en Sam. Lo cierto es que, si no tenías en cuenta lo podrido que estaba por dentro y toda la sangre que manchaba sus manos, podría ser un hombre atractivo. Pasaba la treintena por uno o dos años y vestía un traje negro claramente hecho a medida.
El resto de prostitutas entraron tras nosotras, todas contoneándose y con la sonrisa pegada a la cara.
-          Mirad, muchachos, hoy sí que estamos bien servidos – gruñó otro de los jugadores, un hombre tan gordo que parte de su cuerpo sobresalía de la silla en la que estaba sentado.
Hizo un ambiguo gesto hacia nosotras, ordenándonos que nos acercáramos. Todas las miradas estaban fijas en Sam porque, desde que había entrado en la sala, había activado el encanto del súcubo. Su cuerpo había empezado a desprender esas hormonas que no se podían percibir de forma consciente, pero que atraían a los hombres irremediablemente. Las mujeres no podían percibirlo en toda su potencia, pero enloquecía al género masculino. Al mismo tiempo, estaba usando su táctica de “inocencia provocativa”, parpadeando lentamente, pasándose las manos por la melena pelirroja, lanzando sonrisas ladeadas.
Era imposible que nadie se resistiera a su hechizo cuando alcanzaba semejante potencia.
Ella pareció dudar un segundo, observando a los hombres de la mesa, como si estuviera planteándose cuál sería mejor objetivo, quién pagaría más para colarse entre sus piernas esa noche y le proporcionaría un mayor beneficio. Se pasó la lengua por el labio superior de esa manera tan condenadamente sensual. Hasta sus tics eran irresistibles.
La verdad es que si no fuera porque la mayor parte del tiempo era un incordio que todos los hombres te miraran como si quisieran desnudarte continuamente y te persiguieran como perritos falderos y desquiciantes, hubiera hecho ya tiempo que hubiera matado a Sam de envidia. Pero, conviviendo con ella día a día, no había tardado en darme cuenta de la terrible pesadez que suponían sus habilidades de súcubo, porque no había un momento en el que simplemente pudiera ser una chica comprando café sin sentir todos los ojos clavados en ella.
Finalmente, Sam sonrió y se dirigió hacia nuestro objetivo y yo, por descontado, la seguí. El resto de las chicas habían estado esperando que ella eligiera, porque sabían que, si elegían al mismo que ella, acabarían teniendo que conformarse con otro y quizá incluso fuera demasiado tarde y otra de las chicas les hubiera robado a su víctima.
-          Hola, preciosa – saludó el italiano cuando Sam se sitúo a su lado. Su larga cabellera le caía sobre los hombros, dejando a la vista retazos de la piel que había debajo.
-          Buenas noches – respondió ella, aumentando su sonrisa de tamaño. Al hablar, su voz se transformó por completo y desapareció todo rastro de la que yo estaba acostumbrada. Ahora hablaba con un perfecto acento ruso, tan real que hasta yo, que sabía que era fingido, había pensado por su segundo que ella debía ser originaria de allí.
Esa era otra habilidad sorprendente de mi compañera. No solo sabía hablar seis lenguas diferentes, sino que además era capaz de imitar con increíble fidelidad los acentos de cada una. La primera vez que habíamos jugado a eso (Sam hacía un acento y yo tenía que adivinar a que país correspondía) me había quedado estupefacta. Parecía que, de repente, la persona que yo conocía hubiera sido sustituida por otra de nacionalidad diferente.
-          Ah, así que no eres de aquí  - Manzella asintió y recorrió su cuerpo de infarto con la mirada, deleitándose en todas las partes importantes. - ¿Quién es tu amiga? – Hizo un gesto en mi dirección; yo continuaba detrás de ella, con la expresión que habíamos ensayado.
Trataba de aparentar ser sensual, pero era incomparable con mi hermana mayor, y siempre había un rescoldo de confusión en mi cara, porque, al fin y al cabo, se suponía que apenas podía entender nada de lo que estaban hablando en la sala.
Sam me dirigió una mirada de reojo, como si casi ni hubiera sido consciente de mi presencia hasta que él lo había mencionado.
-          ¿Ella? Es mi hermana pequeña, Katerina. No habla vuestro idioma, así que va conmigo para que pueda traducirle cuando haga falta – se encogió de hombros. – Uno nunca se libra de los hermanos pequeños, supongo – suspiró. Su voz alargaba y endurecía las erres cada vez que pronunciaba una palabra que incluía ese sonido.
Aunque habíamos practicado en casa muchísimas veces mientras repasábamos el plan, me costó ligeramente que mi expresión no vacilara en ningún momento mientras ella hablaba. Sam, en cambio, parecía no tener ninguna dificultad para interpretar su papel, lo hacía con tanta naturalidad como caminaba o sonreía. Era una actriz nata, probablemente producto de toda una vida mintiendo para sobrevivir.
-          ¿Sois dos por el precio de una? – las cejas del italiano se alzaron con interés, a la vez que una diminuta sonrisa elevaba sus comisuras.
Sam se encogió de hombros.
-          Si tú estás dispuesto a ello, nosotras no tenemos ningún problema – su voz se tornó provocativa y sus ojos ejercieron un poco de la magia de súcubo para acabar de convencerlo de que esa era la mejor opción, un trío con dos preciosas hermanas rusas.
La mirada de Frank Manzella se desenfocó durante un par de segundos, cayendo bajo el hechizo como un pececillo atrapado en una red.
-          ¡Manzella! ¿Vas a seguir jugando o solo vas a tener ojos para esa rusita? – le recriminó otro de los jugadores, esta vez un hombre que rozaba la cincuentena y tenía un tupido bigote castaño que empezaba a tornarse de color blanco por las canas. Parecía malhumorado y le dirigió al italiano una mirada oscura, que desprendía resentimiento, probablemente porque había conseguido a la mujer más atractiva que hubiera visto nunca en lugar de él.
-          Sí, claro. – Nos ignoró a las dos por un segundo, miró sus cartas y luego las de la mesa. Caviló la apuesta y negó con la cabeza. – Paso.
-          Genial – volvió a hablar el gordo. – Esta mano ya es mía.
-          No tan rápido – replicó el último de los jugadores, un chico de unos veintipocos  que era incapaz de ocultar su aspecto de niño rico con propensión a los conflictos. Tenía una de las manos manchadas de un polvillo blanco que podía imaginar que sería cocaína. – Yo voy.
La conversación siguió mientras las apuestas subían cada vez más rápido. La chica morena que había entrado antes que nosotras ya se había sentado sobre las piernas del gordo y le susurraba al oído, haciendo que este sonriera como un idiota. Otra de las chicas se había situado a un lado del cincuentón, que había colocado su mano el muslo de la muchacha. Esta parecía ligeramente asqueada. Las otras dos chicas se habían repartido: una se hallaba detrás del jugador joven, rodeándole el cuello con los brazos y jugueteando con los dedos sobre su pecho, y la otra había ido a hacerles compañía a los dos matones del fondo.
Manzella se giró de nuevo hacia nosotras y nos calibró con la mirada como antes había hecho con su jugada.
-          Sí – musitó al final. – Estoy dispuesto a pagar un poco más por teneros a vosotras dos juntas.
-          Magnífico – Sam le posó su mano sobre su brazo y fue ascendiendo hasta detenerse sobre su hombro. Luego se giró hacía mí y soltó una parrafada completamente incomprensible en ruso, un montón de palabras extrañas que en su boca sonaban como algo misterioso y letal al mismo tiempo. La entonación dura se sumó al acento.
Por descontado, yo era incapaz de responder en ese idioma, porque no sabía ni una palabra, así que asentí con la cabeza. Realmente, no era necesario saber qué me había dicho (lo cual dudaba mucho que fuera realmente una traducción fiable de las palabras del italiano; más bien sospechaba que Sam había dicho algo ridículo por el brillo de humor en sus ojos), puesto que era capaz de entender a la perfección lo que había dicho el italiano en nuestro idioma.
Ahora Manzella tenía la vista sobre mí. Le dirigí una sonrisa ligeramente tímida y me acerqué más a él. La mano de Sam se deslizó ahora por su pecho mientras se movía hasta situarse al lado de las piernas de nuestro hombre. Él colocó su mano en la parte baja de la espalda de ella y descendió un poco más hasta su trasero. Ella no se inmutó, sino que avanzó de nuevo hasta sentarse sobre sus muslos. La mano de él, libre de nuevo, se situó ahora sobre sus muslos desnudos.
La otra mano de Manzella me buscó a mí y se situó también en mi espalda, peligrosamente cerca de la zona prohibida. Me obligué a mantenerme quieta y relajada y a no darle un guantazo en plena cara. Ya estábamos demasiado cerca para tirarlo todo por la borda. Solo tenía que interpretar mi papel un poco más.
La partida continuaba. Finalmente, había ganado el gordo, que se reía estruendosamente mientras recogía sus ganancias. El niño rico maldijo en voz baja y se distrajo hundiendo la boca en el cuello de la chica que seguía a su espalda.
Repartieron cartas de nuevo y el juego se reanudó. Yo me mantuve al lado de Manzella, mi piernas rozando su cuerpo, mientras Sam le susurraba al oído. En cierto momento me di cuenta de que mezclaba comentarios picantes con sus observaciones sobre el desarrollo de la partida, aconsejándole subir la puesta o abandonar a tiempo. Joder, no sabía que supiera jugar al póker, pero, al fijarme más atentamente, me di cuenta de que, desde que se había sentado sobre las piernas de Manzella, este solía ganar la mitad de las partidas o, al menos, perdía mucho menos que los otros. Así que mi amiga también era una maestra de las cartas. Quién lo hubiera dicho.
Unos veinticinco minutos después, mientras la partida subía de tono en un pique entre Manzella y el gordo, uno de los matones me llamó. Miré a Sam con la incertidumbre y una traza de miedo pintado en los ojos. Cuando repitieron el sonido, inconfundible, Sam me hizo una señal para que fuera, recordándome con los ojos que debía mantener mi papel en todo momento. Asentí.
Me alejé de Manzella, aunque este apenas se dio cuenta de mi marcha.
Uno de los matones estaba muy entretenido metiéndole mano a la otra prostituta, pero el que me había llamado parecía aburrido. Me comió por los ojos mientras me acercaba a él y, cuando me detuve, volvió a dirigir su mirada hacia mi rostro.
-          Hola, dulzura – su voz melosa resultaba demasiado dulce para ser creíble. Su pronunciación delataba que procedía de los bajos fondos de la ciudad.
Ladeé la cabeza, fingiendo confusión. Sam me había enseñado lo básico del ruso para saber cómo pronunciar algunas letras, pero, ni de lejos conseguía que se pareciera a su logrado acento.
-          Yo no hablar inglés – balbuceé, esperando que aquel tipo no tuviera ni idea de cómo era en realidad el acento ruso.
-          ¿Ah, no? Vaya. Bueno, podemos divertirnos aun así – esgrimió una sonrisa que, por sí misma, prometía un montón de cosas indecentes. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero lo oculté. Se suponía que yo no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo, al fin y al cabo. Pensé a toda velocidad, luchando por buscar una manera de volver junto a mi objetivo sin acabar teniendo que matar a aquel tipo.
Pero, antes de que tuviera tiempo de salvar mi propio culo, Sam vino a hacerlo, acompañada del italiano. Este se había levantado de la mesa y se acercaba a nosotros, con ella bajo su brazo derecho. Sobre sus ojos había un velo que los volvía nebulosos, lo que confirmó mis sospechas de que Sam había logrado rescatarme echando mano de sus habilidades.
-          Hey, Stevie, ¿estás intentando robar a una de mis chicas? – espetó con un tono burlón en la  voz y una amenaza velada bajo la superficie.
-          Señor, pensé que la suya era la pelirroja – replicó el matón de inmediato, retrocediendo ante el tono de su jefe.
-          He decidido que esta noche voy a divertirme por duplicado. Y son hermanas – sus ojos se iluminaron con perversa felicidad al decirlo.
-          Usted sí que sabe, señor – musitó Stevie, todo rastro de alegría borrado de su rostro.
-          Dile a tu hermana que venga, Natasha. Nos vamos.
Extendió el brazo con el que no estaba rodeando a Sam hacía mí. Esperé hasta que ella volvió a decir algunas palabras en ruso para después acercarme a Manzella, dejando que me rodeara también a mí por los hombros. Stevie se levantó de la silla y nos siguió en dirección a la salida. Manzella había decidido abandonar la partida temprano esa noche. Todo el mundo lo había atribuido a la impaciencia por disfrutar de la hermosa maravilla que había comprado, pero yo sabía que todo había sido culpa de Sam, que lo había convencido para alejarlo de todo aquel barullo y llevarlo a algún lugar donde pudiéramos interrogarlo tranquilo.
Nos dirigimos hacia la salida trasera del club, donde un coche negro y elegante esperaba. Otro de los matones, uno que hasta ese momento no habíamos visto, esperaba apoyado sobre la puerta del conductor, con un cigarrillo entre los labios y cara de aburrimiento. Se sorprendió al ver acercarse a su jefe, acompañado de dos prostitutas, que se apretaban contra su cuerpo y jugueteaban con su pelo y los botones de su camisa.
-          ¿Nos vamos ya, señor Manzella? – preguntó, dubitativo.
-          Sí, Alfred. Esta noche he encontrado una diversión mejor que el póker.
Este asintió y se montó en el coche. Stevie abrió la puerta trasera para dejar entrar primero a Sam, que se reía de algo que había dicho nuestro hombre y que yo supuestamente no había entendido. Luego, entró él, que parecía incapaz de mantener sus manos alejadas del cuerpo del súcubo y, por último, yo.
Stevie cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se sentó en el asiento del copiloto, al lado de Alfred, que arrancó el coche de inmediato.
El trayecto hasta la casa de Manzella fue corto. Alfred encendió la radio y una suave música nos acompañó durante todo el viaje. Los matones permanecieron en silencio durante el camino, tratando de no mirar hacia el asiento trasero, donde Sam y yo, una a cada lado de Manzella, lo seducíamos sin llegar a mayores.
Durante la preparación del plan, Sam me había asegurado que la parte de la incitación correría de su cuenta y yo solo tendría que fingir seguirle el rollo, sin preocuparme excesivamente. No entendí muy bien a qué se refería hasta ese momento, en el que la mano de ella se encontraba peligrosamente cerca de la bragueta de él. La otra se apoyaba en su hombro, mientras sus labios recorrieran su mandíbula con besos rápidos.
Yo pasaba las manos por el pecho de él y le recorría el cuello con mi nariz, en un intento de resultar provocativa sin tener que excederme. No sabía si estaba preparada para hacer lo que Sam hacía, porque mi estómago podía llegar a resentirse, pero aun así traté de actuar de la manera más creíble posible.
El coche se detuvo delante de una verja tras la cual se recortaba contra el cielo nocturno una enorme mansión. Unas cuantas farolas dispersas por el jardín delantero mostraban la fachada, principalmente pintada de distintos tonalidades de negro y marrón y con las columnas exteriores en blanco. Solo por su aspecto y su tamaño, se podía adivinar la enorme cantidad de dinero que debía de tener Manzella.
Alfred sacó el brazo por la ventanilla y pulsó un botón que se encontraba a un lado de la verja. Una cámara enfocó su rostro y luego sonó un sonido similar a un timbrazo corto junto con una vibración y la verja empezó a abrirse. El coche avanzó despacio hasta detenerse al final del camino, cerca de la puerta.
Stevie abrió mi puerta y me apresuré a salir al exterior, seguida por el italiano y Sam. Nos dirigíamos rápidamente hacia la puerta cuando el matón llamó a su jefe, con el rostro más serio y frío que antes. Manzella se disculpó con una sonrisa y se alejó para hablar a solas con su empleado. Mientras tanto, Sam y yo nos quedamos solas. Nos acercamos lo suficiente para hablar en susurros que nadie más pudiera escuchar.
-          Todo parecía ir bien, ¿verdad? – murmuré. De repente, la sensación de que algo iba mal se había asentado con fuerza en mi estómago y sentía la necesidad de salir corriendo, pero no había nada que justificase esa reacción. Nuestro objetivo estaba encantado con nosotras y deseoso de tenernos solas para él, momento en el que le extraeríamos toda la información que necesitábamos antes de largarnos a toda pastilla de aquel lugar.
De fondo, oí voces hablando, nuestro objetivo y su matón, mientras que el otro se comunicaba por una radio. Pero no pude entender nada de lo que decían, a pesar del silencio de la noche.
-          Eso parece. Manzella es un capullo, pero eso beneficia a nuestra causa – arguyó con una mirada de desprecio en su dirección.
-          Sigamos con el plan, ¿vale?
-          Ajá. Ahí viene.
Me callé rápidamente. Él volvió a rodearnos, esta vez sus brazos en torno a nuestra cintura mientras caminábamos en dirección al interior de la casa. Sin embargo, algo había cambiado. Quizá su sicario le había comunicado una mala noticia que no tenía ninguna relación con nuestra presencia, pero eso solo contribuía a aumentar la sensación de inquietud que burbujeaba dentro de mí. Me esforcé en mantener la calma y me preparé para luchar en caso de que fuera necesario, pero esperando fervientemente que no.
Sam parecía tranquila, como si no percibiera nada inusual, pero la conocía lo suficiente para saber que podía estar fingiendo y nadie lo sabría.
Stevie y Alfred nos pisaban los talones cuando franqueamos la enorme puerta de entrada. Manzella nos condujo por un largo pasillo y giró un par de veces, bajando unas escaleras, hasa llegar a otra sala. Entró por unas puertas dobles de metal, en una sala completamente a oscuras. Tras nosotras, los miembros de la seguridad personal del italiano entraron también y luego cerraron a su espalda.
Entonces, alguien accionó el interruptor de la luz.
Cinco hombres armados nos apuntaban desde el centro de la habitación, que parecía una especie de almacén. Las paredes estaban lisas y vacías y la sala carecía de mobiliario, a excepción de un sillón y unas cuantas estanterías, de cuyos cajones prefería desconocer el contenido.
Manzella separó sus brazos de nuestros cuerpos y caminó con paso tranquilo hasta sentarse en el sillón. Sus hombres, serios, letales, no bajaron sus armas, cuyos cañones estaban dirigidos al unísono contra nosotras. También podía presentir la presencia de los otros dos custodiando la puerta a nuestra espalda.
En el breve espacio de tiempo en el que Manzella recorrió el trecho hasta el sillón, yo revisé rápidamente la habitación buscando salidas alternativas. Había otra puerta, pero estaba en la otra punta de la sala, al menos a diez metros de nosotras, y parecía probable que estuviera cerrada con llave. No había ventanas.
Sam, en cambio, se encargó de sopesar a nuestros enemigos, que se alineaban frente a nosotros, pues ya había valorado a los dos de nuestra espalda durante el tiempo que habíamos tardado en llegar. Frunció los labios, pero no dijo nada. No parecía satisfecha, pero era difícil decirlo con seguridad mirando su rostro impasible.
-          ¿Qué está pasando, Manzella? – espetó, aun manteniéndose en papel. La voz no se alteró, permaneció calmada, aunque ahora recubierta de un ligero ácido a causa de la bienvenida que habíamos recibido.
-          Eso mismo iba a preguntaros yo a vosotras, chicas.
-          No lo entiendo – replicó Sam con ferocidad.
Manzella se recostó sobre su asiento y nos dirigió una sonrisa burlona y cínica. Entrecruzó los dedos de las manos y apoyó la cabeza sobre ellas, con la crueldad cincelada en su rostro.
-          No soy tan estúpido como pueda parecer. Si lo fuera, no habría logrado ni la mitad de lo que tengo – su voz se endureció. – ¿De verdad creíais que lograrías entrar en mi casa, así, por las buenas? No soy tan descuidado. – Hizo una leve pausa, acrecentando la tensión del momento. Yo tenía el cuerpo rígido, con el miedo haciendo que mi corazón latiera a mil por hora. – En mi coche tengo un dispositivo capaz de rastrear la señal que emiten los transmisores que lleváis encima. Así que, decidme, ¿para quién coño trabajáis?
Sam y yo compartimos una única mirada. Stevie y Alfred colocaron los cañones de sus armas en la parte trasera de nuestras cabezas, esperando la señal del jefe para meternos una bala en el cerebro. Me encogí al sentir el frío metal contra mi cabeza, pero no mostré ninguna otra señal de debilidad. Sam permaneció tan inmutable como de costumbre, toda ella en perfecto control a  pesar del peligro de la situación.
Lentamente, se giró hacia el italiano mientras sus labios se curvaban en una sonrisa cruel.
-          Eres mucho más listo de lo que yo pensaba, Manzella – su voz abandonó el acento ruso que llevaba fingiendo la última hora y volvió a ser la misma de siempre.
Por toda respuesta, él se rio.
-          Debí suponer que hasta el acento era falso. Pero lo cierto es que es bastante bueno.
Ella se encogió de hombros.
-          Años de práctica.
Lanzó una breve mirada a su alrededor y su expresión se tornó letal.
-          ¿Para quién trabajáis? – repitió Manzella. Su rostro se había quedado nuevamente serio, convirtiéndose en el temido hijo de perra del que tanto habíamos oído hablar, ese que no tenía ningún remordimiento o conciencia, que estaba dispuesto a matar a quien fuera para seguir enriqueciéndose.
Pero el problema de Manzella era que aquella noche se había topado con una persona que tampoco conocía acerca de culpas o miedos. Sam se mantuvo impertérrita, su expresión vacía de toda emoción excepto la amenaza que brillaba en sus ojos.
-          Hagamos un trato, ¿qué te parece? Tú y tus hombres bajáis las pistolas y nos dejáis ir y todos salimos vivos de esta.
-          ¿Y si no? – preguntó Manzella, nuevamente divertido. Estaba claro que un hombre como él no consideraba ningún peligro a dos chicas desarmadas y le resultaba gracioso la confianza que demostraba mi compañera.
-          Si no, todos tus hombres morirán. Y tú acabarás bastante mal parado – ladeó la cabeza.
Ante esa clara amenaza, todos los hombres de la sala rompieron a reír estrepitosamente. En cambio, nosotras nos mantuvimos calladas, evaluándolo todo con ojo crítico.
-          Ocúpate del comité de bienvenida. -  Susurró Sam en mi dirección, en una voz tan baja que se perdió bajo el sonido de las risas de los hombres, pero yo la oí con claridad porque estaba esperando su señal. Asentí con la cabeza levemente para que ella viera que la había oído y me preparé para atacar.
Sabía que aquella vez no había lugar para la piedad ni para la duda. Tenía que liquidarlos rápidamente y de forma limpia para evitar que alguna de sus balas perdidas le diera a Sam. El comité de bienvenida, como ella los había llamado, eran los cinco tipos que estaban esperándonos cuando entramos en la sala. Decidí empezar por la derecha.
-          ¿Qué decides, entonces? – Sam elevó la voz para hacerse oír.
Manzella negó con la cabeza, aun con la sonrisa en sus labios. Sus hombres iban recuperando poco a poco la seriedad, sin dejar de apuntarnos en ningún momento.
-          Tenéis cojones, hay que reconocerlo. Pero estáis jodidamente locas.
-          Supongo que eso es un no – Sam le dirigió una dulce sonrisa que escondía una gran perversidad. – Lástima.
Con un movimiento fulgurante, extrajo las dos dagas que llevaba bajo el vestido, una en cada muslo, sostenidas por los ligueros. Sin esperar a ver cómo mataba a Stevie y Alfred, desmaterialicé mi cuerpo y me moví a toda velocidad hasta situarme en medio de los dos hombres de Manzella que estaban más a la derecha. Materialicé los cuchillos que llevaba enganchados en la muñeca y se los clavé a ambos en el cuello, tan profundamente que no les dio tiempo ni a disparar una vez antes de caer al suelo, con la sangre manando profundamente de la herida y tiñendo el suelo de rojo.
Los otros tres habían disparado ya, pero no me paré a comprobar que Sam estaba bien. No había tiempo ahora. Me encaré hacia ellos, que se volvían su vez hacía mí, incapaces de comprender cómo me había desplazado tan rápido, cómo había desaparecido del sitio donde estaba para aparecer de repente allí y asesinar a sus dos compañeros.
Moviéndome más rápido de lo que el ojo humano es capaz de captar, lancé uno de los cuchillos, que se clavó entre los ojos del siguiente que estaba más cerca de mí, el cual también cayó muerto de inmediato a mis pies. Tres menos.
Con el único cuchillo que me quedaba en las manos, volví a desmaterializarme. Oí los gritos de terror de los dos que quedaban al verme desaparecer de nuevo. Había una distancia de unos cinco metros entre ambos y volví a reaparecer justo en medio, pero permanecí en un estado semicórporeo. Al verme resurgir de la nada, los dos apuntaron con sus armas hacía mí y dispararon sin cesar, descargando el cargador en un vano intento de alcanzarme. Cerré los ojos al sentir el movimiento de las balas al atravesarme y estrellándose un segundo después contra el otro asesino, matándose mutuamente en su tentativa de herirme a mí.
Una vez muertos los cinco, tirados a mis pies, volví a centrarme en Sam. También había liquidado con facilidad a los dos que estaban a nuestra espalda y no parecía herida. Suspiré de alivio al verla lanzarme una sonrisa a través de la sala. Tenía el rostro manchado de sangre, pequeñas gotitas en sus mejillas, en su frente y salpicando sus brazos desnudos. Las dos dagas chorreaban el mismo líquido rojizo, cayendo sobre los charcos que se formaban en el suelo, bajo sus pies. Stevie tenía un enorme tajo en la garganta, rápido. Probablemente había sido el primero en morir, por encontrarse más cerca de Sam. Por los numerosos agujeros de bala que había en su pecho, supuse que luego ella lo había utilizado como escudo humano para refugiarse de las balas que le había disparado el comité de bienvenida antes de que acabara con ellos.
Alfred había peleado más, de ahí que su muerte hubiera sido más lenta. Tenía un corte en la cara, bajo el ojo izquierdo, y varias puñaladas en el pecho y el estómago. Sin embargo, aun respiraba, aunque por el estado en el que se encontraba, estaba claro que no le quedaban más que unos pocos segundos de vida.
Tras intercambiar una mirada, Sam y yo asentimos al mismo tiempo, satisfechas con el resultado. Había sido una carnicería mayor de lo que habíamos esperado, pero estábamos ilesas a pesar de que habíamos estado en desventaja numérica.
Después de ese breve momento de alivio, volvimos a centrarnos en nuestro objetivo. Frank Manzella estaba sentado aun en su sofá, con los ojos abiertos como plato y la ropa manchada de la sangre que había llegado hasta él mientras matábamos a sus subordinados. Parecía estupefacto, incapaz de reaccionar ante tanta violencia, a pesar de su larga carrera como criminal. Supongo que nunca había visto a dos miembros de Tánatos en acción: brutales, eficaces, frías y letales.
Todo había sido culpa suya y de sus aparatitos. Si hubiera seguido al pie de la letra nuestro plan, nadie hubiera tenido que morir esa noche. Solo habríamos conseguido la información que buscábamos y nos habríamos largado sin causar ningún problema.
Sam se limpió la sangre de la cara, pero en lugar de quitársela, solo consiguió extenderla más por su cara, haciendo que pareciera aún más mortífera que antes, un rostro de ángel que ocultaba mucha oscuridad en su interior.
-          Te lo advertí, Manzella. Deberías haberme escuchado.
-          ¿Qué… qué sois? – inspiró hondo, aterrado. - ¡Monstruos!
Sam se lo pensó un momento y luego me miró, antes de estallar en carcajadas. Eso, sumado al rojo de la sangre que había derramados sobre su cuerpo, aun con el corto vestido y los tacones de aguja, el maquillaje ligeramente corrido, le dio la apariencia de una psicópata demente, lo que asustó aún más al italiano.
-          Creo que esa es una de las mejores definiciones que he escuchado de mí – asintió.
-          Supongo que nadie es capaz de ver mejor a un monstruo que otro monstruo – repliqué con voz afilada. – Y tú, Manzella, has cometido demasiados crímenes para juzgarnos a nosotras, ¿no crees?
Él me miró por encima del hombro. Su rostro estaba cada vez más pálido, como si hubiera visto a un fantasma aparecer de repente. Quizá, para él así fuera. Quizá creía que éramos las musas de la justicia que veníamos en busca de venganza por todos los que había matado, por todo lo que había destruido y todo el sufrimiento que había causado. Era una bonita manera de vernos, pero nada más alejado de la realidad.
Me situé a su espalda y le coloqué el cuchillo que seguía en mi mano sobre el cuello.
Sam se acercó también hasta detenerse frente a él, Se acuclilló para que sus rostros quedaran a una altura similar, sus labios ligeramente curvados para esbozar una sonrisa diabólica. Sus ojos brillaban. Se lo estaba pasando en grande aterrorizando a aquel hijo de puta sin corazón. Tampoco yo podía decir que estuviera pasando un mal rato, la verdad.
-          Bien, Manzella. Ahora sí vas a ser bueno, ¿verdad?
Él asintió de inmediato con la cabeza, deseoso de hacer cualquier cosa que le dijéramos para salir con vida de esta. Aunque había pocas probabilidades de que saliera de aquella habitación sobre sus piernas teniendo en cuenta todo lo que había visto.
-          Muy, muy bien – ronroneó Sam. Sus ojos empezaron a ejercer su magia sobre el italiano, que poco a poco fue cayendo en la trampa mortal del súcubo. A pesar de todo lo que había pasado, no podía evitar sentirse atraído hacia el poder que emanaba de Sam. – Dinos lo que queremos saber y nos iremos, ¿de acuerdo? – su tono dulce acabó de atrapar a Manzella, que asintió lentamente con la cabeza, ya con el juicio completamente nublado y bajo el hechizo del súcubo. – Perfecto, buen chico. Ahora, dime, ¿dónde está la chica que raptaste?
-          ¿La hija del político? – musitó Manzella, en voz baja e hipnotizada. Sam asintió y esbozó a una sonrisa amigable, totalmente falsa. – Está en uno de mis almacenes, en la calle Blackstone, número 15.
-          ¿Hay más de tus amiguitos por allí? – mientras hablaba le pasó las manos por el rostro, para mantenerlo cautivo y que su mente no se liberara aún. Teníamos que conseguir toda la información. Alejé la daga del cuello del italiano, puesto que ya no hacía falta para mantenerlo controlado.
-          Unos cuantos guardias, nada más.
-          Genial. Lo has hecho muy bien, Manzella.
Sam se puso en pie de nuevo, mirándome a mí con expresión satisfecha. Habíamos cumplido con nuestro trabajo. Sentí como me iba llenando el orgullo y la tranquilidad de haber cumplido la misión sin demasiados percances.
Pero me adelanté al creer que todo sería tan fácil; la vida rara vez lo es. Debería haber esperado a salir de allí ilesas antes de empezar a alegrarme, a sonreír como una niña y a creer que, por una vez, todo iba salir bien.
Porque justo en ese momento, el sonido de un arma al ser disparada rompió el silencio en el que nos encontrábamos. Me giré a toda velocidad, buscando el lugar del que procedía, intentando determinar la dirección de la bala que ya se hallaba en el aire buscando un cuerpo el que impactar.
Alfred, apenas con vida, había conseguido alcanzar su pistola. Se había arrastrado hasta ella mientras charlábamos con su jefe y había apuntado y disparado antes de que ninguna de las dos nos diéramos cuenta de que todavía no había muerto.
Me desplacé a toda velocidad hasta quedarme a su lado, arrodillada en el suelo, y le clavé el cuchillo entre los ojos antes de que le diera tiempo a disparar una sola bala más. Lo último que vio antes de morir fue mi rostro, rígido de rabia, con los ojos llenos de una cólera fría capaz de aniquilarlo todo a su paso. No titubeé, no consideré la posibilidad de permitirle permanecer con vida. Aquella noche la parte de mí moral y guiada por su consciencia se hallaba desaparecida y me había convertido en la cruel asesina que habían tratado de sacar a la superficie durante mis cuatro años de entrenamiento en Tánatos.
Manzella gritó y cuando me volví hacia él, sus ojos parecían a punto de salir de sus órbitas. Me contemplaba con un terror instintivo ante lo desconocido, una vez roto el hechizo debido al ruido estridente de la pistola al ser disparada.
Pero eso no me importó. No le presté atención a Manzella mientras se encogía de pánico en su sillón, tratando de desaparecer. Mis ojos buscaron de inmediato a Sam. Por un segundo, pensé que todo iba bien, pero entonces vi la expresión en su rostro. Tenía los ojos muy abiertos, aun con la sangre manchando su rostro.
-          Myst… - susurró, su voz rompiéndose en esa única sílaba.
Clavó la mirada en mi cara antes de que sus ojos descendieran hasta el lugar donde la bala acababa de atravesar su cuerpo, cerca de la zona donde se encontraba el esternón. Lentamente, como en un sueño, de la herida empezó a manar sangre, demasiado roja, demasiado real. Sam se cubrió la herida con la mano y la sangre se escurrió entre sus dedos.
Como a cámara lenta, con el cuerpo inmovilizado por el terror más absoluto que jamás había sentido, vi cómo Sam caía lentamente de rodillas en el suelo. Volvió a levantar el rostro hacía mí, en sus facciones cincelado un miedo tan real como el mío. Y entonces, grité.




(Aviso de cambios: he decidido renombrar al personaje del licántropo y a partir de ahora será Kai. Además, Sam no tiene el cabello rubio rojizo, sino pelirrojo. Estos cambios ya están en las entradas originales, pero aun no los he actualizado en el blog. Iré haciéndolo cuando pueda).