(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


miércoles, 13 de noviembre de 2013

My last hope is you.

                                                                                                          

18/Noviembre

Annalysse Tyler (Myst)  



Aquella noche no dormí. Pasé cada minuto insomne con los ojos clavados en el techo de aquella habitación desconocida, contando cuántos segundos faltaban para que amaneciera de una puta vez. Podía oír la respiración de William cerca, muy cerca, acostado junto a mí, y no sabía con certeza qué me hacía sentir eso, no sabía nada más allá del dolor que amenazaba con ahogarme. Me había quedado sin lágrimas y ahora solo estaba ese hueco enorme, un vacío donde antes estaba mi corazón, que emanaba frío y desesperación y se propagaba poco a poco. Cada vez que cerraba los ojos, veía a cámara lenta el arma disparándose, la bala atravesando en silencio la habitación, la cara de Sam cuando había mirado el agujero en su pecho. El miedo, tan real como ninguna otra emoción que nunca hubiera visto en su rostro, una réplica del mío propio. Y la sangre, manchando de rojo el habitual negro que se ocultaba tras mis párpados cerrados. El sonido del arma disparándose era un bucle en mis oídos, aunque sabía que ya hacía mucho que el eco real se había extinguido. Pero mi mente seguía replicándolo una y otra vez, torturándome en el pesado silencio de la noche, donde todas las personas normales, todas las personas que no se jugaban la vida en alocadas y aterradores misiones para sobrevivir, dormían.
En cierto momento, en aquella eterna madrugada que no quería acabar, William se removió en sueños y su cuerpo giró hasta chocar con el mío. Apoyó la cabeza en mi brazo y me rodeó con el suyo, atrayéndome hacia su cuerpo. Durante un segundo, estuve a punto de apartarme con cuidado y alejarme, permitiendo que el muro que había creado entre nosotros permaneciera intacto. Pero… era tan cálido. Tan humano. Tan normal en un mundo como el mío, donde parecía que todo estuviera al revés. Era como volver atrás en el tiempo, a los años cuando era una chica que quería estudiar alguna filología para acabar buscando un huequito en el mundo editorial y que ni siquiera se planteaba acabar robando por ahí o interrogando a mafiosos peligrosos. Supongo que eso, esa reminiscencia de quién había sido, fue lo que hizo que acercara mi cuerpo al de William y dejara que mi respiración siguiera el compás tranquilo de la suya, permitiendo, sin darme cuenta, que el muro empezara a agrietarse. Estaba rompiendo tantas reglas… y sin embargo, esa noche, en ese momento en el que temía que mi hermana de armas podía estar muerta, no importaba demasiado trasgredir mis propias reglas, aunque eso me volviera una estúpida. Era tan reconfortante. Por un momento, me dejé llevar por la ilusión de que perdiéndome entre sus brazos, las cosas malas jamás podrían dar conmigo. Que por la mañana no recibiría una llamada desgarradora que me arrebataría lo más importante que tenía: “no he  podido salvarla. Está muerta”.
Así fue cómo me encontré con el amanecer, esperando y deseando al mismo tiempo que el teléfono nunca sonara.
Maldita sea, ¿iban a seguir muriendo todas aquellas personas a las que quería?
William se despertó poco después de que el sol volviera a iluminar nuestra ciudad, dando paso a un nuevo día. Me apartó levemente de mis lúgubres pensamientos, aunque siguieron revoloteando al fondo de mi consciencia, preparados para atacar de nuevo desde que tuvieran ocasión. William restregó su nariz contra mi clavícula sin despertarse del todo, en ese estado semiconsciente en el que el mundo es más bello, en el que las cosas no son del todo reales, pero tampoco del todo producto de nuestra mente. Lentamente, abrió los ojos y me lanzó una mirada soñolienta que me hizo sonreír ligeramente. Tal y como estaba, parecía un niño pequeño desorientado, parpadeando lentamente para tratar de regresar a la realidad, despeinado y con la barba empezando a nacer en sus mejillas.
-          Sigues aquí – murmuró; su voz sonó pastosa por el sueño. – Pensé que cuando abriera los ojos, no estarías. Y que entonces descubriría que todo había sido un bonito sueño.
Negué lentamente con la cabeza. Su voz sonaba más ronca de la habitual. Seguíamos estando muy cerca, su cara a escasos centímetros de la mía, su respiración provocándome escalofríos al impactar sobre mi piel.
-          No tienes tanta imaginación.
Él se rio y se apartó un poco de mí, quedando en su lado de la cama. Al marcharse, se llevó su calor con él y lo eché en falta de inmediato. Vuelve, estuve a punto de pedirle, no dejes de tocarme. Pero me mordí la lengua antes de que las palabras escapasen de mis labios. Pronunciarlas hubiera supuesto acabar de derrumbar por completo la barrera de protección que me mantenía a salvo de él, de su voz, de su mirada cálida, de su consuelo. De acabar enamorándome de él como una tonta, de dejar que se me colara dentro y me volviera un blanco fácil.
Sus dedos me acariciaron con cuidado la cara, siguiendo el contorno de mis ojeras, mientras componía una mueca de preocupación.
-          No has dormida nada, ¿verdad?
Cerré los ojos. De pronto me sentía terriblemente cansada, como si todos los momentos agotadores de las últimas semanas hubieran caído de repente sobre mí, aumentando la gravedad solo en el lugar donde yo estaba, lastrándome hacia el fondo.
-          No he podido. Demasiados malos pensamientos – musité.
Sentí que su mano ascendía lentamente por mi cara, provocándome un cosquilleo sobre la piel de la zona que tocaba, hasta que la enterró en mi pelo. Luego, sentí sus labios contra él. Se desplazó lentamente y depositó otro beso suave en mi frente, y otro más en mi mejilla.
-          Si estuviera muerta, lo sabrías. – Susurró junto a mi oído con voz queda. Me besó suavemente el cuello y después se apartó.
Me giré hacia él y fruncí los labios. Estábamos frente a frente en su cama extra grande.
-          ¿Cómo? ¿Con una intuición mágica? – no pude contener la sorna, pero detrás de ella se escondía la desesperación que me embargaba por dentro por cada segundo que pasaba y no tenía noticias de Sam.
-          No. Porque si hubiera muerto, seguro que te habrían avisado, ¿no? – Miró mi móvil, que estaba sobre la mesilla de noche. – Las malas noticias vuelan mucho más rápido que las buenas, te lo aseguro.
-          Sí. Eso es verdad.
En el silencio que siguió a mis palabras, ambos nos observamos sin mover ni un solo músculo. Los dos pensando en lo que habíamos dicho, y también, en lo que habíamos hecho. En qué coño iba a pasar ahora.
Sabía que él se preguntaba cuánto tardaría yo en salir huyendo convertida en simple humo blanco, algo que él nunca podría detener por mucho que luchara.
Yo también me lo preguntaba.
Pero lo cierto es que no quería irme, porque no sabía de ningún otro lugar en el que refugiarme. Prefería su compañía a la soledad cargada de dolor que había en mi apartamento. Al menos, estando con él, conseguía… distraerme. Aunque al hacerlo estuviera poniendo en riesgo los cimientos de todo lo que había construido durante los últimos cuatro años.
Lentamente, de algún modo, nos acercamos el uno al otro. Era como si ninguno se estuviera moviendo o lo estuviéramos haciendo los dos, la atracción entre nosotros nos juntaba. Enterré la cabeza en su pecho desnudo y suspiré. Él apoyó su mentón sobre mi pelo y me rodeó con los brazos, apretándome contra sí. Pero no había nada sexual en ese momento, a pesar de que los dos estuviéramos desnudos en su cama. Era mucho más profundo que el mero contacto físico en busca de un placer momentáneo. Era más que dos cuerpos satisfaciendo una necesidad básica.
Era una promesa sin necesidad de palabras, el encuentro de mi pánico con su consuelo, la seguridad de un mundo en el que solo estuviéramos nosotros, sin nadie tratando de destruirlo todo, una burbuja privada compuesta por ese instante.
Y, justo en el momento en el que mi última barrera se desplomó, en el que mi corazón quedó desprotegido y al descubierto, el teléfono rompió el silencio con su estruendoso sonido.
Me lancé sobre él, aterrada y aliviada a la vez. El nombre que se leía en la pantalla me encogió el corazón. Descolgué a toda velocidad, a punto de sufrir un infarto.
-          ¿Sam? ¿Sam, eres tú? – Por favor. Por favor, que no esté muerta.
-          ¿Myst? Sí, claro que soy yo. ¿No reconoces mi número?
No pude retener las lágrimas de pura felicidad. Era ella. Sin duda, era Sam, con su voz despreocupada habitual. Una sonrisa enorme se extendió por mi rostro.
-          Por supuesto. Pero pensaba que estabas muerta. – Esta vez las palabras salieron con facilidad. Bromear con Sam era como respirar: sencillo, natural.
-          ¿Por una bala? – profirió una exclamación ofendida. – Por favor. Deberías saber que hace falta mucho más para matarme. Soy como Lobezno, ¿recuerdas?
-          Creo que hay algunas diferencias. – Repliqué, pero me reí. Estaba viva. El pecho estaba a punto de estallarme de las ganas que tenía de gritar de alegría.
-          Claro, yo soy mucho más sexy. Y femenina. Pero no le diría que no a Hugh Jackman – emitió un suspiro dramático.
Volví a reírme, esta vez a carcajadas. Era incorregible, pero nunca, nunca jamás quería que cambiara ni una pizca. Era justo el complemento que necesitaba, la contrapartida a toda la oscuridad que había en mi vida.
Cuando me giré hacia William, vi que me devolvía una sonrisa tan grande como la que yo tenía pegada a la cara. Ahora estaba sentado en la cama, sus ojos brillando de alegría y diciéndome en silencio “¿ves? ¿Ves cómo a veces las cosas sí salen bien?”.
Bueno, quizá ahora tenía más de un punto de luz en mi vida. Porque, estando con William, sentía resurgir dentro de mí un sentimiento que había querido enterrar para siempre, porque podía ser más devastador que ningún otro, aunque era, sin duda, una de las más bellos. Porque podía hacerte volar o destruirte por completo.

Esperanza. 





La entrada no está completa, no he tenido tiempo de terminarla. Espero que no te importe que mi regalo sea solo la primera parte, pero te prometo escribir el resto pronto.
Feliz cumpleaños, Irene. Te diría que te dedico esta entrada, pero en el fondo, te las dedico todas. Sin ti, haría mucho tiempo que habría abandonado esta historia, dejándola en una carpeta olvidada, o directamente la hubiera borrado. Si Myst, Sam, William, Kai, Jack y todos los demás siguen vivos, y si algún día se trasladan a las páginas de un libro (y creo que nada me haría más feliz) es gracias a ti.
Muchas, muchísimas gracias por leer cada capítulo y por decirme que merece la pena seguir subiendo entradas incluso cuando yo misma no lo pienso. Por decirme tu opinión y obligarme a no abandonar cuando me vuelvo demasiado perezosa o me desanimo. 
Hace poco que esta historia, nuestra historia (sí, en cierto modo también es tuya) cumplió un año. Y, con un pelín de suerte, puede que antes del próximo ya haya encontrado su final. Supongo que lo descubriremos juntas.
Cumpleaños feliz (ah, y no te olvides: sobreviviremos).

domingo, 6 de octubre de 2013

Cuando estar cabeza abajo empieza a parecer lo correcto.


18/Noviembre

Samantha Petes (Nox



Había un par de minutos al día en los que casi podía perderme por completo en el mundo de mi subconsciente, no del todo despierta pero tampoco dormida por entero. En esos instantes, flotaba en medio de la nada del mundo, como si todo a mi alrededor fuera agua o estuviera en una zona de gravedad cero, y podía sentirlo todo, sentir la vida despertándose, el movimiento, la vibración del nuevo día que comienza de una forma abstracta e irracional. Durante ese par de minutos dejaba de ser yo para convertirme en parte del mundo, fusionada con todo lo que me rodeaba, latiendo al ritmo que marcaba la vida.
Durante ese par de minutos al día, era tan humana como cualquiera y, al mismo tiempo, una parte más de la naturaleza.
Y luego me despertaba y la realidad me abrumaba, con mi corazón estático y mis sentimientos a bajo volumen. Esa mañana, cuando abrí los ojos, al principio no me di cuenta de la diferencia. Me restregué los ojos y me acurruqué debajo de las sábanas cálidas. Pero cuando me fijé mejor, vi que aquellas sábanas no eran las mías, que aquella cama no olía como la mía y que la habitación en la que me había despertado ni siquiera se parecía a la que tenía en el apartamento que compartía con Myst. En esta, las paredes estaban pintadas de un simple color marrón, con solo un cuadro (un perro corriendo detrás de un frisbee) rompiendo la monotonía unicolor. Había un armario al lado de la única ventana, cuyas persianas estaban corridas, impidiendo entrar a la luz del sol y, por tanto, dejándome incapacitada para determinar qué hora era. En la mesilla de noche junto a mi lado de la cama no había reloj, solo una figura de un lobo aullando.
Un lobo.
Eso fue suficiente recordatorio para mi mente aun soñolienta. De golpe, aparecieron en mi mente las imágenes de la noche pasada, en una rápida sucesión. La misión, el club lleno de humo en el que estaban los tipos malos y nuestro objetivo, sus asquerosas manos sobre mi cuerpo, su horrible aliento a tabaco, su mirada lasciva. Un escalofrío me recorrió al rememorar la sensación de sus labios tocándome y tuve que contenerme para no correr hacia la ducha más cercana para eliminar cualquier rastro que pudiera quedar, por pequeño que fuera.
Aquella noche había tenido que volver a ser la chica que usaba su cuerpo para lograr lo que deseaba, un maldito objeto que todos los hombres deseaban poseer. Como si no fuera una persona, solo un trofeo del que alardear. Pero así es como las chicas guapas se ganan la vida, Samantha. Y nosotras somos mejores que ninguna. Las palabras de mi madre resonaron en mi cabeza con la misma claridad que si acabara de susurrármelas al oído. Recordaba perfectamente el día que me lo dijo, sus labios pintados de rojo, el vestido corto, el escote pronunciado y los tacones. Puedes tener a todos los hombres bailando al son que tocas. Solo tienes que saber usar tus habilidades de súcubo. Así era ella, usando a los demás y haciendo daño solo para satisfacer sus necesidades egoístas. Y en eso me había convertido la noche anterior, pero, al menos, yo lo había hecho por salvar la vida de aquella pobre chica…
¿Lo habíamos conseguido? Joder, me habían disparado. El recuerdo del dolor me hizo estremecerme, casi hasta volver a sentir la bala atravesándome de nuevo, dejando un agujero en mi pecho. Tanta sangre, tan caliente, empapándolo todo… ¿Por qué no estaba muerta?
El lobo…
Me levanté de golpe, quedando sentada en aquella enorme cama desconocida.
Contuve un gemido cuando la memoria acabó de llegar y mi desorientación se extinguió como un fuego apagado. Myst me había llevado a su piso, sin duda, sabiendo que podía curarme si me alimentaba y que él estaría más que dispuesto. Y dios, cómo me había tocado. Aun sentía sus dedos sobre mi piel, acariciando, explorando, perdiéndose por todas partes. Me había incendiado por dentro y me había alimentado mientras yo me aferraba a su espalda, con las garras clavadas en su carne para que no se marchara jamás. El súcubo se había dado un festín… hasta que me había curado por completo, y luego había dormido como si estuviera en coma, hasta ese momento.
Pero, ¿qué había pasado con el lobo?
Me giré lentamente, en parte temiendo lo que podía encontrarme. Allí estaba, al otro lado de la cama, su enorme cuerpo desnudo tapado con la sábana. Pero estaba… tan quieto. Demasiado quieto. El pánico nació a la altura de mi estómago y se extendió rápidamente a todas partes, hasta que no sentía nada más que el enorme miedo que me embargaba por completo.
Coloqué la mano sobre su espalda, esperando que se moviera al sentirme, pero no reaccionó. Siguió completamente quieto. Como… si estuviera muerto.
Un sollozo escapó de mis labios entreabiertos. No, otra vez no. Esta vez no, supliqué, aunque ni siquiera sabía si alguien podía escuchar mis plegarias silenciosas.
No era posible, ¿verdad? Pero… yo tenía tanta hambre la noche anterior… Y me había alimentado de parte de su energía vital apenas un par de días antes, por lo cual él tenía menos fuerza de lo normal, así que… quizá sí… quizá yo lo había matado de verdad.
Me abracé a mí misma, mientras otra emoción me embargaba. Aun andaba falta de práctica en el campo de los sentimientos, pues llevaba demasiado tiempo flotando en la nada absoluta de la insensibilidad, por lo que tardé un poco en reconocer qué era lo que me nublaba la vista y me hacía sentir la persona más miserable del mundo. La enorme culpa de haber sido la causante de la muerte de la única persona que había estado dispuesta a quererme, aparte de mi difunta abuela y de mi compañera de piso. Sí, probablemente lo que quiera que Kai había sentido por mí se basaba más en su parte animal que en la razón, pero… había sido la primera vez que casi había creído que podía ser normal desde que era niña. Una vida normal, alguien con quien dormir más de una noche, alguien que conociera tus secretos y no le importase, que no pensara que yo era un monstruo simplemente por haber nacido siendo diferente. Y lo había matado. Me había alimentado de su vida hasta tragármela entera y dejar a su corazón sin fuerza suficiente para seguir latiendo.
En realidad, sí era un monstruo. Parecía incapaz de dejar de hacer daño a la gente que me rodeaba, una y otra vez. Al fin y al cabo, por mucho que hubiera huido de mi pasado, era exactamente igual que mi madre: un súcubo hambriento dispuesto a cualquier cosa para saciar sus ansias. Otro cuerpo más que se sumaba a la lista de víctimas a mi paso, un hombre más que había caído en la trampa de una cara bonita y un cuerpo atrayente que era más bien un arma de matar.
La culpa se mezcló con un nuevo sentimiento, algo tan desgarrador que apenas podía mantenerme entera. No sabía darle nombre a emoción, pero estaba segura de que si seguía sintiéndola mucho más tiempo, me mataría, porque me comprimía el corazón y los pulmones, creaba un nudo en mi garganta y sentía ganas de gritar hasta desgarrarme la garganta, solo para aliviar parte de todo aquel sufrimiento. Era una especie de… desolación, desesperación, pena. Una mezcla de todas ellas que me dejaba al borde de la auto-destrucción.
Algo húmedo apareció mi mejilla derecha y corrió por ella, dejando un reguero mojado a su paso. Me toqué la cara con cuidado, buscando el origen de la humedad. Quizá estuviera sangrando por alguna herida y no me diera cuenta, porque el dolor que me embargaba por dentro enmudecía cualquier otro. Pero no, no había ninguna herida, y sin embargó otra vez una de aquellas gotas surgió de la nada. Levanté la vista al techo y las lágrimas emborronaron la visión al acumularse en mis ojos.
Entonces me di cuenta. Estaba llorando.
Parpadeé varias veces, dejando libres las lágrimas que se habían acumulado en las comisuras de mis ojos. Realmente estaba llorando. No lo había hecho ni una sola vez desde la muerte de mi abuela, cuando tenía… seis años. Llevaba sin derramar ni una lágrima desde hacía dieciséis años, tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba cómo era. La humedad en los ojos, la tristeza en cada parpadeo, el mundo que se desmorona y tú que no puedes hacer nada para evitarlo. La soledad, la enorme soledad que te deja sin aliento al darte cuenta de que esa persona te ha abandonado para siempre. Y justo ese día, dieciséis años atrás, siendo solo una niña asustada al lado de la cama donde antes estaba su abuela y que ahora estaba vacía, me había jurado a mí misma que sería fuerte, más fuerte que nadie, que conseguiría sobrevivir pasara lo que pasase. Saldría adelante, porque se lo había prometido a la abuela. Y no sería como mamá, porque la abuela no quería eso. No volvería a sentir tanto dolor nunca más, aunque para ello tuviera que dejar de sentir para siempre. Siendo una niña, había pensado que  eso era fácil, pero ¿acaso no es todo fácil para los niños? Así había nacido la ataraxia, con las últimas lágrimas que me había permitido derramar.
Y ahora, años después, habían sido de nuevo las lágrimas las que la borraban. Poco a poco los límites se desvanecían y los sentimientos se agolpaban dentro de mí, tantos que apenas podía soportarlos todos al mismo tiempo.
¿En qué me había convertido? ¿Realmente era fuerte? Sí, era capaz de matar, de dominar a un hombre con la mente y fingir tan bien como cualquier actriz de Hollywood que nada me importaba, pero por dentro seguía siendo una niña asustada que solo buscaba que alguien la quisiera, porque su madre la había dejado sola en una casa demasiado grande. Pero seguramente eso era lo que me merecía, porque los monstruos no merecían la felicidad.
Lo había matado. Me había convertido en todo cuánto odiaba, en cada calada de cigarro, en su fría sonrisa de desprecio, en sus “apártate, niña”. Tantos años huyendo para que el pasado acabara dando conmigo en una cama desconocida, justo cuando me había permitido albergar de nuevo una pequeña chispa de esperanza.
Su mano cálida sobre mi brazo, directamente en mi piel desnuda, me sobresaltó hasta casi matarme del susto. Al principio pensé que era alguna otra pesadilla que venía a buscarme, solo para hacerme más daño, pero cuando abrí los ojos, descubrí los ojos azul añil de Kai observándome con preocupación.
-          ¿Va todo bien? – su voz sonaba dulce y ligeramente ronca, porque estaba claro que se acababa de despertar. Tenía el pelo revuelto y parecía terriblemente cansado, como si llevara una semana sin dormir.
-          Estás… - me atraganté con mis palabras, mis emociones y la enorme avalancha que había estado a punto de aplastarme. – Estás vivo.
Él sonrió, curvando la comisura derecha ligeramente hacia arriba.
-          Sí, bueno. Tú también.
Intenté decir algo más, pero las frases no sonaban coherentes ni en mi propia cabeza y boqueaba como un pececillo al que habían dejado demasiado tiempo fuera del agua. Al final, incapaz de expresar con palabras el alivio y la felicidad, decidí que era mejor no decir nada.
Me lancé sobre él, haciéndolo caer sobre el colchón conmigo encima y le besé con toda la fuerza de las emociones que él había despertado dentro de mí, tanto para bien como para mal. Nunca me había sentido tan viva, ni siquiera la mitad de viva, de lo que me sentía en ese momento, con las lágrimas aun en mis ojos y sus labios bajo los míos, besándonos como si el mundo fuera a acabarse de un momento a otro y a nosotros no nos importase.
Él hizo un sonido estrangulado sin apartarse de mí, algo sorprendente parecido a una risa, y me devolvió el beso con la misma pasión que me estaba quemando a mí de dentro a afuera. Sus dedos empezaron a recorrer mi espalda produciéndome un placer desgarrador. Por una vez, estaba con un hombre en una cama y no había entre él y yo nada más que eso, no mi necesidad biológica de alimentarme ni el hechizo en el que ellos se sumían casi de forma voluntaria.
Cuando me aparté, podría haber pasado un minuto o un día. Él estaba mirándome como si no pudiera imaginar algo más hermoso que mi rostro, lo que me hizo devolverle la sonrisa, a pesar de que aún quedaba un rastro de lágrimas en mi rostro. Me acarició la cara lentamente, limpiándomelas.
-          No has contestado a mi primera pregunta.
Intenté concentrarme lo suficiente para recordarla, aunque era difícil estando tan cerca el uno del otro y teniendo sus manos sobre mí. Saber que estaba vivo había estado a punto de hacerme explotar de euforia.
-          Estás vivo, así que sí, estoy bien.
-          Es demasiado temprano para una respuesta tan rara – replicó él, presionando suavemente sus labios contra mi mentón.
-          Yo… pensé que te había matado. – La voz se me quebró. – Creí que me había alimentado demasiado y que no habías sobrevivido y… eso me estaba matando, saber que había sido yo la responsable de tu muerte.
Él negó con la cabeza lentamente y chasqueó la lengua con desaprobación.
-          Sam, creo recordar que te prometí que no me moriría. Deberías confiar más en mí.
-          Bueno – me reí – no es como si fuera algo que tú pudieras controlar, ¿no crees?
-          Te aseguro que no hay nada que me hiciera dejarte sola.
Sentí cómo sus palabras me abrumaban de nuevo. Parecía tan seguro, tan irrevocable, y sin embargo, apenas hacía un par de semanas que nos habíamos conocido. ¿No íbamos demasiado rápido? Me veía a mí misma como un tren sin control, cada vez más rápido, próximo a descarrilar. Aquella parte de mi vida era algo que escapaba de mi entendimiento. Nunca nadie se había enamorado de mí, ni siquiera había albergado ningún otro sentimiento que no fuera lujuria o encaprichamiento. Y yo jamás había sentido por un hombre nada más que el deseo de alimentarme.
Pero ahora Kai se metía de pronto en mi vida y alteraba todos los parámetros de golpe. ¿Cómo era posible que todo pareciera estar al revés y al derecho al mismo tiempo? Necesitaba pensar. Necesitaba inspirar hondo sin contaminarme de su delicioso aroma, porque ahora mismo solo podía pensar en lo bien que me sentiría besándolo de nuevo, en el momento en que nuestros cuerpos se convirtieran en uno…
Demasiado rápido.
Necesitaba hablar con Myst.
¡Myst! ¿Estaba ella bien? No recordaba que hubiera sufrido ninguna herida, pero quizá me daba por muerta. Mis nuevas y cambiantes emociones volvieron a bullir. Me separé de Kai, casi en contra mi voluntad, y me acerqué al borde de la cama, buscando con la mirada mi ropa, desperdigada por la habitación.
-          ¿A dónde vas? – la voz de Kai sonó amarga a mi espalda.
-          Tengo que encontrar a Myst. – Expliqué mientras empezaba a vestirme.
-          Ah, sí. Deberías decirle que sigues viva, porque anoche ella parecía tan hecha polvo como tú. Debe quererte mucho.
-          Tanto como yo ella – afirmé con rotundidad.
En la búsqueda y captura de mis tacones, Kai me agarró del brazo y me hizo volverme hacia él. Estaba increíblemente atractivo tumbado sobre la cama, con la sábana enrollada entre las piernas y la mirada soñolienta, con esa sonrisa pícara.
-          ¿Me dejarás volver a verte pronto? – pidió, y capté la nota de desesperación que se escondía detrás de la aparente indiferencia.
Me debatí un segundo conmigo misma, pero al final no pude resistirme y me incliné para darle un beso de nuevo. El contacto fue breve, pero eso no disminuyó la profundidad de nuestra conexión. Había algo más entre nosotros, más intenso que simplemente la pasión entre dos personas que son físicamente compatibles. Mi bestia reaccionaba ante la suya. Él respondía a todos mis instintos naturales, me llamaba con más potencia que un grito en medio de la noche, que una tempestad en el mar. Era magnético, porque lo que existía entre nosotros estaba bajo nuestra piel, era lo que éramos más allá de todo racionamiento. El lobo era capaz de mirar al súcubo a los ojos y enseñarle los dientes, y eso me encantaba. Y a él también. Nos enloquecíamos mutuamente, porque su monstruo era una réplica exacta del que vivía dentro de mí.
-          Me lo pensaré – susurré contra sus labios.

Me marché del apartamento antes de que el súcubo tuviera tiempo de ganar la batalla y me hiciera perder el control. Me largué de allí con mi vestido de noche demasiado corto (y manchado de sangre, aunque, al ser negro, no se notaba) y los tacones de aguja que pronto se convertirían en un martirio para mis pies. Antes de salir de la habitación, lo último que vi fue la sonrisa de satisfacción de Kai antes de volver a cerrar los ojos y seguir durmiendo, recuperándose de nuestro último combate… hasta el momento.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Mitigar la soledad a base de sentirte a ti.

17/Noviembre

William Woods 



El mundo se tambaleaba ligeramente mientras caminaba, señal inequívoca de que había bebido un poco más de la cuenta. Aquella noche había decidido que ya estaba harto de quedarme encerrado entre las cuatro paredes mi piso, esperando que ella apareciera como por arte de magia en mi vida, una llamada, un mensaje o su sonrisa delante de mi puerta. Pero habían pasado cuatro largos días desde nuestro beso y seguía sin tener ni idea de dónde estaba o qué pensaba acerca de lo que había pasado entre nosotros. No sabía si quería seguir o mandarlo todo a la mierda y eso en cierto modo me asustaba, porque cada vez que estaba cerca de Myst yo sabía con certeza que quería continuar con lo que fuera que estábamos compartiendo, aunque eso no llevase cuesta abajo y sin frenos hasta el fin del mundo.
Y cuando el reloj había marcado aquella tarde las nueve y ella aún no daba señales de vida, decidí coger las llaves, todo el dinero que pudiera reunir y emborracharme hasta que la línea entre la realidad y los sueños se difuminara ligeramente, el punto exacto donde olvidar que mi carrera estaba estancada, con tendencia a empeorar, porque el psicólogo no consideraba que ya estuviera lo suficiente recuperado para volver al trabajo. Y que la chica por la que había dejado todo eso atrás, la chica que me había arruinado y al mismo tiempo salvado de la monotonía de una vida tediosa, huía de mí cada vez que me permitía avanzar un paso hacia ella. Era como jugar al ratón, siempre persiguiéndola sin ser capaz de atraparla, porque ella tenía una capacidad especialmente buena para escapar de mí. Al fin y al cabo, nada podía detener al humo que se deshace entre tus dedos, a la nada no sólida ni líquida en la que se transformaba.
La única forma de estar con ella era que la propia Myst decidiera que eso era lo que quería y no sintiera la necesidad de salir corriendo cuando la mirara, la tocara o la besara, pero estaba tan rota que no podía estar seguro de si ese momento llegaría algún día. No sabía que había pasado en su vida antes de conocerla, pero estaba seguro de que cosas terribles le habían tenido que suceder para que llegara a ser como era ahora: escondida tras su muralla de cristal, manteniendo a cualquier persona que no fuera su compañera de piso y de armas alejada, portando una máscara inhumana a donde quiera que fuera. A veces, estando junto a ella y viendo la inmensa tristeza y desesperación que asomaban a sus pupilas de vez en cuando, podía contener a duras penas el impulso de abrazarla, de sostenerla muy, muy fuerte entre mis brazos y prometerle que todo iría bien, que todo mejoraría tarde o temprano. Que la esperanza nunca debe perderse. Que lograría recomponerse.
Pero nunca lo hacía. Porque estaba seguro de que muchos antes le habían hecho las mismas promesas, la habían estrechado en sus brazos, la habían mirado a los ojos y le habían mentido. Ella jamás me creería si le dijera tal cosa y probablemente eso sería lo más acertado, porque, al fin y al cabo, yo no tenía modo alguno de cumplir esas promesas, sino a base de fuerza de voluntad, y eso no  bastaba. No tenía una superhabilidad supra que me permitiera cuidar de ella y asegurarme que nadie volviera a hacerle de nuevo tantísimo daño.
La verdad es que beberve tampoco me había ayudado lo más mínimo. Solo me había gastado quince dólares en whisky barato y cerveza para mirar hacia la pared de madera y pensar en lo mismo que me llevaba planteando desde que la conocí en la comisaría. Cuánto había cambiado todo desde el momento en el que la vi, con la sudadera que le quedaba demasiado grande, la sangre manchando su piel, tan pálida que podías seguir con los dedos el trazado de sus venas, y sus enormes ojos llenos de miedo.
Cómo la había odiado aquel primer día, cuando se rio de mí, me clavó las uñas en el brazo y me confesó su crimen antes de largarse impune de allí. Y había jurado vengarme por encima de todo lo demás, aunque se me fuera la vida en ello.
Y ahora el mundo había dado una vuelta de 180 grados y yo estaba boca abajo tratando de encontrarle sentido.
Con un suspiro, saqué las llaves del bolsillo y conseguí meterlas en la cerradura a la primera.
A pesar de que en la absoluta oscuridad de mi piso no podía distinguir nada, ni siquiera las siluetas de los muebles que sabía que estaban allí, supe de inmediato que algo no estaba bien, que sucedía algo fuera de lo normal. Era mi instinto de policía que entraba en acción, pues no en pocas ocasiones había tenido que agudizarlo para tener una ligera idea de qué me esperaba detrás de una puerta cerrada: pistolas, bombas, asesinos.
Me llevé la mano al sitio donde solía llevar la pistola cuando aun formaba parte del cuerpo de policía oficialmente, pero esta vez solo encontré el hueco vacío en el que no estaba mi cartuchera, mientras con la otra mano accionaba el interruptor de la luz.
En el salón que se encontraba ante mis ojos, rodeada de mis cosas familiares, tales como la televisión que tenía algunos años de más, las fotografías de mis padres, una gorra de mi equipo de fútbol preferido y el resto de todo lo que había acumulado como objetos decorativos desde que me había mudado al piso dos años atrás, se encontraba Myst. Estaba sentada en la vieja butaca que había sido la favorita de mi padre y que él me había regalado cuando me independicé, un recuerdo de mi hogar. Tenía las piernas dobladas, pegadas al pecho y las rodeaba con los brazos, adoptando una posición semi-fetal, solo que apoyaba la barbilla sobre las rodillas en lugar de esconderla tras ellas. Nunca la había visto así. Tenía los ojos rojos de llorar, el pelo enredado le caía suelto por la espalda y los hombros, y el maquillaje se le había corrido en forma de lágrimas negras sobre las mejillas. Parecía tan perdida como la primera vez que la vi, solo que ahora no fingía, como denotaba la forma en la que le temblaban ligeramente los labios y lo blanco que tenía los nudillos de apretar los puños.
Levantó la cabeza hacía mí cuando la luz la cegó por un instante y parpadeó lentamente, como si ella fuera la sorprendida de que yo apareciera por allí, cuando en realidad debía ser yo el que lo estuviera.
Olvidando todo lo demás, me acerqué corriendo hacia ella y me acuclillé delante del sofá. Solo entonces me di cuenta de que sobre su piel había manchas rojas… y sobre su ropa y su pelo. Sangre, sangre por todas partes. El pánico me invadió hasta dejarme casi sin respiración. Ella parecía incapaz de decir una sola palabra, con sus ojos abiertos de par en par en pleno shock.
-          Myst – la llamé. Coloqué mis manos sobre sus mejillas, que estaban gélidas al tacto, como si su piel hubiera perdido todo el calor. – Myst, ¿estás herida? – Ninguna respuesta, ni un solo movimiento. Me recorrió un escalofrío al darme cuenta de lo similar que era eso a nuestro primer encuentro. – Respóndeme, por favor – mi voz se quebró de preocupación.
Muy lentamente, postergando mi sufrimiento, ella negó con la cabeza lentamente. Inspiró y me miró, y en sus ojos vi toda la agonía que ya sabía que estaba sintiendo.
-          No… no sabía a donde ir. No quería estar sola, William. No esta noche. No sabía a donde ir – repitió. Comenzó a tiritar ligeramente contra mis manos. Sin pararme a pensarlo ni por un segundo, la rodeé con los brazos y la estreché contra mí, en un intento de transmitirle la fuerza y energía que parecían haberse evaporado de ella.
Nos quedamos así por un instante que se dilató hasta que no supe cuánto llevábamos unidos, con mis brazos sosteniéndola para evitar que su mundo la derrumbase. Y entonces, sus pequeñas manos se aferraron a la parte baja de la chaqueta que no me había dado tiempo a quitarme cuando entré, y sumergió su rostro en el hueco de mi cuello. Sentí la humedad cálida de sus lágrimas al colarse por debajo de mi ropa e impactar con mi piel. Su cuerpo temblaba con cada sollozo contenido, apenas musitado contra mi hombro. Yo no dejaba de susurrar palabras, todas ellas incoherentes, frases sin sentido que ella no escuchaba, pero que yo no cesaba de pronunciar porque sabía que, a veces, solo con oír la voz de otro ser humano era suficiente para aliviar parte del dolor que nos asolaba.
En ese momento, por encima de cualquier otro, incluso de la noche en el columpio, me di cuenta de lo sola que estaba Myst en realidad.
No sabía a donde ir. No quería estar sola. Había dicho ella. ¿Cómo de sola podía estar una persona cuando su única opción era la persona que llevaba más de dos semanas evitando? ¿Cómo de desesperada por tener alguien que la consolara que había acabada colándose en mi casa y esperándome en la oscuridad, con toda la angustia que apenas podía soportar?
La apreté con más fuerza y besé con suavidad sus cabellos enredados.
Cuando al fin desahogó todas sus lágrimas, la solté y ella se quedó ahí, sentada, perdida.
-          ¿Qué ha pasado? – me atreví a preguntar mientras le acariciaba con delicadeza la cara.
Después de una pausa que se me hizo eterna, Myst bajó la vista al suelo.
-          Hoy… Sam… y yo…  - se le atragantaron las palabras y los ojos volvieron a ponérsele acuosos. – Le han… disparado a Sam…
-          ¿Qué?
-          Una bala en el pecho. Le ha atravesado el esternón. Y tengo tanto miedo, William. No puede morirse, ella no. Es todo lo que me queda, la única familia que no me ha abandonado aún – su voz temblaba cada vez más hasta que ya no pudo seguir hablando.
Agarré sus manos y ella me miró, el terror reflejado en todos sus gestos.
-          Sobrevivirá.
-          ¿Cómo lo sabes? ¿¡Cómo?! – sus ojos brillaron, llenos de una furia repentina que revelaba lo harta que estaba Myst de promesas falsas, de mentiras, de la vida, tan puta y cruel como siempre.
-          Porque dudo mucho que Sam te abandonara. Creo que esa chica hará lo imposible por seguir aquí y cuidar de ti. Y porque si tú de verdad creyeras que va a morirse, no estarías ahora mismo aquí, conmigo, si no con ella. De algún modo, en el fondo, sabes que va a sobrevivir. – Enarqué ambas cejas, retándola a negar ese razonamiento. Ella levantó la barbilla, su orgullo habitual volviendo a su lugar, y apretó los labios.
-          ¿Y qué pasa si solo soy una estúpida? – Escondió el rostro en las manos y gimió. - ¿Qué he hecho, dios mío? La he dejado sola con ese lobo. Realmente soy estúpida.
-          Vale, ahora sí que me he perdido – puntualicé. ¿Qué tenía que ver un lobo en esto? Cada vez que Myst hablaba me descolocaba más y más y precisamente esta noche parecía haber buscado las frases más confusas para dejarme en un estado permanente de duda.
Sacudió la cabeza y bajó las manos. Parte de la sangre que había en su rostro quedó impregnada en sus palmas, tornando estas más rojas que antes.
-          Nada, olvídalo. – Desvió la vista de mi rostro para evitar responder a las preguntas que afloraban en él.
Por esta noche, decidí que fuera ella la que eligiera, libremente, qué contarme, qué explicaciones darme de todo lo que pasaba. Y si solo quería quedar ahí, sentada en mi sofá y llorar mientras utilizaba mi cuerpo como soporte mediante el que anclarse al mundo real, que así fuera. Había pasado cada segundo desde que la conocí tratando de encontrar respuestas y solo había conseguido más y más preguntas, pero había llegado a un punto en que todas esas dudas eran parte del misterio que rodeaba a Myst y que me atraía sin remedio. Quería conocer todos sus secretos, sus recovecos, el pasado y el futuro, pero quería hacerlo poco a poco, desenvolviendo cada historia de una en una, no con la avidez con la que había tratado de extraerle la información antes.
Probablemente fue en ese momento cuando descarté por completo la idea de mi venganza a cualquier nivel. Desde hacía tiempo, desde que la química primitiva que existía entre nosotros había mutado hasta convertirse en esa extraña conexión que me impelía a estar con ella, había ido olvidando poco a poco mi propósito inicial, pero en ese preciso momento, toda idea de vengarme por lo que me había hecho desapareció para siempre. Ahora tenía claro que jamás podría hacerle eso a ella, porque no lo merecía, por mucho daño que me hubiera hecho.
Hundí mis dedos en el cabello de Myst. Normalmente soy ser liso, pero esa noche estaba tan enredado que parecía rizado.
-          ¿Qué te has hecho en el pelo? ¿Es una nueva moda o algo así? – le pregunté con sorna.
Sus labios se curvaron un poco hacia arriba, lo que aligero el peso que me aplastaba el corazón por verla tan disgustada. Pero la alegría no llegó del todo a sus ojos.
-          No. Ha sido la maldita peluca – señaló un montón de pelo rubio que estaba tirado en el suelo a su lado. – Odio ponerme peluca.
-          Creo que prefiero no saber qué has estado haciendo esta noche – admití, negando con la cabeza. Un disparo, cantidades industriales de sangre, ropa provocativa, maquillaje y una peluca. Un conjunto del que no podía salir nada bueno.
Apoyó su frente en mi hombro y suspiró.
-          Ni siquiera a mí me gusta saber qué he estado haciendo esta noche – replicó; su voz de repente sonaba terriblemente cansada. Una persona que solo hubiera visto la profundidad de sus ojos azules y oído su voz habría pensado que Myst era mucho de los veintipocos años que en realidad tenía. A pesar de que aún conservaba físicamente incluso un toque adolescente, muy juvenil, estaba claro que los sucesos de su vida la habían hecho madurar mucho más deprisa de lo que lo había hecho su cuerpo.
De repente, Myst levantó los ojos y los clavó en los míos. Justo en ese instante, me di cuenta de lo cerca que ella estaba de mí alrededor, sus labios tan solo a unos centímetros de mi rostro, su aliento calentándome el cuello, su pelo haciéndome cosquillas allí donde chocaba con mi piel. Su olor me envolvía por completo, el regusto óxido de la sangre mezclado con su aroma femenino natural.
De algún modo, a pesar de todo lo que estaba pasando en nuestras vidas en ese instante, la química resurgió. A pesar de que a Sam le hubiera atravesado el pecho una bala, de que ella llevara ropa de prostituta, de que yo siguiera sin trabajo por su culpa y de que se hubiera colado en mi piso (un tercero) en mitad de la noche. Pero todo se evaporó como si en el mundo solo estuviéramos ella y yo y el resto, las cosas horribles del día a día, los problemas, las preocupaciones, todo hubiera desaparecido sin más.
Ella se humedeció los labios sin despegar su mirada de la mía y yo me tensé, porque sabía dónde acabaríamos si seguía por ese camino. Pero antes de que tuviera tiempo de alejarme, ella me agarró por los bordes de la chaqueta y me atrajo hacia su cuerpo.
El beso era mejor de lo que recordaba. Sus labios se amoldaban a los míos perfectamente, tan suaves. Desde que su boca hizo contacto con la mía, olvidé todas las objeciones a ese beso, olvidé hasta mi nombre, porque nada importaba, solo la forma en la que Myst me apretaba contra ella, sus ojos cerrados (sus pestañas me acariciaban las mejillas) y el gemido agudo que dejó escapar cuando la agarré por la cintura.
Sus lágrimas saladas se mezclaron con el sabor de sus labios cuando llegaron hasta nuestras bocas. Me separé de ella de golpe. Me miraba con los ojos abiertos de par en par, sus mejillas surcadas de nuevo por las lágrimas, su respiración jadeante, igual que la mía. Parecía indefensa, pero sabía que solo era una apariencia. En realidad, era un verdadero peligro, sobre todo para mi salud. Estaba seguro de que si seguía por ese camino, acabaría completamente loco. Y parte de mí estaba deseándolo.
-          Myst, no – susurré. Quería estar con ella, no había nada que quisiera más en el mundo que eso, pero no podía hacerlo cuando ella parecía estar descomponiéndose poco a poco antes mis ojos, perdiéndose a sí misma. No podía hacerlo si era solo una herramienta con la que luego castigarse para sentirse peor.
-          Por favor – musitó ella con un hilo de voz. Cerró los ojos un segundo y más lágrimas se escurrieron por su cara. – Lo necesito.
-          No así, no quiero que sea así entre nosotros.
Ella se dejó caer de rodillas frente a mí, recuperando nuestra diferencia de estatura habitual. Levantó la cabeza para trabar su mirada con la mía.
-          Soy como un huracán, ¿sabes? Destruyo todo a mi paso. Y Sam… ella es lo único que me queda, ¿entiendes? He perdido a mi familia y hace tiempo que no tengo más amigos que ella. Y hoy he estado a punto de perderla. Quizá ahora mismo esté muerta y yo ni siquiera lo sepa. – Su voz se quebró al decirlo. - Me siento tan sola, William. – Levantó la mano para depositarla sobre mi mejilla, donde sus dedos rozaron la barba que no me había afeitado en dos días. – Y ahora mismo, sobre ninguna otra cosa, te necesito a ti. Necesito que me beses por todas partes y sentir tu piel contra la mía para hacerme sentir que, por una vez, no estoy destruyendo algo que quiero. Que, aunque solo sea esta noche, no estoy sola.
Entendía con claridad lo que Myst me estaba pidiendo. Ella quería que la ayudase a olvidar que su compañera de piso, su mejor amiga, se estaba muriendo, recurriendo para ello a una forma que le permitiera escapar por completo de la realidad, que la envolviese totalmente y la alejara del mundo. Solo quería huir del dolor y me necesitaba para ello, porque no sabía cómo hacerlo sola, no podía hacerlo sola, ni quería.
Sentí que parte de mí se rompía por su petición. El sexo no era la parte que me estaba pidiendo realmente. Lo que ella necesitaba más que nada era sentir la conexión con otra persona, algo que aliviara el vacío de su alma.
Sabía cómo se sentía, porque yo también lo había experimentado alguna que otra vez. Pero, al menos, yo tenía a mis padres, a mi compañero en el trabajo, a los chicos con los que quedaba de vez en cuando para tomarnos unas copas y despotricar sobre las mujeres y sobre el fútbol. Ella solo tenía a Sam y esa noche podía ser la última.
Así que, a cambio, me tendría a mí.
Coloqué ambas manos en su nuca, con su pelo entrelazándose entre mis dedos, y la atraje hacia mí. Paladeé la desesperación en sus labios, el deseo puro de estar más cerca el uno del otro que explotaba entre nosotros, la tensión que crecía y crecía a medida que nuestros cuerpos colisionaban.
Sus manos se habían anclado en mis hombros, apretándome contra ella. Lentamente, se recostó en el suelo, obligándome a bajar con ella.
-          ¿Aquí? – apenas pude pronunciar, aun sin despegarme de sus labios.

Ella me respondió con su simple asentimiento, llevada por la necesidad de estar juntos lo antes posible, como fuera, donde fuera. Justo la misma necesidad que yo sentía crecer y crecer, hasta devastarlo todo a su paso. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

Eres el oxígeno que necesito para seguir viviendo.

17/Noviembre

Kai Howl (Lycos) 



Me desperté de golpe, sobresaltado, al oír el estrépito procedente del salón. Me levanté de un salto de la cama, sin camisa, solo con unos pantalones largos como prenda de abrigo en la fría noche de noviembre. Pero la sangre de lobo que latía en mis venas hacía que mi temperatura corporal fuera muy superior a la de un ser humano normal y, por tanto, rara vez llegaba a sentir frío, por mucho que las noches se tornaran cada vez más oscuras y la nieve empezara a dejarse ver de vez en cuando como una vecina recién llegada asomando la nariz.
El ruido hizo eco por la casa, el golpe seco de algo al caer sobre la madera y luego, el crujido inconfundible del cristal al romperse. Y después, la casa volvió a quedar en silencio, pero sabía, sin necesidad de que mi instinto me lo confirmara, que había alguien más conmigo dentro de la casa ahora que un instante antes no había estado.
Mientras caminaba con sigilo en dirección a la habitación de donde había procedido el escándalo, lentamente me fui metamorfoseando. Mis ojos adoptaron su forma lobuna, lo que me permitía ver mucho mejor en la oscuridad que los poco desarrollados ojos con los que contaban los humanos. Mis garras se extendieron ante la posible proximidad de un peligro. Y, entonces, inspiré hondo, tratando de captar alguna pista de lo que podía esperarme cuando girara la esquina.
El olor acre de la sangre golpeó directamente mis fosas nasales, invadiéndolo todo, haciéndome perder por un segundo la concentración. Había una gran cantidad de sangre, fresca, manando de algún tipo de herida. Tras ella, percibí dos rastros humanos, dos perfumes personales. Uno de ellos me resultaba conocido, aunque ni siquiera me molesté en intentar descubrir de quién se trataba, porque mi cuerpo se envaró de golpe al reconocer el olor inconfundible de Sam en el salón. Su leve esencia era para mí mejor que el oxígeno, una mezcla de aromas que resultaba cautivadora e incitante: una pizca de sándalo, un regusto a flores silvestres, la enloquecedora lujuria de su piel y el aroma a lavanda de su pelo, todo condensado para dar lugar a la mujer más tentadora que jamás hombre alguno viera.
El pánico disparó la adrenalina, que mi corazón bombeó a toda pastilla por todo mi cuerpo. Olvidando toda precaución, crucé la sala y entré en el salón. Me detuve en medio de la oscuridad. Con la visión lobuna, era capaz de distinguir una masa informe en el fondo de la sala, de pie sobre la mesa de café. Parecía… una persona, quizá. Con un bulto enorme sobre los brazos, pero, sin ninguna iluminación más en la habitación que la escasa (casi inexistente) luz de luna que atravesaba las persianas cerradas, junto con las farolas que quedaban encendidas en la calle, no me permitió adivinar nada más.
Accioné a toda prisa el interruptor de la luz y entonces, la pesadilla apareció ante mis ojos.
La amiga de Sam, Myst, estaba de pie sobre la mesa, rígida. Sus ojos parecían contener todo el sufrimiento existente sobre la faz de la tierra, terriblemente cansados, casi como si desearan que la muerte llegara para liberarlos de todas las penas que habían tenido que contemplar. Su melena larga, negra, le caía sobre los hombros. Estaba llena de sangre, sangre en su cara, en sus brazos, en su ropa.
Pero nada de eso importaba, porque Sam era la persona que se acurrucaba entre sus brazos, con la cabeza escondida contra su cuerpo y las manos taponando una herida en su pecho. Entre sus dedos, elegantes, femeninos, brotaba la sangre, roja, horrible, manchando la tela de su vestido y goteando despacio, rítmicamente, contra el suelo a sus pies. Su piel había perdido todo el color, de un modo alarmante. Su cuerpo parecía desmadejado, sin fuerzas, y, por un segundo de terror, pensé que Myst se había presentado en mi casa solo para enseñarme el cadáver sin salvación de la chica que debía ser mi compañera de por vida. Pero, antes de caer en la desesperación, me di cuenta de que su pecho, atravesado por la bala, seguía subiendo y bajando tan despacio que el movimiento casi podía pasar desapercibido.
No tenía ni idea de cómo había conseguido Myst traerla hasta mi salón, teniendo en cuenta que vivía en la segunda planta de un bloque de apartamentos sin escalera de incendios y que la puerta estaba firmemente cerrada, pues yo me había asegurado de echarle la llave antes de irme a dormir. Pero, de nuevo, nada de eso importaba, porque mi mundo dependía de que los pulmones de Sam siguieran funcionando, de que ella siguiera viva, fuera de la forma que fuera. Daba igual cómo habían llegado hasta ahí, en ese momento, solo importaba salvarla.
-          ¿Qué coño ha pasado? – conseguí farfullar cuando la impresión me permitió hablar. No sabía qué hacer. No podía moverme, solo mirar aterrado el líquido rojo que continuaba manando del pecho de Sam como un río sin fin. Y cada vez que una gota impactaba contra la madera, algo dentro de mí se retorcía de espanto.
Myst bajó de la mesa con un movimiento seguro, casi como un salto pero sin ser tal. Parecía más un paso en una zona plana. Su cuerpo se movió de forma extraña al descender, menos sólido de lo normal, más flexible. Claramente sobrehumano.
Pero no había tiempo de preguntas y eso, aunque ya lo sabía, pude leerlo en sus ojos azules.
-          Eso no importa ahora. Se está muriendo.
No pude contener el rugido de desesperación e impotencia que surgió de mí. El lobo luchaba en mi interior por salir a la superficie y ayudar a su compañera, aun sin tener ni idea de cómo. Solo quería tumbarse junto a ella y lamerla las heridas hasta que se curase y pudiera estar de nuevo con él. Necesitaba que Sam viviera, de la misma manera que necesitaba comer y respirar. Ahora ella era un elemento básico para que yo pudiera seguir viviendo.
Si ella moría, yo moriría detrás, consumido por la pena.
-          ¡No puedes dejar que eso suceda! – grité. Sentía el lobo agitándose cada vez más, tratando de vencer mi resistencia. Pero sabía que él no podría hacer nada por ayudarla, mientras que yo, como humano, tendría alguna oportunidad. - ¿Por qué no la llevas a un hospital?
-          Ellos no pueden salvarla. La bala ha atravesado el esternón y ahora se está ahogando en su propia sangre, poco a poco. Morirá pronto si no la salvas – decretó Myst, su voz se tornó fiera. Noté su desesperación tan bien como sentía la mía, tirando de mis músculos y bombeando el cerebro con diferentes ideas para salvarla, todas cruzando mi mente y siendo eliminadas en cuestión de segundos.
-          ¿Qué podría hacer yo? – gemí, derrotado. No era médico, no tenía ni idea de cómo operar a alguien. Y carecía de la habilidad de sanar, aunque sabía que había personas que, con solo colocar sus manos sobre una herida, la hacían desaparecer como si nunca hubiera existido. Sin embargo, por desgracia, no conocía a nadie que supiera hacerlo, nadie que pudiera salvar la vida de mi compañera.
Myst se acercó a mí rápidamente. Sus pasos volvieron a ser demasiados gráciles y ligeros para ser humanos, algo en sus pies se volvía borroso cuando se movía, como si se fundieran con el aire al andar.
Se paró a un metro escaso de mí, aun con Sam en los brazos, cada vez más débil, más cerca de la muerte.
-          Los súcubos son capaces de curarse a sí mismos cuando se alimentan.
-          ¿Qué? – parpadeé, confuso. El shock hacía que mis pensamientos se convirtieran en lava espesa y yo tardaba mucho más tiempo del habitual en procesar toda aquella situación. Hacía diez minutos todo iba bien y ahora Sam se moría en mi salón.
-          Los súcubos. Cuando se alimentan. Se curan. – Recalcó cada frase, con sus ojos clavados en los míos, en un claro intento de conseguir que el mensaje calara en mi cerebro confuso. Y, finalmente, sus palabras atravesaron la bruma del miedo y la desesperación y entendí a qué se refería.
Myst me tendió a Sam, que gimió de dolor al ser separada del cuerpo de su amiga. La recogí entre mis brazos. Su cuerpo estaba levemente más frío de lo habitual, otro síntoma más de que cada vez estaba más cerca de abandonarnos. Tenía que actuar deprisa.
Ahora que al fin sabía lo que tenía que hacer, no perdí más tiempo, puesto que cualquier dilación podría provocar que fuera demasiado tarde para conseguir salvarla. Y tenía que salvarla.
-          No dejes que se muera, Kai, por favor – me suplicó Myst y sus ojos, por primera vez desde que había llegado trayendo la desgracia consigo, se llenaron de lágrimas, que no tardaron en correr por sus mejillas. Volaron hasta estrellarse contra el suelo, uniéndose a las gotas de sangre que el cuerpo de Sam no podía retener.
Apreté el pequeño cuerpo de Sam contra el mío y corrí hacia mi habitación, dejando a Myst sola en el salón. Antes de largarme de allí a toda prisa, fui consciente durante un breve momento de que el cuerpo de la chica empezaba a emborronarse, como si alguien estuviera borrándola con una goma gigante, haciendo sus formas cada vez más difusas.
Pero lo cierto es que ni siquiera me detuve un segundo a planteármelo, porque toda mi atención estaba centrada en el débil pulso de Sam, en su corazón latiendo cada vez más despacio, pero aun haciéndolo. El último halo de vida en su cuerpo luchando por permanecer y no escurrirse por aquel puto agujero de bala.
No me molesté en cerrar la puerta de mi habitación al entrar. Me dirigí directamente hacia la cama y luego, con tanto cuidado como si ella fuera de cristal, me senté en la cama. Ella emitió otro gemido en voz baja, lo que me confirmó que su cuerpo se resentía de hasta el más mínimo movimiento que hiciera, pero sus ojos se mantuvieron cerrados. Quizá ya no le quedaban fuerzas para abrirlos. Su pecho cada vez se movía más despacio y el pánico creció hasta casi ahogarme.
La moví lentamente hasta situarla sobre mi regazo, intentando acercarme todo lo posible sin hacerle daño. En ese momento, con el terror burbujeando en mis venas, el corazón a mil por hora y los nervios más tensos que un arco a punto de ser disparado, me importó una mierda que la sangre estuviera empapando las sábanas de Luke o que hubiera gotitas manchando el suelo por todas partes. Ni siquiera me preocupé en quitarle los zapatos antes de colocarla sobre mí.
Le agarré la cara con ambas manos para obligarla a levantar la cabeza. Se quejó de nuevo, pero su cuerpo no luchó contra mí. Parecía tan débil… Ella, que siempre brillaba de energía, que siempre era un reto para mi lógica y mis sentidos, ahora se moría entre mis brazos. En ese momento, hubiera dado cualquier cosa por ser yo el que hubiera recibido el maldito balazo en el pecho, solo por no tener que contemplar cómo la vida se le escapaba poco a poco.
Sin perder ni un instante más, estrellé mis labios contra los suyos. Durante los cincos primeros segundos, ella no reaccionó mientras yo la besaba con fiereza, poniendo en aquel beso toda la fuerza que había dentro de mí, todo lo que sentía por ella, todo lo que daría por no perderla esa noche. La besé como un condenado a muerte que sabe que es su última oportunidad de saborear el mundo, como un hombre que no está dispuesto a renunciar a lo que ama mientras le queden fuerzas para evitarlo.
Y, finalmente, cuando ya casi había perdido la esperanza, ella me devolvió el beso. Al principio fue solo un poco de fuerza contra mí y un gemido más grave de lo normal, más de deseo que de dolor. Poco después, sentí su lengua buscando la mía y no pude evitar responderle, perdiéndome en la maravilla de sentirla de nuevo contra mí.
Cuando por fin abrió los ojos, pude contemplar directamente al súcubo que había dentro de ella, peleando por sobrevivir. La parte blanca se había teñido de negro por completo, una oscuridad insondable, mientras que la pupila y el iris eran de un bello color dorado realmente extraño, casi como si fuera oro líquido en movimiento. Me miró con un hambre primitiva y salvaje brillando en la mirada y entonces, sus manos, ahora acabadas en garras por la necesidad de sujetar a su presa, se clavaron en mis hombros.
Gruñí de dolor, pero no me alejé de ella ni evité su sujeción. En ese momento, más que nunca antes, sentía con claridad nuestro vínculo. Su bestia reclamaba la mía, la brutalidad que había dentro de nosotros, que era una parte más de lo que éramos. Ella era tan animal como yo bajo la superficie y me necesitaba por esa misma razón. Sentí que mis ojos también mutaban cuando un pedazo del lobo se liberó de su confinamiento. Le mordisqueé los labios mientras ella se alimentaba más y más de mí, tomando todo lo que yo estaba más que dispuesto a darle. Que se quedara con mi vida entera si así conseguía curarse, porque no la necesitaba sin ella.
Mis manos abandonaron su rostro, puesto que ya no necesitaba mi sujeción para mantenerse erguida, y recorrieron su espalda, siguiendo el camino que marcaban sus curvas. El vestido se ceñía a ellas a la perfección. Sam se movió hasta quedar a horcajadas sobre mi cintura y se abalanzó un poco más sobre mí, nuestras bocas provocándose, persiguiéndose, luchando y venciéndose mutuamente para empezar la batalla de nuevo. Nuestros cuerpos encajaban a la perfección.
El vestido negro se le subió por los muslos cuando se acercó más a mí, dejando a la vista la lencería de encaje que llevaba debajo. No pude contener un sonido gutural de deseo al verla, la piel color caramelo de sus muslos.
Deslicé las manos sobre ellos, pero antes de que pudiera seguir explorando, Sam se tensó. Su cuerpo se puso rígido y se apartó de mi boca de golpe, jadeando. El pelo rojo le caía en mechones desordenados sobre el rostro y el cuerpo, y tenía manchas de sangre (no sabía si era suya, de Myst o de alguien más) en la cara y los brazos.  Parpadeó lentamente, volviendo a la realidad del momento en el que estábamos, con su cuerpo sobre el mío y sus garras aferradas a mis hombros. Poco a poco, sus iris volvieron a ser del tono verdoso, con diminutas motitas doradas, al que yo estaba acostumbrado.
Sam me miró, claramente confusa. Estaba preciosa así, tan cerca de mí, despeinada y con los labios hinchados de haberme besado con demasiada fiereza (y de alguno de mis mordiscos, aunque no la había oído quejarse, ni a mí tampoco).
-          ¿Kai? – su voz sonó más ronca de lo habitual. Sus ojos vagaron por mi cara hasta bajar por el cuello y llegar al punto donde aún tenía sus uñas clavadas en mi piel. Las apartó de golpe.
Sabiendo lo que pretendía hacer a continuación, la agarré con fuerza de las caderas antes de que huyera de la cama. Ella me miró todavía anonadada y trató de liberarse del agarre de mis manos, pero la contuve sin demasiado esfuerzo. Claramente, seguía estando débil. Aunque había dejado de manar sangre de la herida de su pecho, seguía sin recuperarse de la cantidad que había perdido. Estaba más pálida de lo normal, a pesar de que en ese momento sus mejillas se habían teñido de rosa.
-          Estabas herida – expliqué rápidamente. No quería perder más tiempo; me estaba muriendo por continuar con lo que estábamos empezando en aquella cama. Necesitaba perderme por completo en Sam, hasta no saber dónde empezaba ella y donde acababa yo.  – Myst te trajo para que te alimentaras de mí y te curaras.
-          El cabrón que estaba con Manzella… - susurró ella. Su mirada se desenfocó y lentamente, fue bajando hasta llegar a la herida que aún se podía ver en su pecho. Con una mano abrió la tela de su vestido, dejando a la vista el agujero por el que la había atravesado la bala y que ya estaba curándose a pasos agigantados. Tras rozar la herida con los dedos, con muchísimo cuidado, volvió a mirarme los ojos. – Me has salvado.
Había una emoción que no supe identificar en su voz. Parecía… quizá una profunda sorpresa mezclada con genuina felicidad.
-          Te dije que te protegería, pasara lo que pasase – solté su cadera para acariciarle el rostro con los dedos. Ella cerró los ojos ante mi caricia y esbozó una sonrisa, una de corazón, no como las sonrisas fingidas que solía esgrimir como escudo. Sentí como todo lo que estaba dentro de mí, todo lo que había considerado importante hasta ese momento, se caía, mientras ella, con aquella dulce sonrisa, se instalaba definitivamente en mi corazón.
Sin poder contenerme, la acerqué de nuevo para besarla. Esta vez fue un beso suave, lento, mucho más profundo que los anteriores. La clase de beso que expone todo lo que albergas dentro de tu alma.
Ella se estremeció y volvió a pegarse a mí, respondiéndome con languidez. Esta vez no se trataba de una batalla carnal, no estaba ese fuego que consumía todo y no dejaba espacio para la cordura. Solo éramos los dos, incapaces de alejarnos mutuamente, sintiendo a través del otro.
Sentí como ella empezaba de nuevo a succionar mi energía, lo cual me tranquilizó.
Pero de pronto, se detuvo y volvió a alejarse de mí, solo que esta vez no había confusión en sus ojos, sino todo lo contrario. Una gran determinación que me hizo maldecir su terquedad porque, fuera lo que fuera lo que estaba a punto de decir, sabía que no iba  a alegrarme de escucharlo.
-          Ya es suficiente.
-          ¿Qué? – me apresuré a negar con la cabeza. – Estás muy débil. Has perdido un montón de sangre. Necesitas alimentarme más para recuperar fuerzas.
-          Kai – pronunció mi nombre con firmeza, sin vacilación. – Si sigo alimentándome de ti esta noche, te mataré.
-          No empieces con eso de nuevo, Sam. Ya te lo dije. Soy más fuerte de lo que crees. – Tiré de ella para besarla de nuevo, pero ella giró la cara para que nuestros labios no se encontraron.
Tal y como había supuesto que pasaría, maldije su terquedad. Aquella mujer era lo más exasperante del mundo.
-          Sam, por favor. Necesitas curarte.
-          Ya estoy bien – pero incluso mientras lo decía, su voz seguía sonando más débil que de costumbre, cansada.
-          No, no es verdad. Tienes hambre. Puedo sentirlo. – Y era cierto. Sabía que el súcubo que ella trataba de mantener bajo llave estaba deseando salir a la superficie para seguir comiendo.
Sacudió la cabeza.
-          No voy a discutir contigo.
-          Tienes razón, no vamos a discutir – coloqué mi mano con firmeza sobre su nuca y la atraje con fuerza hacia mí, tan rápido que ella no pudo hacer nada para evitar que mis labios impactaron con los suyos.
Sus ojos empezaron a mutar de inmediato, a pesar de que ella seguía resistiéndose, tratando de alejarse de mí.
-          Te voy a matar – murmuró contra mis labios entre beso y beso. Sus ojos cada vez eran más dorados y el blanco más oscuro. Sabía que estaba a punto de perder el control y seguí tentándola para hacerla sucumbir.
-          No me imagino una manera mejor de morir, la verdad – le dediqué una sonrisa de medio lado.
Ella se pasó la lengua por el labio superior, con ese tic suyo que me volvía completamente loco y me hacía olvidar todo lo humano y racional que había en mí. Y, después, para empeorarlo, se mordió el labio, convirtiéndose en una tentación totalmente irresistible.
-          Esto no es una broma, maldita sea – gimió ella.
Me reí y me di la vuelta aun con ella entre mis brazos. Sam emitió un sonido a medio camino entre la sorpresa y la protesta al quedar debajo de mí, encerrada en la cárcel de mis brazos, uno a cada lado de su rostro, con las manos hundidas en su cabello. Bajé la cabeza hasta su rostro y toqué mi frente con la suya.
-          Confía en mí, Samantha. Confía en mí aunque solo sea por esta noche y déjame darte todo lo que soy. Déjame cuidar lo que es mío, porque si no lo haces, será cuando me matarás de verdad. Te necesito… tanto. – Deposité un suave beso debajo de su ojo derecho, en la comisura de su labio, en la barbilla y luego en sus labios. – Por favor.
Ella se mantuvo inmóvil durante otro minuto que se me hizo eterno, mientras yo me intoxicaba con su perfume más y más, todo él rodeándome. Finalmente, sentí que sus piernas se cernían alrededor de mis caderas, lo que me hizo emitir un gruñido animal al sentir la punta de sus finos tacones de aguja presionando sobre mi piel con un pinchazo sensual.
-          Tú ganas. Pero no te mueras, ¿vale? – murmuró, pegando sus labios a mi oído. Hundí la nariz en su cuello, embargándome aún más de su aroma, y asentí.
-          No tengo ninguna intención de hacerlo, te lo juro.
Mi promesa derribó el último muro que existía entre los dos, la última barrera. Sam me mordió el lóbulo de la oreja para dar por terminada la conversación y luego empezó a moverse contra mí, lentamente al principio, aumentando cada vez más el ritmo. Gemí y la besé, dispuesto a devorarla por completo. Aquella noche el lobo se daría un banquete. Pero sabía que mi Caperucita Roja no iba a asustarse por eso.
Me recorrió la espalda con sus garras, marcándome a su paso de una forma que me encantaba. Luego se deshizo de mis pantalones de forma rápida y eficaz, sin despegar mis labios de los suyos, consumiéndonos a los dos en aquel beso infinito. Deslicé la mano entre nuestros cuerpos y rompí sin más la única barrera que me impedía sentirla como me moría por hacer, tirando su lencería de encaje al suelo.
Ella volvió a clavarme las uñas con fuerza, esta vez en la parte baja de la espalda. Yo la besaba ya por todas partes, queriendo descubrir cada centímetro de su cuerpo. Aun llevaba el vestido puesto, pero no quería malgastar más tiempo separado de ella.

La miré a los ojos mientras mi cuerpo se fundía por completo con el suyo. Los ojos de Sam, convertidos en los del súcubo, brillaron, clavados en los míos. Esbozó una preciosa sonrisa y me besó de nuevo. Incapaz de seguir conteniéndome, dejé salir al lobo, que aulló de placer al encontrarse, al fin, con su pareja.