18/Noviembre
Annalyse Tyler (Myst)
Para cuando llegué a nuestro lugar de encuentro
habitual, Sam ya estaba allí. Llevaba el pelo suelto y enredado, como si
hubiera salido corriendo sin peinarse. Los tacones descansaban a un lado del
banco donde ella estaba sentada, sus pies descalzos acariciando el césped, que
empezaba a escasear a esas alturas del año. Sonrió al verme. Llevaba puesto el
mismo vestido que la noche anterior, pero había conseguido una sudadera en
alguna parte para tapar toda la sangre que debía haber dejado una horrible
mancha y el agujero de bala que le había atravesado el pecho. Por el tamaño,
estaba bastante segura de que era del licántropo, puesto que no había muchos
hombres tan altos y anchos de hombros como él.
Me senté a su lado. Ninguna de las dos dijo nada
durante el primer minuto, solo nos quedamos allí mirando hacia el lago que se
extendía ante nuestros ojos, enorme y azul, un reflejo exacto del color del
cielo sobre nuestras cabezas, que iba oscureciéndose poco a poco, una amenaza
de tormenta que ninguna de las dos pasamos por alta. Sam me tendió un café.
Ella tenía otro en la mano.
-
Como anoche salimos sin dinero, pensé que quizá
necesitaras que te trajera uno – explicó con voz divertida.
-
Tú tampoco tenías dinero – le recordé, enarcando
una ceja y aceptando el café. Estaba tibio, pero aun así, sirvió para
calentarme las manos heladas. Bebí el primer sorbo antes de que se enfriara del
todo, disfrutando del sabor de la cafeína, de su olor amargo, de la energía extra
que le daba a mi cerebro.
-
¿Desde cuándo necesito yo dinero? – replicó Sam.
Me lanzó una sonrisa pícara y suspiré, sabiendo que era inútil discutir con
ella de nuevo el asunto ético de “no está bien obligar a la gente a darte cosas
gratis cuando tendrías que pagar por ellas”. Sabía que Sam era incorregible.
-
Me alegro tanto de que aún respires que no voy a
molestarme en darle importancia a eso – le aclaré.
Volvimos a quedarnos las dos en silencio, pero esta
vez nuestra mente estaba perdida en los recuerdos y en los miedos de la noche
anterior.
-
Pensé que de verdad habías muerto – susurré con
voz ahogada.
-
¿Sabes? Yo también lo pensé – un escalofrío
recorrió a Sam. – Creo que llegué a estarlo un par de segundos, pero Kai me
salvó a tiempo. Y tú, por supuesto. Gracias por salvarme la vida, Myst – apoyó la
cabeza en mi hombro y cerró los ojos.
-
Gracias por no morirte. Y, por favor, a partir
de ahora, aléjate de los hombres armados.
-
Haré lo que pueda – prometió y volvió a reírse. En
ese momento, me pareció uno de los sonidos más bellos del universo. Dejé que el
alivio limpiara todo el dolor de la noche pasada. Estaba viva.
Habíamos elegido precisamente ese lugar de
encuentro mucho tiempo atrás, porque estar allí era como alejarse de todo y
poder rozar la paz absoluta con las yemas de los dedos, aunque nunca fuera por
completo. Era la zona más apartada de un parque donde la mayoría de la gente
llevaba a pasear a sus perros. El lago estaba protegido de pescadores, y solo
podían transitarlo pequeñas barcas de remo que se alquilaban allí mismo. No
llegaba el sonido del tráfico, ni de la muchedumbre que corría calle arriba y
calle abajo. Solo el agua meciéndose, el ladrido ocasional de un perro y el viento
silbando a través de las hojas que el otoño aún no había secuestrado.
Estando allí, parecía que el minutero del reloj se
detenía. Por eso lo habíamos elegido, era nuestro sitio especial para huir del
caos que nos rodeaba. Y también era el lugar donde decir las cosas que no
queríamos decir en el mundo real, que tratábamos de ocultar, pero seguían
existiendo en los recovecos y en las trampillas secretas de nuestros corazones.
-
Anoche no volví a casa.
-
Lo sé. Llevas la misma ropa – señaló ella. Como
era habitual, en su voz no había ningún indicio de reproche o burla. Solo las
palabras que flotaban en el aire.
-
No quería estar sola. No… no hubiera podido
soportarlo. En nuestro piso todo me hubiera recordado a ti.
-
¿A dónde fuiste? – esta vez sí sonó
verdaderamente interesada.
-
Yo… - respiré hondo. – Fui al apartamento de William.
Del… detective.
Sam no hizo ningún movimiento. Se queda muy quieta,
tanto que parecía que casi había dejado de respirar. Luego, se apartó el pelo
de la cara en un gesto inconsciente y repitió el tic al que estaba tan
acostumbrada que, a veces, dejaba incluso de darme cuenta de que lo estaba haciendo.
-
Vaya. Y pasaste la noche allí, así que supongo
que…
-
Sí – respondí a la pregunta no formulada. Me
sonrojé de inmediato, pero Sam no me estaba mirando, sino que mantenía los ojos
fijos en las tranquilas aguas del lago.
Lo consideró durante un segundo y después
simplemente asintió.
-
Lo comprendo. Pero… sabes que es peligroso,
¿verdad? No puedes confiar en él.
-
Sí… lo sé – musité. Una parte de mí se rompió al
pronunciar las palabras, pero la lógica me decía que Sam tenía razón. El
detective había intentado llevarme a prisión desde el momento en que nos
habíamos conocido y, a pesar de que yo deseaba con todas mis fuerzas que lo que
había surgido entre nosotros fuera tan especial para él como había llegado a
serlo para mí, descartar la posibilidad de que se tratara de una estratagema
para conseguir su objetivo inicial hubiera sido una locura y una insensatez, de
esas que pueden costarte la vida. Literal o metafóricamente.
Sam posó la mano sobre mi muslo y me dio un pequeño
apretón.
-
Solo… ten cuidado, ¿vale? No le cuentes más de
la cuenta. No bajes la guardia.
-
Descuida. Yo también fui entrenada – fruncí los
labios. – Supongo que nos enseñaron bien.
-
Sí, eso hay que reconocerlo. Son unos hijos de
puta manipuladores y sin corazón, pero saben cómo hacer que unas chicas
asustadas e indefensas sean capaces de patearle el culo a todo el mundo. Y
hablando de patear culos, ¿qué pasó con nuestro mafioso italiano? Porque nada
me haría más feliz que hacerlo otra visita – el tono de Sam se volvió oscuro,
afilado y letal como un cuchillo apoyado en el cuello de Manzella.
Me acabé el café y dejé el vaso en el suelo junto
al vacío de mi amiga.
-
No tenía fuerzas para enfrentarme a eso, así que
llamé al equipo de limpieza. Se deshicieron de los cadáveres, encontraron a la
chica y completaron la misión.
-
Oh, joder. Eso significa que ahora les tendremos
que dar el 50 %.
-
Ya, son unos estafadores, pero dejaron todo
impoluto. Y consiguieron un montón de documentos clasificados de Manzella, y
los dejaron junto a él en la puerta de la comisaría. Un regalo de navidad
adelanto para nuestro sistema de justicia. Pasará una eternidad en la cárcel.
-
Si no voy a verlo yo primero – por la forma en
que lo dije, supe sin duda que Manzella jamás viviría para contar esa visita,
pero conocía lo suficiente a Sam para saber que no valía la pena disuadirla. Si
quería hacerlo, lo haría, y nada de lo que yo dijera serviría de nada. También
tenía su derecho. Al fin y al cabo, por culpa de aquel cabrón había estado a
punto de morir.
Una bandada de algunas aves que aún no habían
emigrado de la ciudad pasó sobre nuestras cabezas. Ambas levantamos la vista
para verlas perderse en el horizonte, volando en busca de un lugar más cálido
donde esconderse del frío.
Pensé en la posibilidad de imitarlas. Coger las
maletas, llenarlas de las pocas cosas importantes que quedaban en mi habitación
y largarme rumbo a cualquier parte, a un país donde no tuviera que enfrentarme
al mundo con uñas y dientes para sobrevivir. Pero no podía. Sabía que no podía.
Tras vengar la muerte de mi hermana, no me quedaba nada, ninguna razón para
salir adelante. Me había centrado tanto es la venganza, en el momento en el que
al fin pagaría la vida perdida con las que habían causado mi dolor, que no me
había parado a plantearme qué pasaría después.
Cuando no
tienes una razón para vivir, tienes mil para morir. Lo había leído en alguna
parte, aunque no podía recordar dónde ni cuándo.
Mi razón para vivir ahora era Sam, porque sabía que
si la dejaba sola, sería como un león suelto en medio de la ciudad. Demasiado
peligroso para su propio bien. Nunca podría marcharme sin ella.
-
Lloré – dijo Sam de pronto. Sentí cómo su cuerpo
se ponía en tensión ante la confesión.
-
¿Qué?
-
Esta mañana. Lloré.
-
No sabía que… podías. Ya sabes, con la ataraxia
y eso… pensaba que…
Sam sacudió la cabeza y su pelo me hizo cosquillas
en la piel de los brazos. Levantó la cabeza de mis hombros. Dobló las rodillas
y las rodeó con los brazos. Cuando habló, lo hizo sin mirarme ni una sola vez.
-
Llevaba dieciséis años sin derramar una lágrima. Y tienes razón, no debería poder, porque
llorar en un sentimiento demasiado intenso para mi corazón estéril.
-
Pero lloraste – apunté, para animarla a
continuar con la historia. Sabía que le costaba encontrar las palabras
adecuadas, porque para ella describir sus sentimientos era una misión casi
imposible, pero no podía dejar que se guardara todo aquello dentro.
-
Sí. Cuando me desperté, yo… pensé que había
matado al licántropo. Me sobrealimenté de su energía y estaba tan segura de que
estaba muerto, que… lloré. Al principio ni siquiera sabía que estaba pasando…
solo me sentía tan horrible, como si todas las desgracias del mundo se
concentraran en mi pecho. Quería gritar, esconderme, golpear cosas hasta que me
sangraran las manos. Y empecé a llorar sin poder parar. Lágrimas y más
lágrimas. Como si estuviera expulsando a través de ellas todas las cosas que no
había sentido durante todo este tiempo.
Hizo una pausa. Yo no sabía qué decir, así que no
dije nada.
-
No lo entiendo, Myst. No sé qué me pasa. Pero sé
que algo anda mal, porque de pronto soy capaz de sentir. Sentí el pánico, frío
como el océano Antártico, cristalizar en mi estómago cuando la bala me atravesó.
Sentí culpa y angustia, y desesperación, cuando pensé que había matado al
licántropo. Y… sentí un enorme alivio cuando descubrí que seguía vivo. Tanto
alivio que… quizá podría ser felicidad. No estoy segura – se encogió de
hombros. – He pasado tanto tiempo sin sentir nada en absoluto que ahora me
cuesta diferenciar estas confusas emociones unas de otras. Todas son igual de
desgarradoras.
Medité un segundo sobre todo lo que acaba de decir.
Estaba totalmente impactada, así que me llevó más tiempo de lo habitual
procesar toda aquella información que había salido de golpe de la boca de mi
mejor amiga.
Así que Sam se estaba ¿curando? de su ataraxia. No
sabía si esa era la palabra correcta porque, después de todo, se había aferrada
a ella con tanta fuerza, utilizándola como su manto protector, que ahora
probablemente no sabría qué hacer si la perdía. ¿Cómo podía lidiar con la
cantidad de emociones y reacciones sentimentales que una persona normal tenía
cuando no tenía la práctica para manejarlas? Aquello podía ser devastador para
ella y llevarla a la locura.
-
Creo que algo ha desencadenado que la ataraxia
empiece a perder efecto – sugerí.
-
¿Y qué coño puede ser? – su voz sonó angustiada,
tal y como yo suponía.
-
Bueno, es bastante obvio. – Sonreí. – Estoy bastante
segura de que es cosa del licántropo y de la forma en que pierdes el control
cuando estás con él.
Sam apretó con más fuerza sus piernas y frunció el
ceño, considerando la idea con gesto malhumorado.
-
Ese maldito lobo solo me trae problemas – se quejó.
-
Anoche te salvó la vida – le recordé, enarcando
ambas cejas.
Hizo un ruidito despectivo y puso los ojos en
blanco, aunque ambas sabíamos que yo tenía razón. Una de las dos tenía que
representar a la lógica en aquella situación. Sam lo era cuando hablábamos de
mi problema con William (bueno, quizá llamarlo problema no se ajustaba a lo que yo sentía), así que yo tendría que
serla para ella.
-
¿Cómo te sientes respecto a esto? Es decir, los
sentimientos y eso.
-
Me asusta – confesó en voz baja. – No sé qué
hacer con ellos. Son como pequeñas explosiones incontrolables que me dejan
fuera de juego. Y, si esto sigue así, acabaré volviéndome débil por su culpa,
una llorona sin remedio. No quiero eso. Me gusta ser quién soy.
-
Sigues siendo tú, Sam. Solo que ahora eres una
versión más completa, no solo una demo. Solo tienes que aprenderlo a manejarlo.
-
¿No podría volver a ser todo como antes? –
musitó, disgustada.
Negué con la cabeza.
-
El mundo gira. Las cosas cambian. Las personas
avanzan. Dale una oportunidad, Sam. Los sentimientos no son tan malos.
Ella levantó la vista al cielo. Las nubes negras
que habían ido acercándose se habían condensado sobre nuestras cabezas, cada
vez más oscuras, más peligrosas. Un viento helado surgió de entre los árboles,
poniéndonos la piel de gallina al pasar junto a nosotras. La lluvia no tardaría
mucho en hacer acto de presencia y quizá la acompañarían algunos rayos.
-
No, no lo son. Hasta que te matan.