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jueves, 30 de mayo de 2013

¿Quieres jugar? Juguemos a colisionar.

13/Noviembre

Samantha Petes (Nox) 




Podía percibir el enfado de Myst como si fuera una mano sobre mi hombro, pues era tan grande que casi parecía algo físico. Sin embargo, no tenía ni idea de a qué venía su rabia, porque yo no tenía la culpa de que el tipo de la discoteca recordara aquella noche. Le había borrado la memoria, con tanta seguridad como que tenía diez dedos en las manos y las uñas pintadas de color turquesa.
Mi presa de la noche de doce días atrás era, viéndola a la luz del día que entraba a raudales por la ventana del apartamento, realmente atractivo. Era bastante más alto que yo, con un cuerpo musculoso, pero sin ser de la forma exagerada de los tíos que se pasan la mitad del día encerrados en el gimnasio. A pesar de que era guapo, él parecía no saberlo, o bien no importarle, porque estaba casi sin peinar y con una actitud tranquila, nada de la chulería propia de los hombres que se creen capaces de seducir a cualquier mujer solo por tener una cara bonita.
Y me miraba a mí.
Durante toda mi vida, a partir de los trece años, cuando los instintos de súcubo (y los atributos físicos a juego) se desarrollaron por completo, los hombres habían empezado a considerarme guapa. Cuando iba por la calle, solía llamar su atención, y allá donde fuera era habitual que atrajera las miradas del sector masculino cercano. Pero, a pesar de mi amplia experiencia en ese campo, nadie me había mirado como lo hacía ahora él. Había una gran intensidad en su mirada, como una promesa dicha sin palabras. No era simplemente que el hechizo que me rodeaba lo cautivara, era más bien como si estuviera viendo la cosa más bella del mundo, lo más impresionante que sus ojos jamás verían… y quisiera poseerla para siempre.
Me pasé la lengua por el labio ante su escrutinio, pero no sonreí.
Sabía que la situación era delicada. Nunca antes un hombre se había librado del poder de persuasión de mis ojos, todos habían caído en la trampa. Pero, de algún modo, esta vez no era así. Él había conseguido eliminar la barrera que mantenía ocultos los recuerdos de la noche de la discoteca y, por si eso fuera poco, había conseguido encontrarme sin saber mi nombre. Así que no podía dejar de preguntarme quién coño era aquel extraño ni qué quería de mí, porque si no, no habría ido en mi busca.
-          ¿Quién eres? – le conferí a mi voz el encanto seductor del súcubo, empezando a tejer la tela de araña que lo haría caer en mis redes.
Por un segundo, sus ojos se desenfocaron y nublaron y a punto estuvo de caer sobre ellos el velo que significaba que estaba bajo mi control total para jugar con él a mi antojo. Pero, antes de que su expresión quedara vacía y él estuviera a mi merced, algo brilló en sus pupilas, algo salvaje. Él gruñó en voz baja y sacudió la cabeza. Cuando volvió a mirarme, el iris se había extendido, hasta que el azul añil casi cubrió por completo el blanco que lo rodeaba. El resultado era similar… a los ojos de algún tipo de animal. Quizá de un perro. Lentamente, sus iris volvieron a adoptar una forma normal.
El proceso me produjo una sensación de inquietud. Un segundo después me di cuenta de que yo, en los momentos en los que perdía el control de mi cuerpo por el hambre, también sufría una transformación similar en mis ojos, solo que los míos se volvían negros por completo, de un modo aún más aterrador que los de él.
-          Me llamo Ian. Ian Howl.
Miré a Myst, esperando que ella reconociera el nombre. Negó con la cabeza imperceptiblemente, dándome a entender que ella tampoco tenía ni idea de quién era. Con una leve seña, me hizo saber que también se había dado cuenta de lo que le había pasado en los ojos a Ian.
Estaba más seria que de costumbre, lo que era indudablemente una mala señal. Decidí no empeorar la situación y esperé  a que ella tomara las riendas de la conversación. Puesto que mi habilidad no funcionaba con el desconocido, ya no podía hacer nada para obtener respuestas de él. Sin embargo, Myst solía ser bastante buena sonsacándole cosas a la gente sin utilizar ningún poder especial, solo engatusarlos poco a poco. Conmigo al menos solía funcionar.
-          ¿Por qué estás aquí? – preguntó ella por fin después de un corto silencio.
Antes de responder, Ian observó brevemente a Myst antes de clavar su mirada de nuevo en mí. Sus ojos estaban cargados de emociones que ni siquiera podía descifrar. Dudó un segundo, como si buscara las palabras correctas y, lentamente, sonrió.
-          Por ella, por supuesto – respondió, mirándome directamente a los ojos. Sentí un escalofrío en la columna vertebral ante el tono grave de su voz y la profundidad de sus palabras, aunque fueran tan aparentemente sencillas. Por un instante, parecía que solo estuviéramos él y yo en la habitación, en todo el mundo incluso, que solo existiera él y su voz, la forma en la que sus ojos miraban directamente en mi alma.
Retrocedí un paso, intimidada por esos sentimientos desconocidos, y salí de la estúpida ensoñación en la que me había metido sin quererlo lo más mínimo.
Rehuí sus ojos en un intento de conseguir no perderme de nuevo en ellos. Aunque no se había movido del sitio, a unos escasos metros de nosotras, casi podía sentirlo a mi lado, porque su presencia impregnaba toda la habitación.
Myst frunció el ceño, analizando lo que ocurría con su mente lógica y racional.
-          ¿Por ella? – me señaló. - ¿Por qué por ella?
Yo también me hacía la misma pregunta. La única respuesta que encontraba era que aquel extraño estaba buscando venganza por haber consumido gran parte de su energía vital, dejándolo débil, y que encima después le borrara los recuerdos. La mayoría de la gente se cabreaba un poco por esa clase de cosas.
Pero, si era por eso, ¿por qué coño seguía mirándome como lo hacía? Puede que yo no entendiera mucho de emociones, pero lo que percibía de Ian no era rencor, o rabia. Más bien todo lo contrario. Parecía incapaz de contener sus ganas de repetir los acontecimientos de nuestro último encuentro. De vez en cuando, un destello chispeaba en su mirada, dando la impresión de que había algo enjaulado tras ellos luchando por escapar.
Por un momento me pregunté si Ian también, al igual que yo, mantenía cautivo un monstruo en su interior que continuamente quería salir a la superficie. Y que si su monstruo sería tan destructivo como el mío. Si ese era el caso, podía entender porque se contenía, aunque eso parecía hacerle sufrir, pues mantenía los puños firmemente cerrados y la mandíbula tensa.
De nuevo antes de contestar, él vaciló. Ladeó la cabeza, sin quitarme los ojos de encima, como lo haría un perro que no entiende las órdenes de su amo. Me recorrió de arriba abajo con los ojos y luego deshizo el camino hasta acabar una vez más en mi rostro. Inspiró despacio, como si estuviera saboreando la bocanada de aire.
-          Porque es ella.
Myst suspiró, frustrada por el sinsentido de su respuesta. La vi apretar los dientes y me imaginé que estaría contando hasta diez para calmarse como a veces hacía. Supe que ese era el momento de que yo interviniera en la conversación.
Me pasé la lengua por el labio inferior antes de hablar.
-          ¿Es por lo que pasó en la discoteca?
Él sonrió, de una forma que iluminó la habitación.
-          La noche en la que por fin te encontré.
-          ¿Acaso me estabas buscando?
-          Llevaba toda mi vida esperándote – afirmó con rotundidad. Entonces avanzó un paso hacia mí, como si ya no fuera capaz de seguir aguantando sus ganas de tocarme. Sentí el extraño (y alocado) impulso de acercarme también a él, pero fui lo suficientemente sensata (por una vez) de suprimirlo.
Extendí las garras, por si acaso intentara hacerme daño. Normalmente, solo podía hacerlo cuando tenía hambre… pero estando tan cerca de Ian, ya no pude seguir conteniendo el recuerdo de la noche que pasamos juntos. Este se desbordó de los muros tras los cual lo había mantenido alejado.
De golpe, mi mente se llenó con el recuerdo de sus manos tocándome, tocándome por todas partes, buceando bajo mi vestido, perdiéndose en mi piel. Sus labios sobre los míos. Nunca nadie me había besado como él. Mis anteriores presas lo habían hecho con pasión, claro. Pero en el beso de Ian había también una gran cantidad de desesperación, como si necesitara con urgencia hacerlo. Era como si toda su vida dependiera de mantenerse pegado a mi cuerpo, de estrecharme cada vez con más fuerza contra él.
Aquella noche, en la que mi control casi había desaparecido ya antes de entrar en la discoteca, él me había hecho perderlo por completo. El súcubo dominó mi mente y tenía hambre, muchísima hambre. Ian era la mejor presa que jamás había probado. Su cuerpo se ajustaba a la perfección al mío, con mis piernas rodeando sus caderas y él enterrado entre ellas.
A partir del momento en que el que entró dentro de mí, lo demás se volvió borroso. Solo recordaba el sabor de su piel, el tacto de sus manos… y su olor. A hombre, con un matiz de algo salvaje, animal. También recordaba que, de vez en cuando, gruñía junto a mi oído de un modo que me pareció terriblemente sensual y me enloqueció aún más.
Aquella noche me alimenté en exceso. Cuando él se desplomó sobre mí después del orgasmo, estaba segura de que había muerto, pues nadie podría haber resistido que tomara tanta energía en una sola noche. Y, sin embargo, estaba vivo, aunque muy débil. Supongo que por eso pude limpiarle la memoria tan fácilmente en ese momento y que, cuando recuperó fuerzas, no tuvo problemas en derrumbar las salvaguardas y acceder de nuevo a sus recuerdos.
No podía evitar que, rememorando lo que había pasado entre nosotros en la discoteca, surgiera dentro de mí la misma hambre voraz que la última vez que nos habíamos visto. Habían pasado ya doce días. Myst había estado demasiado ocupada chocándose contra su pasado como para darse cuenta, pero mis ojos ya empezaban a volverse negros sin que yo pudiera evitarlo. De momento, solo me había ocurrido un par de veces, pero sabía que si seguía conteniendo al súcubo, este acabaría tan desesperado por comer que no tendría fuerza para contenerlo.
Sabía que tenía que alimentarme, pero no tenía ningún deseo de hacerlo. Aprovecharme de hombres desconocidos, cuya cara ni siquiera recordaba después de un breve período de tiempo, me hacía sentir que era igual que mi madre. Ella solo hacía eso, utilizaba a sus víctimas mientras podía y las tiraba a la basura, hechas polvo, cuando se cansaba o cuando estas no tenían energía suficiente para servirle.
Había convivido demasiado tiempo durante mi infancia con sus marionetas como para querer repetir sus monstruosidades.
Pero, aun así, no podía dejar de ser un súcubo. Era mi maldita condena. Bueno, una de ellas.
En ese momento, Myst se aclaró la garganta. Me volví hacia ella, que me miraba enarcando una ceja en silencio. Sacudí la cabeza, desechando todos los pensamientos que me zumbaban en la cabeza junto al recuerdo de Ian en aquella habitación de la discoteca hacia doce días.
-          No lo entiendo – dije por fin. - ¿Por qué yo? ¿por qué me esperabas a mí?
 Ian me evaluó con la mirada. Luego, miró a Myst de reojo.
-          ¿Nos dejas a solas?
-          No – respondimos las dos al mismo tiempo. Sin poder evitarlo, sonreí ante la compenetración de nuestra contestación.
Él gruñó en voz baja, de esa forma ligeramente animal, y acabó encogiéndose de hombros.
-          De acuerdo. Supongo que tendrás que oírlo todo entonces.
Tomó aire profundamente, de un modo que dejó claro que se estaba preparando para narrar una historia larga. Aun seguíamos de pie en medio del recibidor, pero nadie hizo ademán de pasar al salón, donde podríamos sentarnos. Seguíamos sin tener ningún motivo para confiar en el desconocido.
-          Por lo que sé de vosotras… de ti, – me señaló con la cabeza – no me quedan muchas dudas de que también sois Supras.
Hizo una pausa, quizá esperando que dijéramos algo, pero las dos nos mantuvimos calladas. Conociendo a Myst, sabía que ella ya había llegado a esa conclusión, igual que yo. Solo un Supra podía ser capaz de vencer mi habilidad, porque tenía una propia que la contrarrestara.
Al ver que no respondíamos, continuó hablando.
-          Soy un tipo de Supra poco corriente – titubeó un momento. Inspiró hondo antes de decir: - Un licántropo.
-          ¿Un licántropo? – la pregunta se me escapó por la sorpresa. Había oído hablar de esa clase de personas, pero la mayoría de los Supras pensaban que se trataba de un personaje más mitológico que real, como las sirenas (mitad humanas, mitad pez) o los vampiros.
Nunca había conocido a un licántropo. Ni siquiera había conocido a nadie que hubiera conocido a uno, y yo pertenecía a una de las organizaciones de Supras más importantes a nivel mundial, así que nunca había pensado que hubiera muchas posibilidades de su existencia.
-          Pensaba que los licántropos existían solo en los cuentos – contribuyó Myst.
-          Pues ya ves que no.
-          ¿Tenemos que creer que eres un licántropo simplemente porque pareces una persona de confianza? – la sorna de mi voz era imposible de eludir.
Ian entrecerró los ojos, como si le ofendiera que dudásemos de su palabra. Y un segundo después, sonrió, el tipo de sonrisa burlona que augura problemas. Sin decir palabra, se quitó la blusa de un rápido movimiento, dejando a la vista el espléndido cuerpo que no se había borrado de mi memoria.
-          Pero… ¿¡qué haces!? – preguntó Myst escandalizada. Inmediatamente, se sonrojó.
Me reí ante su rubor. A pesar de llevar cuatro años siendo entrenada como asesina, seguía siendo tan ingenua como cuando la conocí.
-          ¿No queréis pruebas? Ya veréis.
Se quitó los pantalones, quedándose en bóxers. Muerta de vergüenza, Myst apartó la vista, clavándola en la pared del salón, lo que le permitía ver posibles movimientos amenazadores, pero dejando fuera de su campo de visión el cuerpo casi completamente desnudo de Ian.
Yo no aparté la vista. Sonreí abiertamente. Ian tampoco dejó de mirarme y, al verme recorrer su torso con los ojos, gruñó en un tono más grave que antes. Aquel gruñido hizo que creyera lo que había dicho, pues sonó exactamente igual que un lobo.
Entonces, Ian se llevó la mano a la parte superior del calzoncillo. Enarcó una ceja, como retándome a mantener la mirada, y yo le respondí con una amplia sonrisa seductora. Pero antes de que pudiera ver lo que había debajo de la prenda, Myst me agarró del brazo y me llevó a rastras al salón.
-          Estás loca – siseó en voz baja cuando entramos. – Podría ser un psicópata.
-          Ah, es verdad – respondí yo, con una gran dosis de sarcasmo. – Soy una niñita indefensa que no sabe defenderse.
-          ¡Sam! Por favor. Sé sensata por una vez.
Bufé ante su tono recriminatorio.
En ese momento, oímos con claridad un sonido bajo que denotaba dolor, similar a un gemido. Me giré hacia el recibidor, esperando ver a Ian tirado en el suelo, pero… él ya no estaba por ninguna parte. En su lugar había un inmenso lobo de pelaje castaño, del mismo tono que el pelo de Ian, y unos ojos almendrados de un color azul añil que sabía muy bien dónde había visto antes.
-          Increíble – susurré.
Myst me apretó la mano, probablemente para asegurarse de que no se trataba de un sueño, lo que me hizo reír de nuevo.
Avancé hacia el lobo, que me observaba fijamente con la cabeza ladeada. Debía medía al menos un metro cincuenta de alto, si no más. Era precioso, salvaje. Sus ojos brillaban con inteligencia humana, lo que delataba la presencia de Ian en su mente.
-          Vale, te creemos – aseveró Myst con voz ahogada de la impresión.
El lobo se quedó quieto un segundo más y luego se ocultó de tal modo en el recibidor que Myst y yo, que seguíamos en el salón, no pudiéramos verlo. Tras unos cuantos ruidos extraños más, y luego el inconfundible sonido humano de una persona vistiéndose, Ian volvió a aparecer como antes de su transformación.
-          Ya os dije que era un licántropo – se mofó, con expresión socarrona.
-          De acuerdo. Eres un licántropo. Genial – Myst seguía un poco sorprendida. Finalmente, se centró en la situación. - ¿Qué tiene eso que ver con tu obsesión con Sam?
-          Los licántropos son animales que siempre van en manada. Por eso se sabe tan poco de nosotros, no solemos relacionarnos con los demás Supras. Solo con el resto de la manada. Se establecen fuertes vínculos dentro de ella, pero ninguno es tan fuerte como el que un lobo establece con su pareja. – Hizo una parada en su explicación para que el instante se impregnara de tensión. Antes de hablar, centró sus ojos en mí, con la misma intensidad que caracterizaba todas sus miradas. – Un lobo solo se enamora una vez. Cuando encuentra a su pareja, nunca se separa de ella. La protege, la cuida más que a su propia vida. Y tú, Sam, eres mi pareja, mi compañera.
En el silencio que siguió a sus palabras casi se podía paladear la sorpresa. Myst me miró con los ojos abiertos de par en par, luego a Ian y después de nuevo a mí. Parecía esperar una explicación que yo no podía darle, pues entendía tan poco de la situación como ella.
-          Pero yo no soy un licántropo – afirmé.
Él se encogió de hombros.
-          Eso no me importa. Sé que eres tú.
-          No. – Tragué saliva. – No – repetí. – Estás equivocado.
-          Estoy completamente seguro – se cruzó de brazos y se apoyó en la pared, mostrando una gran seguridad, que reafirmó con una sonrisilla. – Eres tú.
Negué con la cabeza y le dirigí una sonrisa que pretendía ser conciliadora, pero la situación escapa tanto de mi control que apenas sé que gesto hizo boca.
-          No, escucha. Yo soy un súcubo – pronuncié la palabra con lentitud, al igual que lo haría si fuera en otro idioma. - ¿Sabes lo que somos? – No esperé su respuesta. Estaba… agitada, intranquila o algo similar. Me era difícil definir mis emociones, pero me sentía como si estuviera sumergida bajo el agua y no pudiera salir a la superficie en busca del oxígeno que necesitaba. Nada bueno. – Los súcubos nos alimentamos de la energía de los hombres. Eso fue lo que hice contigo en la discoteca – hablaba muy rápido. – Para atraer a nuestras presas, somos más bellos y tenemos una especie de magnetismo que afecta a los hombres. Eso es lo que sientes. ¿Entiendes? No soy tu pareja. Crees que sí por el encanto del súcubo, pero no lo soy.
Terminé la explicación casi jadeando. Inspiré profundamente, intentando calmar la agitación de mi interior, la cual no entendía en absoluto.
Por el rabillo del ojo, vi que Myst me contemplaba unos segundos, sorprendida, antes de sonreír de pronto. Como tampoco la entendía a ella, decidí ignorarla y punto.
Ian permaneció recostado contra la pared, con una expresión seria que me hizo pensar que estaba meditando mis palabras. Yo estaba bastante segura de haberlo convencido, porque la explicación era lógica y clara. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que tenía que hacerle entender al lobo que no era su pareja o pasaría algo que cambiaría las cosas para siempre.
-          Te equivocas – a pesar de que habló en voz baja, lo hizo con seguridad.
-          ¿Qué?
-          No es porque seas un súcubo. Es porque eres tú. El espíritu del lobo es capaz de reconocer a su compañera, sobre todo después de… intimar con ella – el tono pícaro de su voz clarificó a qué se refería.
-          No. No soy yo.
-          Niégalo cuanto quieras, eso no cambia lo que pasa entre nosotros.
Retrocedí un paso. Una sensación que reconocí como miedo se había instalado desde hacía unos minutos en el fondo de mi estómago y empezaba a crecer. ¿Qué me estaba pasando? Primero, agitación, inquietud, y ahora miedo.
-          Eso es a lo que me refiero, Ian – despojé a mi voz de toda emoción, manteniéndola neutra y fría. – No hay nada entre nosotros.
-          Lo habrá – afirmó con rotundidad. Parecía capaz de cualquier cosa por hacerlo realidad.
Pero yo sabía demasiado bien que entre él y yo nunca podría haber nada más que lo que habíamos tenido.
Como súcubo, estaba destinada a alimentarme de hombres durante toda mi vida. Un ser humano al que le extraía energía demasiadas veces acababa muriendo al poco tiempo, porque sus órganos fallaban de forma espontánea. La única forma de evitar asesinar a mis víctimas era no alimentarme de la misma más de una vez o dos.
Ian quería que fuera suya, en exclusiva, y eso sería como sentenciarlo a muerte en un plazo de tiempo no demasiado largo.
Por otro lado, yo no podía sentir esa clase de sentimientos, ni por él ni por nadie. No sabía qué era eso de lo que había oído a tanta gente hablar, que había visto en películas y oído en la mayor parte de las canciones. Esa emoción que llaman amor y que vuelva a la gente idiota. Había visto sus efectos, pero nunca lo había sentido por mí misma, ni tenía ninguna intención o posibilidad de hacerlo. La ataraxia me mantiene alejada de emociones tan fuertes como las provocadas por él. Y eso era algo que yo consideraba una bendición. El amor destruye a las personas, los vuelve débiles, fáciles de manipular. En un mundo como el mío, esa clase de vulnerabilidad puede matarte.
Además, también estaba el pacto que había hecho con Myst algunos años atrás. Nada de hombres permanentes en nuestras vidas. Después de que ella me contara su historia y de haber despotricado contra el género masculino, habíamos hecho las dos esa promesa. Sinceramente, nunca se me había pasado por la cabeza incumplirla, e Ian no era una excepción.
Así que en ese mismo instante decidí hacer cualquier cosa que fuera necesaria para que él se diera cuenta de la clase de monstruo que era. Uno que no podía amar y que no quería ser amado. Haría lo que fuera para mantenerlo alejado de mí. No le iba a permitir desbaratar mi mundo ordenado ni poner mi realidad patas arriba.
-          Te daré un consejo, lobo – le espeté. – Aléjate de mí. Sal corriendo con el rabo entre las patas. No soy una buena elección.
-          No tengo ninguna elección. Tú eres mi compañera, lo quieras o no – replicó él, entrecerrando los ojos.
-          Pues entonces lamento informarte que te pasarás el resto de tu vida sufriendo por lo que nunca tendrás. Jamás estaremos juntos. Nunca.
Tras sentenciar cualquier futuro que podría haber existido entre nosotros, le hice un claro gesto hacia la puerta invitándolo a marcharse de mi apartamento y de mi vida.
Él continuó mirándome, como había hecho desde que llegó. Sus ojos brillaron y vi furia en ellos, pero también fuerza. No sería fácil que se diera por vencido y, por descontado, aquel primer asalto no iba a desanimarlo en su intento, no cuando se aferraba de ese modo a la idea de que yo fuera su “compañera”.
Finalmente, asintió con la cabeza con brusquedad y se dirigió a la puerta. Pero, antes de salir, se detuvo, dándome la espalda.
-          Una última pregunta. ¿Recuerdas aquella noche, verdad? La noche en la que nos conocimos.
-          Sí.
Me miró por encima del hombro, con una expresión seria.
-          Aquella noche, cuando estuvimos… juntos – se detuvo un momento -, ¿no sentiste nada especial conmigo? ¿Como si fuera diferente a tus otras… “presas”? – pronunció la palabra casi con asco.
No pude responder el automático “no” que tenía en la punta de la lengua.
Al decirlo él en voz alta, los recuerdos me invadieron de nuevo. Sentí la euforia de sus besos. Pero no era su emoción… era mía. Y no una leve traza, un mínimo fragmento de una emoción real, sino un sentimiento completo que hizo que me temblaran las rodillas.
Cuando me llevó al éxtasis, había experimentado por primera vez algo similar a la felicidad.
Ian me había hecho sentir como nunca antes. Completamente viva. Con las emociones a flor de piel, el corazón latiéndome a toda velocidad, la cabeza dando vueltas y los pensamientos inconexos. Entre sus brazos, me había perdido en el mar de mis propias emociones.
Pero él nunca debía saber el efecto que había provocado en mi cuerpo y en mi mente. Porque, de descubrirlo, creería tener razón sobre el extraño vínculo que había creado entre nosotros.
-          No – mentí con convicción. – Nada especial en absoluto.
Era una maestra de la mentira, un arte que había perfeccionado durante toda mi vida y al que apoyaba mi falta de emociones. Sin embargo, Myst había sido capaz de desarrollar la habilidad de detectar mis embutes, por lo que no me sorprendió la mirada de reojo que me echó, con una mezcla de sorpresa y confusión en su rostro.
Mantuve la vista fija en Ian para no dejarle ver que estaba engañándolo.
Para mi total sorpresa, él sonrió abiertamente.
-          ¿Sabes? Los lobos poseemos unos sentidos muchísimo más agudos que los de los humanos. – Empezó a caminar de nuevo hacia la puerta. – Y eso nos permite detectar enseguida las mentiras.
Sin añadir nada más, ni esperar una respuesta, cerró la puerta a su espalda. Oí sus pasos alejándose por el pasillo, mientras yo me quedaba boquiabierta en mi recibidor.
A pesar de que acaba de marcharse de mi casa, estaba segura de que Ian Howl tardaría mucho tiempo en irse de mi vida, quisiera yo o no… si es que llegaba a desaparecer algún día.




domingo, 19 de mayo de 2013

Ya sé que vuelves a aparecer solo para acabar de complicarlo todo. Pero creo que me gusta.


13/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst) 




De algún modo, después del cúmulo de emociones y actividad de la semana anterior, los últimos días habían vuelto a la rutina habitual de mi vida. Bueno, similar a la rutina habitual, supongo aunque no exactamente igual.
Jack seguía por ahí. Cerca de mí, pero lo suficientemente lejos como para que yo pudiera imaginar que no tendría que volver a verlo. Sabía que me estaba mintiendo a mí misma, por descontado. Los ojos de Jack, su expresión cuando desaparecí, me habían prometido en silencio un reencuentro. Tarde o temprano volveríamos a colisionar, tal y como habíamos hechos noches atrás. Pero la próxima vez no me cogería por sorpresa, estaría preparada y no me derrumbaría ante los recuerdos y los sentimientos pasados. Ante su voz, tan grave como siempre, que me producía escalofríos en la columna. Me daba igual que él hubiera creído estar salvándome al abandonarme.
Había más opciones. Si quería protegerme, podría haberme dicho la verdad, por ejemplo. Podríamos haber huido a otra ciudad, a otro país, a cualquier otra parte del mundo donde escondernos. Que Clark se viniera con nosotros. Los problemas siempre tienen más de una solución.
Él eligió dejarme atrás y seguir su camino en solitario por medio a perderme. Porque creía que acabaría muerta por su culpa. Podía entenderlo, de verdad que sí, porque probablemente yo hubiera hecho lo mismo por mi hermana pequeña o por Sam. Pero, aun así, seguía doliendo. Cuando pensaba en Jack, su recuerdo siempre venía acompañado del dolor de despertar aquella maldita mañana estando sola en la cama, con la reminiscencia de su olor en el aire y la casa vacía. Las horas esperándolo, sentada en la mesa de la cocina, con el desayuno preparado para darle una sorpresa enfriándose a cada minuto. Las llamadas a su móvil, una y otra vez, sin recibir respuesta. Descubrir el armario completamente vacío. Saber que se había llevado sus cosas, que me había abandonado para siempre durante la noche, como un ladrón furtivo. Y sin ni siquiera saber por qué.
Jack había sido la primera persona en la que realmente había confiado en toda mi vida. Siempre había tenido miedo. Desde que mi padre nos abandonara a mi madre, a mi hermana y a mí, había tenido pánico a que todas las personas importantes para mí siguieran su estela. Por eso, me había negado a depender de nadie, creyendo que así evitaría que me hicieran tantísimo daño de nuevo.
Pero Jack llegó a mi vida de golpe una mañana y se empeñó en colarse entre las grietas de mi corazón. Lo intentó de forma persistente día tras día hasta que acabé, sin más remedio, confiando en él por completo. Amándolo de forma incondicional. Nunca había estado tan segura de nada como de que él y yo estaríamos juntos para siempre, que él me cuidaría, que nunca me abandonaría como había hecho mi padre.
Pero lo hizo. Sin importar sus razones, lo hizo.
Y, poco después, me arrebataron a mi hermana. Todo el mundo me dejaba atrás, sola. Por eso, desde que conocí a Sam, quise ser como ella, que nada ni nadie me calara, que nada atravesara mi escudo. Así nunca sufriría de nuevo. Sin esperanzas, sin sueños, sin amor; esa era la única forma de que mi fatal destino no se repitiera una y otra vez.
Pero ahora, una vez más, volvía a caer en mi propia trampa.
No solo me había permitido encariñarme con Sam, llegando a considerarla mi hermana, aunque no compartiéramos la sangre. Por si fuera poco, estaba el maldito detective William Woods, que, centímetro a centímetro, estaba destruyendo el grueso muro que había construido para aislarme del mundo. Y maldito fuera por ello.
En los últimos días, desde nuestro desayuno en la cafetería lleno de secretos susurrados, había vuelto a la táctica de evitar todo contacto con él. Pero me odiaba por ello, porque solo estaba escondiéndome, huyendo, y eso es lo que me prometí que nunca más haría cuando entré a formar parte de Tánatos. Me juré a mí misma que Annalysse moriría aquel mismo día, la chica asustada, insegura y tímida, la que se ocultaba por miedo a todo cuanto la rodeaba. Cuando nació Myst en su lugar, quise que fuera lo que yo nunca había sido. Fuerte, valiente, letal. Annalysse era la que evitaba a un hombre porque temía lo que pudiera pasar, no Myst.
Myst se enfrentaba a las cosas cara a cara.
Pero ahora… ahora ya ni siquiera sabía cuál de las dos era. Quizá una mezcla. Quizá ninguna.
Rememoré una vez más mi última charla con William. A pesar de sus intentos, no lo había llamado por su nombre, porque sabía que eso crearía entre nosotros una intimidad que prefería evitar. No quería que intimáramos más. No quería que me volviera a mirar como lo había hecho en el parque, como si pudiera mirar directamente en el interior de mi alma y me comprendiera. Odiaba la química entre nuestros cuerpos, el magnetismo que explotaba cada vez que nos acercábamos más de la cuenta. Porque lo odiaba, ¿verdad? Eso tenía que ser lo que sentía y no ninguna otra estupidez. Nada de sentimientos bonitos, o mariposas en el estómago.
Recuerda lo que pasó la última vez que sentiste algo parecido. Recuérdalo.
Sam y yo habíamos hecho la promesa por una razón. Nada de hombres en nuestras vidas, solo traían complicaciones y dolores de cabeza. Solo destrozaban los corazones y hacían daño. Mejor no tenerlos cerca. Eso habíamos decidido.
Precisamente por eso, estando con el detective, me había mostrado tan fría y distinta. Había usado todos los trucos que Sam me había enseñado para tratar con los hombres sin involucrarte realmente, sin dejar que tu parte emocional interfiriera. Las miradas coquetas, las medias sonrisas, los comentarios con doble sentido.
Pero, aun así, no creía que nada de eso hubiera servido, porque, cada vez que él me sonreía o se sonrojaba, me hundía un poco más. Cuando la camarera le había guiñado el ojo y él se había ruborizado y apartado la mirada, no pude contener la sonrisa de ternura que se extendió por el rostro. Era tan… normal. Tan humano. Sin juegos, sin caras falsas, sin medias verdades o directamente mentiras. Solo era William, tratando de averiguar la verdad, persiguiendo sus objetivos con demasiada persistencia.
Quizá por eso me gustaba. A diferencia de todos los demás, del resto del mundo, que solo fingía todo el tiempo, jugando a quién daña a quién primero, él era tal cual se mostraba y no parecía tener miedo de hacerlo, mientras que a mí me aterraba que alguien pudiera ver la vulnerabilidad que escondía tras mi apariencia indiferente y mortal.
En ese instante sonó el timbre de la puerta. Abrí los ojos y me quedé contemplando el techo de mi habitación como si allí estuviera grabada alguna de las respuestas a preguntas que ni siquiera sabía formular sin retroceder de mí misma.
Estaba tumbada en la cama una vez más, escondida del mundo. Incluso me estaba escondiendo de Sam, porque no le había mencionado nada de lo ocurrido con William. En realidad, desde la noche de su secuestro, apenas habíamos hablado, al menos de Jack o el detective. Habíamos repasado los sucesos anteriores, pensando quiénes podían ser los hombres que se la llevaron o qué querían, sin obtener ninguna respuesta. Habíamos intentando extraer información de distintas fuentes, pero, al parecer, nadie sabía nada, lo cual me parecía una enorme mentira. Por otro lado, tenía el presentimiento de que Sam me estaba ocultando una parte de la historia, que tenía una gran relevancia en el esquema global, pero, puesto que no quería que ella me sonsacara a mí mis secretos, prefería no presionarla para hablar de los suyos.
Necesitaba más tiempo.
El timbre volvió a sonar con insistencia. Dejé de vagar con la mente y me centré en el momento, sentándome en la cama.
-          ¿Puedes abrir tú? – gritó Sam. Su voz sonaba amortiguada por las paredes y por el ruido de agua cayendo. – Me estoy duchando.
Con un suspiro malhumorado, me puse en pie y arrastré los pies por todo el pasillo hasta detenerme tras la puerta cerrada. El timbre sonó una vez más, insistente.
Antes de abrir, miré por la mirilla. Al otro lado descubrí a un chico bastante más alto de lo normal, con el pelo corto castaño oscuro cayéndole de forma desordenada alrededor de la cara y unos ojos azules muy bonitos. No eran el mismo azul oscuro que el mío, al que le faltaban un par de tonos para ser más bien negro, sino añil. Indudablemente atractivo y completamente desconocido.
Me puse en guardia rápidamente. Tensé el cuerpo, cuadré los hombros y materialicé sobre la mano el cuchillo que solía llevar escondido en alguna parte de mi cuerpo.
Luego, muy lentamente, abrí la puerta.
-          ¿Sí? – pregunté de forma cortante.
El chico se quedó totalmente quieto durante unos largos segundos, mirando de una forma tan fija que me empecé a sentir incómoda ante su escrutinio. No dijo ni una sola palabra. Parecía estar sopesándome. Justo cuando mi paciencia estaba a punto de alcanzar su límite, finalmente cambió de expresión. Obviamente, estaba decepcionado, aunque no podía imaginar la razón.
-          Tú no eres ella – musitó con voz apenada. Me contempló un par de segundos más y luego sacudió la cabeza.
-          ¿Perdón?
-          ¿Me he equivocado? – murmuró para sí. Dio la vuelta sobre sí mismo, elevó la barbilla y cerró los ojos. Y, entonces, olfateó el aire, tal y como haría un perro rastreando una presa por su olor.
Abrí los ojos como platos ante tan inesperada acción. Retrocedí un poco, lista para cerrar la puerta si aquel chiflado seguía haciendo cosas tan extrañas.
-          No – proclamó de pronto. Volvió a girarse hacía mí, con expresión decidida. – Estoy seguro. Está aquí.
-          ¿Se puede saber de qué estás hablando? – espeté, confusa.
 Ese fue el momento que Sam eligió para salir de la ducha, vistiendo una camiseta larga masculina que debía de haber robado a alguna de sus presas y que le llegaba a las rodillas, y sin llevar pantalones debajo. Se estaba secando el pelo húmedo con una toalla. Se acercó a mí por detrás con una expresión curiosa, manteniéndose fuera de la vista del extraño en todo momento.
-          ¿Va todo bien? – me preguntó al llegar a mi lado. Y, entonces, dando un pequeño paso, se sitúo de tal modo que ella pudiera ver al desconocido misterioso de la puerta y él a ella.
Cuando vi la expresión del chico al ver aparecer a Sam, lo entendí todo.
Su rostro se llenó de una alegría profunda y completo éxtasis, como si estuviera viendo la cosa más maravillosa e increíble del mundo. Su sonrisa iluminó el pasillo.
-          Eres tú – musitó, la emoción reflejada en su voz. – Al fin te he encontrado.
Dio un paso hacia adelante y Sam y yo retrocedimos el mismo espacio, manteniendo la distancia con el tipo loco que había aparecido de repente ante nuestra puerta.
-          ¿Perdona? – preguntó Sam, tan confusa como yo. - ¿Nos conocemos?
-          Por supuesto que nos conocemos. – Esta vez, su tono mostraba fiereza y seguridad, mientras que en su rostro había claras marcas de que su pregunta lo había herido.
Mi compañera de piso y yo compartimos una mirada desconcertada. Ella se encogió de hombros, sin saber qué más decir, pero antes de que yo pudiera salvar la situación (sin saber de qué manera iba a hacerlo), él intervino de nuevo.
-          Nos conocimos hace doce días – aseveró él. Miraba a Sam fijamente, como si todo lo que importara en el mundo fuera ella. Nunca había visto tal ferocidad en una mirada. Por un segundo, pensé que iba a agarrarla y a… ¿besarla? ¿golpearla? No estaba del todo segura de sus intenciones.
-          ¿Doce días? No recuerdo… - susurró Sam, tratando de hacer memoria.
-          En la discoteca – continuó él.
Lentamente, las dos caíamos en la cuenta al mismo tiempo. Volvimos a compartir una mirada, esta vez de compresión.
-          En la… - musité yo.
-          Discoteca – completó Sam.
Durante apenas un instante, las dos nos quedamos en un silencio atónito, contemplando a nuestro ahora ya no tan desconocido visitante. Lo cierto es que, sabiendo quién era, sí podía situar su cara, entre la enorme muchedumbre que bailaba en la discoteca. Y podía recordar con toda claridad a Sam caminando en dirección a él, muerta de hambre, lista para cenar. Al parecer, él también lo recordaba.
De pronto, me giré hacia Sam, disgustada y enfurecida.
-          ¡Maldita sea, Sam! ¡No le borraste la memoria!
Ella me miró a su vez. Su rostro inexpresivo varió ligeramente, con ciertos matices de confusión y frustración.
-          ¡Claro que lo hice! – replicó de inmediato.
-          ¿Ah, sí? – señalé a su presa, que seguía delante de nuestra puerta. – Pues entonces explícame esto.
-          ¡No puedo explicártelo porque no tengo ni idea de qué está pasando!
-          Pues… - comenzó el chico.
-          ¡Se te olvidó limpiarlo cuando acabaste con él! – insistí, interrumpiéndolo e ignorando sus palabras por completo. Sabía que Sam no daría su brazo a torcer, pero yo tampoco tenía ganas de hacerlo. No siempre podía ir detrás de ella, sacándola de todos los líos en los que acaba metida debido a su falta de conciencia moral. Por una vez, necesitaba gritarle y echarle la culpa, y sacar todos aquellos sentimientos podridos de rabia hacía mí misma que se almacenaban dentro de mi pecho.
Sam no se alteró. Entrecerró los ojos ligeramente y se cruzó de brazos, en una actitud defensiva.
-          Le. Borré. La. Puñetera. Memoria. – Recalcó cada palabra por separado, como si cada una de ellas fuera un balazo certero. – Lo recuerdo a la perfección, créeme. Cuando salió del local, estaba limpio.
-          Pues ahora te recuerda. Y si te recuerda a ti…
-          También recuerda lo que puedo hacer – terminó ella por mí.
Las dos nos giramos al mismo tiempo hacia el chico. Él se limitaba a estar allí de pie, mirándonos alternativamente la una a la otra, sin intervenir de nuevo, como si estuviera contemplando un partido de tenis. Al darse cuenta de nuestras expresiones serias y amenazadoras, retrocedió un paso, pero antes de que pudiera escapar, Sam lo agarró de un brazo y yo del otro y lo empujamos al interior del apartamento.
Justo en ese momento, la cabeza llena de rulos de la vecina de enfrente apareció en el hueco de la puerta entreabierta, antes de que pudiéramos cerrar la nuestra. Nos miró a ambas, enarcando la ceja, con una mezcla de curiosidad y molestia por el ruido, y en un claro intento de fisgonear. Como si de una respuesta automática se tratara, tanto Sam y yo esbozamos sendas sonrisas de cortesía, tan falsas que podrían ser de plástico.
-          ¿Todo bien, chicas? – preguntó la vecina, su voz rebosante de las ganas de un buen cotilleo.
-          Estupendamente – canturreó Sam.
-          No podría ir mejor – reforcé yo.
Nos metimos dentro del apartamento sin dar pie a más preguntas y cerramos la puerta de golpe. Nada más hacerlo, las sonrisas se esfumaron de nuestros rostros. En ellas había habido tanta mentira como en nuestras palabras. Porque, si una de las presas de Sam la recordaba, teníamos problemas, y gordos.
Nos volvimos hacia el chico, que seguía plantado en medio del recibidor. Al ver nuestras expresiones, retrocedió un paso, asustado.
En ese momento, volvíamos a ser las letales asesinas de siempre.

domingo, 12 de mayo de 2013

Atravesando los muros, la encontré tal y como realmente era.


8/Noviembre


Detective William Woods. 




En aquel momento, sentados el uno frente al otro, no pude evitar recordar nuestro primer encuentro. Pero ahora, apenas diez días más tarde, todo había cambiado.
Esta vez, Myst no llevaba ropa prestada, si no su propia ropa empapada por la lluvia. Su pelo, tan negro como la noche sin luna que nos rodeaba, le caía húmedo sobre el rostro y la espalda, resaltando aún más que de costumbre su pálida piel blanca. Pero, a pesar de ello, no parecía frágil y desvalida, tal y como se había mostrado el día del interrogatorio. Aquella vez había mostrado una máscara, se había convertido en otra persona mientras hablábamos. Ahora, frente a mí estaba la verdadera chica… quién quiera que fuera.
Entre sus manos, ligeramente temblorosas por el frío, aferraba la taza de café caliente recién comprada. Café con apenas una pizca de leche, lo justo para convertirlo en marrón en lugar de mantenerlo negro. Y azúcar, una cantidad increíble de azúcar.
Myst bebió un sorbo del ardiente líquido. Mientras lo hacía, levantó la vista de la mesa hacia mis ojos y me pilló infraganti en el acto de observar todos sus movimientos, cada pestañeo, cada respiración. Lentamente, las comisuras de sus labios se alzaron, esbozando una sonrisa misteriosa, muy propia de ella. Sus ojos chispearon, divertidos.
Me apresuré a desviar la mirada. Tomé mi propia taza de café y bebí, pero estaba demasiado caliente y me quemé la lengua en el acto. Volví a dejar el café sobre la mesa, conteniéndome para no escupirlo. Myst parecía intentar contener la risa con escaso éxito.
En un intento por aliviar el momento y disipar mi vergüenza, carraspeé, buscando algo que decir para comenzar la conversación.
-          Bien, ya tienes tu café – lo señalé con el dedo. Era un bajo precio a pagar si a cambio descubría alguno de los secretos que aquella enigmática chica escondía tras sus profundos ojos azules.
-          Ajá – recorrió el borde superior del vaso con los pulgares y sonrió un poco. – Gracias, detective.
-          Llámame Will – repliqué de inmediato.
A través de mi experiencia en el trato con criminales y en interrogatorios, sabía muy bien que las personas a las que le estas intentando sonsacar información participan de mejor gana con un relación más personal.
-          De acuerdo. Will – ronroneó el nombre, de un modo chispeante.
Tragué despacio. Myst estaba sentada al otro lado de la mesa, nuestras piernas casi se rozaban bajo ella. Nunca en mi vida había sentido con tanta claridad la presencia de alguien como la suya. Todo mi cuerpo reaccionaba a su cercanía. Su olor, a lluvia, a flores y a mujer, impregnaba el aire, aunque eso quizá se debiera a que éramos los únicos clientes en la cafetería, que había abierto sus puertas a las cinco de la mañana, apenas cinco minutos antes. Incluso habíamos tenido que esperar un poco sentado en los escalones de la entrada, los dos manteniendo un tenso silencio. Era una única sala, espaciosa, con diversas mesas colocadas ocupando cada hueco que hubiera. Mesas rojas, sillas blancas, y una barra larga tras la cual una camarera cincuentona empezaba la jornada laboral.
Encontrar a Myst llorando en el parque había supuesto un shock para mí. Cada vez que la había visto, que había hablado con ella, se había mantenido firmemente oculta bajo su escudo, impidiendo que viera cualquier vulnerabilidad o cualquier característica que mostrara su humanidad. Pero… esa noche había pasado algo, algo tan terrible que había abierto una enorme fisura en su armadura que se agrandaba más y más cada segundo que pasaba. Pero, algo dentro de mí, un presentimiento quizá, me susurraba que aquella ocasión no se volvería a presentar, que, con la salida del sol al amanecer, el escudo volvería y la Myst que estaba aquella noche ante mí, con los ojos rojos de lágrimas y la sonrisa chispeante (pero con un leve trasfondo de dolor), desaparecería por mucho tiempo.
Por eso, estaba dispuesto a permanecer en vela tanto tiempo como fuera necesario para estar con aquella Myst real hasta que volviera a ser sepultada tras la fría apariencia de dureza que normalmente portaba consigo a todas partes.
-          Me dijiste que me contarías la verdad – insistí.
-          Dije que había condiciones – matizó ella, enarcando las cejas.
-          Ya tienes tu café.
-          Condiciones, en plural.
Me recosté en el respaldo de la silla. Durante unos segundos, mantuvimos un reto de miradas. Los labios de ella volvieron a curvarse hacia arriba y no pude evitar responder de la misma manera.
-          De acuerdo. Oigámoslas.
-          Hm – lo meditó durante unos instantes, tabaleando con los dedos en la mesa. Sus manos eran delicadas, suaves y muy femeninas, aunque sus uñas permanecían incoloras, sin pintar. – Antes que nada, debes prometerme que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, le contarás lo que te voy a decir a nadie. A nadie, ¿entendido?
-          Sí. Ya habíamos dejado claro que era secreto.
Ante mi tono ligero, Myst agarró una de mis manos y la apretó con fuerza. Busqué sus ojos, sin saber cómo reaccionar. Ella estaba inclinada hacia adelante, mirándome con intensidad y con el rostro serio.
-          Esto no es un juego, William. – Aseguró. – Nadie es nadie. Porque, si se enteran de que sabes más de la cuenta, no dudarán en matarte. No importa que seas detective, o hijo del presidente de Estados Unidos, o multimillonario. Acabarán contigo. Promete que no se lo dirás a nadie.
-          Lo… lo prometo. – Susurré, impelido por su tono apremiante.
Ella asintió lentamente, soltándome la mano. Su ausencia dejó un vacío de calor y comodidad.
-          Vale. Debes saber que, si no cumples tu promesa, yo misma tendré que matarte. – Esperé que se riera, que diera alguna señal de que se tratara de una broma, pero lo hice en vano.
-          ¿Hablas en serio?
Asintió de nuevo con la cabeza.
-          Es una especie de código entre mi… - se detuvo, dudó. – Nunca sé cómo referirme a lo que somos: ¿raza?, ¿especie? – Lo meditó, mientras yo me centraba en digerir la información.  – Seguimos siendo humanos, al fin y al cabo, así que esa no es la palabra correcta.
-          Y, si sois humanos, ¿en qué os diferenciáis?
Myst me evaluó mientras bebía otro sorbo de su café. Aproveché para imitarla.
-          ¿Cuánto sabes de genética, detective? – preguntó de pronto.
-          La verdad que no mucho.
Frunció los labios, molesta.
-          Bien, entonces intentaré ser clara y rápida. Verás, los humanos compartimos el mismo número de genes, aunque en cada uno existen distintas variaciones que determinan nuestras características particulares, como el color del pelo o la altura.
-          Hasta ahí llego – repliqué, entrecerrando los ojos.
-          De acuerdo. Sigamos. Algunas personas, por distintos motivos que no se conocen con exactitud, pues muchas veces es puro azar, cambian. Sus genes mutan. Y de esas mutaciones surgen nuevas características. Supuestamente, es la evolución de la especie. Los progenitores con estas nuevas características se las pasan a sus hijos, que son más fuertes y tienen más probabilidades de supervivencia. Si los humanos fuéramos como el resto de animales, las personas como yo habrían acabado con los seres humanos normales como tú, pues nuestras capacidades son superiores y nos permitirían conseguir mejores alimentos y refugios. Pero, no te preocupes – sonrió de una forma que no resultó del todo reconfortante – la humanidad es demasiado educada para eso.
-          ¿Lo que me quieres decir es que existen personas con capacidades por encima de lo normal? ¿Como si fueran superpoderes? – el escepticismo de mi voz no se podía ocultar.
-          Supongo que es una forma de decirlo – se encogió de hombros. – Somos una especie de subraza superior. Por eso, nos llamamos los Supras.
-          Vaya, así que tenemos todos un ego enorme.
Myst se rio. Era una de las pocas veces que la oía hacerlo. Su risa era ligeramente aguda, de un modo un poco discordante, pero, aun así, había una gran belleza en ella.
-          Sí, supongo que sí.
-          Y, todos los supras – no pude evitar ironizar la palabra –, ¿tienen la misma habilidades?
-          No. Cada cual tiene su propia mutación genética y su propia capacidad. Tú ya has visto la mía – sonrió y de pronto la situación se volvió incómoda, mientras los dos recordábamos lo sucedido la noche del robo.
Ese recuerdo en específico me producía emociones contradictorias, pues, por un lado, ella se había aprovechado de mi ignorancia y mi despiste para jugar conmigo, pero, por otro, recordaba con demasiado detalle cómo se sentía su cuerpo contra el mío, el olor de su pelo, el calor suave de su piel. Y la chispa eléctrica, la química entre nosotros. Imanes atraídos.
Aparté esos pensamientos de mi mente antes de que acabara saliendo mal parado y volví a centrarme en la conversación. Estaba obteniendo bastante información y tenía que aprovechar aquella oportunidad única.
-          Exactamente, ¿qué es lo que puedes hacer?
Myst abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla sobre la marcha. Me miró con intensidad, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Sus manos se crisparon.
-          Oye, detective, no tendrás una grabadora oculta o algo así, ¿verdad? – su voz se tornó lúgubre.
Me quedé paralizado un segundo por la sorpresa. No podía negar que se me había pasado por la cabeza hacerlo, pues de ese modo obtendría pruebas reales de que no estaba loco, de que todo lo que había dicho había sucedido realmente, pero había decidido no hacerlo porque no quería traicionar la confianza de Myst. Y, también, porque me daba miedo (aunque no me gustara reconocerlo ni ante mí mismo) las consecuencias que habría si ella me descubría grabando sus confesiones secretas. Dudaba mucho que pudiera volver a andar con normalidad después de algo así.
-          No  - aseveré.
-          ¿Seguro?
-          Seguro. ¿Por qué lo preguntas?
-          Oh, no sé – su tono destilaba peligro. Ladeó la cabeza, en un gesto de rebeldía e impetuosidad que me hizo retroceder un poco. Ahora sí parecía la asesina que había conocido el primer día. – Solo que tus preguntas parecen muy específicas…, ensayadas. Como si esperaras conseguir una confesión. Pero son cosas mías, ¿verdad?
-          Por completo – afirmé. La miré a los ojos directamente, para que viera que decía la verdad. No titubeé al hablar, no desvié la mirada, no hice ningún tic. Ella tenía que saber que yo no mentía, pues, de otra manera, jamás confiaría en mí. – Puedes registrarme si quieres.
Pareció plantearse esa opción durante un instante, pero la descartó finalmente con una negación de cabeza. De pronto, se rio por lo bajo, sorprendiéndome una vez más con sus cambios de humor erráticos.
-          ¿Quieres que te registre, detective? – enarcó las cejas, para remarcar el doble sentido de sus palabras, lo cual me hizo atragantarme con mi propia saliva. Disimulé la tos bebiendo más café, hasta acabar el resto de la taza.
Aproveché esa excusa para levantarme y tirar el vaso vacío a la papelera y recuperarme de sus palabras provocativas. Myst causaba importantes estragos en mi control y en mi cuerpo, que debía manejar en su presencia, o terminaría por volverme loco por completo. Probablemente, loco por ella, lo cual era tan cuerdo como encerrarme en una habitación un león hambriento.
-          Centrémonos de nuevo, anda. ¿Tu habilidad? – repetí.
-          Ah, sí. Bueno, es difícil de explicar, la verdad. La explicación científica es algo así como que soy capaz de controlar la materia de mi cuerpo, concentrando o dispersando los electrones que la conforman para cambiar mi estado físico.
-          ¿Es decir…?
-          Que puedo hacer que mi cuerpo se vuelva incorpóreo.
Antes de que pudiera pedirle que se explicara mejor, levantó la mano derecha y la puso entre los dos. Justo iba a preguntarle que qué estaba haciendo, cuando sus dedos empezaron a desaparecer ante mis ojos. Fueron dispersando en pequeñas volutas de humo, cada vez menos visibles, hasta volatilizarle por completo. No quedaba ni rastro de su mano.
Empujé la silla hacia atrás por el impacto y ella sonrió ante mi respuesta. Lentamente, los dedos reaparecieron uno por uno, primero de una forma inconsistente y nebulosa y, después, carne sólida a través de la cual no se podía ver.
-          Una imagen vale más que mil palabras – citó Myst, apoyando de nuevo la mano en la mesa.
Me aproximé de nuevo.
-          ¿Puedes hacer eso con todo tu cuerpo?
Asintió. Se terminó su café y llamó a la camarera para pedir un segundo, igual de cargado que el primero, e incluyó además un sándwich mixto.
-          No he comido desde hace horas – se explicó cuando la camarera se fue. – No te preocupes, eso lo pago yo.
-          No me importa – me apresuré a decir. Me recompensó con otra de sus medias sonrisas, esta vez de agradecimiento.
-          Respondiendo a tu pregunta, sí. Y también puede extenderlo a objetos que estén en contacto con mi piel.
-          Déjame adivinar – mi cerebro procesaba sus palabras a toda velocidad, relacionándolo con todo lo que había ocurrido entre nosotros. – Eso fue lo que le pasó al jarrón.
-          Bingo.
Eso explicaba muchas cosas. Por fin entendía cómo era posible que, repentinamente, al dar la vuelta a la esquina Myst ya no se encontrara al otro, cuando había estado siguiéndola hasta ese momento. También eso le daba sentido a lo que había visto cuando ella se fue de repente en la noche del robo. Era un alivio saber que no estaba loco, después de todo.
Aunque seguían habiendo muchas cosas que no entendía o muchas dudas sin resolver. Empezaba a darme cuenta que necesitaría mucho más que un par de horas antes del amanecer para descubrir todo lo que deseaba. Y sabía, sabía demasiado bien, que después de aquel desayuno, los muros entre nosotros volvieran a alzarse, puede que más fuertes que antes. Y, fuera como fuere, tenía que evitar que eso sucediera.
-          Es increíble. ¿Qué otras habilidades hay? – la curiosidad me carcomía por dentro.
-          De todo un poco. Gente capaz de leer la mente, de controlar aparatos informáticos, de atravesar paredes, de controlar el agua o el fuego, telequinesis… Incluso conocí a un tipo que podía volar.
-          Oh, Dios mío – murmuré. – Esto realmente suena a ciencia-ficción.
-          Créeme, lo sé – suspiró. – El noventa por cierto del tiempo siento que vivo dentro de un cómic de Marvel, solo que sin la ropa fabulosa y el reconocimiento de héroes y las fans.
-          Siempre puedes vestirte como Catwoman, aunque todos te tomarán por una chiflada – le seguí la broma.
Sonreí sin poder evitarlo. Conocía a los superhéroes clásicos y los cómics de Marvel, que eran mi pasión secreta. A pesar de mis reticencias, Myst cada vez me gustaba más.
Ella se rio también. La camarera apareció con su sándwich y, al dejarlo delante de ella, me dedicó un pícaro guiño. Sin duda, pensaría que éramos una pareja y me animaba a acercarme más a “mi chica”. Desvié la vista a la mesa mientras la camarera se marchaba, demasiado incómodo ante lo que había pensado de nosotros.
-          Oye, ¿y tu amiga? – pregunté de forma precipitada, buscando cualquier tema de conversación. - ¿Ella también es una Supra?
Noté de inmediato cómo Myst se ponía tensa. Dejó con cuidado los cubiertos en el plato y apretó la mandíbula.
-          Tercera condición: no hablamos de mi vida privada. Y Sam es una parte importante de ella – su rostro tenía un rictus serio. Sus ojos habían perdido toda la diversión de momentos antes.
-          ¿Qué? – balbuceé.
-          Es la nueva condición – repitió, recalcando las palabras. Cerró las manos en dos puños. – No te contaré mi vida personal. Y nunca me preguntes sobre Sam. Puede que yo me meta en líos por esto, porque estoy infringiendo un montón de normas, pero ella no. – Levantó la barbilla, en un signo de rebelión. – Y, si quieres ir contra alguien, ven contra mí. Pero a ella la dejas tranquila, ¿queda claro?
-          Sí.
Tras su amenaza, Myst recogió los cubiertos y comenzó a comerse su sándwich con lentitud. El tema de su amiga había originado que se alejara de mí, cerrándose ligeramente, refugiándose de nuevo en su escudo de frialdad e indiferencia.
Lo que se podía deducir claramente de sus palabras era que entre las dos había una relación que iba más allá de la simple amistad. Por el modo en el que Myst la defendía, la fiereza de sus palabras, se percibía que entre ambas existía un lazo de lealtad y amor basado en una profunda confianza mutua. Eran como hermanas, aunque no compartían la misma sangre. Así que, probablemente, para dañar a una, tendrías que pasar por encima del cadáver de la otra.
En esa clase de relación, no importaba qué sucediera, qué se dijera o se hiciera, el lazo siempre permanecía, pues era más fuerte que nada. Era más fuerte que las posibles mentiras, que las contingencias de la vida, que los amores fallidos. Era inquebrantable. Y si quería ganarme de verdad a Myst, tenía que ser aceptado por Sam.
Tomé nota de ello.
Ahora que había impuesto la norma de no hacer referencia a su vida personal, mi posibilidad de abordar diversos temas se limitaba sustancialmente. Intenté pensar algo de lo que pudiéramos hablar que no aludiera a nada privado, por lo que decidí retomar lo de los Supras.
-          Antes dijiste que infringías las normas al contarme qué eras – ella asintió, sin despegar los ojos de su comida, alejándose más a cada segundo. Tenía que recuperarla. Mi voz se tornó ansiosa. - ¿Por qué es tan secreto? ¿Por qué nadie puede saber qué sois?
Por la forma en la que arrugó el ceño, supe que era un tema complicado.
-          Supongo que habrás visto las típicas películas donde aparecen extraterrestres y lo primero que hacen los humanos es examinarlos, ¿no? – comenzó. – Bien, ¿qué crees que harían con nosotros si descubrieran lo que somos? Seguro que no dejarnos vivir tranquilos. Nos investigarían. Querrían saber qué nos pasa y por qué. Y, sobre todo, nos controlarían. – Hizo una pausa y me miró brevemente, entre sus pestañas. – Seguramente, nos considerarían un peligro público y nos mantendrían alejados del mundo por algo de lo que no somos culpables. Nacimos así, ¿sabes? No quisimos ser de este modo. ¿Por eso tenemos que resignarnos a sufrir el castigo? ¿Solo por ser diferentes? ¿Por salirnos del patrón establecido? – Negó con la cabeza. – Preferimos vivir nuestras vidas libremente, sin que el gobierno las controle. Sin ser sus marionetas o sus presos. Por eso lo mantenemos en silencio.
Sí que lo entendía. Veía claramente su punto de vista, porque, al fin y al cabo, el ser humano siempre hacía lo mismo con todo aquello diferente que aparecía en su vida: lo examinaba profundamente y lo utilizaba en su provecho. Y con habilidades tan increíbles y poderosas como las que Myst me había explicado, podrían hacer cosas inimaginables. Así que convertirían a los Supras en sus perros de presa, para que trabajaran para ellos durante toda su vida, asfixiados por la correa del deber patriótico.
Myst tenía razón. Seguían siendo personas y tenían el derecho a decidir cómo vivir, al margen de su genética diferente. Y quizá la humanidad entendiese eso y los dejara libre, pero, ¿quién estaba dispuesto a correr el riesgo, cuando después no había vuelta atrás? El silencio no era cómodo, pero era más fácil que las consecuencias.
Perdido en mis reflexiones, no me percaté de que Myst había terminado de comer hasta que ella se puso en pie. La miré, sin saber qué hacer. Ella me dirigió una leve sonrisa, ni por asomo tan cálida como las de antes.
-          Ya es hora de que me vaya, detective – se despidió. Me di cuenta, una vez más, de que ella se empeñaba en llamarme por mi profesión (aunque me estuviera tomando unas pequeñas vacaciones) en lugar de por mi nombre y supe que era su modo de guardar las distancias.
-          Pero…
-          Sé que te quedan preguntas, pero está a punto de amanecer. Tengo que volver a casa.
-          Entiendo – yo también me puse en pie y la acompañé hasta la barra. Los dos nos paramos allí. Ella extrajo un billete de veinte del bolsillo de sus pantalones, pero negué con la cabeza. – Ya te lo dije, yo invito.
-          No quiero ser una carga – replicó.
-          Información a cambio de un desayuno es un trato justo – repliqué yo a mi vez.
Nos debatimos en un duelo de miradas de nuevo, pero esta vez gané yo. Volvió a guardar el dinero en su bolsillo y metió las manos en ellos, para calentárselas y huir al mismo tiempo de mi contacto.
Estábamos lo suficientemente cerca para que surgiera la chispa entre ambos, aunque los dos nos resistíamos a sus efectos.
-          Entonces… adiós – Myst se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
-          Hasta pronto – me despedí a mi vez.
-          Conociéndote, seguro que será muy pronto – respondió ella sin darse la vuelta. Un segundo después, salía por la puerta del local y desaparecía sin más, dejando solo como recuerdo de su presencia su olor y un tenue humo blanco arrastrado por el viento.