(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


miércoles, 26 de junio de 2013

Esta vez la conseguiría proteger, incluso de mí mismo.


14/Noviembre.

Jack Dawson (Boom




Esta vez, Strike ya me estaba esperando cuando llegué. Dejé la moto aparcada en la puerta de la casa y no me molesté si quiera en guardar el casco, sabiendo que aquel encuentro sería rápido. Diría lo que había venido a decir y me largaría, sin perder más tiempo, porque sabía de antemano que Strike cuestionaría mi cordura. Hasta yo, en cierto modo, lo hacía, pero sabía que no tenía más remedio.
Llevaba desde la noche en la que me encontré con Annalysse pensando en cómo afrontar toda nuestra historia y nuestro presente.
Al final, tras un buen montón de noches en velas y hacer explotar por accidente parte de la mesa del salón (en un momento de pérdida de control), llegué a varias conclusiones, todas verdades inexorables e inamovibles que, en realidad, ya conocía, pero que no quería reconocer.
La primera, la tenía más que sabida tras cuatro años de extrañarla, es que seguía amando con locura a Annalysse. Mi corazón nunca la había olvidado y volver a verla solo había servido para reavivar, aun con más fuerza que antes, todos los sentimientos que había tratado de adormecer para siempre. No era como recordarla por las mañanas en las camas de desconocidas. No, la había visto cara a cara. Había hablado con ella, olido su perfume, oído su voz. Eso me había golpeado, me había dejado sin aliento y me había dejado tirado en el suelo luchando por respirar mientras un fuerte nudo me atenazaba la garganta. Y encima, ella estaba aquí. En la misma ciudad que yo. Vivíamos solo a un par de kilómetros de distancia, como mucho, pero nunca la había sentido tan lejos.
La segunda cosa era que ella ya no era la misma persona. Su vida, al igual que la mía, había sufrido importantes cambios que habían operado una transformación brutal en ella. Incluso había cambiado de nombre… Myst. La verdad es que era un nombre adecuado para la nueva persona en la que se había convertido. Esta chica con la que había tropezado algunas noches atrás era fuerte, decidida, valiente. Nada que ver con la otra muchacha. Pero ambas eran, en el fondo y de algún modo, la misma, aunque al parecer, la nueva Myst me había arrancado de cuajo de su corazón y de su vida y no quería volver a saber nada de mí. Lo cierto es que, teniendo en cuenta lo cabrón que fui con ella al abandonarla, podía comprender esa reacción, pero no por ello dolía menos.
La tercera cosa de la que estaba seguro es que nunca, bajo ninguna circunstancia, podría hacerle daño. Aunque ella ya no me quisiera. Ni siquiera sabiendo que me odiaba con todas sus fuerzas. Tampoco por defensa propia.
Nada en el mundo podía hacer que yo le volviera a hacer daño de nuevo. Ya la había dejado destrozada cuatro años atrás, a lo que se sumó la pérdida de su única hermana, que era también su mejor amiga. Había jurado protegerle y, en lugar de ello, la había dejado sangrando por mi ausencia e incapaz de salvar a la otra persona más importante de su vida. La había abandonado por completo, haciéndole sufrir más que cualquier otra persona en el mundo. Le había fallado por completo.
Lo último que quería hacer ahora era repetir ese daño. Por eso estaba ahora frente a la puerta de Strike, con el casco bajo el brazo.
No podía cumplir la misión, no cuando Annalysse era el objetivo. No cuando seguía amándola con la misma intensidad de siempre. No tras haber jurado protegerla y haberle fallado ya una vez.
Sin molestarme en tocar, entré por la puerta, que siempre estaba abierta. Me guíe por el ruido del televisor encendido hasta llegar al salón donde estaba Strike, sentado en un sofá enorme que antes debía ser de color canelo, pero que ahora se acercaba al negro de una forma repugnante. Todo seguía igual que la última vez que había estado en la casa. Bueno, quizá estaba más sucia.
Había un cuenco de palomitas en el suelo y otros dos vacíos pegados en la pared del fondo, con restos de algo que preferí no identificar. El piso, como siempre, estaba pegajoso, y las botas altas hacían un ruido asqueroso cada vez que las levantaba para dar un paso.
Aquí y allá, repartidas por todas partes, estaban las colillas que tanto Strike como yo mismo habíamos ido dejando tiradas sin preocuparnos dónde quedaban tras terminarnos el cigarrillo que teníamos entre los labios. El olor era horrible, de una forma que indicaba que nadie había intentado limpiar aquella pocilga en demasiado tiempo, mucho más del recomendable.
Permanecí de pie cerca de la puerta del salón, atento por si aparecía cualquier bicho que pudiera estar viviendo dentro de la basura de aquel guarro.
-          Joder, Strike. Me prometiste que limpiarías este antro cada quince días como máximo.
-          ¿Eso dije? – replicó él sin apartar la vista de la pantalla, donde retransmitían un partido de fútbol americano en directo. Los comentarios gritaban sulfurados por alguna razón que yo no entendía ni me importaba, pero Strike parecía atento a cada una de sus palabras.
-          Te aseguro que sí. Y por cómo está esto, diría que hace más de un mes que nadie limpia. – No pude esconder el asco que reflejaba mi voz. Ni Clark ni yo éramos dos amas de casa aplicadas, eso estaba claro al ver el desorden de nuestro piso, pero el modo en el que vivía Strike superaba cualquier límite. Era como estar dentro de un basurero. El olor, al menos, era el mismo.
-          Creo que la asistenta se pasó por aquí la semana pasada, pero… si no recuerdo mal, me gritó algo en español y se largó con cara de asco.
-          Probablemente te digo que eras guarro. Y tenía toda la razón.
Por toda respuesta, él se encogió de hombros, sin prestarme demasiada atención.
Al observarle con detenimiento, me fijé en que debía de haber engordado un par de kilos desde mi última visita y eso que ya era jodidamente grande antes de eso.
Esperé, sabiendo que no conseguiría nada de él mientras estuviera aquel maldito partido en la televisión. Por suerte, solo duró unos cinco minutos más, antes de que los comentarios cortaran la conexión y empezaran a analizar todas las jugadas. Solo entonces, Strike apagó la televisión y me miró con tranquilidad.
Parecía contento, por lo que supuse que, probablemente, había hecho alguna apuesta sobre el partido que acababa de ver y la había ganado.
-          ¿Qué te trae por aquí, colega?
-          He cumplido la misión de El Cairo. Anoche cogí el vuelo desde Egipto y llegué esta mañana temprano. Todo fue como la seda.
-          Ah, perfecto. Informaré a los jefazos y ya te avisaré cuando tenga tu dinero. – Sonrió, aún más complacido ante mis noticias. Puesto que era algo así como mi agente, se llevaba una comisión por mis trabajos cumplidos, aunque lo cierto es que su parte no era ni un 5 % del total que yo recibía, pero, puesto que su función era únicamente pasarme la información básica de los trabajos para los que me contrataban, tampoco merecía más.
Durante un instante me planteé la forma más adecuada de decirle lo que había venido a contar. Para aclararme las ideas, saqué la caja de cigarros y me puse uno entre los labios, para después encenderlo con el mechero que guardaba en el bolsillo delantero de los vaqueros, junto con la cajetilla de tabaco.
Inhalé despacio y profundamente mientras tomaba la decisión de soltárselo sin más. No le debía ninguna explicación, al fin y al cabo. Yo elegía qué trabajos hacer y cuáles no y aquel era un rotundo no.
-          Oye, acerca del otro trabajo que me habías comentado…
-          ¿El de la chica de Tánatos? – esbozó una sonrisilla lasciva por la que tuve que refrenar mis ganas de estamparle la cara contra el suelo y aplastársela bajo mis botas.
-          Sí. Exacto. Dile a los jefazos que rechazo el trabajo. – Anuncié sin más, sin rodeos ni estupideces. La rabia aun fluía dentro de mí ante aquella puta sonrisa que, gracias a Dios, desapareció de golpe del rostro de Strike antes de que yo tuviera que eliminarla haciendo brotar la sangre.
-          ¿Qué coño estás diciendo, Boom?
Por la forma en la que me miró, supe sin lugar a dudas que pensaba que me había vuelto loco. En realidad, así era. Pero eso no hacía que él tuviera derecho a juzgarme o a decidir cuáles serían mis acciones.
-          No voy a matar a la chica.
-          ¿A qué viene esto? ¿Ahora tienes remordimientos de conciencia o qué? – me observaba con los ojos más abiertos de lo normal por la sorpresa. Nunca antes había rechazado ningún trabajo, pero era cierto que antes no me había topado con que la víctima era precisamente la mujer por la que estaba dispuesto a morir.
-          No es por la culpabilidad. Es simplemente que no quiero esta misión y punto. ¿Queda claro?
Sin esperar ninguna contestación, me di la vuelta, dispuesto a largarme de aquella casa que olía como pocilga en la que un cadáver estuviera en proceso de putrefacción.
-          Si no lo haces tú, lo hará otro – las palabras de Strike me detuvieron en seco.
Cerré los ojos y aspiré más humo, contaminando rápidamente mis pulmones para aliviar el dolor sordo que se había extendido por mi cuerpo. No me había planteado esa posibilidad. Pero claro, ella era una amenaza para la organización, así que debían eliminarla. Y si no era yo quien lo hacía, buscarían a otro, quizá peor asesino, pero igual de eficaz.
Ese pensamiento hizo que la furia creciera todavía más dentro de mí, haciendo que viera rojo detrás de mis párpados cerrados en lugar del negro habitual. Mis manos chispeaban, a punto de dejar escapar el fuego que sabía que produciría un buen desahogo. Pero me obligué a calmar la respiración, a aspirar y exhalar grandes bocanadas de humo y a relajarme.
-          Así que mejor hazlo tú, Boom, porque si no perderás el dinero porque que acabará pasando igualmente – continuó de forma insensata Strike. La inteligencia nunca había sido su fuerte y quizá eso fue lo que lo llevó a decir eso, sin darse cuenta de lo alterado que me había dejado su última afirmación.
-          No lo haré, Strike. No la mataré – aseveré con voz fría.
-          Pero…
-          ¡Cierra la puta boca! – exploté. Me contuve para no hacer volar una de las paredes por los aires, aunque eso supuso un gran esfuerzo por mi parte. Estaba al límite del control, en el punto exacto donde un paso más hacia el abismo haría que el mundo se convirtiera en pedazos a mi alrededor.
Strike fue lo suficientemente listo para permanecer callado mientras yo me calmaba y recuperaba el control perdido. Me apoyé en la pared, haciendo caso omiso del asco que me daba tocar cualquier cosa de aquella casa, porque necesitaba un punto de apoyo para no dejarme arrastrar por la ola de furia, rencor y odio que me consumía por dentro.
Finalmente, abrí los ojos y fumé la última calada del cigarro antes de tirarlo al suelo, junto con el resto de las colillas ya inservibles. Lo aplasté con la punta de la boca y luego hablé despacio, vocalizando cada palabra.
-          No le haré daño. Ni permitiré que nadie se lo haga. ¿De acuerdo?
-          Boom, estás diciendo gilipolleces. ¿Qué mierda te pasa con ella?
Cerré los ojos de nuevo y sonreí con tristeza. En una milésima de segundo cruzaron por mi cabeza todos los recuerdos de mi vida junto a Annalysse, una por una, hasta que se congeló en la imagen de su sonrisa.
-          Ella es mi corazón fuera de mi cuerpo. No puedo permitir que nadie le haga daño.
-          ¿Te has enamorado del enemigo? – escupió él, con una mezcla de desprecio e incredulidad.
-          Me enamoré de ella mucho antes de que fuera el enemigo, Strike. Me enamoré de ella cuando solamente éramos dos adolescentes buscando una tabla de salvación.
-          ¿Es ella? ¿La chica a la que dejaste atrás para protegerla de este mundo? – consternado, me miró con una enorme lástima en los ojos de la que yo me percaté al mirarlo por el rabillo del ojo. Suspiró. – Pues vaya pieza.
-          Ha cambiado en estos cuatro años. Ya no es la misma chica. Pero… sigue siendo ella, en el fondo. Y yo sigo amándola. – Susurré las últimas palabras, sintiendo que me desgarraba por dentro al pronunciarlas. – Por eso no puedo aceptar la misión. ¿Cómo podría matarla?
-          Pero sabes que mandaron a otro. Y ese sí estará dispuesto a matarlo.
Apreté la mandíbula al imaginar solo por instante a Annalysse gritando de dolor mientras una sombra sin rostro, grande, armada con un enorme cuchillo, la apuñalaba una y otra vez, mientras la sangre manchaba todo a su alrededor y ella moría poco a poco. Sus profundos ojos azules apagándose poco a poco, su respiración deteniéndose. Su mirada acusándome.
-          No lo permitiré. No dejaré que nadie le haga daño.
-          Entonces, estarás traicionando a tu propia organización. Te matarán por eso. – Me advirtió Strike. En su voz no había amenazado, era solo la constatación de un hecho, pero yo ya sabía lo que él me estaba diciendo. Y había aceptado mi destino.
-          Si la mataran a ella, también me estarían matando a mí, así que, ¿cuál es la diferencia?
Abandonando a Strike en el salón, me dirigí a la puerta sin despedirme ni esperar a que él lo hiciera. No me interesaba realmente. Necesitaba subirme a mi moto y dejar atrás todos los pensamientos que restallaban en mi cabeza, los gritos de angustia que emergían desde mi interior y buscaban la salida por mis labios, pero estos permanecían sellados. Hacía demasiado tiempo que no lloraba como para empezar ahora. Necesitaba correr por la carretera e intentar dejar atrás los problemas, como hacía siempre.
Pero el problema es que, donde quiera que vayas, allí estarás.
Nunca había entendido esa frase, pero en ese instante supe con claridad a qué se refería.

Da igual cuánto corras, da igual dónde te escondas, porque no puedes escapar de ti mismo. La mierda que llevaba dentro estaría siempre conmigo y los problemas no desaparecerían por muchos kilómetros que dejara atrás bajo mis ruedas. Pero intentarlo, al menos, suponía un cierto alivio.

martes, 18 de junio de 2013

A lo mejor ya no me quedan fuerzas para seguir portándome bien.


13/Noviembre

Annalysse Tyler (Myst) 





Sam se había marchado, incapaz de seguir hablando conmigo de lo sucedido entre ella y el licántropo. Me había mirado, cansada, harta de la situación, y se había largado dando portazo sin decirme a dónde. Ese era otro de los problemas de su falta de emociones: la impulsividad. Nada la hacía detenerse a plantearse sus decisiones, ni la culpa ni el arrepentimiento ni la duda.
Yo aun seguía sin poder creerme lo que había sucedido casi tres horas antes en el recibidor de mi piso. En realidad, no estaba segura de qué era lo que me había sorprendido más de todo lo sucedido. Quizá que de repente aquel chico alto y guapo se convirtiera en un lobo enorme de pelaje color castaño. O quizá su extraña proposición a Sam, la necesidad que impregnaba su voz, el salvaje deseo que brillaba en sus ojos cada vez que la miraba. Era como si estuviera chillando a pleno pulmón, llamándola, exigiendo que ella acudiera a él. Y ella… Sam había respondido. Sí, posiblemente eso fuera lo más increíble de todo. Que mi fría y despiadada compañera de piso, la cual nunca había sentido nada por nadie (a excepción, tal vez, del cariño La conexión entre sus miradas.
Y había mentido. La conocía suficiente como para detectar la nota de falsedad en su voz cuando le aseguró que ella no había sentido nada especial la noche que pasaron juntos. Además, podía recordarla perfectamente. Después de cenar, se había mostrado más… feliz que de costumbre, por usar alguna palabra que se acercara a su estado de ánimo. Y la forma en la que me contestó “deliciosa” cuando le había preguntado de forma distraída por su comida. Debería haber dado cuenta entonces, pero estaba demasiado saturada por mis propias emociones al ver de nuevo  a Clark y reencontrarme de lleno con un pasado que había creído enterrar para siempre.
Pero, joder, ya lo dicen. El pasado siempre vuelve.
Zarandeé la cabeza en un intento de centrarme en el tema. Siempre me pasaba lo mismo, empezaba a divagar y acababa con más problemas y cuestiones sin resolver que con respuestas y soluciones.
Tras la salida de Sam, me había tumbado en el sofá del salón, con la televisión encendida en un volumen muy bajito para hacerme compañía y que no me ahogara en el silencio solitario de la casa. Estaban poniendo una reposición de una serie antigua sobre la vida diaria de una familia aparentemente normal. De vez en cuando, se oían las clásicas risas enlatadas de fondo, cuando alguno de los personajes hacía una intervención “graciosa”. Lo cierto es que no prestaba ningún atención a la caja tonta, solo era un modo de vaciar la cabeza cuando se me llenaba demasiado de pensamientos oscuros.
También podía oír con claridad el sonido del segundero que marcaba el paso del tiempo desde la cocina. Me empezaba a doler la cabeza. Fuera, en la calle, un viento gélido movía sin parar las hojas de los árboles y, de vez en cuando, caían unas pocas gotas de lluvia que se estampaban contra la ventana. El invierno estaba asentándose poco a poco la ciudad sin que nadie pudiera hacer nada para luchar contra él. Tendríamos que modernos la lengua y aguantar tres meses de frío y agua.
Aunque de pequeña siempre había odiado el invierno, tras la muerte de June había empezado a encontrar en él un cierto alivio. Los meses de verano me recordaban inevitablemente a mi hermana, tanto porque su propio nombre me la traía a la mente, como porque todos mis recuerdos veraniegos eran de nosotras dos juntas en la playa o en el parque, yo cuidando de ellas mientras mamá se quedaba sentada, mirando hacia la nada infinita. Durante un tiempo, cuando yo era demasiado pequeña para cuidar de June, incluso tuvimos una niñera, la señora Larson, de cabello cano y acento nórdico. Pero mamá acabó despidiéndola al cabo de un par de años, diciendo que no la necesitábamos, que ella se encargaría de nosotras a partir de ese momento. Pero esa resolución, como todas las anteriores, no duró ni un mes entero. Y al final la que cuidó a June fui yo, llevándola en los meses de verano a la piscina municipal para huir del abochornante calor que nos dejaba exhaustas. Otros días íbamos a la arboleda de detrás de nuestra casa y comíamos picnics juntas oyendo a los pájaros cantar. El verano, sin clases ni deberes, sin tener que madrugar, era nuestra estación favorita.
Ahora apenas soportaba los tres meses que duraba. Me pasaba el día encerrada en casa con el aire acondicionado para no tener que sentir cómo me embargaba el calor. Era otro de los muchos modos en los que intentaba esconderme de mi pasado, pero… era imposible. Supongo que debí adivinarlo antes.
Con un suspiro, me levanté del sofá. Últimamente, no hacía más que recordar y recordar, trayendo al presente todo lo que me había jurado dejar atrás la noche en que ingresé en Tánatos. Pero nada de lo que hiciera ahora podía cambiar lo ocurrido. Lo que sí podía hacer era enfrentarme a mi presente, a todo lo que estaba sucediendo justo ahora.
Me había prometido a mí misma dejar de huir. Y la verdad es que no tenía ninguna gana de volver a hacerlo ahora, no quería volver a ser la chica asustada de antes. Ahora era fuerte, segura. El sonido del segundero me recordaba una y otra vez que me estaba escondiendo en las cuatro paredes de mi piso.
No agaches la cabeza, no dejes que el mundo te pase por encima.
Inspiré hondo una vez y otra más. Luego, apagué la televisión, cogí las llaves del mueble del recibidor y me aseguré de tener el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Cerré con cuidado al salir, asegurándome que la puerta no hiciera ruido para no alertar a la vecina de que me había ido. Ya era hora de que me ocupara de algunos asuntos pendientes.

***

Sin saber a dónde dirigirme, vagué durante un rato por la calle, doblando en las esquinas casi por azar, dejando que me guiaran mis pies en lugar de mi cabeza. Acabé en una zona comercial por la que había pasado algunas veces sin prestar atención. Las tiendas eran pequeñas y tenían una apariencia acogedora. Había una de antigüedades, en cuyo escaparate se podía ver una mecedora y un tocadiscos; una galería de arte tranquila y familiar, una tienda de ropa y una cafetería.
El olor a café y a comida despertó mi apetito. Hacía casi doce horas que no bebía café. Demasiado tiempo para una adicta como yo. Además, eran casi las seis de la tarde y había comido nada desde el almuerzo, que había consistido en una tercera parte de una caja de cereales dentro de un tazón de leche. La verdad es que tenía que tener más cuidado con mi alimentación o acabaría engordando y llenándome las arterias de un colesterol totalmente indeseado.
Me senté en una de las mesas de la cafetería, que estaba casi vacía. De inmediato, una agradable camarera de pelo rubio recogido en una coleta y una sonrisa cálida surgió desde detrás de la barra para tomar mi pedido. Tras estudiar la carta, me decidí por un café con un poco de nata y canela por encima, y un croissant relleno de chocolate.
Y luego esperé.
Pasaron casi quince minutos antes de que volviera a sonar la campanita de entrada de la cafetería. Yo estaba de espaldas a la puerta, pero no me volví al escucharlo. Esperé, sabiendo que él no tardaría en sentarse frente a mí. Al fin y al cabo, había ido hasta allí a buscarme.
Llevaba los últimos días evitándolo, pero ya era hora de que nos enfrentáramos seriamente y pusiéramos todas las cartas sobre la mesa. Tenía que tomar mi decisión.
El detective William Woods tomó asiento en la silla de enfrente a la mía. Llevaba un abrigo largo y negro que lo protegía de la llovizna ocasional. Sonrió un poco al saludarme, aunque yo mantuve mi semblante serio.
-          Vaya, qué casualidad encontrarte por aquí – comenzó la charla de manera amistosa.
No le devolvió la sonrisa. Esta vez no había venido a jugar con él, sino a decir las verdades y a descubrirlas por escondidas que pudieran estar.
-          William, los dos sabemos que esto no es una casualidad – respondí con frialdad, llamándola deliberadamente por su nombre. No sabía si era una muestra de debilidad o de fuerza haberlo hecho, pero ya era demasiado tarde para no hacerlo.
-          ¿Qué quieres decir?
Antes de que pudiera contestarle, la camarera apareció de nuevo, esta vez para apuntar el pedido de William. Este se limitó a ordenar un café normal con leche y le sonrió a la camarera. Esta se sonrojó ligeramente, lo cual no me sorprendió. El detective era un hombre bastante atractivo. Fruncí el ceño. Sí, lo era, pero eso a mí no me importaba.
Tenía que recordar eso.
Cuando la camarera se fue a preparar el café de William, este volvió la vista hacía mí. Sus ojos parecían más oscuros de lo habitual, más intensos que de costumbre. Él también se había dado cuenta de que esta vez no había cabido para los juegos, las indirectas y los tonteos mal disimulados. Nuestras miradas se enfrentaron en un tenso silencio, roto por el sonido de la taza al ser depositada en la mesa por la camarera y el casi inaudible “gracias” de William, dicho sin apartar su mirada de la mía. Verde frente a azul, chocando. Y la maldita química subyacente que siempre electrizaba la atmósfera a nuestro alrededor, atrayéndonos lentamente como imanes expuestos a su propia carga.
-          Lo sabes perfectamente – contesté finalmente, cuando la camarera volvió tras la barra.
-          ¿Ah, sí?
-          Basta de juegos, William. – Saqué el teléfono móvil del bolsillo y lo deposité en la mesa, justo en medio de ambos. La mirada de él se desplazó al aparato durante un breve instante antes de devolverla a mis ojos. Ahora tenía los labios fruncidos y tenía toda la pinta de un niño que había sido pillado en medio de una travesura. - ¿Qué tal si me lo explicas?
-          ¿Qué quieres que te explique exactamente? – tanteó. En su tono percibí un matiz de inseguridad, mezclado con incertidumbre.
Me eché atrás en la silla y entrelacé los dedos sobre la mesa.
-          Quiero que me expliques por qué coño me has pinchado el móvil. Sí, eso estaría bien para empezar.
-          Era el único modo de seguirte el rastro.
-          ¿Eso justifica que vayas en contra de mi libertad? ¿Ahora el acoso es legal? No tenía ni idea – repliqué con feroz sarcasmo.
Él apretó la mandíbula, mientras la furia también lo embargaba. Se obligó a sí mismo a mantener un tono calmado cuando me respondió.
-          Ah, vaya, no sabía que tú respetaras alguna ley. ¿Así que robar sí te parece algo aceptable pero que te pinche el teléfono no?
-          Demuéstralo – esgrimí una sonrisa burlona. – Demuestra que alguna vez he robado algo o que he hecho algo que vaya contra la ley. Vamos, estoy deseando verlo.
-          Demuestra tú que te he pinchado el teléfono – enarcó una ceja, recostándose también.
-          Estás aquí, ¿no? Creo que es prueba suficiente.
-          Ya te lo he dicho. Casualidad.
-          ¿También fue casualidad encontrarnos en un parque en el que no había ni un alma, a las cinco de la mañana?
Él asintió, manteniendo la barbilla erguida con altanería. Me contuve para no bufar, pero no pude evitar poner los ojos en blanco ante sus estúpidas palabras. Nadie hubiera creído ni una sola de sus palabras, pero estaba claro que no podía ir con ese cuento a la policía; no mientras hubiera una posibilidad de que eso desembocara en una investigación sobre mí que desvelara secretos que estaban mejor enterrados a tres metros bajo tierra.
-          Sabes que con deshacerme del teléfono es suficiente para que se acabe el juego. Así que, ¿por qué no colaboras conmigo? Yo también podría portarme bien después – jugueteé con el teléfono entre mis dedos, haciéndolo girar sobre la mesa. Le dediqué una sonrisilla inocente para hacerlo pasar por el aro.
Se lo pensó un segundo. Después, suspiró y hundió un poco los hombros, sabiéndose derrotado. Escondí mi sonrisa de triunfo para no hacerlo cambiar de idea.
-          Era el único modo de encontrarte. Siempre desaparecías y no sabía cómo lo hacías, así que se me ocurrió que esta era la única manera de seguirte la pista. – Se encogió de hombros. – No, no es legal, pero es efectivo, así que no puedo decir que me arrepienta.
-          ¿Cómo me pinchaste el móvil? – Sam y yo siempre habíamos tenido cuidado con todo lo relacionado con nuestro mundo. Esa intromisión en él podría habernos costado la vida si se hubiera tratado de otra persona en otras circunstancias, esa clase de errores no podían suceder.
-          Un amigo – respondió de forma escueta. Al verme enarcar las cejas, suspiró de nuevo y continuó. – Pueden que me hayan obligado a coger vacaciones, pero sigo teniendo amigos dentro de la policía. Uno de los técnicos informáticos me debía un favor, así que te pinchó el móvil e instaló en el mío una aplicación que me indicaba tu localización GPS. No le hizo gracia, pero no le quedó más remedio.
-          Bien jugado – asentí, impresionada. Lo cierto era que disponía de medios e ingenio.
Aunque ambos habíamos terminado el café y yo mi comida, ninguno nos movíamos, ni apartábamos la mirada el uno del otro. Visto desde fuera, quizá podríamos haber pasado por una pareja de enamorados, hablando en susurros íntimos, que en realidad eran amenazas veladas.
-          ¿Cómo te diste cuenta? – preguntó él con tono de derrota y curiosidad.
-          Era bastante obvio, la verdad. No había muchas más opciones – sonreí. – Además, Sam y yo tenemos un método similar para encontrarnos mutuamente si la otra tiene problemas.
Disimuladamente, apoyé la cara en mi mano derecha y con el dedo índice toqué el segundo pendiente que llevaba desde hacía año y medio. Era una pequeña bolita negra que no destacaba en absoluto y que la mayor parte de las veces quedaba oculta por el pendiente que llevaba delante. Dentro de esa bolita, se encontraba un microchip transmisor que mandaba una señal al portátil. Uno de los programas de este recibía la señal y la desencriptaba, convirtiéndola en una localización en un mapa. Así era como había encontrado a Sam cuando los alemanes la secuestraron días atrás, pues ella tenía el mismo pendiente que yo, solo que en la oreja contraria y su bolita era de color rojo sangre.
Llevábamos aquel pendiente desde el día que le confesé a Sam mi temor a perderle también a ella y a no ser capaz de encontrarla, como me había sucedido con mi hermana. Así que, tras mover algunos hilos, nos habíamos hecho con los pendientes transmisores y aprendido a usar el programa de ordenador que nos permitía localizarnos. Lo cierto es que nos había resultado muy útil desde que lo teníamos.
El detective, sin enterarse de ese pequeño secreto, me miró sorprendido y admirado. Luego, apoyó los codos sobre la mesa y se hizo hacia delante, acercando su cuerpo al mío. La mesa era lo único que mantenía las distancias entre nosotros. Incapaz de resistirme, yo también me acerqué más a él, hasta que nuestras narices quedaron a unos escasos cinco centímetros de distancia. Entonces, él habló en voz muy baja, de tal modo que me hizo sentir que solo estábamos él y yo en la habitación, compartiendo un secreto.
-          Suponía que no tardarías mucho en darte cuenta de que te estaba siguiendo.
-          No fuiste precisamente discreto – murmuré, esbozando una sonrisa burlona.
-          Pero, aun así, no me arrepiento de haberte seguido el 8. Descubrí una gran cantidad de cosas esa noche.
-          Sí, recuerdo que estuve demasiado habladora – entrecerré los ojos. – Un caballero no se hubiera aprovechado de una dama que se ha dejado llevar por las lágrimas.
-          Menos mal que tú no eres una dama – se burló él. Sus ojos brillaron, juguetones.
-          Ni tú un caballero, William.
Durante un segundo, con el sonido de su nombre entre nosotros, nos miramos a los ojos y nos acercamos un poco más, ambos dejándonos llevar por las chispas que saltaban entre nosotros, por la corriente de baja intensidad que crecía y que nos atraía mutuamente.
-          ¿Quieren algo más? – nos interrumpió de pronto la camarera.
Los dos nos separamos de un salto, alejándonos tanto como era posible sin levantarnos de la silla. William se giró hacia ella con el ceño fruncido y negó con la cabeza, para acto seguido pedirle que nos trajera la cuenta. Yo me mantuve en un silencio avergonzado.
Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Qué había estado a punto de hacer?
Arruinarlo todo. Maldita sea, me había dejado llevar por esa puñetera química y había estado a punto de cometer un enorme error. Aunque una parte de mí estaba deseando terminar lo que acabábamos de empezar el detective y yo, la parte racional la obligó a callarse mientras seguía reprendiéndome. Por el amor de Dios, aún seguía juntando los pedazos desde la última vez que un hombre me rompió el corazón y ahora había estado a punto de caer en los brazos de otro…
William se giró hacia mí y entreabrió los labios, buscando algo que decir en ese momento extremadamente incómodo que se asentaba entre nosotros.
Para evitarle el disgusto, me levanté de un brinco y me dirigí a la barra para pagar mi café y el croissant. Tras dudar un segundo, mi parte egoísta y caprichosa ganó la discusión y no le dejé ninguna propina a la camarera. No quise plantearme los motivos para estar tan furiosa con ella (y quizá un pelín celosa, de forma irracional y estúpida). Mientras le estregaba el dinero justo, sentí la presencia de William a mi espalda. Cerré los ojos. No me estaba tocando, pero era casi como si lo hiciera. Mi cuerpo respondía a la cercanía del suyo de forma natural, como si hubiera nacido para ello. Me relajaba, me reconfortaba. Era tan fácil estar cerca de él como respirar, pero… estaba mal, me recordé una vez más. Tenía que irme, ya. Y no volver a verlo jamás estaría bien. Me desharía del maldito móvil y él no podría volver a encontrarme. Querer enfrentarme cara a cara con el detective había sido una idea valiente, pero totalmente desacertada.
Cuando la camarera me entregó el ticket de pago, sin rastro de amabilidad me giré sobre los tobillos y me apresuré a salir del local casi corriendo, sin palabras de despedida.
Pensándolo con calma, nada más largarme de la cafetería podría haber desaparecido de la calle desierta y volver a casa, donde estaría a salvo de William. Podría haberme marchado sin dejar rastro y no hubiera tenido ningún problema en hacerlo.
Pero no lo hice.
Caminé en dirección a casa, con la cabeza llena de pensamientos que rebotaban por todas partes y que me estaban enloqueciendo. Quería, no quería. Tenía miedo. Pero y si… ¡No, no!
Nada de aquello tenía sentido. Me sentía en medio de una batidora puesta a máxima velocidad.
No había llegado ni a la esquina cuando una mano tiró de mí con fuerza, obligándome a seguirla. Antes de darme cuenta, me encontraba en una de las pequeñas calles secundarias que desembocaban en la principal repleta de los comercios que había observado antes a través de los escaparates.
William me pegó a la pared y puso un brazo a cada lado de mi cara. Parecía alterado. Su respiración era rápida e irregular, como lo era también la mía. Estábamos… demasiado cerca. Podía sentir la corriente volviéndose más fuerte por cada segundo que su piel estaba a punto de tocar la mía, a escasísimos centímetros de distancia. Podía acortar la distancia y besarlo.
Aparté ese pensamiento de mi cabeza. Podía escapar en cualquier momento. Tenía que hacerlo ya…
-          No huyas, Myst – susurró William. Sus ojos se encontraron con los míos y sentí un escalofrío de la cabeza a los pies. La sangre bullía en mis oídos.
-          Yo nunca huyo – repliqué en el mismo volumen.
-          Oh, sí, claro que lo haces. Cada vez que las cosas empiezan a ponerse serias entre tú y yo, te largas pitando. Desapareces y luego tenemos que empezar otra vez cuando nos vemos de nuevo. No lo hagas, por favor. No huyas – repitió. Sus ojos verdes brillaban con más intensidad que nunca, atrapándome.
Se me secó la boca ante su mirada. Sentía sus brazos a mi alrededor, su cuerpo emanando calor físico de una manera carnal, enloqueciéndome. Después de cuatro años, habían vuelto aquellas sensaciones, esta vez intensificadas. Volvía a ser la misma chica. La pasión prendió en mi cerebro y convirtió mi sangre en fuego. Me moría de ganas por besarlo.
Un último vestigio de cordura me contuvo. Apreté los labios y negué con la cabeza.
-          Yo… Sabes que podría desaparecer en cualquier momento… - farfullé incoherentemente.
-          Sí – musitó él. Se acercó lentamente, hasta que sus labios quedaron solo a un centímetro de los míos. La corriente creció hasta volverse insoportable. Lo necesitaba. Su contacto. De cualquier manera, pero ya. – Pero, sinceramente, confío en que no lo hagas.
Sin esperar ninguna respuesta, los labios de William se fusionaron con los míos. Tardé unos pocos segundos en reaccionar, paralizada, incapaz de saber qué hacer. Luego, mi cuerpo tomó el control y se dejó guiar por los impulsos que bullían dentro de mí, respondiendo al beso con pasión desenfrenada. De algún modo, mis manos acabaron rodeando su cuello y hundiéndose en su cabello, sin separarme de sus labios enfebrecidos. William sabía a pecado, a sal, a todo lo que me había negado durante los últimos cuatro años. Sus manos abandonaron la pared a mi espalda y se posaron en mi cintura, atrayéndome hacia él, hasta que nuestros cuerpos también chocaron. Su tacto era enloquecedor. Ya no quedaba ni un solo pensamiento coherente, solo estaban sus manos sobre mí y sus labios en los míos, su pelo entre mis dedos y nuestras respiraciones entrecortadas.
Ya no podía recordar ninguna de las razones por las que aquello estaba mal. Ni siquiera recordaba ya quién era yo ni me importaba lo más mínimo. Por un instante, me permití olvidar el mundo y me perdí en los labios de William.