20/Noviembre
Jack Dawson (Boom)
Sabía que Clark tramaba algo. Lo conocía demasiado
bien como para que un detalle como ese se me pasara por alto.
Había llegado el día antes de El Cairo, tras haber cumplido
con éxito la misión que me había llevado hasta aquel maldito país donde siempre
hacía calor, pero las noches se convertían en gélidas cuando el sol desaparecía
por el horizonte. Me había costado más de lo que había planeado inicialmente
encontrar a mi objetivo, porque un chivatazo de un topo le había informado que
habían enviado a alguien a matarle y se había escondido en medio de ningún
parte, en un lugar rodeado por los cuatro lados por la arena del desierto,
siempre en constante movimiento y con un equipo completo de personal de
seguridad.
Había pasado cuatro días rastreándolo, como un
sabueso con su presa, siguiendo el rastro que dejaba tras de sí cuando compraba
comida y agua, o se paraba aquí y allá a reponer otros suministros. Un hombre
rico como aquel no era capaz de permanecer en completo anonimato ni aunque su
vida dependiera de ello y eso era lo que siempre los llevaba a la perdición.
Lo encontré en plena noche. Me colé, amparado por
la oscuridad y por el profundo sueño del vigía, en el campamento. Apenas tuve
que dejar inconsciente a un par de los guardias, que eran los únicos que habían
parado, inútilmente, de parar mi camino. Luego lo había encontrado a él, dentro
de una enorme cabaña portátil y acompañado por una preciosa y exótica mujer que
solo estaba dispuesta a soportar una noche como aquella por una importante suma
de dinero, al igual que lo hacía yo. El dinero era uno de los pocos motivantes
que te llevaban a ir al desierto cuando la luna domina el cielo y nada de lo
que pueda suceder después será bueno.
Matarlo no fue difícil. Ni siquiera tuve que
utilizar mi habilidad, porque eso hubiera sido más ruidoso y sucio que
ventajoso. Una puñalada en el corazón había sido más que suficiente para acabar
con la avaricia y el negocio ilegal de mi víctima. No tuvo la oportunidad de
gritar antes de que la muerte se lo llevase para siempre. Y, luego, como la
sombra que me habían entrenado para ser, desaparecí sin dejar rastro de mi
presencia.
El vuelo se me había hecho eterno. El avión se
movía por culpa de unas turbulencias, no lo suficientemente graves para causar
un accidente, pero sí para marear a la mayoría de los pasajeros. En mi caso, a
pesar de que era casi por completo inmune al mareo, tuve que soportar a una
mujer que no dejaba de vomitar en una bolsa de papel a mi lado. Si a eso se le
sumaba la imposibilidad de fumarme lentamente, con caladas profundas, un cigarro
durante las largas horas de vuelo, tenías como resultado que estaba tan
desesperada y fuera de mí que de mis manos empezaron a surgir unas leves
chispas que pusieron en peligro la vida de la tripulación y la supervivencia de
todos cuantos estábamos allí dentro, hasta que la señora mareada corrió el baño
y dejó de torturarme con el horrible sonido de sus arcadas.
Desde el momento en el que entré por la puerta,
supe que Clark tenía algo que decir. No sabía qué era, por descontado, porque
durante mi viaje solo habíamos intercambiado unas pocas llamadas y con las
palabras justas en cada una de ellas: “sigo vivo”, “pronto acabará la misión”, “todo
va bien”. Nada más personal que un “no dejes que te meten”. Colgábamos antes de
que el silencio incómodo que había empezado a convivir entre nosotros se
instalara en la línea telefónica, aludiendo siempre al tremendo coste de las
llamadas internacionales.
Quería a mi hermano más que a nadie en el mundo,
pero sabía que nuestra relación no atravesaba su mejor momento. Sería capaz de
hacer cualquier cosa por protegerlo, pero me sentía incapaz de sentarme junto a
él y hablar de lo que había pasado aquella noche, unas semanas atrás, porque
sabía que me rompería si tenía que volver a recordar lo que había pasado, lo
que había visto en los ojos azules que me habían mirado con tanto odio, la fría
puñalada que me había atravesado al corazón al verla tan cambiada, tan fría, tan
inhumana. Y cuánto la había echado de menos. Porque, aunque veía su físico, no
era capaz de encontrar en ella a la chica de la que me había enamorado. El
miedo de poder haberla perdido para siempre me estaba consumiendo poco a poco y
me había martirizado durante las largas noches solitarias en Egipto, donde mi
única compañía era el humo que bailaba en la punta del cigarro.
Sabía que la noche de mi reencuentro con Annalysse
no había sido en salir herido de su apartamento. Sin quererlo, había hecho daño
a Clark con mis palabras desesperadas y no sabía cómo arreglarlo. Cómo decirle
que sí, que por su causa había entrado a formar parte del sangriento mundo de
Skótadi, que me había convertido en un asesino porque no podía permitir que lo
separaran de mí, pero que no me arrepentía. Que si volviéramos atrás, al
momento en el que mi madre nos dejó solos frente a un mundo grande y aterrador
sin un modo de salir adelante, haría exactamente lo mismo, porque él importaba
más que mi felicidad.
Le daba vueltas a eso una y otra vez en la cabeza,
con un perenne cigarrillo colgado de mis labios. Estaba sentado en la azotea de
nuestro bloque de pisos, sobre la barandilla. La ciudad se extendía bajo mis
pies, iluminándose poco a poco mientras el cielo se oscurecía cada vez más. La
vida nocturna estaba a punto de comenzar. Los bares y las discotecas abrirían
pronto sus puertas, mientras las luces de las casas familiares se apagarían
cuando los padres les dieran a sus hijos los besos de buenas noches. Las
oficinas cerrarían un día más, mientras parte de la población se preparaba para
salir a cazar una nueva presa con la que mitigar la soledad que los corroía. Al
menos, me reconfortaba saber que no era el único solitaria que vagaba por ahí,
matando sus penas en nicotina y alcohol, aunque probablemente sí fuera el único
estúpido todavía enamorado de la chica a la que dejó cuatro años después de
haberse separado de ella.
Cerré los ojos y di una nueva calada al cigarro,
disfrutando del sabor de unos segundos de vida menos para mis pulmones
envenenados.
-
¿Jack? ¿Estás por aquí? – la voz de Clark sonó a
mi espalda. No me sobresaltó. Suponía que no tardaría mucho en venir a verme y,
además, era tan ruidoso como un oso borracho. Lo había oído subir por la
escalera y abrir la puerta antes de entrar.
-
Aquí – lo llamé, girándome ligeramente para que
me viera.
Sus ojos se agrandaron al fijarse que estaba
sentado sobre la barandilla que separaba la azotea de una caída libre de unos
veinte metros que terminaba en la carretera.
-
¿Qué hacías ahí? – ahora sonaba aterrada, lo que
me hizo sonreír. Clark siempre había sido el responsable, el bueno. A mí me
había tocado más bien ser la oveja negra. - ¿Planeas suicidarte de forma
dramática?
-
Quizá no sería mala idea – sugerí. Dejé caer los
restos del cigarro, que fueron arrastrados por la gravedad hasta chocar con el
suelo, muy por debajo de donde yo me encontraba. Silbé en voz baja, apreciando
la distancia.
Miré a Clark por encima del hombro, con una expresión
de puro pánico y confusión contorsionando su rostro. No pude contener una
carcajada ante su preocupación antes de bajarme de la barandilla por el lado
que no me causaría una muerte segura. Me senté en el suelo, con la espalda
apoyada en la barandilla.
-
¿Mejor?
-
Mucho mejor – replicó de inmediato. No tardó en
sentarse a mi lado.
Ambos levantamos la vista hacia el cielo sobre
nuestras cabezas, que empezaba a dejar ver los puntos brillantes que eran las
estrellas, aunque la contaminación lumínica propia de las ciudades impedía
apreciarlas de verdad y por completo.
Me invadió la melancolía.
-
¿Recuerdas a mamá? – preguntó Clark de pronto,
consiguiendo que se me formara un nudo en la boca del estómago.
-
Sí. Claro que la recuerdo. – Mi voz sonó más
grave de lo normal por la emoción contenida.
-
A menudo tengo miedo de olvidarla. Ya han pasado
ocho años y cada vez es más difícil mantener vivos los detalles – susurró Clark.
No le respondí, me sentía incapaz de hacerlo. – Pero creo que nunca podré
olvidar lo mucho que le fascinaban las estrellas. Le encantaba subir al tejado
y mirarlas hasta que le dolían los músculos del cuello. Me acuerdo que trataba
de enseñarme el nombre de algunas constelaciones antes de… - su voz murió antes
de pronunciar la palabra que tanto dolía. Se encogió de hombros y se tragó las
lágrimas que yo podía oír a la perfección en su voz. – De todos modos, solo fui
capaz de aprender dónde estaba la Estrella Polar. – Levantó la mano, señalando
aquella entre todas las que se despertaban sobre nuestras cabezas. – Mamá decía
que era la más importante porque, cuando te encontrabas totalmente perdido,
solo con mirarla siempre sabrías hacia dónde ir.
Los dos nos quedamos mirando aquella estrella en
particular, que permanecía en su galaxia a años luz de nosotros, indiferente de
los ojos que la observaban.
-
¿Qué quieres decirme, Clark? – pregunté,
finalmente. No me sentía con ánimos para soportar otra charla sentimentalista
sobre nuestros padres muertos. Ni siquiera podría soportar hablar un minuto más
con él sin el aliciente de otro cigarro.
Lo prendí con el mechero que siempre llevaba el bolsillo
de los vaqueros y saboreé una vez más la nicotina en la lengua. Era un alivio
casi físico, como si fuera mi medicación, la que me impedía ahogarme en la
mierda que me rodeaba.
-
¿Cómo sabes que quiero hablar de algo en
especial?
Me reí entre dientes.
-
Vamos, Clark. Eres mi hermano. Te conozco mejor
que tú a ti mismo, y te veo venir desde kilómetros de distancia. Llevas desde
ayer muriéndote por decirme algo y parece que por fin has reunido el valor
suficiente para soltarlo.
Se quedó callado un largo instante. Di otra calada
en lo que esperaba a que se decidiera a contarme qué le preocupaba.
-
Deberías dejar de fumar – soltó de repente.
Volví a reírme, esta vez sin humor.
-
Estoy seguro de que no venías a decirme eso,
porque ya sabes que te voy a mandar a la mierda y no te hubieras molestado en
subir para oírme decírtelo. Suéltalo de una vez.
-
Yo… Está bien
- cogió aire. – Jack, llevas toda mi maldita vida sobreprotegiéndome.
-
Eso no es verdad – respondí automáticamente.
-
Los dos sabemos que sí – enarcó una ceja,
desafiante, y no tuve más remedio que asentir. – La cuestión es… que ya estoy
harto. Entiendo que quieras protegerme – se apresuró a añadir, viendo que
estaba a punto de lanzarme sobre él. – Somos hermanos. Eres mi familia. Pero estoy
cansado de ser un inútil.
-
No eres un inútil. Me ayudas con mis misiones.
-
Jack, eso no es suficiente. Oh, vamos. Lo sabes
tan bien como yo. Solo hace falta ver lo que pasó el otro día. Me secuestran y
lo único que puedo hacer es tratar de no cagarme encima de miedo mientras
espero a que los demás me rescaten. Eso no me sirve, joder. Tengo que poder
protegerme a mí mismo en situaciones así. Soy un Supra, al fin y al cabo, y no
debería tener que depender de nadie para que me salvara el culo, ¿entiendes?
Me planteé un segundo lo que me estaba diciendo. En
cierto modo, tenía razón. Clark tenía mucho potencial, porque su habilidad
supra era bastante poderosa si conseguía dominarla por completo y, en caso de
verse envuelto en situaciones peligrosas, sería un alivio saber que tendría, al
menos, alguna oportunidad de salir con vida, pero…
-
Es muy peligroso – refuté. – Podría acabar
haciéndote más daño que bien.
-
No veo cómo. No te digo que vaya a entrar a
formar parte de Skótadi, claro que no, pero quiero que me enseñes a pelear y
utilizar un arma. Lo mínimo de defensa propia.
Me terminé de fumar el cigarrillo mientras me lo
pensaba seriamente. Contemplé las estrellas de nuevo. La Polar titiló en aquel
momento, como si me tratara de decir algo. Pero solo era una estrella en medio
del cielo, no un mensaje celestial.
-
Está bien. Tienes razón – acepté finalmente,
mientras apretaba la colilla contra el suelo para apagarla.
-
¿Eso es un sí? – me dedicó una sonrisa
triunfante.
-
Es un vamos a intentarlo. Pero – me giré hacia
él y clavé mis ojos en los suyos con severidad – yo mando. ¿Entiendes lo que
quiero decir? Si quieres aprender, va a ser duro y vas a tener que hacerme caso
siempre. Esa es mi condición.
-
Ya eres un mandón siempre, no creo que vea la
diferencia – bromeó, aceptando con un asentimiento de cabeza.
Me reí mientras levantaba la vista de nuevo.
-
Oh, la verás. Créeme que sí.