13/Noviembre
Annalysse Tyler (Myst)
Sam se había marchado, incapaz de seguir hablando
conmigo de lo sucedido entre ella y el licántropo. Me había mirado, cansada,
harta de la situación, y se había largado dando portazo sin decirme a dónde.
Ese era otro de los problemas de su falta de emociones: la impulsividad. Nada
la hacía detenerse a plantearse sus decisiones, ni la culpa ni el
arrepentimiento ni la duda.
Yo aun seguía sin poder creerme lo que había
sucedido casi tres horas antes en el recibidor de mi piso. En realidad, no
estaba segura de qué era lo que me había sorprendido más de todo lo sucedido.
Quizá que de repente aquel chico alto y guapo se convirtiera en un lobo enorme
de pelaje color castaño. O quizá su extraña proposición a Sam, la necesidad que
impregnaba su voz, el salvaje deseo que brillaba en sus ojos cada vez que la
miraba. Era como si estuviera chillando a pleno pulmón, llamándola, exigiendo
que ella acudiera a él. Y ella… Sam había respondido. Sí, posiblemente eso
fuera lo más increíble de todo. Que mi fría y despiadada compañera de piso, la
cual nunca había sentido nada por nadie (a excepción, tal vez, del cariño La
conexión entre sus miradas.
Y había mentido. La conocía suficiente como para
detectar la nota de falsedad en su voz cuando le aseguró que ella no había
sentido nada especial la noche que pasaron juntos. Además, podía recordarla
perfectamente. Después de cenar, se había mostrado más… feliz que de costumbre, por usar alguna palabra que se acercara a
su estado de ánimo. Y la forma en la que me contestó “deliciosa” cuando le
había preguntado de forma distraída por su comida. Debería haber dado cuenta
entonces, pero estaba demasiado saturada por mis propias emociones al ver de
nuevo a Clark y reencontrarme de lleno
con un pasado que había creído enterrar para siempre.
Pero, joder, ya lo dicen. El pasado siempre vuelve.
Zarandeé la cabeza en un intento de centrarme en el
tema. Siempre me pasaba lo mismo, empezaba a divagar y acababa con más
problemas y cuestiones sin resolver que con respuestas y soluciones.
Tras la salida de Sam, me había tumbado en el sofá
del salón, con la televisión encendida en un volumen muy bajito para hacerme
compañía y que no me ahogara en el silencio solitario de la casa. Estaban
poniendo una reposición de una serie antigua sobre la vida diaria de una
familia aparentemente normal. De vez en cuando, se oían las clásicas risas
enlatadas de fondo, cuando alguno de los personajes hacía una intervención “graciosa”.
Lo cierto es que no prestaba ningún atención a la caja tonta, solo era un modo
de vaciar la cabeza cuando se me llenaba demasiado de pensamientos oscuros.
También podía oír con claridad el sonido del
segundero que marcaba el paso del tiempo desde la cocina. Me empezaba a doler
la cabeza. Fuera, en la calle, un viento gélido movía sin parar las hojas de
los árboles y, de vez en cuando, caían unas pocas gotas de lluvia que se
estampaban contra la ventana. El invierno estaba asentándose poco a poco la
ciudad sin que nadie pudiera hacer nada para luchar contra él. Tendríamos que
modernos la lengua y aguantar tres meses de frío y agua.
Aunque de pequeña siempre había odiado el invierno,
tras la muerte de June había empezado a encontrar en él un cierto alivio. Los
meses de verano me recordaban inevitablemente a mi hermana, tanto porque su
propio nombre me la traía a la mente, como porque todos mis recuerdos
veraniegos eran de nosotras dos juntas en la playa o en el parque, yo cuidando
de ellas mientras mamá se quedaba sentada, mirando hacia la nada infinita.
Durante un tiempo, cuando yo era demasiado pequeña para cuidar de June, incluso
tuvimos una niñera, la señora Larson, de cabello cano y acento nórdico. Pero
mamá acabó despidiéndola al cabo de un par de años, diciendo que no la
necesitábamos, que ella se encargaría de nosotras a partir de ese momento. Pero
esa resolución, como todas las anteriores, no duró ni un mes entero. Y al final
la que cuidó a June fui yo, llevándola en los meses de verano a la piscina
municipal para huir del abochornante calor que nos dejaba exhaustas. Otros días
íbamos a la arboleda de detrás de nuestra casa y comíamos picnics juntas oyendo
a los pájaros cantar. El verano, sin clases ni deberes, sin tener que madrugar,
era nuestra estación favorita.
Ahora apenas soportaba los tres meses que duraba.
Me pasaba el día encerrada en casa con el aire acondicionado para no tener que
sentir cómo me embargaba el calor. Era otro de los muchos modos en los que
intentaba esconderme de mi pasado, pero… era imposible. Supongo que debí
adivinarlo antes.
Con un suspiro, me levanté del sofá. Últimamente,
no hacía más que recordar y recordar, trayendo al presente todo lo que me había
jurado dejar atrás la noche en que ingresé en Tánatos. Pero nada de lo que
hiciera ahora podía cambiar lo ocurrido. Lo que sí podía hacer era enfrentarme
a mi presente, a todo lo que estaba sucediendo justo ahora.
Me había prometido a mí misma dejar de huir. Y la
verdad es que no tenía ninguna gana de volver a hacerlo ahora, no quería volver
a ser la chica asustada de antes. Ahora era fuerte, segura. El sonido del
segundero me recordaba una y otra vez que me estaba escondiendo en las cuatro
paredes de mi piso.
No agaches la
cabeza, no dejes que el mundo te pase por encima.
Inspiré hondo una vez y otra más. Luego, apagué la
televisión, cogí las llaves del mueble del recibidor y me aseguré de tener el
móvil en el bolsillo de la chaqueta. Cerré con cuidado al salir, asegurándome
que la puerta no hiciera ruido para no alertar a la vecina de que me había ido.
Ya era hora de que me ocupara de algunos asuntos pendientes.
***
Sin saber a dónde dirigirme, vagué durante un rato
por la calle, doblando en las esquinas casi por azar, dejando que me guiaran
mis pies en lugar de mi cabeza. Acabé en una zona comercial por la que había
pasado algunas veces sin prestar atención. Las tiendas eran pequeñas y tenían
una apariencia acogedora. Había una de antigüedades, en cuyo escaparate se
podía ver una mecedora y un tocadiscos; una galería de arte tranquila y
familiar, una tienda de ropa y una cafetería.
El olor a café y a comida despertó mi apetito.
Hacía casi doce horas que no bebía café. Demasiado tiempo para una adicta como
yo. Además, eran casi las seis de la tarde y había comido nada desde el
almuerzo, que había consistido en una tercera parte de una caja de cereales
dentro de un tazón de leche. La verdad es que tenía que tener más cuidado con
mi alimentación o acabaría engordando y llenándome las arterias de un
colesterol totalmente indeseado.
Me senté en una de las mesas de la cafetería, que
estaba casi vacía. De inmediato, una agradable camarera de pelo rubio recogido
en una coleta y una sonrisa cálida surgió desde detrás de la barra para tomar
mi pedido. Tras estudiar la carta, me decidí por un café con un poco de nata y
canela por encima, y un croissant relleno de chocolate.
Y luego esperé.
Pasaron casi quince minutos antes de que volviera a
sonar la campanita de entrada de la cafetería. Yo estaba de espaldas a la
puerta, pero no me volví al escucharlo. Esperé, sabiendo que él no tardaría en
sentarse frente a mí. Al fin y al cabo, había ido hasta allí a buscarme.
Llevaba los últimos días evitándolo, pero ya era
hora de que nos enfrentáramos seriamente y pusiéramos todas las cartas sobre la
mesa. Tenía que tomar mi decisión.
El detective William Woods tomó asiento en la silla
de enfrente a la mía. Llevaba un abrigo largo y negro que lo protegía de la
llovizna ocasional. Sonrió un poco al saludarme, aunque yo mantuve mi semblante
serio.
-
Vaya, qué casualidad encontrarte por aquí –
comenzó la charla de manera amistosa.
No le devolvió la sonrisa. Esta vez no había venido
a jugar con él, sino a decir las verdades y a descubrirlas por escondidas que
pudieran estar.
-
William, los dos sabemos que esto no es una
casualidad – respondí con frialdad, llamándola deliberadamente por su nombre.
No sabía si era una muestra de debilidad o de fuerza haberlo hecho, pero ya era
demasiado tarde para no hacerlo.
-
¿Qué quieres decir?
Antes de que pudiera contestarle, la camarera
apareció de nuevo, esta vez para apuntar el pedido de William. Este se limitó a
ordenar un café normal con leche y le sonrió a la camarera. Esta se sonrojó
ligeramente, lo cual no me sorprendió. El detective era un hombre bastante
atractivo. Fruncí el ceño. Sí, lo era, pero eso a mí no me importaba.
Tenía que recordar eso.
Cuando la camarera se fue a preparar el café de
William, este volvió la vista hacía mí. Sus ojos parecían más oscuros de lo
habitual, más intensos que de costumbre. Él también se había dado cuenta de que
esta vez no había cabido para los juegos, las indirectas y los tonteos mal
disimulados. Nuestras miradas se enfrentaron en un tenso silencio, roto por el
sonido de la taza al ser depositada en la mesa por la camarera y el casi
inaudible “gracias” de William, dicho sin apartar su mirada de la mía. Verde
frente a azul, chocando. Y la maldita química subyacente que siempre
electrizaba la atmósfera a nuestro alrededor, atrayéndonos lentamente como
imanes expuestos a su propia carga.
-
Lo sabes perfectamente – contesté finalmente,
cuando la camarera volvió tras la barra.
-
¿Ah, sí?
-
Basta de juegos, William. – Saqué el teléfono
móvil del bolsillo y lo deposité en la mesa, justo en medio de ambos. La mirada
de él se desplazó al aparato durante un breve instante antes de devolverla a
mis ojos. Ahora tenía los labios fruncidos y tenía toda la pinta de un niño que
había sido pillado en medio de una travesura. - ¿Qué tal si me lo explicas?
-
¿Qué quieres que te explique exactamente? –
tanteó. En su tono percibí un matiz de inseguridad, mezclado con incertidumbre.
Me eché atrás en la silla y entrelacé los dedos
sobre la mesa.
-
Quiero que me expliques por qué coño me has
pinchado el móvil. Sí, eso estaría bien para empezar.
-
Era el único modo de seguirte el rastro.
-
¿Eso justifica que vayas en contra de mi
libertad? ¿Ahora el acoso es legal? No tenía ni idea – repliqué con feroz
sarcasmo.
Él apretó la mandíbula, mientras la furia también
lo embargaba. Se obligó a sí mismo a mantener un tono calmado cuando me
respondió.
-
Ah, vaya, no sabía que tú respetaras alguna ley. ¿Así que robar sí te parece
algo aceptable pero que te pinche el teléfono no?
-
Demuéstralo – esgrimí una sonrisa burlona. –
Demuestra que alguna vez he robado algo o que he hecho algo que vaya contra la
ley. Vamos, estoy deseando verlo.
-
Demuestra tú que te he pinchado el teléfono –
enarcó una ceja, recostándose también.
-
Estás aquí, ¿no? Creo que es prueba suficiente.
-
Ya te lo he dicho. Casualidad.
-
¿También fue casualidad encontrarnos en un
parque en el que no había ni un alma, a las cinco de la mañana?
Él asintió, manteniendo la barbilla erguida con
altanería. Me contuve para no bufar, pero no pude evitar poner los ojos en
blanco ante sus estúpidas palabras. Nadie hubiera creído ni una sola de sus
palabras, pero estaba claro que no podía ir con ese cuento a la policía; no
mientras hubiera una posibilidad de que eso desembocara en una investigación
sobre mí que desvelara secretos que estaban mejor enterrados a tres metros bajo
tierra.
-
Sabes que con deshacerme del teléfono es
suficiente para que se acabe el juego. Así que, ¿por qué no colaboras conmigo?
Yo también podría portarme bien después – jugueteé con el teléfono entre mis
dedos, haciéndolo girar sobre la mesa. Le dediqué una sonrisilla inocente para
hacerlo pasar por el aro.
Se lo pensó un segundo. Después, suspiró y hundió
un poco los hombros, sabiéndose derrotado. Escondí mi sonrisa de triunfo para
no hacerlo cambiar de idea.
-
Era el único modo de encontrarte. Siempre
desaparecías y no sabía cómo lo hacías, así que se me ocurrió que esta era la
única manera de seguirte la pista. – Se encogió de hombros. – No, no es legal,
pero es efectivo, así que no puedo decir que me arrepienta.
-
¿Cómo me pinchaste el móvil? – Sam y yo siempre
habíamos tenido cuidado con todo lo relacionado con nuestro mundo. Esa
intromisión en él podría habernos costado la vida si se hubiera tratado de otra
persona en otras circunstancias, esa clase de errores no podían suceder.
-
Un amigo – respondió de forma escueta. Al verme
enarcar las cejas, suspiró de nuevo y continuó. – Pueden que me hayan obligado
a coger vacaciones, pero sigo teniendo amigos dentro de la policía. Uno de los
técnicos informáticos me debía un favor, así que te pinchó el móvil e instaló
en el mío una aplicación que me indicaba tu localización GPS. No le hizo
gracia, pero no le quedó más remedio.
-
Bien jugado – asentí, impresionada. Lo cierto
era que disponía de medios e ingenio.
Aunque ambos habíamos terminado el café y yo mi
comida, ninguno nos movíamos, ni apartábamos la mirada el uno del otro. Visto
desde fuera, quizá podríamos haber pasado por una pareja de enamorados,
hablando en susurros íntimos, que en realidad eran amenazas veladas.
-
¿Cómo te diste cuenta? – preguntó él con tono de
derrota y curiosidad.
-
Era bastante obvio, la verdad. No había muchas
más opciones – sonreí. – Además, Sam y yo tenemos un método similar para
encontrarnos mutuamente si la otra tiene problemas.
Disimuladamente, apoyé la cara en mi mano derecha y
con el dedo índice toqué el segundo pendiente que llevaba desde hacía año y
medio. Era una pequeña bolita negra que no destacaba en absoluto y que la mayor
parte de las veces quedaba oculta por el pendiente que llevaba delante. Dentro
de esa bolita, se encontraba un microchip transmisor que mandaba una señal al
portátil. Uno de los programas de este recibía la señal y la desencriptaba,
convirtiéndola en una localización en un mapa. Así era como había encontrado a
Sam cuando los alemanes la secuestraron días atrás, pues ella tenía el mismo
pendiente que yo, solo que en la oreja contraria y su bolita era de color rojo
sangre.
Llevábamos aquel pendiente desde el día que le
confesé a Sam mi temor a perderle también a ella y a no ser capaz de
encontrarla, como me había sucedido con mi hermana. Así que, tras mover algunos
hilos, nos habíamos hecho con los pendientes transmisores y aprendido a usar el
programa de ordenador que nos permitía localizarnos. Lo cierto es que nos había
resultado muy útil desde que lo teníamos.
El detective, sin enterarse de ese pequeño secreto,
me miró sorprendido y admirado. Luego, apoyó los codos sobre la mesa y se hizo
hacia delante, acercando su cuerpo al mío. La mesa era lo único que mantenía
las distancias entre nosotros. Incapaz de resistirme, yo también me acerqué más
a él, hasta que nuestras narices quedaron a unos escasos cinco centímetros de
distancia. Entonces, él habló en voz muy baja, de tal modo que me hizo sentir
que solo estábamos él y yo en la habitación, compartiendo un secreto.
-
Suponía que no tardarías mucho en darte cuenta
de que te estaba siguiendo.
-
No fuiste precisamente discreto – murmuré,
esbozando una sonrisa burlona.
-
Pero, aun así, no me arrepiento de haberte
seguido el 8. Descubrí una gran cantidad de cosas esa noche.
-
Sí, recuerdo que estuve demasiado habladora –
entrecerré los ojos. – Un caballero no se hubiera aprovechado de una dama que
se ha dejado llevar por las lágrimas.
-
Menos mal que tú no eres una dama – se burló él.
Sus ojos brillaron, juguetones.
-
Ni tú un caballero, William.
Durante un segundo, con el sonido de su nombre
entre nosotros, nos miramos a los ojos y nos acercamos un poco más, ambos
dejándonos llevar por las chispas que saltaban entre nosotros, por la corriente
de baja intensidad que crecía y que nos atraía mutuamente.
-
¿Quieren algo más? – nos interrumpió de pronto
la camarera.
Los dos nos separamos de un salto, alejándonos
tanto como era posible sin levantarnos de la silla. William se giró hacia ella
con el ceño fruncido y negó con la cabeza, para acto seguido pedirle que nos
trajera la cuenta. Yo me mantuve en un silencio avergonzado.
Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Qué había estado a
punto de hacer?
Arruinarlo todo. Maldita sea, me había dejado
llevar por esa puñetera química y había estado a punto de cometer un enorme
error. Aunque una parte de mí estaba deseando terminar lo que acabábamos de
empezar el detective y yo, la parte racional la obligó a callarse mientras
seguía reprendiéndome. Por el amor de Dios, aún seguía juntando los pedazos
desde la última vez que un hombre me rompió el corazón y ahora había estado a
punto de caer en los brazos de otro…
William se giró hacia mí y entreabrió los labios,
buscando algo que decir en ese momento extremadamente incómodo que se asentaba
entre nosotros.
Para evitarle el disgusto, me levanté de un brinco
y me dirigí a la barra para pagar mi café y el croissant. Tras dudar un
segundo, mi parte egoísta y caprichosa ganó la discusión y no le dejé ninguna
propina a la camarera. No quise plantearme los motivos para estar tan furiosa
con ella (y quizá un pelín celosa, de forma irracional y estúpida). Mientras le
estregaba el dinero justo, sentí la presencia de William a mi espalda. Cerré
los ojos. No me estaba tocando, pero era casi como si lo hiciera. Mi cuerpo
respondía a la cercanía del suyo de forma natural, como si hubiera nacido para
ello. Me relajaba, me reconfortaba. Era tan fácil estar cerca de él como
respirar, pero… estaba mal, me recordé una vez más. Tenía que irme, ya. Y no
volver a verlo jamás estaría bien. Me desharía del maldito móvil y él no podría
volver a encontrarme. Querer enfrentarme cara a cara con el detective había
sido una idea valiente, pero totalmente desacertada.
Cuando la camarera me entregó el ticket de pago,
sin rastro de amabilidad me giré sobre los tobillos y me apresuré a salir del
local casi corriendo, sin palabras de despedida.
Pensándolo con calma, nada más largarme de la
cafetería podría haber desaparecido de la calle desierta y volver a casa, donde
estaría a salvo de William. Podría haberme marchado sin dejar rastro y no
hubiera tenido ningún problema en hacerlo.
Pero no lo hice.
Caminé en dirección a casa, con la cabeza llena de
pensamientos que rebotaban por todas partes y que me estaban enloqueciendo.
Quería, no quería. Tenía miedo. Pero y si… ¡No, no!
Nada de aquello tenía sentido. Me sentía en medio
de una batidora puesta a máxima velocidad.
No había llegado ni a la esquina cuando una mano
tiró de mí con fuerza, obligándome a seguirla. Antes de darme cuenta, me
encontraba en una de las pequeñas calles secundarias que desembocaban en la
principal repleta de los comercios que había observado antes a través de los
escaparates.
William me pegó a la pared y puso un brazo a cada
lado de mi cara. Parecía alterado. Su respiración era rápida e irregular, como
lo era también la mía. Estábamos… demasiado cerca. Podía sentir la corriente
volviéndose más fuerte por cada segundo que su piel estaba a punto de tocar la
mía, a escasísimos centímetros de distancia. Podía acortar la distancia y
besarlo.
Aparté ese pensamiento de mi cabeza. Podía escapar
en cualquier momento. Tenía que hacerlo ya…
-
No huyas, Myst – susurró William. Sus ojos se
encontraron con los míos y sentí un escalofrío de la cabeza a los pies. La
sangre bullía en mis oídos.
-
Yo nunca huyo – repliqué en el mismo volumen.
-
Oh, sí, claro que lo haces. Cada vez que las
cosas empiezan a ponerse serias entre tú y yo, te largas pitando. Desapareces y
luego tenemos que empezar otra vez cuando nos vemos de nuevo. No lo hagas, por
favor. No huyas – repitió. Sus ojos verdes brillaban con más intensidad que
nunca, atrapándome.
Se me secó la boca ante su mirada. Sentía sus
brazos a mi alrededor, su cuerpo emanando calor físico de una manera carnal,
enloqueciéndome. Después de cuatro años, habían vuelto aquellas sensaciones,
esta vez intensificadas. Volvía a ser la misma chica. La pasión prendió en mi
cerebro y convirtió mi sangre en fuego. Me moría de ganas por besarlo.
Un último vestigio de cordura me contuvo. Apreté
los labios y negué con la cabeza.
-
Yo… Sabes que podría desaparecer en cualquier
momento… - farfullé incoherentemente.
-
Sí – musitó él. Se acercó lentamente, hasta que
sus labios quedaron solo a un centímetro de los míos. La corriente creció hasta
volverse insoportable. Lo necesitaba. Su contacto. De cualquier manera, pero
ya. – Pero, sinceramente, confío en que no lo hagas.
Sin esperar ninguna respuesta, los labios de
William se fusionaron con los míos. Tardé unos pocos segundos en reaccionar,
paralizada, incapaz de saber qué hacer. Luego, mi cuerpo tomó el control y se
dejó guiar por los impulsos que bullían dentro de mí, respondiendo al beso con
pasión desenfrenada. De algún modo, mis manos acabaron rodeando su cuello y
hundiéndose en su cabello, sin separarme de sus labios enfebrecidos. William
sabía a pecado, a sal, a todo lo que me había negado durante los últimos cuatro
años. Sus manos abandonaron la pared a mi espalda y se posaron en mi cintura, atrayéndome
hacia él, hasta que nuestros cuerpos también chocaron. Su tacto era
enloquecedor. Ya no quedaba ni un solo pensamiento coherente, solo estaban sus
manos sobre mí y sus labios en los míos, su pelo entre mis dedos y nuestras
respiraciones entrecortadas.
Ya no podía recordar ninguna de las razones por las
que aquello estaba mal. Ni siquiera recordaba ya quién era yo ni me importaba
lo más mínimo. Por un instante, me permití olvidar el mundo y me perdí en los
labios de William.