17/Noviembre
Annalysse Tyler (Myst)
Aquella noche era la gran noche. Habíamos estado
preparándonos durante toda la semana, consultando mapas, estudiando a nuestra
víctima, pidiendo favores aquí y allá para conseguir todo lo que necesitábamos.
Sam había utilizado su peculiar forma de persuasión para convencer a un par de
tipos de que nos dieran la dirección y la fecha perfecta para llevar a cabo
nuestro plan.
Sam había vuelto a su estado de calma inmutable
habitual, aunque se podía notar a una legua de distancia que bajo la superficie
seguía burbujeando todo aquello que el licántropo había despertado dentro de
ella. Sin embargo, no volvió a verlo, exceptuando la vez que nos plantamos
delante de su bloque de apartamentos con un café en la mano cada una para
espiar sus movimientos mientras comentábamos las distintas fases del plan que
llevaríamos a cabo esa noche. La fachada de los pisos donde vivía Kai no era
nada del otro mundo, un anodino edificio gris salpicado de tres ventanas por
planta, una por cada apartamento del piso. Sam señaló la segunda planta y me
indicó la ventana tras la cual podríamos encontrar al licántropo si
irrumpiésemos en su casa en aquel momento. Nos largamos como llegamos,
silenciosas y sin que nadie se enterara de que estábamos allí. Si Kai detectó
nuestra presencia con sus sentidos de lobo, no salió a saludar. Parecía haber
llegado a la conclusión de que solo podía quedarse esperando hasta que Sam
decidiera que ya había estado suficiente tiempo siendo estúpida y se diera
cuenta de que lo él le ofrecía era, con un gran margen, la mejor opción
posible.
Yo, por mi lado, tampoco había vuelto a ver al
detective después de nuestro encuentro pasional contra la pared del callejón.
Sí, odiaba reconocerlo, pero él había tenido razón al decirme que no dejaba de
huir de lo que estaba pasando entre ambos, pero era lo que cualquier persona
racional haría, porque, al fin y al cabo, él era un detective de homicidios al
que habían mandado de “vacaciones” porque me había acusado (acertadamente) de
matar a tres mafiosos. ¿Y yo? Para describirme a mí tardaría demasiado, de
tantos malditos problemas complejos que me perseguían últimamente.
Pero, a diferencia del licántropo, William sí había
tratado de localizarme. Me había llamado al móvil (ahora ya podía hacerlo,
porque él sabía que yo conocía su método de localizarme y, por tanto, mi número
de teléfono) al menos dos docenas de veces, hasta que al final se dio por vencido
y percibió que yo no iba a responder por mucho que mi móvil no dejara de vibrar
por sus llamadas. Así que, en lugar de insistir por teléfono, se presentó en mi
apartamento y aporreó la puerta sin parar. Sam estuvo a punto de abrir y
echarlo a patadas dos veces (“o, mejor
aún, hechizarlo para que no recuerde cómo se toca a una puerta” había
propuesto con una sonrisa fría y peligrosa), pero la había convencido de que
simplemente ignorara los golpes hasta que también se rindiera en ese aspecto.
Tardó exactamente día y medio, período de tiempo en el cual llamó a la puerta
cada dos horas.
Sam acabó marchándose a buscar café, lo cual yo
sabía que era una metáfora para largarse de allí antes de que corriera la
sangre. Desde que había recuperado parte de sus sentimientos (aún era obvio que
seguía teniendo algunas lagunas emocionales), estaba más irritable e irascible
que antes, pero era algo lógico, pues, con su trastorno lo único que solía
sentir era un embotamiento que la dejaba neutral ante cualquier molestia.
Tras pensarlo seriamente, había decidido que no iba
a pensar en la extraña relación que había surgido entre William y yo hasta
después de la nueva misión que teníamos que cumplir, porque quería centrarme
por completo. Luego, ya me replantearía seriamente hasta dónde nos iba a llevar
esta química explosiva que había surgido del odio, hasta consumirlo de lleno y
conseguir que de sus cenizas resurgiera la pasión más pura y radical que nunca
había experimentado en mis propios huesos. Además, sabía que Sam tenía razón. Sabes que la próxima vez que lo veas,
acabarás tirándotelo, ¿verdad?
Sí, de eso no cabía duda. La corriente que había
entre nosotros no iba a tardar mucho más en transformarse en puro fuego.
Habíamos estado a punto de permitir que sucediera la última vez. Y lo que
podría pasar si volvía a verlo de nuevo me aterraba. Bueno, me aterraba en su
mayor parte y me producía una inquietante sensación de expectación y nervios en
otra pequeña cantidad.
De cualquier modo, aquella noche estaba más que
dispuesta a dejar atrás todos los problemas que poblaban mi vida y la de mi
compañera de armas. Esa noche seríamos Katerina y Natasha Kozlov, dos chicas
recién llegadas de Rusia a las que nos le había quedado más remedio que usar
sus cuerpos para sobrevivir en su nueva vida en una ciudad desconocida.
Incluso teníamos guardadas en los bolsos nuestras
identificaciones falsas, con nuestros nombres, una foto de cada una con el
atuendo de nuestros personajes y el país y la fecha de nacimiento cambiados.
Sam se había negado a ponerse una peluca, a pesar
de que nos habíamos enterado de que nuestro hombre prefería principalmente a
las mujeres rubias. Por mucho que le había insistido, había rehusado de
hacerlo.
-
Las pelucas me quedan fatal - había argumentado. – Y hacen que se me
enrede el pelo.
-
¡Pero al tipo solo le gustan rubias!
-
Estoy segura de que después de verme a mí, le
apasionarán las pelirrojas – replicó, enarcando una ceja en un gesto de
desafío.
Después de eso, había decidido dejarla que hiciera
lo que le diera la gana. Yo sí me había puesto una peluca corta y rubia que
ocultaba mi larga melena oscura y favorecía mi aspecto de rusa mucho más. La
palidez habitual de mi piel también era una gran ayuda.
A las once menos cuarto de la noche, con unos
minúsculos vestidos de color negro tapando lo justo y necesario de nuestro
cuerpo (un poco menos de lo justo en el caso de Sam) y con una gruesa capa de
maquillaje en el rostro, con un estilo prostituta realmente muy logrado, nos
encontrábamos frente a la puerta del club Purgatory. Un nombre engañoso, puesto
que la gente que iba a él no iba a expiar sus pecados, si no a añadir más a la
larga lista de los que ya habían cometido. Su planta superior, abierta al
público en general, era un antro oscuro y normalmente casi vacío, en el que
borrachos de poca monta se mataban poco a poco en un intento de olvidar sus
penas.
Sin embargo, la diversión se encontraba en el
sótano, una sala en la que se solían reunir mafiosos y poderosos ricos a los
que le gustaba especialmente el vicio, para disfrutar del juego ilegal, de los
habanos caros y de las mejores y más desesperadas prostitutas de la ciudad. Ahí
era donde entrábamos nosotras, dos chicas recién llegadas que buscaban hacerse
un sitio en el negocio del submundo de la ciudad.
Nuestra historia era la común. Pensábamos que al
llegar al país se nos abrirían una gran baraja de oportunidades maravillosas,
pero habíamos acabado vendiéndonos en las calles para conseguir algo que comer
y un lugar donde dormir. Yo era la hermana menor y no entendía ni una palabra
del idioma, puesto que mi lengua se limitaba en exclusiva al ruso. Sam, mi
hermana mayor, en cambio, había estado trabajando en Rusia para una empresa
americana, así que manejaba el inglés con soltura y era la que nos vendía a los
dos como un único pack.
Nuestra baza principal se centraba en que, a pesar
de que fuera pelirroja y no exactamente el tipo de chica que le gustaba al
sujeto que habíamos venido a buscar (él las prefería pequeñas e indefensas, más
fáciles de dominar), Sam lo atraería como una mosca a la miel. Él la elegiría a
ella por encima de cualquier otra porque aún no había conocido a un hombre en
el mundo capaz de apartar la vista de mi amiga súcubo cuando ella entraba en
una habitación y mucho menos cuando lo hacía como estaba vestida esa noche,
todo curvas y tacones de aguja que resaltaban su figura.
Y cuando nos llevara a un lugar más privado para
disfrutar de nuestra compañía, Sam solo tendría que usar su poder de persuasión
para extraerle la información que nos habían contratado para encontrar. Aquel
hijo de perra había raptado a la hija de uno de los políticos de la ciudad para
chantajearle y conseguir que apoyara un proyecto en el que había invertido y
que iba contra la ley, por lo cual era imposible que saliera adelante sin..
utilizar para ello trucos especiales. El político, desesperado y muerto de
miedo, no podía recurrir a la policía porque, si lo hacía, matarían a su hija.
En cambio, había acudido a la organización, y allí lo habían redirigido a
nosotras para cumplir su encargo. La buena noticia es que estaba más que
dispuesto a pagar lo que hiciera falta para que salváramos a su pobre niña.
Estaba casi segura de haber visto el símbolo del
dólar en los ojos de Sam cuando oyó eso.
En general, parecía una misión fácil, pero, por si
acaso, habíamos trazado un plan B, buscando salidas de emergencia del local por
si teníamos que desaparecer de pronto, quizá como consecuencia de un tiroteo
repentino o que descubrieran nuestra tapadera.
En ese momento, estábamos fuera del local,
esperando que nos dejaran entrar, junto con otras cuatro chicas de distintas
nacionalidades, todas ellas con un atuendo parecido al nuestro, la misma
cantidad exagerada de maquillaje e idéntica mirada triste clavada en los ojos.
Eran chicas jóvenes, ninguna aparentaba más de unos veinticinco años, pero
todas parecían terriblemente cansadas, como si se hubieran hartado de luchar
contra una vida demasiado puta que solo sabía joderlas una y otra vez. Se
habían resignado a la mierda de su día a día, a los gilipollas de turno que
pagaban unos cuantos dólares por meterse entre sus piernas sin ni siquiera
preguntar sus nombres, a los cigarros vacíos, el abuso de los chulos, el miedo
a la policía. Y a continuar poniendo un pie delante del otro sobre los vertiginosos
tacones sin otra razón que vivir un día de mierda más.
Suspiré y aparté la vista de ellas antes de que
perdiera el control. Me centré en Sam, que parecía terriblemente disgustada por
algo. Fruncía la nariz en una inconfundible mueca de asco, con los labios
apretados, sin apartar la mirada de algo. Cuando seguí la dirección de sus
ojos, vi que una de las chicas se había encendido el tercer cigarrillo de la
noche.
-
Déjalo estar, Sam. No puedes evitar que el mundo
siga lleno del humo del tabaco.
-
Lo sé – cerró los ojos y se alejó un poco,
huyendo del olor como si fuera una enfermedad peligrosa. – Y encima ahí dentro
estaremos encerrada en una habitación atestada de humo. Voy a morirme.
-
Intenta respirar lo menos posible – sugerí, con
una sonrisa burlona.
-
Qué graciosa – replicó, mordaz. – Ahora déjame
recordarte que no hablas nuestro idioma, hermanita.
Puse los ojos en blanco pero no añadí nada más.
Unos pocos minutos después, la puerta del local se
abrió por fin. En el umbral de la puerta apareció un hombre alto, sus hombros
tan anchos como para abarcar la puerta entera, y una expresión de tipo duro que
no dejaba duda alguna sobre su profesión de matón. La pistola que llevaba en la
cintura sobresalía ligeramente y se marcaba contra su chaqueta, un contorno
fácil de distinguir.
El matón nos escrutó a todas como si fuéramos
piezas de ganado, juzgando la mercancía. Sentí el casi irresistible impulso de
escupirle en la cara y de gritarle que aquellas chicas, y nosotras mismas,
éramos personas y no juguetes para pasar una noche sin preocupaciones. Pero,
por supuesto, me contuve. Era demasiado pronto para empezar a crear problemas.
Después de medio minuto de miradas lascivas que se
perdían en los escotes pronunciados y en las piernas de apariencia infinita
gracias a la unión de un vestido demasiado corto y unos tacones demasiado
altos, finalmente el cabrón asintió y nos indicó que entráramos sin molestarse
en decirnos una mísera de palabra.
Sam y yo pasamos detrás de una chica morena de
larga melena negra, que se contoneaba de una forma demasiado exagerada para
llegar a ser sensual. Cuando Sam entró, una de las manos del matón de la
entrada, que se había colocado tras la puerta para observarnos mientras
pasábamos al local, se cerró con rudeza sobre el culo de mi amiga. Esta se
tensó y vi como sus manos se dirigían en una fracción de segundo al muslo, en
donde tenía escondido una pequeña daga, suficiente para rajar la garganta de
aquel bastardo. Sin embargo, antes de hacer nada, relajó los hombros y colocó las
manos en su lugar. Le dirigió al tipo una sonrisa ladeada y terriblemente
sensual, que hizo que él casi se cayera al culo de la impresión, antes de
seguir su camino hacia el sótano. Yo la seguí, conteniéndome a mi vez para no
situarme tras el matón, rodearle el cuello con las manos y rompérselo en un
único y rápido movimiento.
Pero eso estropearía nuestra tapadera. Solo por eso
conseguí seguir adelante, aunque me prometí que si volvía encontrarme con aquel
capullo, le haría entender por las malas cuál era la manera correcta de tratar
una mujer, se dedicara a lo que se dedicara.
Sam había acertado de lleno al decir que la sala
estaría llena de humo. Los hombres, cuatro sentados alrededor una mesa de póker
y dos en una barra al fondo, no se separaban de sus puros y el humo que emergía
del extremo de ellos provocaba que la habitación pareciera estar llena de
niebla, puesto que la ventilación era insuficiente, como consecuencia del deseo
del dueño de evitar que la policía descubriera el negocio ilegal que ocultaba
bajo el bar de arriba. Mi compañera de armas apretó la mandíbula al cruzar la
puerta y chocar de lleno con el aroma rancio de la estancia cerrada y
estancada. Se detuvo y supe de inmediato que estaba a punto de salir huyendo de
allí, movida por los malos recuerdos. Deslicé disimuladamente mi mano hasta la
suya y le di un suave apretón para recordarle que estábamos allí y ahora, y que
ella no era la niña de ocho años que veía a su madre fumarse cigarro tras
cigarro mientras pasaba de un hombre a otro, sin preocuparse jamás por la niña
que se escondía en el armario de la cocina.
Al sentir mi contacto, ella asintió levemente,
dándome a entender con ese pequeño gesto que era capaz de seguir adelante con
nuestra misión. Un instante después, sus labios se extendieron para esbozar una
preciosa y sugerente sonrisa que atrajo la atención de todos los hombres de la
sala de inmediato. Yo me mantuve en un segundo plano tras ella y me dediqué a
analizar la situación aprovechando la distracción que sus habilidades de súcubo
me proporcionaban.
Los dos hombres del fondo, sentados a la barra,
hablaban mientras bebían whisky. Tenían un aspecto similar al que nos había
abierto la puerta, así que supuse que serían matones de algunos de los tipos
que jugaban al póker, pero lo suficiente importantes para estar en la sala con
sus jefes en lugar de fuera, protegiendo la puerta de cualquier posible
intruso. Quizá fueran su mano derecha de seguridad o algo por el estilo, pero,
definitivamente, no tenían el poder con el que contaban los cuatro hombres
sentados alrededor de la mesa.
A pesar de que tenían apariencias bastante
diferentes unos de otros, los de la mesa coincidían en algo: la exagerada
cantidad de dinero sucio que se amontonaba en sus bolsillos. No sabía a ciencia
cierta quiénes eran, pues los invitados a la partida de póker semanal no
siempre eran los mismos, pero al menos uno de ellos parecía ser jefe de alguna
mafia, mientras que los otros quizá fueran simplemente ricos aburridos en busca
de emociones fuertes.
Frank Manzella, nuestro hombre, era un empresario
italiano corrupto hasta las cejas que había hecho su fortuna inicialmente en su
país de origen, prestando dinero y rompiendo piernas de morosos hasta que
consiguió el suficiente dinero para mudarse a Estados Unidos. Allí había creado
una empresa que, en su fachada, se dedicaba al comercio de electrodomésticos,
pero que, en realidad, solía traficar más bien con drogas, mujeres y armas.
Tenía una reputación de hijo de puta sin compasión que se había ganado eliminando
sistemáticamente a todos los competidores que se metían en su camino y a todos
los que se habían atrevido a traicionarlo alguna vez. Aunque, por supuesto,
todo habían sido accidentes, con los
cuales él no había tenido ninguna relación. La policía andaba tras su culo
desde hacía media década, pero aún eran incapaces de reunir las suficientes
pruebas para meterlo entre rejas.
Estaba sentado en el lado derecho de la mesa, con
un puro entre los labios y una mueca lasciva en el rostro, con los ojos fijos
en Sam. Lo cierto es que, si no tenías en cuenta lo podrido que estaba por
dentro y toda la sangre que manchaba sus manos, podría ser un hombre atractivo.
Pasaba la treintena por uno o dos años y vestía un traje negro claramente hecho
a medida.
El resto de prostitutas entraron tras nosotras,
todas contoneándose y con la sonrisa pegada a la cara.
-
Mirad, muchachos, hoy sí que estamos bien
servidos – gruñó otro de los jugadores, un hombre tan gordo que parte de su
cuerpo sobresalía de la silla en la que estaba sentado.
Hizo un ambiguo gesto hacia nosotras, ordenándonos
que nos acercáramos. Todas las miradas estaban fijas en Sam porque, desde que
había entrado en la sala, había activado el encanto del súcubo. Su cuerpo había
empezado a desprender esas hormonas que no se podían percibir de forma
consciente, pero que atraían a los hombres irremediablemente. Las mujeres no
podían percibirlo en toda su potencia, pero enloquecía al género masculino. Al
mismo tiempo, estaba usando su táctica de “inocencia provocativa”, parpadeando
lentamente, pasándose las manos por la melena pelirroja, lanzando sonrisas
ladeadas.
Era imposible que nadie se resistiera a su hechizo
cuando alcanzaba semejante potencia.
Ella pareció dudar un segundo, observando a los
hombres de la mesa, como si estuviera planteándose cuál sería mejor objetivo,
quién pagaría más para colarse entre sus piernas esa noche y le proporcionaría
un mayor beneficio. Se pasó la lengua por el labio superior de esa manera tan
condenadamente sensual. Hasta sus tics eran irresistibles.
La verdad es que si no fuera porque la mayor parte
del tiempo era un incordio que todos los hombres te miraran como si quisieran
desnudarte continuamente y te persiguieran como perritos falderos y
desquiciantes, hubiera hecho ya tiempo que hubiera matado a Sam de envidia.
Pero, conviviendo con ella día a día, no había tardado en darme cuenta de la
terrible pesadez que suponían sus habilidades de súcubo, porque no había un
momento en el que simplemente pudiera ser una chica comprando café sin sentir
todos los ojos clavados en ella.
Finalmente, Sam sonrió y se dirigió hacia nuestro
objetivo y yo, por descontado, la seguí. El resto de las chicas habían estado
esperando que ella eligiera, porque sabían que, si elegían al mismo que ella,
acabarían teniendo que conformarse con otro y quizá incluso fuera demasiado
tarde y otra de las chicas les hubiera robado a su víctima.
-
Hola, preciosa – saludó el italiano cuando Sam
se sitúo a su lado. Su larga cabellera le caía sobre los hombros, dejando a la
vista retazos de la piel que había debajo.
-
Buenas noches – respondió ella, aumentando su
sonrisa de tamaño. Al hablar, su voz se transformó por completo y desapareció
todo rastro de la que yo estaba acostumbrada. Ahora hablaba con un perfecto
acento ruso, tan real que hasta yo, que sabía que era fingido, había pensado
por su segundo que ella debía ser originaria de allí.
Esa era otra habilidad sorprendente de mi compañera.
No solo sabía hablar seis lenguas diferentes, sino que además era capaz de
imitar con increíble fidelidad los acentos de cada una. La primera vez que
habíamos jugado a eso (Sam hacía un acento y yo tenía que adivinar a que país
correspondía) me había quedado estupefacta. Parecía que, de repente, la persona
que yo conocía hubiera sido sustituida por otra de nacionalidad diferente.
-
Ah, así que no eres de aquí - Manzella asintió y recorrió su cuerpo de
infarto con la mirada, deleitándose en todas las partes importantes. - ¿Quién
es tu amiga? – Hizo un gesto en mi dirección; yo continuaba detrás de ella, con
la expresión que habíamos ensayado.
Trataba de aparentar ser sensual, pero era
incomparable con mi hermana mayor, y siempre había un rescoldo de confusión en
mi cara, porque, al fin y al cabo, se suponía que apenas podía entender nada de
lo que estaban hablando en la sala.
Sam me dirigió una mirada de reojo, como si casi ni
hubiera sido consciente de mi presencia hasta que él lo había mencionado.
-
¿Ella? Es mi hermana pequeña, Katerina. No habla
vuestro idioma, así que va conmigo para que pueda traducirle cuando haga falta
– se encogió de hombros. – Uno nunca se libra de los hermanos pequeños, supongo
– suspiró. Su voz alargaba y endurecía las erres cada vez que pronunciaba una
palabra que incluía ese sonido.
Aunque habíamos practicado en casa muchísimas veces
mientras repasábamos el plan, me costó ligeramente que mi expresión no vacilara
en ningún momento mientras ella hablaba. Sam, en cambio, parecía no tener
ninguna dificultad para interpretar su papel, lo hacía con tanta naturalidad
como caminaba o sonreía. Era una actriz nata, probablemente producto de toda
una vida mintiendo para sobrevivir.
-
¿Sois dos por el precio de una? – las cejas del
italiano se alzaron con interés, a la vez que una diminuta sonrisa elevaba sus
comisuras.
Sam se encogió de hombros.
-
Si tú estás dispuesto a ello, nosotras no
tenemos ningún problema – su voz se tornó provocativa y sus ojos ejercieron un
poco de la magia de súcubo para acabar de convencerlo de que esa era la mejor
opción, un trío con dos preciosas hermanas rusas.
La mirada de Frank Manzella se desenfocó durante un
par de segundos, cayendo bajo el hechizo como un pececillo atrapado en una red.
-
¡Manzella! ¿Vas a seguir jugando o solo vas a
tener ojos para esa rusita? – le recriminó otro de los jugadores, esta vez un
hombre que rozaba la cincuentena y tenía un tupido bigote castaño que empezaba
a tornarse de color blanco por las canas. Parecía malhumorado y le dirigió al
italiano una mirada oscura, que desprendía resentimiento, probablemente porque
había conseguido a la mujer más atractiva que hubiera visto nunca en lugar de
él.
-
Sí, claro. – Nos ignoró a las dos por un
segundo, miró sus cartas y luego las de la mesa. Caviló la apuesta y negó con
la cabeza. – Paso.
-
Genial – volvió a hablar el gordo. – Esta mano
ya es mía.
-
No tan rápido – replicó el último de los
jugadores, un chico de unos veintipocos
que era incapaz de ocultar su aspecto de niño rico con propensión a los
conflictos. Tenía una de las manos manchadas de un polvillo blanco que podía
imaginar que sería cocaína. – Yo voy.
La conversación siguió mientras las apuestas subían
cada vez más rápido. La chica morena que había entrado antes que nosotras ya se
había sentado sobre las piernas del gordo y le susurraba al oído, haciendo que
este sonriera como un idiota. Otra de las chicas se había situado a un lado del
cincuentón, que había colocado su mano el muslo de la muchacha. Esta parecía
ligeramente asqueada. Las otras dos chicas se habían repartido: una se hallaba
detrás del jugador joven, rodeándole el cuello con los brazos y jugueteando con
los dedos sobre su pecho, y la otra había ido a hacerles compañía a los dos
matones del fondo.
Manzella se giró de nuevo hacia nosotras y nos
calibró con la mirada como antes había hecho con su jugada.
-
Sí – musitó al final. – Estoy dispuesto a pagar
un poco más por teneros a vosotras dos juntas.
-
Magnífico – Sam le posó su mano sobre su brazo y
fue ascendiendo hasta detenerse sobre su hombro. Luego se giró hacía mí y soltó
una parrafada completamente incomprensible en ruso, un montón de palabras
extrañas que en su boca sonaban como algo misterioso y letal al mismo tiempo.
La entonación dura se sumó al acento.
Por descontado, yo era incapaz de responder en ese
idioma, porque no sabía ni una palabra, así que asentí con la cabeza.
Realmente, no era necesario saber qué me había dicho (lo cual dudaba mucho que
fuera realmente una traducción fiable de las palabras del italiano; más bien
sospechaba que Sam había dicho algo ridículo por el brillo de humor en sus
ojos), puesto que era capaz de entender a la perfección lo que había dicho el
italiano en nuestro idioma.
Ahora Manzella tenía la vista sobre mí. Le dirigí
una sonrisa ligeramente tímida y me acerqué más a él. La mano de Sam se deslizó
ahora por su pecho mientras se movía hasta situarse al lado de las piernas de
nuestro hombre. Él colocó su mano en la parte baja de la espalda de ella y
descendió un poco más hasta su trasero. Ella no se inmutó, sino que avanzó de
nuevo hasta sentarse sobre sus muslos. La mano de él, libre de nuevo, se situó
ahora sobre sus muslos desnudos.
La otra mano de Manzella me buscó a mí y se situó
también en mi espalda, peligrosamente cerca de la zona prohibida. Me obligué a
mantenerme quieta y relajada y a no darle un guantazo en plena cara. Ya
estábamos demasiado cerca para tirarlo todo por la borda. Solo tenía que
interpretar mi papel un poco más.
La partida continuaba. Finalmente, había ganado el
gordo, que se reía estruendosamente mientras recogía sus ganancias. El niño
rico maldijo en voz baja y se distrajo hundiendo la boca en el cuello de la
chica que seguía a su espalda.
Repartieron cartas de nuevo y el juego se reanudó.
Yo me mantuve al lado de Manzella, mi piernas rozando su cuerpo, mientras Sam
le susurraba al oído. En cierto momento me di cuenta de que mezclaba
comentarios picantes con sus observaciones sobre el desarrollo de la partida,
aconsejándole subir la puesta o abandonar a tiempo. Joder, no sabía que supiera
jugar al póker, pero, al fijarme más atentamente, me di cuenta de que, desde
que se había sentado sobre las piernas de Manzella, este solía ganar la mitad
de las partidas o, al menos, perdía mucho menos que los otros. Así que mi amiga
también era una maestra de las cartas. Quién lo hubiera dicho.
Unos veinticinco minutos después, mientras la
partida subía de tono en un pique entre Manzella y el gordo, uno de los matones
me llamó. Miré a Sam con la incertidumbre y una traza de miedo pintado en los
ojos. Cuando repitieron el sonido, inconfundible, Sam me hizo una señal para
que fuera, recordándome con los ojos que debía mantener mi papel en todo
momento. Asentí.
Me alejé de Manzella, aunque este apenas se dio
cuenta de mi marcha.
Uno de los matones estaba muy entretenido
metiéndole mano a la otra prostituta, pero el que me había llamado parecía
aburrido. Me comió por los ojos mientras me acercaba a él y, cuando me detuve,
volvió a dirigir su mirada hacia mi rostro.
-
Hola, dulzura – su voz melosa resultaba
demasiado dulce para ser creíble. Su pronunciación delataba que procedía de los
bajos fondos de la ciudad.
Ladeé la cabeza, fingiendo confusión. Sam me había
enseñado lo básico del ruso para saber cómo pronunciar algunas letras, pero, ni
de lejos conseguía que se pareciera a su logrado acento.
-
Yo no hablar inglés – balbuceé, esperando que
aquel tipo no tuviera ni idea de cómo era en realidad el acento ruso.
-
¿Ah, no? Vaya. Bueno, podemos divertirnos aun
así – esgrimió una sonrisa que, por sí misma, prometía un montón de cosas
indecentes. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero lo oculté. Se suponía
que yo no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo, al fin y al cabo.
Pensé a toda velocidad, luchando por buscar una manera de volver junto a mi
objetivo sin acabar teniendo que matar a aquel tipo.
Pero, antes de que tuviera tiempo de salvar mi
propio culo, Sam vino a hacerlo, acompañada del italiano. Este se había
levantado de la mesa y se acercaba a nosotros, con ella bajo su brazo derecho.
Sobre sus ojos había un velo que los volvía nebulosos, lo que confirmó mis
sospechas de que Sam había logrado rescatarme echando mano de sus habilidades.
-
Hey, Stevie, ¿estás intentando robar a una de
mis chicas? – espetó con un tono burlón en la
voz y una amenaza velada bajo la superficie.
-
Señor, pensé que la suya era la pelirroja –
replicó el matón de inmediato, retrocediendo ante el tono de su jefe.
-
He decidido que esta noche voy a divertirme por
duplicado. Y son hermanas – sus ojos se iluminaron con perversa felicidad al
decirlo.
-
Usted sí que sabe, señor – musitó Stevie, todo
rastro de alegría borrado de su rostro.
-
Dile a tu hermana que venga, Natasha. Nos vamos.
Extendió el brazo con el que no estaba rodeando a
Sam hacía mí. Esperé hasta que ella volvió a decir algunas palabras en ruso
para después acercarme a Manzella, dejando que me rodeara también a mí por los
hombros. Stevie se levantó de la silla y nos siguió en dirección a la salida.
Manzella había decidido abandonar la partida temprano esa noche. Todo el mundo
lo había atribuido a la impaciencia por disfrutar de la hermosa maravilla que
había comprado, pero yo sabía que todo había sido culpa de Sam, que lo había
convencido para alejarlo de todo aquel barullo y llevarlo a algún lugar donde
pudiéramos interrogarlo tranquilo.
Nos dirigimos hacia la salida trasera del club,
donde un coche negro y elegante esperaba. Otro de los matones, uno que hasta
ese momento no habíamos visto, esperaba apoyado sobre la puerta del conductor,
con un cigarrillo entre los labios y cara de aburrimiento. Se sorprendió al ver
acercarse a su jefe, acompañado de dos prostitutas, que se apretaban contra su
cuerpo y jugueteaban con su pelo y los botones de su camisa.
-
¿Nos vamos ya, señor Manzella? – preguntó,
dubitativo.
-
Sí, Alfred. Esta noche he encontrado una
diversión mejor que el póker.
Este asintió y se montó en el coche. Stevie abrió
la puerta trasera para dejar entrar primero a Sam, que se reía de algo que
había dicho nuestro hombre y que yo supuestamente no había entendido. Luego,
entró él, que parecía incapaz de mantener sus manos alejadas del cuerpo del
súcubo y, por último, yo.
Stevie cerró la puerta con más fuerza de la
necesaria y se sentó en el asiento del copiloto, al lado de Alfred, que arrancó
el coche de inmediato.
El trayecto hasta la casa de Manzella fue corto.
Alfred encendió la radio y una suave música nos acompañó durante todo el viaje.
Los matones permanecieron en silencio durante el camino, tratando de no mirar
hacia el asiento trasero, donde Sam y yo, una a cada lado de Manzella, lo
seducíamos sin llegar a mayores.
Durante la preparación del plan, Sam me había
asegurado que la parte de la incitación correría de su cuenta y yo solo tendría
que fingir seguirle el rollo, sin preocuparme excesivamente. No entendí muy
bien a qué se refería hasta ese momento, en el que la mano de ella se
encontraba peligrosamente cerca de la bragueta de él. La otra se apoyaba en su
hombro, mientras sus labios recorrieran su mandíbula con besos rápidos.
Yo pasaba las manos por el pecho de él y le
recorría el cuello con mi nariz, en un intento de resultar provocativa sin
tener que excederme. No sabía si estaba preparada para hacer lo que Sam hacía,
porque mi estómago podía llegar a resentirse, pero aun así traté de actuar de
la manera más creíble posible.
El coche se detuvo delante de una verja tras la
cual se recortaba contra el cielo nocturno una enorme mansión. Unas cuantas
farolas dispersas por el jardín delantero mostraban la fachada, principalmente
pintada de distintos tonalidades de negro y marrón y con las columnas
exteriores en blanco. Solo por su aspecto y su tamaño, se podía adivinar la
enorme cantidad de dinero que debía de tener Manzella.
Alfred sacó el brazo por la ventanilla y pulsó un
botón que se encontraba a un lado de la verja. Una cámara enfocó su rostro y
luego sonó un sonido similar a un timbrazo corto junto con una vibración y la
verja empezó a abrirse. El coche avanzó despacio hasta detenerse al final del
camino, cerca de la puerta.
Stevie abrió mi puerta y me apresuré a salir al
exterior, seguida por el italiano y Sam. Nos dirigíamos rápidamente hacia la
puerta cuando el matón llamó a su jefe, con el rostro más serio y frío que antes.
Manzella se disculpó con una sonrisa y se alejó para hablar a solas con su
empleado. Mientras tanto, Sam y yo nos quedamos solas. Nos acercamos lo
suficiente para hablar en susurros que nadie más pudiera escuchar.
-
Todo parecía ir bien, ¿verdad? – murmuré. De
repente, la sensación de que algo iba mal se había asentado con fuerza en mi
estómago y sentía la necesidad de salir corriendo, pero no había nada que
justificase esa reacción. Nuestro objetivo estaba encantado con nosotras y
deseoso de tenernos solas para él, momento en el que le extraeríamos toda la
información que necesitábamos antes de largarnos a toda pastilla de aquel
lugar.
De fondo, oí voces hablando, nuestro objetivo y su
matón, mientras que el otro se comunicaba por una radio. Pero no pude entender
nada de lo que decían, a pesar del silencio de la noche.
-
Eso parece. Manzella es un capullo, pero eso
beneficia a nuestra causa – arguyó con una mirada de desprecio en su dirección.
-
Sigamos con el plan, ¿vale?
-
Ajá. Ahí viene.
Me callé rápidamente. Él volvió a rodearnos, esta
vez sus brazos en torno a nuestra cintura mientras caminábamos en dirección al
interior de la casa. Sin embargo, algo había cambiado. Quizá su sicario le
había comunicado una mala noticia que no tenía ninguna relación con nuestra
presencia, pero eso solo contribuía a aumentar la sensación de inquietud que
burbujeaba dentro de mí. Me esforcé en mantener la calma y me preparé para
luchar en caso de que fuera necesario, pero esperando fervientemente que no.
Sam parecía tranquila, como si no percibiera nada
inusual, pero la conocía lo suficiente para saber que podía estar fingiendo y
nadie lo sabría.
Stevie y Alfred nos pisaban los talones cuando
franqueamos la enorme puerta de entrada. Manzella nos condujo por un largo pasillo
y giró un par de veces, bajando unas escaleras, hasa llegar a otra sala. Entró
por unas puertas dobles de metal, en una sala completamente a oscuras. Tras
nosotras, los miembros de la seguridad personal del italiano entraron también y
luego cerraron a su espalda.
Entonces, alguien accionó el interruptor de la luz.
Cinco hombres armados nos apuntaban desde el centro
de la habitación, que parecía una especie de almacén. Las paredes estaban lisas
y vacías y la sala carecía de mobiliario, a excepción de un sillón y unas
cuantas estanterías, de cuyos cajones prefería desconocer el contenido.
Manzella separó sus brazos de nuestros cuerpos y
caminó con paso tranquilo hasta sentarse en el sillón. Sus hombres, serios,
letales, no bajaron sus armas, cuyos cañones estaban dirigidos al unísono
contra nosotras. También podía presentir la presencia de los otros dos
custodiando la puerta a nuestra espalda.
En el breve espacio de tiempo en el que Manzella
recorrió el trecho hasta el sillón, yo revisé rápidamente la habitación
buscando salidas alternativas. Había otra puerta, pero estaba en la otra punta
de la sala, al menos a diez metros de nosotras, y parecía probable que
estuviera cerrada con llave. No había ventanas.
Sam, en cambio, se encargó de sopesar a nuestros
enemigos, que se alineaban frente a nosotros, pues ya había valorado a los dos
de nuestra espalda durante el tiempo que habíamos tardado en llegar. Frunció
los labios, pero no dijo nada. No parecía satisfecha, pero era difícil decirlo
con seguridad mirando su rostro impasible.
-
¿Qué está pasando, Manzella? – espetó, aun
manteniéndose en papel. La voz no se alteró, permaneció calmada, aunque ahora
recubierta de un ligero ácido a causa de la bienvenida que habíamos recibido.
-
Eso mismo iba a preguntaros yo a vosotras,
chicas.
-
No lo entiendo – replicó Sam con ferocidad.
Manzella se recostó sobre su asiento y nos dirigió
una sonrisa burlona y cínica. Entrecruzó los dedos de las manos y apoyó la
cabeza sobre ellas, con la crueldad cincelada en su rostro.
-
No soy tan estúpido como pueda parecer. Si lo
fuera, no habría logrado ni la mitad de lo que tengo – su voz se endureció. –
¿De verdad creíais que lograrías entrar en mi casa, así, por las buenas? No soy
tan descuidado. – Hizo una leve pausa, acrecentando la tensión del momento. Yo
tenía el cuerpo rígido, con el miedo haciendo que mi corazón latiera a mil por
hora. – En mi coche tengo un dispositivo capaz de rastrear la señal que emiten
los transmisores que lleváis encima. Así que, decidme, ¿para quién coño
trabajáis?
Sam y yo compartimos una única mirada. Stevie y
Alfred colocaron los cañones de sus armas en la parte trasera de nuestras
cabezas, esperando la señal del jefe para meternos una bala en el cerebro. Me
encogí al sentir el frío metal contra mi cabeza, pero no mostré ninguna otra
señal de debilidad. Sam permaneció tan inmutable como de costumbre, toda ella
en perfecto control a pesar del peligro
de la situación.
Lentamente, se giró hacia el italiano mientras sus labios
se curvaban en una sonrisa cruel.
-
Eres mucho más listo de lo que yo pensaba,
Manzella – su voz abandonó el acento ruso que llevaba fingiendo la última hora
y volvió a ser la misma de siempre.
Por toda respuesta, él se rio.
-
Debí suponer que hasta el acento era falso. Pero
lo cierto es que es bastante bueno.
Ella se encogió de hombros.
-
Años de práctica.
Lanzó una breve mirada a su alrededor y su
expresión se tornó letal.
-
¿Para quién trabajáis? – repitió Manzella. Su
rostro se había quedado nuevamente serio, convirtiéndose en el temido hijo de
perra del que tanto habíamos oído hablar, ese que no tenía ningún remordimiento
o conciencia, que estaba dispuesto a matar a quien fuera para seguir
enriqueciéndose.
Pero el problema de Manzella era que aquella noche
se había topado con una persona que tampoco conocía acerca de culpas o miedos.
Sam se mantuvo impertérrita, su expresión vacía de toda emoción excepto la
amenaza que brillaba en sus ojos.
-
Hagamos un trato, ¿qué te parece? Tú y tus
hombres bajáis las pistolas y nos dejáis ir y todos salimos vivos de esta.
-
¿Y si no? – preguntó Manzella, nuevamente
divertido. Estaba claro que un hombre como él no consideraba ningún peligro a
dos chicas desarmadas y le resultaba gracioso la confianza que demostraba mi
compañera.
-
Si no, todos tus hombres morirán. Y tú acabarás
bastante mal parado – ladeó la cabeza.
Ante esa clara amenaza, todos los hombres de la
sala rompieron a reír estrepitosamente. En cambio, nosotras nos mantuvimos
calladas, evaluándolo todo con ojo crítico.
-
Ocúpate del comité de bienvenida. - Susurró Sam en mi dirección, en una voz tan
baja que se perdió bajo el sonido de las risas de los hombres, pero yo la oí
con claridad porque estaba esperando su señal. Asentí con la cabeza levemente
para que ella viera que la había oído y me preparé para atacar.
Sabía que aquella vez no había lugar para la piedad
ni para la duda. Tenía que liquidarlos rápidamente y de forma limpia para
evitar que alguna de sus balas perdidas le diera a Sam. El comité de
bienvenida, como ella los había llamado, eran los cinco tipos que estaban
esperándonos cuando entramos en la sala. Decidí empezar por la derecha.
-
¿Qué decides, entonces? – Sam elevó la voz para
hacerse oír.
Manzella negó con la cabeza, aun con la sonrisa en
sus labios. Sus hombres iban recuperando poco a poco la seriedad, sin dejar de
apuntarnos en ningún momento.
-
Tenéis cojones, hay que reconocerlo. Pero estáis
jodidamente locas.
-
Supongo que eso es un no – Sam le dirigió una
dulce sonrisa que escondía una gran perversidad. – Lástima.
Con un movimiento fulgurante, extrajo las dos dagas
que llevaba bajo el vestido, una en cada muslo, sostenidas por los ligueros.
Sin esperar a ver cómo mataba a Stevie y Alfred, desmaterialicé mi cuerpo y me
moví a toda velocidad hasta situarme en medio de los dos hombres de Manzella
que estaban más a la derecha. Materialicé los cuchillos que llevaba enganchados
en la muñeca y se los clavé a ambos en el cuello, tan profundamente que no les
dio tiempo ni a disparar una vez antes de caer al suelo, con la sangre manando
profundamente de la herida y tiñendo el suelo de rojo.
Los otros tres habían disparado ya, pero no me paré
a comprobar que Sam estaba bien. No había tiempo ahora. Me encaré hacia ellos,
que se volvían su vez hacía mí, incapaces de comprender cómo me había
desplazado tan rápido, cómo había desaparecido del sitio donde estaba para
aparecer de repente allí y asesinar a sus dos compañeros.
Moviéndome más rápido de lo que el ojo humano es
capaz de captar, lancé uno de los cuchillos, que se clavó entre los ojos del
siguiente que estaba más cerca de mí, el cual también cayó muerto de inmediato
a mis pies. Tres menos.
Con el único cuchillo que me quedaba en las manos,
volví a desmaterializarme. Oí los gritos de terror de los dos que quedaban al
verme desaparecer de nuevo. Había una distancia de unos cinco metros entre
ambos y volví a reaparecer justo en medio, pero permanecí en un estado
semicórporeo. Al verme resurgir de la nada, los dos apuntaron con sus armas
hacía mí y dispararon sin cesar, descargando el cargador en un vano intento de
alcanzarme. Cerré los ojos al sentir el movimiento de las balas al atravesarme
y estrellándose un segundo después contra el otro asesino, matándose mutuamente
en su tentativa de herirme a mí.
Una vez muertos los cinco, tirados a mis pies,
volví a centrarme en Sam. También había liquidado con facilidad a los dos que
estaban a nuestra espalda y no parecía herida. Suspiré de alivio al verla lanzarme
una sonrisa a través de la sala. Tenía el rostro manchado de sangre, pequeñas
gotitas en sus mejillas, en su frente y salpicando sus brazos desnudos. Las dos
dagas chorreaban el mismo líquido rojizo, cayendo sobre los charcos que se
formaban en el suelo, bajo sus pies. Stevie tenía un enorme tajo en la
garganta, rápido. Probablemente había sido el primero en morir, por encontrarse
más cerca de Sam. Por los numerosos agujeros de bala que había en su pecho,
supuse que luego ella lo había utilizado como escudo humano para refugiarse de
las balas que le había disparado el comité de bienvenida antes de que acabara
con ellos.
Alfred había peleado más, de ahí que su muerte
hubiera sido más lenta. Tenía un corte en la cara, bajo el ojo izquierdo, y
varias puñaladas en el pecho y el estómago. Sin embargo, aun respiraba, aunque
por el estado en el que se encontraba, estaba claro que no le quedaban más que
unos pocos segundos de vida.
Tras intercambiar una mirada, Sam y yo asentimos al
mismo tiempo, satisfechas con el resultado. Había sido una carnicería mayor de
lo que habíamos esperado, pero estábamos ilesas a pesar de que habíamos estado
en desventaja numérica.
Después de ese breve momento de alivio, volvimos a
centrarnos en nuestro objetivo. Frank Manzella estaba sentado aun en su sofá,
con los ojos abiertos como plato y la ropa manchada de la sangre que había
llegado hasta él mientras matábamos a sus subordinados. Parecía estupefacto, incapaz
de reaccionar ante tanta violencia, a pesar de su larga carrera como criminal.
Supongo que nunca había visto a dos miembros de Tánatos en acción: brutales,
eficaces, frías y letales.
Todo había sido culpa suya y de sus aparatitos. Si
hubiera seguido al pie de la letra nuestro plan, nadie hubiera tenido que morir
esa noche. Solo habríamos conseguido la información que buscábamos y nos
habríamos largado sin causar ningún problema.
Sam se limpió la sangre de la cara, pero en lugar de
quitársela, solo consiguió extenderla más por su cara, haciendo que pareciera aún
más mortífera que antes, un rostro de ángel que ocultaba mucha oscuridad en su
interior.
-
Te lo advertí, Manzella. Deberías haberme escuchado.
-
¿Qué… qué sois? – inspiró hondo, aterrado. -
¡Monstruos!
Sam se lo pensó un momento y luego me miró, antes
de estallar en carcajadas. Eso, sumado al rojo de la sangre que había derramados
sobre su cuerpo, aun con el corto vestido y los tacones de aguja, el maquillaje
ligeramente corrido, le dio la apariencia de una psicópata demente, lo que
asustó aún más al italiano.
-
Creo que esa es una de las mejores definiciones
que he escuchado de mí – asintió.
-
Supongo que nadie es capaz de ver mejor a un
monstruo que otro monstruo – repliqué con voz afilada. – Y tú, Manzella, has
cometido demasiados crímenes para juzgarnos a nosotras, ¿no crees?
Él me miró por encima del hombro. Su rostro estaba
cada vez más pálido, como si hubiera visto a un fantasma aparecer de repente.
Quizá, para él así fuera. Quizá creía que éramos las musas de la justicia que
veníamos en busca de venganza por todos los que había matado, por todo lo que
había destruido y todo el sufrimiento que había causado. Era una bonita manera
de vernos, pero nada más alejado de la realidad.
Me situé a su espalda y le coloqué el cuchillo que
seguía en mi mano sobre el cuello.
Sam se acercó también hasta detenerse frente a él,
Se acuclilló para que sus rostros quedaran a una altura similar, sus labios
ligeramente curvados para esbozar una sonrisa diabólica. Sus ojos brillaban. Se
lo estaba pasando en grande aterrorizando a aquel hijo de puta sin corazón.
Tampoco yo podía decir que estuviera pasando un mal rato, la verdad.
-
Bien, Manzella. Ahora sí vas a ser bueno,
¿verdad?
Él asintió de inmediato con la cabeza, deseoso de
hacer cualquier cosa que le dijéramos para salir con vida de esta. Aunque había
pocas probabilidades de que saliera de aquella habitación sobre sus piernas
teniendo en cuenta todo lo que había visto.
-
Muy, muy bien – ronroneó Sam. Sus ojos empezaron
a ejercer su magia sobre el italiano, que poco a poco fue cayendo en la trampa
mortal del súcubo. A pesar de todo lo que había pasado, no podía evitar
sentirse atraído hacia el poder que emanaba de Sam. – Dinos lo que queremos
saber y nos iremos, ¿de acuerdo? – su tono dulce acabó de atrapar a Manzella,
que asintió lentamente con la cabeza, ya con el juicio completamente nublado y
bajo el hechizo del súcubo. – Perfecto, buen chico. Ahora, dime, ¿dónde está la
chica que raptaste?
-
¿La hija del político? – musitó Manzella, en voz
baja e hipnotizada. Sam asintió y esbozó a una sonrisa amigable, totalmente
falsa. – Está en uno de mis almacenes, en la calle Blackstone, número 15.
-
¿Hay más de tus amiguitos por allí? – mientras hablaba
le pasó las manos por el rostro, para mantenerlo cautivo y que su mente no se
liberara aún. Teníamos que conseguir toda la información. Alejé la daga del
cuello del italiano, puesto que ya no hacía falta para mantenerlo controlado.
-
Unos cuantos guardias, nada más.
-
Genial. Lo has hecho muy bien, Manzella.
Sam se puso en pie de nuevo, mirándome a mí con
expresión satisfecha. Habíamos cumplido con nuestro trabajo. Sentí como me iba
llenando el orgullo y la tranquilidad de haber cumplido la misión sin
demasiados percances.
Pero me adelanté al creer que todo sería tan fácil;
la vida rara vez lo es. Debería haber esperado a salir de allí ilesas antes de
empezar a alegrarme, a sonreír como una niña y a creer que, por una vez, todo
iba salir bien.
Porque justo en ese momento, el sonido de un arma
al ser disparada rompió el silencio en el que nos encontrábamos. Me giré a toda
velocidad, buscando el lugar del que procedía, intentando determinar la
dirección de la bala que ya se hallaba en el aire buscando un cuerpo el que
impactar.
Alfred, apenas con vida, había conseguido alcanzar
su pistola. Se había arrastrado hasta ella mientras charlábamos con su jefe y
había apuntado y disparado antes de que ninguna de las dos nos diéramos cuenta
de que todavía no había muerto.
Me desplacé a toda velocidad hasta quedarme a su
lado, arrodillada en el suelo, y le clavé el cuchillo entre los ojos antes de
que le diera tiempo a disparar una sola bala más. Lo último que vio antes de
morir fue mi rostro, rígido de rabia, con los ojos llenos de una cólera fría
capaz de aniquilarlo todo a su paso. No titubeé, no consideré la posibilidad de
permitirle permanecer con vida. Aquella noche la parte de mí moral y guiada por
su consciencia se hallaba desaparecida y me había convertido en la cruel
asesina que habían tratado de sacar a la superficie durante mis cuatro años de
entrenamiento en Tánatos.
Manzella gritó y cuando me volví hacia él, sus ojos
parecían a punto de salir de sus órbitas. Me contemplaba con un terror instintivo
ante lo desconocido, una vez roto el hechizo debido al ruido estridente de la
pistola al ser disparada.
Pero eso no me importó. No le presté atención a
Manzella mientras se encogía de pánico en su sillón, tratando de desaparecer.
Mis ojos buscaron de inmediato a Sam. Por un segundo, pensé que todo iba bien,
pero entonces vi la expresión en su rostro. Tenía los ojos muy abiertos, aun
con la sangre manchando su rostro.
-
Myst… - susurró, su voz rompiéndose en esa única
sílaba.
Clavó la mirada en mi cara antes de que sus ojos
descendieran hasta el lugar donde la bala acababa de atravesar su cuerpo, cerca
de la zona donde se encontraba el esternón. Lentamente, como en un sueño, de la
herida empezó a manar sangre, demasiado roja, demasiado real. Sam se cubrió la
herida con la mano y la sangre se escurrió entre sus dedos.
Como a cámara lenta, con el cuerpo inmovilizado por
el terror más absoluto que jamás había sentido, vi cómo Sam caía lentamente de
rodillas en el suelo. Volvió a levantar el rostro hacía mí, en sus facciones
cincelado un miedo tan real como el mío. Y entonces, grité.
(Aviso de cambios: he decidido renombrar al personaje del licántropo y a partir de ahora será Kai. Además, Sam no tiene el cabello rubio rojizo, sino pelirrojo. Estos cambios ya están en las entradas originales, pero aun no los he actualizado en el blog. Iré haciéndolo cuando pueda).