(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


martes, 7 de enero de 2014

Usemos la Estrella Polar para guiarnos en la oscuridad.

20/Noviembre

Jack Dawson (Boom)




Sabía que Clark tramaba algo. Lo conocía demasiado bien como para que un detalle como ese se me pasara por alto.
Había llegado el día antes de El Cairo, tras haber cumplido con éxito la misión que me había llevado hasta aquel maldito país donde siempre hacía calor, pero las noches se convertían en gélidas cuando el sol desaparecía por el horizonte. Me había costado más de lo que había planeado inicialmente encontrar a mi objetivo, porque un chivatazo de un topo le había informado que habían enviado a alguien a matarle y se había escondido en medio de ningún parte, en un lugar rodeado por los cuatro lados por la arena del desierto, siempre en constante movimiento y con un equipo completo de personal de seguridad.
Había pasado cuatro días rastreándolo, como un sabueso con su presa, siguiendo el rastro que dejaba tras de sí cuando compraba comida y agua, o se paraba aquí y allá a reponer otros suministros. Un hombre rico como aquel no era capaz de permanecer en completo anonimato ni aunque su vida dependiera de ello y eso era lo que siempre los llevaba a la perdición.
Lo encontré en plena noche. Me colé, amparado por la oscuridad y por el profundo sueño del vigía, en el campamento. Apenas tuve que dejar inconsciente a un par de los guardias, que eran los únicos que habían parado, inútilmente, de parar mi camino. Luego lo había encontrado a él, dentro de una enorme cabaña portátil y acompañado por una preciosa y exótica mujer que solo estaba dispuesta a soportar una noche como aquella por una importante suma de dinero, al igual que lo hacía yo. El dinero era uno de los pocos motivantes que te llevaban a ir al desierto cuando la luna domina el cielo y nada de lo que pueda suceder después será bueno.
Matarlo no fue difícil. Ni siquiera tuve que utilizar mi habilidad, porque eso hubiera sido más ruidoso y sucio que ventajoso. Una puñalada en el corazón había sido más que suficiente para acabar con la avaricia y el negocio ilegal de mi víctima. No tuvo la oportunidad de gritar antes de que la muerte se lo llevase para siempre. Y, luego, como la sombra que me habían entrenado para ser, desaparecí sin dejar rastro de mi presencia.
El vuelo se me había hecho eterno. El avión se movía por culpa de unas turbulencias, no lo suficientemente graves para causar un accidente, pero sí para marear a la mayoría de los pasajeros. En mi caso, a pesar de que era casi por completo inmune al mareo, tuve que soportar a una mujer que no dejaba de vomitar en una bolsa de papel a mi lado. Si a eso se le sumaba la imposibilidad de fumarme lentamente, con caladas profundas, un cigarro durante las largas horas de vuelo, tenías como resultado que estaba tan desesperada y fuera de mí que de mis manos empezaron a surgir unas leves chispas que pusieron en peligro la vida de la tripulación y la supervivencia de todos cuantos estábamos allí dentro, hasta que la señora mareada corrió el baño y dejó de torturarme con el horrible sonido de sus arcadas.
Desde el momento en el que entré por la puerta, supe que Clark tenía algo que decir. No sabía qué era, por descontado, porque durante mi viaje solo habíamos intercambiado unas pocas llamadas y con las palabras justas en cada una de ellas: “sigo vivo”, “pronto acabará la misión”, “todo va bien”. Nada más personal que un “no dejes que te meten”. Colgábamos antes de que el silencio incómodo que había empezado a convivir entre nosotros se instalara en la línea telefónica, aludiendo siempre al tremendo coste de las llamadas internacionales.
Quería a mi hermano más que a nadie en el mundo, pero sabía que nuestra relación no atravesaba su mejor momento. Sería capaz de hacer cualquier cosa por protegerlo, pero me sentía incapaz de sentarme junto a él y hablar de lo que había pasado aquella noche, unas semanas atrás, porque sabía que me rompería si tenía que volver a recordar lo que había pasado, lo que había visto en los ojos azules que me habían mirado con tanto odio, la fría puñalada que me había atravesado al corazón al verla tan cambiada, tan fría, tan inhumana. Y cuánto la había echado de menos. Porque, aunque veía su físico, no era capaz de encontrar en ella a la chica de la que me había enamorado. El miedo de poder haberla perdido para siempre me estaba consumiendo poco a poco y me había martirizado durante las largas noches solitarias en Egipto, donde mi única compañía era el humo que bailaba en la punta del cigarro.
Sabía que la noche de mi reencuentro con Annalysse no había sido en salir herido de su apartamento. Sin quererlo, había hecho daño a Clark con mis palabras desesperadas y no sabía cómo arreglarlo. Cómo decirle que sí, que por su causa había entrado a formar parte del sangriento mundo de Skótadi, que me había convertido en un asesino porque no podía permitir que lo separaran de mí, pero que no me arrepentía. Que si volviéramos atrás, al momento en el que mi madre nos dejó solos frente a un mundo grande y aterrador sin un modo de salir adelante, haría exactamente lo mismo, porque él importaba más que mi felicidad.
Le daba vueltas a eso una y otra vez en la cabeza, con un perenne cigarrillo colgado de mis labios. Estaba sentado en la azotea de nuestro bloque de pisos, sobre la barandilla. La ciudad se extendía bajo mis pies, iluminándose poco a poco mientras el cielo se oscurecía cada vez más. La vida nocturna estaba a punto de comenzar. Los bares y las discotecas abrirían pronto sus puertas, mientras las luces de las casas familiares se apagarían cuando los padres les dieran a sus hijos los besos de buenas noches. Las oficinas cerrarían un día más, mientras parte de la población se preparaba para salir a cazar una nueva presa con la que mitigar la soledad que los corroía. Al menos, me reconfortaba saber que no era el único solitaria que vagaba por ahí, matando sus penas en nicotina y alcohol, aunque probablemente sí fuera el único estúpido todavía enamorado de la chica a la que dejó cuatro años después de haberse separado de ella.
Cerré los ojos y di una nueva calada al cigarro, disfrutando del sabor de unos segundos de vida menos para mis pulmones envenenados.
-          ¿Jack? ¿Estás por aquí? – la voz de Clark sonó a mi espalda. No me sobresaltó. Suponía que no tardaría mucho en venir a verme y, además, era tan ruidoso como un oso borracho. Lo había oído subir por la escalera y abrir la puerta antes de entrar.
-          Aquí – lo llamé, girándome ligeramente para que me viera.
Sus ojos se agrandaron al fijarse que estaba sentado sobre la barandilla que separaba la azotea de una caída libre de unos veinte metros que terminaba en la carretera.
-          ¿Qué hacías ahí? – ahora sonaba aterrada, lo que me hizo sonreír. Clark siempre había sido el responsable, el bueno. A mí me había tocado más bien ser la oveja negra. - ¿Planeas suicidarte de forma dramática?
-          Quizá no sería mala idea – sugerí. Dejé caer los restos del cigarro, que fueron arrastrados por la gravedad hasta chocar con el suelo, muy por debajo de donde yo me encontraba. Silbé en voz baja, apreciando la distancia.
Miré a Clark por encima del hombro, con una expresión de puro pánico y confusión contorsionando su rostro. No pude contener una carcajada ante su preocupación antes de bajarme de la barandilla por el lado que no me causaría una muerte segura. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la barandilla.
-          ¿Mejor?
-          Mucho mejor – replicó de inmediato. No tardó en sentarse a mi lado.
Ambos levantamos la vista hacia el cielo sobre nuestras cabezas, que empezaba a dejar ver los puntos brillantes que eran las estrellas, aunque la contaminación lumínica propia de las ciudades impedía apreciarlas de verdad y por completo.
Me invadió la melancolía.
-          ¿Recuerdas a mamá? – preguntó Clark de pronto, consiguiendo que se me formara un nudo en la boca del estómago.
-          Sí. Claro que la recuerdo. – Mi voz sonó más grave de lo normal por la emoción contenida.
-          A menudo tengo miedo de olvidarla. Ya han pasado ocho años y cada vez es más difícil mantener vivos los detalles – susurró Clark. No le respondí, me sentía incapaz de hacerlo. – Pero creo que nunca podré olvidar lo mucho que le fascinaban las estrellas. Le encantaba subir al tejado y mirarlas hasta que le dolían los músculos del cuello. Me acuerdo que trataba de enseñarme el nombre de algunas constelaciones antes de… - su voz murió antes de pronunciar la palabra que tanto dolía. Se encogió de hombros y se tragó las lágrimas que yo podía oír a la perfección en su voz. – De todos modos, solo fui capaz de aprender dónde estaba la Estrella Polar. – Levantó la mano, señalando aquella entre todas las que se despertaban sobre nuestras cabezas. – Mamá decía que era la más importante porque, cuando te encontrabas totalmente perdido, solo con mirarla siempre sabrías hacia dónde ir.
Los dos nos quedamos mirando aquella estrella en particular, que permanecía en su galaxia a años luz de nosotros, indiferente de los ojos que la observaban.
-          ¿Qué quieres decirme, Clark? – pregunté, finalmente. No me sentía con ánimos para soportar otra charla sentimentalista sobre nuestros padres muertos. Ni siquiera podría soportar hablar un minuto más con él sin el aliciente de otro cigarro.
Lo prendí con el mechero que siempre llevaba el bolsillo de los vaqueros y saboreé una vez más la nicotina en la lengua. Era un alivio casi físico, como si fuera mi medicación, la que me impedía ahogarme en la mierda que me rodeaba.
-          ¿Cómo sabes que quiero hablar de algo en especial?
Me reí entre dientes.
-          Vamos, Clark. Eres mi hermano. Te conozco mejor que tú a ti mismo, y te veo venir desde kilómetros de distancia. Llevas desde ayer muriéndote por decirme algo y parece que por fin has reunido el valor suficiente para soltarlo.
Se quedó callado un largo instante. Di otra calada en lo que esperaba a que se decidiera a contarme qué le preocupaba.
-          Deberías dejar de fumar – soltó de repente.
Volví a reírme, esta vez sin humor.
-          Estoy seguro de que no venías a decirme eso, porque ya sabes que te voy a mandar a la mierda y no te hubieras molestado en subir para oírme decírtelo. Suéltalo de una vez.
-          Yo… Está bien  - cogió aire. – Jack, llevas toda mi maldita vida sobreprotegiéndome.
-          Eso no es verdad – respondí automáticamente.
-          Los dos sabemos que sí – enarcó una ceja, desafiante, y no tuve más remedio que asentir. – La cuestión es… que ya estoy harto. Entiendo que quieras protegerme – se apresuró a añadir, viendo que estaba a punto de lanzarme sobre él. – Somos hermanos. Eres mi familia. Pero estoy cansado de ser un inútil.
-          No eres un inútil. Me ayudas con mis misiones.
-          Jack, eso no es suficiente. Oh, vamos. Lo sabes tan bien como yo. Solo hace falta ver lo que pasó el otro día. Me secuestran y lo único que puedo hacer es tratar de no cagarme encima de miedo mientras espero a que los demás me rescaten. Eso no me sirve, joder. Tengo que poder protegerme a mí mismo en situaciones así. Soy un Supra, al fin y al cabo, y no debería tener que depender de nadie para que me salvara el culo, ¿entiendes?
Me planteé un segundo lo que me estaba diciendo. En cierto modo, tenía razón. Clark tenía mucho potencial, porque su habilidad supra era bastante poderosa si conseguía dominarla por completo y, en caso de verse envuelto en situaciones peligrosas, sería un alivio saber que tendría, al menos, alguna oportunidad de salir con vida, pero…
-          Es muy peligroso – refuté. – Podría acabar haciéndote más daño que bien.
-          No veo cómo. No te digo que vaya a entrar a formar parte de Skótadi, claro que no, pero quiero que me enseñes a pelear y utilizar un arma. Lo mínimo de defensa propia.
Me terminé de fumar el cigarrillo mientras me lo pensaba seriamente. Contemplé las estrellas de nuevo. La Polar titiló en aquel momento, como si me tratara de decir algo. Pero solo era una estrella en medio del cielo, no un mensaje celestial.
-          Está bien. Tienes razón – acepté finalmente, mientras apretaba la colilla contra el suelo para apagarla.
-          ¿Eso es un sí? – me dedicó una sonrisa triunfante.
-          Es un vamos a intentarlo. Pero – me giré hacia él y clavé mis ojos en los suyos con severidad – yo mando. ¿Entiendes lo que quiero decir? Si quieres aprender, va a ser duro y vas a tener que hacerme caso siempre. Esa es mi condición.
-          Ya eres un mandón siempre, no creo que vea la diferencia – bromeó, aceptando con un asentimiento de cabeza.
Me reí mientras levantaba la vista de nuevo.
-          Oh, la verás. Créeme que sí.



domingo, 8 de diciembre de 2013

My last hope is you (parte II).

18/Noviembre

Annalyse Tyler (Myst



Para cuando llegué a nuestro lugar de encuentro habitual, Sam ya estaba allí. Llevaba el pelo suelto y enredado, como si hubiera salido corriendo sin peinarse. Los tacones descansaban a un lado del banco donde ella estaba sentada, sus pies descalzos acariciando el césped, que empezaba a escasear a esas alturas del año. Sonrió al verme. Llevaba puesto el mismo vestido que la noche anterior, pero había conseguido una sudadera en alguna parte para tapar toda la sangre que debía haber dejado una horrible mancha y el agujero de bala que le había atravesado el pecho. Por el tamaño, estaba bastante segura de que era del licántropo, puesto que no había muchos hombres tan altos y anchos de hombros como él.
Me senté a su lado. Ninguna de las dos dijo nada durante el primer minuto, solo nos quedamos allí mirando hacia el lago que se extendía ante nuestros ojos, enorme y azul, un reflejo exacto del color del cielo sobre nuestras cabezas, que iba oscureciéndose poco a poco, una amenaza de tormenta que ninguna de las dos pasamos por alta. Sam me tendió un café. Ella tenía otro en la mano.
-          Como anoche salimos sin dinero, pensé que quizá necesitaras que te trajera uno – explicó con voz divertida.
-          Tú tampoco tenías dinero – le recordé, enarcando una ceja y aceptando el café. Estaba tibio, pero aun así, sirvió para calentarme las manos heladas. Bebí el primer sorbo antes de que se enfriara del todo, disfrutando del sabor de la cafeína, de su olor amargo, de la energía extra que le daba a mi cerebro.
-          ¿Desde cuándo necesito yo dinero? – replicó Sam. Me lanzó una sonrisa pícara y suspiré, sabiendo que era inútil discutir con ella de nuevo el asunto ético de “no está bien obligar a la gente a darte cosas gratis cuando tendrías que pagar por ellas”. Sabía que Sam era incorregible.
-          Me alegro tanto de que aún respires que no voy a molestarme en darle importancia a eso – le aclaré.
Volvimos a quedarnos las dos en silencio, pero esta vez nuestra mente estaba perdida en los recuerdos y en los miedos de la noche anterior.
-          Pensé que de verdad habías muerto – susurré con voz ahogada.
-          ¿Sabes? Yo también lo pensé – un escalofrío recorrió a Sam. – Creo que llegué a estarlo un par de segundos, pero Kai me salvó a tiempo. Y tú, por supuesto. Gracias por salvarme la vida, Myst – apoyó la cabeza en mi hombro y cerró los ojos.
-          Gracias por no morirte. Y, por favor, a partir de ahora, aléjate de los hombres armados.
-          Haré lo que pueda – prometió y volvió a reírse. En ese momento, me pareció uno de los sonidos más bellos del universo. Dejé que el alivio limpiara todo el dolor de la noche pasada. Estaba viva.
Habíamos elegido precisamente ese lugar de encuentro mucho tiempo atrás, porque estar allí era como alejarse de todo y poder rozar la paz absoluta con las yemas de los dedos, aunque nunca fuera por completo. Era la zona más apartada de un parque donde la mayoría de la gente llevaba a pasear a sus perros. El lago estaba protegido de pescadores, y solo podían transitarlo pequeñas barcas de remo que se alquilaban allí mismo. No llegaba el sonido del tráfico, ni de la muchedumbre que corría calle arriba y calle abajo. Solo el agua meciéndose, el ladrido ocasional de un perro y el viento silbando a través de las hojas que el otoño aún no había secuestrado.
Estando allí, parecía que el minutero del reloj se detenía. Por eso lo habíamos elegido, era nuestro sitio especial para huir del caos que nos rodeaba. Y también era el lugar donde decir las cosas que no queríamos decir en el mundo real, que tratábamos de ocultar, pero seguían existiendo en los recovecos y en las trampillas secretas de nuestros corazones.
-          Anoche no volví a casa.
-          Lo sé. Llevas la misma ropa – señaló ella. Como era habitual, en su voz no había ningún indicio de reproche o burla. Solo las palabras que flotaban en el aire.
-          No quería estar sola. No… no hubiera podido soportarlo. En nuestro piso todo me hubiera recordado a ti.
-          ¿A dónde fuiste? – esta vez sí sonó verdaderamente interesada.
-          Yo… - respiré hondo. – Fui al apartamento de William. Del… detective.
Sam no hizo ningún movimiento. Se queda muy quieta, tanto que parecía que casi había dejado de respirar. Luego, se apartó el pelo de la cara en un gesto inconsciente y repitió el tic al que estaba tan acostumbrada que, a veces, dejaba incluso de darme cuenta de que lo estaba haciendo.
-          Vaya. Y pasaste la noche allí, así que supongo que…
-          Sí – respondí a la pregunta no formulada. Me sonrojé de inmediato, pero Sam no me estaba mirando, sino que mantenía los ojos fijos en las tranquilas aguas del lago.
Lo consideró durante un segundo y después simplemente asintió.
-          Lo comprendo. Pero… sabes que es peligroso, ¿verdad? No puedes confiar en él.
-          Sí… lo sé – musité. Una parte de mí se rompió al pronunciar las palabras, pero la lógica me decía que Sam tenía razón. El detective había intentado llevarme a prisión desde el momento en que nos habíamos conocido y, a pesar de que yo deseaba con todas mis fuerzas que lo que había surgido entre nosotros fuera tan especial para él como había llegado a serlo para mí, descartar la posibilidad de que se tratara de una estratagema para conseguir su objetivo inicial hubiera sido una locura y una insensatez, de esas que pueden costarte la vida. Literal o metafóricamente.
Sam posó la mano sobre mi muslo y me dio un pequeño apretón.
-          Solo… ten cuidado, ¿vale? No le cuentes más de la cuenta. No bajes la guardia.
-          Descuida. Yo también fui entrenada – fruncí los labios. – Supongo que nos enseñaron bien.
-          Sí, eso hay que reconocerlo. Son unos hijos de puta manipuladores y sin corazón, pero saben cómo hacer que unas chicas asustadas e indefensas sean capaces de patearle el culo a todo el mundo. Y hablando de patear culos, ¿qué pasó con nuestro mafioso italiano? Porque nada me haría más feliz que hacerlo otra visita – el tono de Sam se volvió oscuro, afilado y letal como un cuchillo apoyado en el cuello de Manzella.
Me acabé el café y dejé el vaso en el suelo junto al vacío de mi amiga.
-          No tenía fuerzas para enfrentarme a eso, así que llamé al equipo de limpieza. Se deshicieron de los cadáveres, encontraron a la chica y completaron la misión.
-          Oh, joder. Eso significa que ahora les tendremos que dar el 50 %.
-          Ya, son unos estafadores, pero dejaron todo impoluto. Y consiguieron un montón de documentos clasificados de Manzella, y los dejaron junto a él en la puerta de la comisaría. Un regalo de navidad adelanto para nuestro sistema de justicia. Pasará una eternidad en la cárcel.
-          Si no voy a verlo yo primero – por la forma en que lo dije, supe sin duda que Manzella jamás viviría para contar esa visita, pero conocía lo suficiente a Sam para saber que no valía la pena disuadirla. Si quería hacerlo, lo haría, y nada de lo que yo dijera serviría de nada. También tenía su derecho. Al fin y al cabo, por culpa de aquel cabrón había estado a punto de morir.
Una bandada de algunas aves que aún no habían emigrado de la ciudad pasó sobre nuestras cabezas. Ambas levantamos la vista para verlas perderse en el horizonte, volando en busca de un lugar más cálido donde esconderse del frío.
Pensé en la posibilidad de imitarlas. Coger las maletas, llenarlas de las pocas cosas importantes que quedaban en mi habitación y largarme rumbo a cualquier parte, a un país donde no tuviera que enfrentarme al mundo con uñas y dientes para sobrevivir. Pero no podía. Sabía que no podía. Tras vengar la muerte de mi hermana, no me quedaba nada, ninguna razón para salir adelante. Me había centrado tanto es la venganza, en el momento en el que al fin pagaría la vida perdida con las que habían causado mi dolor, que no me había parado a plantearme qué pasaría después.
Cuando no tienes una razón para vivir, tienes mil para morir. Lo había leído en alguna parte, aunque no podía recordar dónde ni cuándo.
Mi razón para vivir ahora era Sam, porque sabía que si la dejaba sola, sería como un león suelto en medio de la ciudad. Demasiado peligroso para su propio bien. Nunca podría marcharme sin ella.
-          Lloré – dijo Sam de pronto. Sentí cómo su cuerpo se ponía en tensión ante la confesión.
-          ¿Qué?
-          Esta mañana. Lloré.
-          No sabía que… podías. Ya sabes, con la ataraxia y eso… pensaba que…
Sam sacudió la cabeza y su pelo me hizo cosquillas en la piel de los brazos. Levantó la cabeza de mis hombros. Dobló las rodillas y las rodeó con los brazos. Cuando habló, lo hizo sin mirarme ni una sola vez.
-          Llevaba dieciséis años sin derramar una lágrima.  Y tienes razón, no debería poder, porque llorar en un sentimiento demasiado intenso para mi corazón estéril.
-          Pero lloraste – apunté, para animarla a continuar con la historia. Sabía que le costaba encontrar las palabras adecuadas, porque para ella describir sus sentimientos era una misión casi imposible, pero no podía dejar que se guardara todo aquello dentro.
-          Sí. Cuando me desperté, yo… pensé que había matado al licántropo. Me sobrealimenté de su energía y estaba tan segura de que estaba muerto, que… lloré. Al principio ni siquiera sabía que estaba pasando… solo me sentía tan horrible, como si todas las desgracias del mundo se concentraran en mi pecho. Quería gritar, esconderme, golpear cosas hasta que me sangraran las manos. Y empecé a llorar sin poder parar. Lágrimas y más lágrimas. Como si estuviera expulsando a través de ellas todas las cosas que no había sentido durante todo este tiempo.
Hizo una pausa. Yo no sabía qué decir, así que no dije nada.
-          No lo entiendo, Myst. No sé qué me pasa. Pero sé que algo anda mal, porque de pronto soy capaz de sentir. Sentí el pánico, frío como el océano Antártico, cristalizar en mi estómago cuando la bala me atravesó. Sentí culpa y angustia, y desesperación, cuando pensé que había matado al licántropo. Y… sentí un enorme alivio cuando descubrí que seguía vivo. Tanto alivio que… quizá podría ser felicidad. No estoy segura – se encogió de hombros. – He pasado tanto tiempo sin sentir nada en absoluto que ahora me cuesta diferenciar estas confusas emociones unas de otras. Todas son igual de desgarradoras.
Medité un segundo sobre todo lo que acaba de decir. Estaba totalmente impactada, así que me llevó más tiempo de lo habitual procesar toda aquella información que había salido de golpe de la boca de mi mejor amiga.
Así que Sam se estaba ¿curando? de su ataraxia. No sabía si esa era la palabra correcta porque, después de todo, se había aferrada a ella con tanta fuerza, utilizándola como su manto protector, que ahora probablemente no sabría qué hacer si la perdía. ¿Cómo podía lidiar con la cantidad de emociones y reacciones sentimentales que una persona normal tenía cuando no tenía la práctica para manejarlas? Aquello podía ser devastador para ella y llevarla a la locura.
-          Creo que algo ha desencadenado que la ataraxia empiece a perder efecto – sugerí.
-          ¿Y qué coño puede ser? – su voz sonó angustiada, tal y como yo suponía.
-          Bueno, es bastante obvio. – Sonreí. – Estoy bastante segura de que es cosa del licántropo y de la forma en que pierdes el control cuando estás con él.
Sam apretó con más fuerza sus piernas y frunció el ceño, considerando la idea con gesto malhumorado.
-          Ese maldito lobo solo me trae problemas – se quejó.
-          Anoche te salvó la vida – le recordé, enarcando ambas cejas.
Hizo un ruidito despectivo y puso los ojos en blanco, aunque ambas sabíamos que yo tenía razón. Una de las dos tenía que representar a la lógica en aquella situación. Sam lo era cuando hablábamos de mi problema con William (bueno, quizá llamarlo problema no se ajustaba a lo que yo sentía), así que yo tendría que serla para ella.
-          ¿Cómo te sientes respecto a esto? Es decir, los sentimientos y eso.
-          Me asusta – confesó en voz baja. – No sé qué hacer con ellos. Son como pequeñas explosiones incontrolables que me dejan fuera de juego. Y, si esto sigue así, acabaré volviéndome débil por su culpa, una llorona sin remedio. No quiero eso. Me gusta ser quién soy.
-          Sigues siendo tú, Sam. Solo que ahora eres una versión más completa, no solo una demo. Solo tienes que aprenderlo a manejarlo.
-          ¿No podría volver a ser todo como antes? – musitó, disgustada.
Negué con la cabeza.
-          El mundo gira. Las cosas cambian. Las personas avanzan. Dale una oportunidad, Sam. Los sentimientos no son tan malos.
Ella levantó la vista al cielo. Las nubes negras que habían ido acercándose se habían condensado sobre nuestras cabezas, cada vez más oscuras, más peligrosas. Un viento helado surgió de entre los árboles, poniéndonos la piel de gallina al pasar junto a nosotras. La lluvia no tardaría mucho en hacer acto de presencia y quizá la acompañarían algunos rayos.
-          No, no lo son. Hasta que te matan.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

My last hope is you.

                                                                                                          

18/Noviembre

Annalysse Tyler (Myst)  



Aquella noche no dormí. Pasé cada minuto insomne con los ojos clavados en el techo de aquella habitación desconocida, contando cuántos segundos faltaban para que amaneciera de una puta vez. Podía oír la respiración de William cerca, muy cerca, acostado junto a mí, y no sabía con certeza qué me hacía sentir eso, no sabía nada más allá del dolor que amenazaba con ahogarme. Me había quedado sin lágrimas y ahora solo estaba ese hueco enorme, un vacío donde antes estaba mi corazón, que emanaba frío y desesperación y se propagaba poco a poco. Cada vez que cerraba los ojos, veía a cámara lenta el arma disparándose, la bala atravesando en silencio la habitación, la cara de Sam cuando había mirado el agujero en su pecho. El miedo, tan real como ninguna otra emoción que nunca hubiera visto en su rostro, una réplica del mío propio. Y la sangre, manchando de rojo el habitual negro que se ocultaba tras mis párpados cerrados. El sonido del arma disparándose era un bucle en mis oídos, aunque sabía que ya hacía mucho que el eco real se había extinguido. Pero mi mente seguía replicándolo una y otra vez, torturándome en el pesado silencio de la noche, donde todas las personas normales, todas las personas que no se jugaban la vida en alocadas y aterradores misiones para sobrevivir, dormían.
En cierto momento, en aquella eterna madrugada que no quería acabar, William se removió en sueños y su cuerpo giró hasta chocar con el mío. Apoyó la cabeza en mi brazo y me rodeó con el suyo, atrayéndome hacia su cuerpo. Durante un segundo, estuve a punto de apartarme con cuidado y alejarme, permitiendo que el muro que había creado entre nosotros permaneciera intacto. Pero… era tan cálido. Tan humano. Tan normal en un mundo como el mío, donde parecía que todo estuviera al revés. Era como volver atrás en el tiempo, a los años cuando era una chica que quería estudiar alguna filología para acabar buscando un huequito en el mundo editorial y que ni siquiera se planteaba acabar robando por ahí o interrogando a mafiosos peligrosos. Supongo que eso, esa reminiscencia de quién había sido, fue lo que hizo que acercara mi cuerpo al de William y dejara que mi respiración siguiera el compás tranquilo de la suya, permitiendo, sin darme cuenta, que el muro empezara a agrietarse. Estaba rompiendo tantas reglas… y sin embargo, esa noche, en ese momento en el que temía que mi hermana de armas podía estar muerta, no importaba demasiado trasgredir mis propias reglas, aunque eso me volviera una estúpida. Era tan reconfortante. Por un momento, me dejé llevar por la ilusión de que perdiéndome entre sus brazos, las cosas malas jamás podrían dar conmigo. Que por la mañana no recibiría una llamada desgarradora que me arrebataría lo más importante que tenía: “no he  podido salvarla. Está muerta”.
Así fue cómo me encontré con el amanecer, esperando y deseando al mismo tiempo que el teléfono nunca sonara.
Maldita sea, ¿iban a seguir muriendo todas aquellas personas a las que quería?
William se despertó poco después de que el sol volviera a iluminar nuestra ciudad, dando paso a un nuevo día. Me apartó levemente de mis lúgubres pensamientos, aunque siguieron revoloteando al fondo de mi consciencia, preparados para atacar de nuevo desde que tuvieran ocasión. William restregó su nariz contra mi clavícula sin despertarse del todo, en ese estado semiconsciente en el que el mundo es más bello, en el que las cosas no son del todo reales, pero tampoco del todo producto de nuestra mente. Lentamente, abrió los ojos y me lanzó una mirada soñolienta que me hizo sonreír ligeramente. Tal y como estaba, parecía un niño pequeño desorientado, parpadeando lentamente para tratar de regresar a la realidad, despeinado y con la barba empezando a nacer en sus mejillas.
-          Sigues aquí – murmuró; su voz sonó pastosa por el sueño. – Pensé que cuando abriera los ojos, no estarías. Y que entonces descubriría que todo había sido un bonito sueño.
Negué lentamente con la cabeza. Su voz sonaba más ronca de la habitual. Seguíamos estando muy cerca, su cara a escasos centímetros de la mía, su respiración provocándome escalofríos al impactar sobre mi piel.
-          No tienes tanta imaginación.
Él se rio y se apartó un poco de mí, quedando en su lado de la cama. Al marcharse, se llevó su calor con él y lo eché en falta de inmediato. Vuelve, estuve a punto de pedirle, no dejes de tocarme. Pero me mordí la lengua antes de que las palabras escapasen de mis labios. Pronunciarlas hubiera supuesto acabar de derrumbar por completo la barrera de protección que me mantenía a salvo de él, de su voz, de su mirada cálida, de su consuelo. De acabar enamorándome de él como una tonta, de dejar que se me colara dentro y me volviera un blanco fácil.
Sus dedos me acariciaron con cuidado la cara, siguiendo el contorno de mis ojeras, mientras componía una mueca de preocupación.
-          No has dormida nada, ¿verdad?
Cerré los ojos. De pronto me sentía terriblemente cansada, como si todos los momentos agotadores de las últimas semanas hubieran caído de repente sobre mí, aumentando la gravedad solo en el lugar donde yo estaba, lastrándome hacia el fondo.
-          No he podido. Demasiados malos pensamientos – musité.
Sentí que su mano ascendía lentamente por mi cara, provocándome un cosquilleo sobre la piel de la zona que tocaba, hasta que la enterró en mi pelo. Luego, sentí sus labios contra él. Se desplazó lentamente y depositó otro beso suave en mi frente, y otro más en mi mejilla.
-          Si estuviera muerta, lo sabrías. – Susurró junto a mi oído con voz queda. Me besó suavemente el cuello y después se apartó.
Me giré hacia él y fruncí los labios. Estábamos frente a frente en su cama extra grande.
-          ¿Cómo? ¿Con una intuición mágica? – no pude contener la sorna, pero detrás de ella se escondía la desesperación que me embargaba por dentro por cada segundo que pasaba y no tenía noticias de Sam.
-          No. Porque si hubiera muerto, seguro que te habrían avisado, ¿no? – Miró mi móvil, que estaba sobre la mesilla de noche. – Las malas noticias vuelan mucho más rápido que las buenas, te lo aseguro.
-          Sí. Eso es verdad.
En el silencio que siguió a mis palabras, ambos nos observamos sin mover ni un solo músculo. Los dos pensando en lo que habíamos dicho, y también, en lo que habíamos hecho. En qué coño iba a pasar ahora.
Sabía que él se preguntaba cuánto tardaría yo en salir huyendo convertida en simple humo blanco, algo que él nunca podría detener por mucho que luchara.
Yo también me lo preguntaba.
Pero lo cierto es que no quería irme, porque no sabía de ningún otro lugar en el que refugiarme. Prefería su compañía a la soledad cargada de dolor que había en mi apartamento. Al menos, estando con él, conseguía… distraerme. Aunque al hacerlo estuviera poniendo en riesgo los cimientos de todo lo que había construido durante los últimos cuatro años.
Lentamente, de algún modo, nos acercamos el uno al otro. Era como si ninguno se estuviera moviendo o lo estuviéramos haciendo los dos, la atracción entre nosotros nos juntaba. Enterré la cabeza en su pecho desnudo y suspiré. Él apoyó su mentón sobre mi pelo y me rodeó con los brazos, apretándome contra sí. Pero no había nada sexual en ese momento, a pesar de que los dos estuviéramos desnudos en su cama. Era mucho más profundo que el mero contacto físico en busca de un placer momentáneo. Era más que dos cuerpos satisfaciendo una necesidad básica.
Era una promesa sin necesidad de palabras, el encuentro de mi pánico con su consuelo, la seguridad de un mundo en el que solo estuviéramos nosotros, sin nadie tratando de destruirlo todo, una burbuja privada compuesta por ese instante.
Y, justo en el momento en el que mi última barrera se desplomó, en el que mi corazón quedó desprotegido y al descubierto, el teléfono rompió el silencio con su estruendoso sonido.
Me lancé sobre él, aterrada y aliviada a la vez. El nombre que se leía en la pantalla me encogió el corazón. Descolgué a toda velocidad, a punto de sufrir un infarto.
-          ¿Sam? ¿Sam, eres tú? – Por favor. Por favor, que no esté muerta.
-          ¿Myst? Sí, claro que soy yo. ¿No reconoces mi número?
No pude retener las lágrimas de pura felicidad. Era ella. Sin duda, era Sam, con su voz despreocupada habitual. Una sonrisa enorme se extendió por mi rostro.
-          Por supuesto. Pero pensaba que estabas muerta. – Esta vez las palabras salieron con facilidad. Bromear con Sam era como respirar: sencillo, natural.
-          ¿Por una bala? – profirió una exclamación ofendida. – Por favor. Deberías saber que hace falta mucho más para matarme. Soy como Lobezno, ¿recuerdas?
-          Creo que hay algunas diferencias. – Repliqué, pero me reí. Estaba viva. El pecho estaba a punto de estallarme de las ganas que tenía de gritar de alegría.
-          Claro, yo soy mucho más sexy. Y femenina. Pero no le diría que no a Hugh Jackman – emitió un suspiro dramático.
Volví a reírme, esta vez a carcajadas. Era incorregible, pero nunca, nunca jamás quería que cambiara ni una pizca. Era justo el complemento que necesitaba, la contrapartida a toda la oscuridad que había en mi vida.
Cuando me giré hacia William, vi que me devolvía una sonrisa tan grande como la que yo tenía pegada a la cara. Ahora estaba sentado en la cama, sus ojos brillando de alegría y diciéndome en silencio “¿ves? ¿Ves cómo a veces las cosas sí salen bien?”.
Bueno, quizá ahora tenía más de un punto de luz en mi vida. Porque, estando con William, sentía resurgir dentro de mí un sentimiento que había querido enterrar para siempre, porque podía ser más devastador que ningún otro, aunque era, sin duda, una de las más bellos. Porque podía hacerte volar o destruirte por completo.

Esperanza. 





La entrada no está completa, no he tenido tiempo de terminarla. Espero que no te importe que mi regalo sea solo la primera parte, pero te prometo escribir el resto pronto.
Feliz cumpleaños, Irene. Te diría que te dedico esta entrada, pero en el fondo, te las dedico todas. Sin ti, haría mucho tiempo que habría abandonado esta historia, dejándola en una carpeta olvidada, o directamente la hubiera borrado. Si Myst, Sam, William, Kai, Jack y todos los demás siguen vivos, y si algún día se trasladan a las páginas de un libro (y creo que nada me haría más feliz) es gracias a ti.
Muchas, muchísimas gracias por leer cada capítulo y por decirme que merece la pena seguir subiendo entradas incluso cuando yo misma no lo pienso. Por decirme tu opinión y obligarme a no abandonar cuando me vuelvo demasiado perezosa o me desanimo. 
Hace poco que esta historia, nuestra historia (sí, en cierto modo también es tuya) cumplió un año. Y, con un pelín de suerte, puede que antes del próximo ya haya encontrado su final. Supongo que lo descubriremos juntas.
Cumpleaños feliz (ah, y no te olvides: sobreviviremos).

domingo, 6 de octubre de 2013

Cuando estar cabeza abajo empieza a parecer lo correcto.


18/Noviembre

Samantha Petes (Nox



Había un par de minutos al día en los que casi podía perderme por completo en el mundo de mi subconsciente, no del todo despierta pero tampoco dormida por entero. En esos instantes, flotaba en medio de la nada del mundo, como si todo a mi alrededor fuera agua o estuviera en una zona de gravedad cero, y podía sentirlo todo, sentir la vida despertándose, el movimiento, la vibración del nuevo día que comienza de una forma abstracta e irracional. Durante ese par de minutos dejaba de ser yo para convertirme en parte del mundo, fusionada con todo lo que me rodeaba, latiendo al ritmo que marcaba la vida.
Durante ese par de minutos al día, era tan humana como cualquiera y, al mismo tiempo, una parte más de la naturaleza.
Y luego me despertaba y la realidad me abrumaba, con mi corazón estático y mis sentimientos a bajo volumen. Esa mañana, cuando abrí los ojos, al principio no me di cuenta de la diferencia. Me restregué los ojos y me acurruqué debajo de las sábanas cálidas. Pero cuando me fijé mejor, vi que aquellas sábanas no eran las mías, que aquella cama no olía como la mía y que la habitación en la que me había despertado ni siquiera se parecía a la que tenía en el apartamento que compartía con Myst. En esta, las paredes estaban pintadas de un simple color marrón, con solo un cuadro (un perro corriendo detrás de un frisbee) rompiendo la monotonía unicolor. Había un armario al lado de la única ventana, cuyas persianas estaban corridas, impidiendo entrar a la luz del sol y, por tanto, dejándome incapacitada para determinar qué hora era. En la mesilla de noche junto a mi lado de la cama no había reloj, solo una figura de un lobo aullando.
Un lobo.
Eso fue suficiente recordatorio para mi mente aun soñolienta. De golpe, aparecieron en mi mente las imágenes de la noche pasada, en una rápida sucesión. La misión, el club lleno de humo en el que estaban los tipos malos y nuestro objetivo, sus asquerosas manos sobre mi cuerpo, su horrible aliento a tabaco, su mirada lasciva. Un escalofrío me recorrió al rememorar la sensación de sus labios tocándome y tuve que contenerme para no correr hacia la ducha más cercana para eliminar cualquier rastro que pudiera quedar, por pequeño que fuera.
Aquella noche había tenido que volver a ser la chica que usaba su cuerpo para lograr lo que deseaba, un maldito objeto que todos los hombres deseaban poseer. Como si no fuera una persona, solo un trofeo del que alardear. Pero así es como las chicas guapas se ganan la vida, Samantha. Y nosotras somos mejores que ninguna. Las palabras de mi madre resonaron en mi cabeza con la misma claridad que si acabara de susurrármelas al oído. Recordaba perfectamente el día que me lo dijo, sus labios pintados de rojo, el vestido corto, el escote pronunciado y los tacones. Puedes tener a todos los hombres bailando al son que tocas. Solo tienes que saber usar tus habilidades de súcubo. Así era ella, usando a los demás y haciendo daño solo para satisfacer sus necesidades egoístas. Y en eso me había convertido la noche anterior, pero, al menos, yo lo había hecho por salvar la vida de aquella pobre chica…
¿Lo habíamos conseguido? Joder, me habían disparado. El recuerdo del dolor me hizo estremecerme, casi hasta volver a sentir la bala atravesándome de nuevo, dejando un agujero en mi pecho. Tanta sangre, tan caliente, empapándolo todo… ¿Por qué no estaba muerta?
El lobo…
Me levanté de golpe, quedando sentada en aquella enorme cama desconocida.
Contuve un gemido cuando la memoria acabó de llegar y mi desorientación se extinguió como un fuego apagado. Myst me había llevado a su piso, sin duda, sabiendo que podía curarme si me alimentaba y que él estaría más que dispuesto. Y dios, cómo me había tocado. Aun sentía sus dedos sobre mi piel, acariciando, explorando, perdiéndose por todas partes. Me había incendiado por dentro y me había alimentado mientras yo me aferraba a su espalda, con las garras clavadas en su carne para que no se marchara jamás. El súcubo se había dado un festín… hasta que me había curado por completo, y luego había dormido como si estuviera en coma, hasta ese momento.
Pero, ¿qué había pasado con el lobo?
Me giré lentamente, en parte temiendo lo que podía encontrarme. Allí estaba, al otro lado de la cama, su enorme cuerpo desnudo tapado con la sábana. Pero estaba… tan quieto. Demasiado quieto. El pánico nació a la altura de mi estómago y se extendió rápidamente a todas partes, hasta que no sentía nada más que el enorme miedo que me embargaba por completo.
Coloqué la mano sobre su espalda, esperando que se moviera al sentirme, pero no reaccionó. Siguió completamente quieto. Como… si estuviera muerto.
Un sollozo escapó de mis labios entreabiertos. No, otra vez no. Esta vez no, supliqué, aunque ni siquiera sabía si alguien podía escuchar mis plegarias silenciosas.
No era posible, ¿verdad? Pero… yo tenía tanta hambre la noche anterior… Y me había alimentado de parte de su energía vital apenas un par de días antes, por lo cual él tenía menos fuerza de lo normal, así que… quizá sí… quizá yo lo había matado de verdad.
Me abracé a mí misma, mientras otra emoción me embargaba. Aun andaba falta de práctica en el campo de los sentimientos, pues llevaba demasiado tiempo flotando en la nada absoluta de la insensibilidad, por lo que tardé un poco en reconocer qué era lo que me nublaba la vista y me hacía sentir la persona más miserable del mundo. La enorme culpa de haber sido la causante de la muerte de la única persona que había estado dispuesta a quererme, aparte de mi difunta abuela y de mi compañera de piso. Sí, probablemente lo que quiera que Kai había sentido por mí se basaba más en su parte animal que en la razón, pero… había sido la primera vez que casi había creído que podía ser normal desde que era niña. Una vida normal, alguien con quien dormir más de una noche, alguien que conociera tus secretos y no le importase, que no pensara que yo era un monstruo simplemente por haber nacido siendo diferente. Y lo había matado. Me había alimentado de su vida hasta tragármela entera y dejar a su corazón sin fuerza suficiente para seguir latiendo.
En realidad, sí era un monstruo. Parecía incapaz de dejar de hacer daño a la gente que me rodeaba, una y otra vez. Al fin y al cabo, por mucho que hubiera huido de mi pasado, era exactamente igual que mi madre: un súcubo hambriento dispuesto a cualquier cosa para saciar sus ansias. Otro cuerpo más que se sumaba a la lista de víctimas a mi paso, un hombre más que había caído en la trampa de una cara bonita y un cuerpo atrayente que era más bien un arma de matar.
La culpa se mezcló con un nuevo sentimiento, algo tan desgarrador que apenas podía mantenerme entera. No sabía darle nombre a emoción, pero estaba segura de que si seguía sintiéndola mucho más tiempo, me mataría, porque me comprimía el corazón y los pulmones, creaba un nudo en mi garganta y sentía ganas de gritar hasta desgarrarme la garganta, solo para aliviar parte de todo aquel sufrimiento. Era una especie de… desolación, desesperación, pena. Una mezcla de todas ellas que me dejaba al borde de la auto-destrucción.
Algo húmedo apareció mi mejilla derecha y corrió por ella, dejando un reguero mojado a su paso. Me toqué la cara con cuidado, buscando el origen de la humedad. Quizá estuviera sangrando por alguna herida y no me diera cuenta, porque el dolor que me embargaba por dentro enmudecía cualquier otro. Pero no, no había ninguna herida, y sin embargó otra vez una de aquellas gotas surgió de la nada. Levanté la vista al techo y las lágrimas emborronaron la visión al acumularse en mis ojos.
Entonces me di cuenta. Estaba llorando.
Parpadeé varias veces, dejando libres las lágrimas que se habían acumulado en las comisuras de mis ojos. Realmente estaba llorando. No lo había hecho ni una sola vez desde la muerte de mi abuela, cuando tenía… seis años. Llevaba sin derramar ni una lágrima desde hacía dieciséis años, tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba cómo era. La humedad en los ojos, la tristeza en cada parpadeo, el mundo que se desmorona y tú que no puedes hacer nada para evitarlo. La soledad, la enorme soledad que te deja sin aliento al darte cuenta de que esa persona te ha abandonado para siempre. Y justo ese día, dieciséis años atrás, siendo solo una niña asustada al lado de la cama donde antes estaba su abuela y que ahora estaba vacía, me había jurado a mí misma que sería fuerte, más fuerte que nadie, que conseguiría sobrevivir pasara lo que pasase. Saldría adelante, porque se lo había prometido a la abuela. Y no sería como mamá, porque la abuela no quería eso. No volvería a sentir tanto dolor nunca más, aunque para ello tuviera que dejar de sentir para siempre. Siendo una niña, había pensado que  eso era fácil, pero ¿acaso no es todo fácil para los niños? Así había nacido la ataraxia, con las últimas lágrimas que me había permitido derramar.
Y ahora, años después, habían sido de nuevo las lágrimas las que la borraban. Poco a poco los límites se desvanecían y los sentimientos se agolpaban dentro de mí, tantos que apenas podía soportarlos todos al mismo tiempo.
¿En qué me había convertido? ¿Realmente era fuerte? Sí, era capaz de matar, de dominar a un hombre con la mente y fingir tan bien como cualquier actriz de Hollywood que nada me importaba, pero por dentro seguía siendo una niña asustada que solo buscaba que alguien la quisiera, porque su madre la había dejado sola en una casa demasiado grande. Pero seguramente eso era lo que me merecía, porque los monstruos no merecían la felicidad.
Lo había matado. Me había convertido en todo cuánto odiaba, en cada calada de cigarro, en su fría sonrisa de desprecio, en sus “apártate, niña”. Tantos años huyendo para que el pasado acabara dando conmigo en una cama desconocida, justo cuando me había permitido albergar de nuevo una pequeña chispa de esperanza.
Su mano cálida sobre mi brazo, directamente en mi piel desnuda, me sobresaltó hasta casi matarme del susto. Al principio pensé que era alguna otra pesadilla que venía a buscarme, solo para hacerme más daño, pero cuando abrí los ojos, descubrí los ojos azul añil de Kai observándome con preocupación.
-          ¿Va todo bien? – su voz sonaba dulce y ligeramente ronca, porque estaba claro que se acababa de despertar. Tenía el pelo revuelto y parecía terriblemente cansado, como si llevara una semana sin dormir.
-          Estás… - me atraganté con mis palabras, mis emociones y la enorme avalancha que había estado a punto de aplastarme. – Estás vivo.
Él sonrió, curvando la comisura derecha ligeramente hacia arriba.
-          Sí, bueno. Tú también.
Intenté decir algo más, pero las frases no sonaban coherentes ni en mi propia cabeza y boqueaba como un pececillo al que habían dejado demasiado tiempo fuera del agua. Al final, incapaz de expresar con palabras el alivio y la felicidad, decidí que era mejor no decir nada.
Me lancé sobre él, haciéndolo caer sobre el colchón conmigo encima y le besé con toda la fuerza de las emociones que él había despertado dentro de mí, tanto para bien como para mal. Nunca me había sentido tan viva, ni siquiera la mitad de viva, de lo que me sentía en ese momento, con las lágrimas aun en mis ojos y sus labios bajo los míos, besándonos como si el mundo fuera a acabarse de un momento a otro y a nosotros no nos importase.
Él hizo un sonido estrangulado sin apartarse de mí, algo sorprendente parecido a una risa, y me devolvió el beso con la misma pasión que me estaba quemando a mí de dentro a afuera. Sus dedos empezaron a recorrer mi espalda produciéndome un placer desgarrador. Por una vez, estaba con un hombre en una cama y no había entre él y yo nada más que eso, no mi necesidad biológica de alimentarme ni el hechizo en el que ellos se sumían casi de forma voluntaria.
Cuando me aparté, podría haber pasado un minuto o un día. Él estaba mirándome como si no pudiera imaginar algo más hermoso que mi rostro, lo que me hizo devolverle la sonrisa, a pesar de que aún quedaba un rastro de lágrimas en mi rostro. Me acarició la cara lentamente, limpiándomelas.
-          No has contestado a mi primera pregunta.
Intenté concentrarme lo suficiente para recordarla, aunque era difícil estando tan cerca el uno del otro y teniendo sus manos sobre mí. Saber que estaba vivo había estado a punto de hacerme explotar de euforia.
-          Estás vivo, así que sí, estoy bien.
-          Es demasiado temprano para una respuesta tan rara – replicó él, presionando suavemente sus labios contra mi mentón.
-          Yo… pensé que te había matado. – La voz se me quebró. – Creí que me había alimentado demasiado y que no habías sobrevivido y… eso me estaba matando, saber que había sido yo la responsable de tu muerte.
Él negó con la cabeza lentamente y chasqueó la lengua con desaprobación.
-          Sam, creo recordar que te prometí que no me moriría. Deberías confiar más en mí.
-          Bueno – me reí – no es como si fuera algo que tú pudieras controlar, ¿no crees?
-          Te aseguro que no hay nada que me hiciera dejarte sola.
Sentí cómo sus palabras me abrumaban de nuevo. Parecía tan seguro, tan irrevocable, y sin embargo, apenas hacía un par de semanas que nos habíamos conocido. ¿No íbamos demasiado rápido? Me veía a mí misma como un tren sin control, cada vez más rápido, próximo a descarrilar. Aquella parte de mi vida era algo que escapaba de mi entendimiento. Nunca nadie se había enamorado de mí, ni siquiera había albergado ningún otro sentimiento que no fuera lujuria o encaprichamiento. Y yo jamás había sentido por un hombre nada más que el deseo de alimentarme.
Pero ahora Kai se metía de pronto en mi vida y alteraba todos los parámetros de golpe. ¿Cómo era posible que todo pareciera estar al revés y al derecho al mismo tiempo? Necesitaba pensar. Necesitaba inspirar hondo sin contaminarme de su delicioso aroma, porque ahora mismo solo podía pensar en lo bien que me sentiría besándolo de nuevo, en el momento en que nuestros cuerpos se convirtieran en uno…
Demasiado rápido.
Necesitaba hablar con Myst.
¡Myst! ¿Estaba ella bien? No recordaba que hubiera sufrido ninguna herida, pero quizá me daba por muerta. Mis nuevas y cambiantes emociones volvieron a bullir. Me separé de Kai, casi en contra mi voluntad, y me acerqué al borde de la cama, buscando con la mirada mi ropa, desperdigada por la habitación.
-          ¿A dónde vas? – la voz de Kai sonó amarga a mi espalda.
-          Tengo que encontrar a Myst. – Expliqué mientras empezaba a vestirme.
-          Ah, sí. Deberías decirle que sigues viva, porque anoche ella parecía tan hecha polvo como tú. Debe quererte mucho.
-          Tanto como yo ella – afirmé con rotundidad.
En la búsqueda y captura de mis tacones, Kai me agarró del brazo y me hizo volverme hacia él. Estaba increíblemente atractivo tumbado sobre la cama, con la sábana enrollada entre las piernas y la mirada soñolienta, con esa sonrisa pícara.
-          ¿Me dejarás volver a verte pronto? – pidió, y capté la nota de desesperación que se escondía detrás de la aparente indiferencia.
Me debatí un segundo conmigo misma, pero al final no pude resistirme y me incliné para darle un beso de nuevo. El contacto fue breve, pero eso no disminuyó la profundidad de nuestra conexión. Había algo más entre nosotros, más intenso que simplemente la pasión entre dos personas que son físicamente compatibles. Mi bestia reaccionaba ante la suya. Él respondía a todos mis instintos naturales, me llamaba con más potencia que un grito en medio de la noche, que una tempestad en el mar. Era magnético, porque lo que existía entre nosotros estaba bajo nuestra piel, era lo que éramos más allá de todo racionamiento. El lobo era capaz de mirar al súcubo a los ojos y enseñarle los dientes, y eso me encantaba. Y a él también. Nos enloquecíamos mutuamente, porque su monstruo era una réplica exacta del que vivía dentro de mí.
-          Me lo pensaré – susurré contra sus labios.

Me marché del apartamento antes de que el súcubo tuviera tiempo de ganar la batalla y me hiciera perder el control. Me largué de allí con mi vestido de noche demasiado corto (y manchado de sangre, aunque, al ser negro, no se notaba) y los tacones de aguja que pronto se convertirían en un martirio para mis pies. Antes de salir de la habitación, lo último que vi fue la sonrisa de satisfacción de Kai antes de volver a cerrar los ojos y seguir durmiendo, recuperándose de nuestro último combate… hasta el momento.