17/Noviembre
Kai Howl (Lycos)
Me desperté de golpe, sobresaltado, al oír el
estrépito procedente del salón. Me levanté de un salto de la cama, sin camisa,
solo con unos pantalones largos como prenda de abrigo en la fría noche de noviembre.
Pero la sangre de lobo que latía en mis venas hacía que mi temperatura corporal
fuera muy superior a la de un ser humano normal y, por tanto, rara vez llegaba
a sentir frío, por mucho que las noches se tornaran cada vez más oscuras y la
nieve empezara a dejarse ver de vez en cuando como una vecina recién llegada
asomando la nariz.
El ruido hizo eco por la casa, el golpe seco de
algo al caer sobre la madera y luego, el crujido inconfundible del cristal al
romperse. Y después, la casa volvió a quedar en silencio, pero sabía, sin
necesidad de que mi instinto me lo confirmara, que había alguien más conmigo
dentro de la casa ahora que un instante antes no había estado.
Mientras caminaba con sigilo en dirección a la
habitación de donde había procedido el escándalo, lentamente me fui
metamorfoseando. Mis ojos adoptaron su forma lobuna, lo que me permitía ver
mucho mejor en la oscuridad que los poco desarrollados ojos con los que contaban
los humanos. Mis garras se extendieron ante la posible proximidad de un
peligro. Y, entonces, inspiré hondo, tratando de captar alguna pista de lo que
podía esperarme cuando girara la esquina.
El olor acre de la sangre golpeó directamente mis
fosas nasales, invadiéndolo todo, haciéndome perder por un segundo la
concentración. Había una gran cantidad de sangre, fresca, manando de algún tipo
de herida. Tras ella, percibí dos rastros humanos, dos perfumes personales. Uno
de ellos me resultaba conocido, aunque ni siquiera me molesté en intentar
descubrir de quién se trataba, porque mi cuerpo se envaró de golpe al reconocer
el olor inconfundible de Sam en el salón. Su leve esencia era para mí mejor que
el oxígeno, una mezcla de aromas que resultaba cautivadora e incitante: una
pizca de sándalo, un regusto a flores silvestres, la enloquecedora lujuria de
su piel y el aroma a lavanda de su pelo, todo condensado para dar lugar a la
mujer más tentadora que jamás hombre alguno viera.
El pánico disparó la adrenalina, que mi corazón
bombeó a toda pastilla por todo mi cuerpo. Olvidando toda precaución, crucé la
sala y entré en el salón. Me detuve en medio de la oscuridad. Con la visión
lobuna, era capaz de distinguir una masa informe en el fondo de la sala, de pie
sobre la mesa de café. Parecía… una persona, quizá. Con un bulto enorme sobre
los brazos, pero, sin ninguna iluminación más en la habitación que la escasa
(casi inexistente) luz de luna que atravesaba las persianas cerradas, junto con
las farolas que quedaban encendidas en la calle, no me permitió adivinar nada
más.
Accioné a toda prisa el interruptor de la luz y
entonces, la pesadilla apareció ante mis ojos.
La amiga de Sam, Myst, estaba de pie sobre la mesa,
rígida. Sus ojos parecían contener todo el sufrimiento existente sobre la faz
de la tierra, terriblemente cansados, casi como si desearan que la muerte
llegara para liberarlos de todas las penas que habían tenido que contemplar. Su
melena larga, negra, le caía sobre los hombros. Estaba llena de sangre, sangre en
su cara, en sus brazos, en su ropa.
Pero nada de eso importaba, porque Sam era la
persona que se acurrucaba entre sus brazos, con la cabeza escondida contra su
cuerpo y las manos taponando una herida en su pecho. Entre sus dedos,
elegantes, femeninos, brotaba la sangre, roja, horrible, manchando la tela de
su vestido y goteando despacio, rítmicamente, contra el suelo a sus pies. Su
piel había perdido todo el color, de un modo alarmante. Su cuerpo parecía
desmadejado, sin fuerzas, y, por un segundo de terror, pensé que Myst se había
presentado en mi casa solo para enseñarme el cadáver sin salvación de la chica
que debía ser mi compañera de por vida. Pero, antes de caer en la
desesperación, me di cuenta de que su pecho, atravesado por la bala, seguía subiendo
y bajando tan despacio que el movimiento casi podía pasar desapercibido.
No tenía ni idea de cómo había conseguido Myst
traerla hasta mi salón, teniendo en cuenta que vivía en la segunda planta de un
bloque de apartamentos sin escalera de incendios y que la puerta estaba
firmemente cerrada, pues yo me había asegurado de echarle la llave antes de
irme a dormir. Pero, de nuevo, nada de eso importaba, porque mi mundo dependía
de que los pulmones de Sam siguieran funcionando, de que ella siguiera viva, fuera
de la forma que fuera. Daba igual cómo habían llegado hasta ahí, en ese
momento, solo importaba salvarla.
-
¿Qué coño ha pasado? – conseguí farfullar cuando
la impresión me permitió hablar. No sabía qué hacer. No podía moverme, solo
mirar aterrado el líquido rojo que continuaba manando del pecho de Sam como un
río sin fin. Y cada vez que una gota impactaba contra la madera, algo dentro de
mí se retorcía de espanto.
Myst bajó de la mesa con un movimiento seguro, casi
como un salto pero sin ser tal. Parecía más un paso en una zona plana. Su
cuerpo se movió de forma extraña al descender, menos sólido de lo normal, más
flexible. Claramente sobrehumano.
Pero no había tiempo de preguntas y eso, aunque ya
lo sabía, pude leerlo en sus ojos azules.
-
Eso no importa ahora. Se está muriendo.
No pude contener el rugido de desesperación e
impotencia que surgió de mí. El lobo luchaba en mi interior por salir a la
superficie y ayudar a su compañera, aun sin tener ni idea de cómo. Solo quería
tumbarse junto a ella y lamerla las heridas hasta que se curase y pudiera estar
de nuevo con él. Necesitaba que Sam
viviera, de la misma manera que necesitaba comer y respirar. Ahora ella era un
elemento básico para que yo pudiera seguir viviendo.
Si ella moría, yo moriría detrás, consumido por la
pena.
-
¡No puedes dejar que eso suceda! – grité. Sentía
el lobo agitándose cada vez más, tratando de vencer mi resistencia. Pero sabía
que él no podría hacer nada por ayudarla, mientras que yo, como humano, tendría
alguna oportunidad. - ¿Por qué no la llevas a un hospital?
-
Ellos no pueden salvarla. La bala ha atravesado
el esternón y ahora se está ahogando en su propia sangre, poco a poco. Morirá
pronto si no la salvas – decretó Myst, su voz se tornó fiera. Noté su
desesperación tan bien como sentía la mía, tirando de mis músculos y bombeando
el cerebro con diferentes ideas para salvarla, todas cruzando mi mente y siendo
eliminadas en cuestión de segundos.
-
¿Qué podría hacer yo? – gemí, derrotado. No era
médico, no tenía ni idea de cómo operar a alguien. Y carecía de la habilidad de
sanar, aunque sabía que había personas que, con solo colocar sus manos sobre
una herida, la hacían desaparecer como si nunca hubiera existido. Sin embargo,
por desgracia, no conocía a nadie que supiera hacerlo, nadie que pudiera salvar
la vida de mi compañera.
Myst se acercó a mí rápidamente. Sus pasos
volvieron a ser demasiados gráciles y ligeros para ser humanos, algo en sus
pies se volvía borroso cuando se movía, como si se fundieran con el aire al
andar.
Se paró a un metro escaso de mí, aun con Sam en los
brazos, cada vez más débil, más cerca de la muerte.
-
Los súcubos son capaces de curarse a sí mismos
cuando se alimentan.
-
¿Qué? – parpadeé, confuso. El shock hacía que
mis pensamientos se convirtieran en lava espesa y yo tardaba mucho más tiempo
del habitual en procesar toda aquella situación. Hacía diez minutos todo iba
bien y ahora Sam se moría en mi salón.
-
Los súcubos. Cuando se alimentan. Se curan. –
Recalcó cada frase, con sus ojos clavados en los míos, en un claro intento de
conseguir que el mensaje calara en mi cerebro confuso. Y, finalmente, sus
palabras atravesaron la bruma del miedo y la desesperación y entendí a qué se
refería.
Myst me tendió a Sam, que gimió de dolor al ser
separada del cuerpo de su amiga. La recogí entre mis brazos. Su cuerpo estaba
levemente más frío de lo habitual, otro síntoma más de que cada vez estaba más
cerca de abandonarnos. Tenía que actuar deprisa.
Ahora que al fin sabía lo que tenía que hacer, no
perdí más tiempo, puesto que cualquier dilación podría provocar que fuera
demasiado tarde para conseguir salvarla. Y tenía que salvarla.
-
No dejes que se muera, Kai, por favor – me
suplicó Myst y sus ojos, por primera vez desde que había llegado trayendo la
desgracia consigo, se llenaron de lágrimas, que no tardaron en correr por sus
mejillas. Volaron hasta estrellarse contra el suelo, uniéndose a las gotas de
sangre que el cuerpo de Sam no podía retener.
Apreté el pequeño cuerpo de Sam contra el mío y
corrí hacia mi habitación, dejando a Myst sola en el salón. Antes de largarme
de allí a toda prisa, fui consciente durante un breve momento de que el cuerpo
de la chica empezaba a emborronarse, como si alguien estuviera borrándola con
una goma gigante, haciendo sus formas cada vez más difusas.
Pero lo cierto es que ni siquiera me detuve un
segundo a planteármelo, porque toda mi atención estaba centrada en el débil
pulso de Sam, en su corazón latiendo cada vez más despacio, pero aun
haciéndolo. El último halo de vida en su cuerpo luchando por permanecer y no
escurrirse por aquel puto agujero de bala.
No me molesté en cerrar la puerta de mi habitación
al entrar. Me dirigí directamente hacia la cama y luego, con tanto cuidado como
si ella fuera de cristal, me senté en la cama. Ella emitió otro gemido en voz
baja, lo que me confirmó que su cuerpo se resentía de hasta el más mínimo
movimiento que hiciera, pero sus ojos se mantuvieron cerrados. Quizá ya no le
quedaban fuerzas para abrirlos. Su pecho cada vez se movía más despacio y el
pánico creció hasta casi ahogarme.
La moví lentamente hasta situarla sobre mi regazo,
intentando acercarme todo lo posible sin hacerle daño. En ese momento, con el
terror burbujeando en mis venas, el corazón a mil por hora y los nervios más
tensos que un arco a punto de ser disparado, me importó una mierda que la
sangre estuviera empapando las sábanas de Luke o que hubiera gotitas manchando
el suelo por todas partes. Ni siquiera me preocupé en quitarle los zapatos
antes de colocarla sobre mí.
Le agarré la cara con ambas manos para obligarla a
levantar la cabeza. Se quejó de nuevo, pero su cuerpo no luchó contra mí.
Parecía tan débil… Ella, que siempre brillaba de energía, que siempre era un
reto para mi lógica y mis sentidos, ahora se moría entre mis brazos. En ese
momento, hubiera dado cualquier cosa por ser yo el que hubiera recibido el
maldito balazo en el pecho, solo por no tener que contemplar cómo la vida se le
escapaba poco a poco.
Sin perder ni un instante más, estrellé mis labios
contra los suyos. Durante los cincos primeros segundos, ella no reaccionó
mientras yo la besaba con fiereza, poniendo en aquel beso toda la fuerza que
había dentro de mí, todo lo que sentía por ella, todo lo que daría por no
perderla esa noche. La besé como un condenado a muerte que sabe que es su
última oportunidad de saborear el mundo, como un hombre que no está dispuesto a
renunciar a lo que ama mientras le queden fuerzas para evitarlo.
Y, finalmente, cuando ya casi había perdido la
esperanza, ella me devolvió el beso. Al principio fue solo un poco de fuerza
contra mí y un gemido más grave de lo normal, más de deseo que de dolor. Poco
después, sentí su lengua buscando la mía y no pude evitar responderle,
perdiéndome en la maravilla de sentirla de nuevo contra mí.
Cuando por fin abrió los ojos, pude contemplar
directamente al súcubo que había dentro de ella, peleando por sobrevivir. La
parte blanca se había teñido de negro por completo, una oscuridad insondable,
mientras que la pupila y el iris eran de un bello color dorado realmente
extraño, casi como si fuera oro líquido en movimiento. Me miró con un hambre
primitiva y salvaje brillando en la mirada y entonces, sus manos, ahora
acabadas en garras por la necesidad de sujetar a su presa, se clavaron en mis
hombros.
Gruñí de dolor, pero no me alejé de ella ni evité
su sujeción. En ese momento, más que nunca antes, sentía con claridad nuestro
vínculo. Su bestia reclamaba la mía, la brutalidad que había dentro de
nosotros, que era una parte más de lo que éramos. Ella era tan animal como yo
bajo la superficie y me necesitaba por esa misma razón. Sentí que mis ojos
también mutaban cuando un pedazo del lobo se liberó de su confinamiento. Le
mordisqueé los labios mientras ella se alimentaba más y más de mí, tomando todo
lo que yo estaba más que dispuesto a darle. Que se quedara con mi vida entera
si así conseguía curarse, porque no la necesitaba sin ella.
Mis manos abandonaron su rostro, puesto que ya no
necesitaba mi sujeción para mantenerse erguida, y recorrieron su espalda, siguiendo
el camino que marcaban sus curvas. El vestido se ceñía a ellas a la perfección.
Sam se movió hasta quedar a horcajadas sobre mi cintura y se abalanzó un poco
más sobre mí, nuestras bocas provocándose, persiguiéndose, luchando y
venciéndose mutuamente para empezar la batalla de nuevo. Nuestros cuerpos
encajaban a la perfección.
El vestido negro se le subió por los muslos cuando
se acercó más a mí, dejando a la vista la lencería de encaje que llevaba
debajo. No pude contener un sonido gutural de deseo al verla, la piel color
caramelo de sus muslos.
Deslicé las manos sobre ellos, pero antes de que
pudiera seguir explorando, Sam se tensó. Su cuerpo se puso rígido y se apartó
de mi boca de golpe, jadeando. El pelo rojo le caía en mechones desordenados sobre
el rostro y el cuerpo, y tenía manchas de sangre (no sabía si era suya, de Myst
o de alguien más) en la cara y los brazos.
Parpadeó lentamente, volviendo a la realidad del momento en el que
estábamos, con su cuerpo sobre el mío y sus garras aferradas a mis hombros.
Poco a poco, sus iris volvieron a ser del tono verdoso, con diminutas motitas
doradas, al que yo estaba acostumbrado.
Sam me miró, claramente confusa. Estaba preciosa
así, tan cerca de mí, despeinada y con los labios hinchados de haberme besado
con demasiada fiereza (y de alguno de mis mordiscos, aunque no la había oído
quejarse, ni a mí tampoco).
-
¿Kai? – su voz sonó más ronca de lo habitual.
Sus ojos vagaron por mi cara hasta bajar por el cuello y llegar al punto donde
aún tenía sus uñas clavadas en mi piel. Las apartó de golpe.
Sabiendo lo que pretendía hacer a continuación, la
agarré con fuerza de las caderas antes de que huyera de la cama. Ella me miró
todavía anonadada y trató de liberarse del agarre de mis manos, pero la contuve
sin demasiado esfuerzo. Claramente, seguía estando débil. Aunque había dejado
de manar sangre de la herida de su pecho, seguía sin recuperarse de la cantidad
que había perdido. Estaba más pálida de lo normal, a pesar de que en ese
momento sus mejillas se habían teñido de rosa.
-
Estabas herida – expliqué rápidamente. No quería
perder más tiempo; me estaba muriendo por continuar con lo que estábamos
empezando en aquella cama. Necesitaba perderme por completo en Sam, hasta no
saber dónde empezaba ella y donde acababa yo.
– Myst te trajo para que te alimentaras de mí y te curaras.
-
El cabrón que estaba con Manzella… - susurró
ella. Su mirada se desenfocó y lentamente, fue bajando hasta llegar a la herida
que aún se podía ver en su pecho. Con una mano abrió la tela de su vestido,
dejando a la vista el agujero por el que la había atravesado la bala y que ya
estaba curándose a pasos agigantados. Tras rozar la herida con los dedos, con
muchísimo cuidado, volvió a mirarme los ojos. – Me has salvado.
Había una emoción que no supe identificar en su
voz. Parecía… quizá una profunda sorpresa mezclada con genuina felicidad.
-
Te dije que te protegería, pasara lo que pasase
– solté su cadera para acariciarle el rostro con los dedos. Ella cerró los ojos
ante mi caricia y esbozó una sonrisa, una de corazón, no como las sonrisas
fingidas que solía esgrimir como escudo. Sentí como todo lo que estaba dentro
de mí, todo lo que había considerado importante hasta ese momento, se caía,
mientras ella, con aquella dulce sonrisa, se instalaba definitivamente en mi
corazón.
Sin poder contenerme, la acerqué de nuevo para
besarla. Esta vez fue un beso suave, lento, mucho más profundo que los
anteriores. La clase de beso que expone todo lo que albergas dentro de tu alma.
Ella se estremeció y volvió a pegarse a mí,
respondiéndome con languidez. Esta vez no se trataba de una batalla carnal, no
estaba ese fuego que consumía todo y no dejaba espacio para la cordura. Solo
éramos los dos, incapaces de alejarnos mutuamente, sintiendo a través del otro.
Sentí como ella empezaba de nuevo a succionar mi
energía, lo cual me tranquilizó.
Pero de pronto, se detuvo y volvió a alejarse de
mí, solo que esta vez no había confusión en sus ojos, sino todo lo contrario.
Una gran determinación que me hizo maldecir su terquedad porque, fuera lo que
fuera lo que estaba a punto de decir, sabía que no iba a alegrarme de escucharlo.
-
Ya es suficiente.
-
¿Qué? – me apresuré a negar con la cabeza. –
Estás muy débil. Has perdido un montón de sangre. Necesitas alimentarme más
para recuperar fuerzas.
-
Kai – pronunció mi nombre con firmeza, sin
vacilación. – Si sigo alimentándome de ti esta noche, te mataré.
-
No empieces con eso de nuevo, Sam. Ya te lo
dije. Soy más fuerte de lo que crees. – Tiré de ella para besarla de nuevo,
pero ella giró la cara para que nuestros labios no se encontraron.
Tal y como había supuesto que pasaría, maldije su
terquedad. Aquella mujer era lo más exasperante del mundo.
-
Sam, por favor. Necesitas curarte.
-
Ya estoy bien – pero incluso mientras lo decía,
su voz seguía sonando más débil que de costumbre, cansada.
-
No, no es verdad. Tienes hambre. Puedo sentirlo.
– Y era cierto. Sabía que el súcubo que ella trataba de mantener bajo llave
estaba deseando salir a la superficie para seguir comiendo.
Sacudió la cabeza.
-
No voy a discutir contigo.
-
Tienes razón, no vamos a discutir – coloqué mi
mano con firmeza sobre su nuca y la atraje con fuerza hacia mí, tan rápido que
ella no pudo hacer nada para evitar que mis labios impactaron con los suyos.
Sus ojos empezaron a mutar de inmediato, a pesar de
que ella seguía resistiéndose, tratando de alejarse de mí.
-
Te voy a matar – murmuró contra mis labios entre
beso y beso. Sus ojos cada vez eran más dorados y el blanco más oscuro. Sabía
que estaba a punto de perder el control y seguí tentándola para hacerla
sucumbir.
-
No me imagino una manera mejor de morir, la
verdad – le dediqué una sonrisa de medio lado.
Ella se pasó la lengua por el labio superior, con
ese tic suyo que me volvía completamente loco y me hacía olvidar todo lo humano
y racional que había en mí. Y, después, para empeorarlo, se mordió el labio,
convirtiéndose en una tentación totalmente irresistible.
-
Esto no es una broma, maldita sea – gimió ella.
Me reí y me di la vuelta aun con ella entre mis
brazos. Sam emitió un sonido a medio camino entre la sorpresa y la protesta al
quedar debajo de mí, encerrada en la cárcel de mis brazos, uno a cada lado de
su rostro, con las manos hundidas en su cabello. Bajé la cabeza hasta su rostro
y toqué mi frente con la suya.
-
Confía en mí, Samantha. Confía en mí aunque solo
sea por esta noche y déjame darte todo lo que soy. Déjame cuidar lo que es mío,
porque si no lo haces, será cuando me matarás de verdad. Te necesito… tanto. –
Deposité un suave beso debajo de su ojo derecho, en la comisura de su labio, en
la barbilla y luego en sus labios. – Por favor.
Ella se mantuvo inmóvil durante otro minuto que se
me hizo eterno, mientras yo me intoxicaba con su perfume más y más, todo él
rodeándome. Finalmente, sentí que sus piernas se cernían alrededor de mis
caderas, lo que me hizo emitir un gruñido animal al sentir la punta de sus
finos tacones de aguja presionando sobre mi piel con un pinchazo sensual.
-
Tú ganas. Pero no te mueras, ¿vale? – murmuró,
pegando sus labios a mi oído. Hundí la nariz en su cuello, embargándome aún más
de su aroma, y asentí.
-
No tengo ninguna intención de hacerlo, te lo
juro.
Mi promesa derribó el último muro que existía entre
los dos, la última barrera. Sam me mordió el lóbulo de la oreja para dar por
terminada la conversación y luego empezó a moverse contra mí, lentamente al
principio, aumentando cada vez más el ritmo. Gemí y la besé, dispuesto a
devorarla por completo. Aquella noche el lobo se daría un banquete. Pero sabía
que mi Caperucita Roja no iba a asustarse por eso.
Me recorrió la espalda con sus garras, marcándome a
su paso de una forma que me encantaba. Luego se deshizo de mis pantalones de
forma rápida y eficaz, sin despegar mis labios de los suyos, consumiéndonos a
los dos en aquel beso infinito. Deslicé la mano entre nuestros cuerpos y rompí
sin más la única barrera que me impedía sentirla como me moría por hacer,
tirando su lencería de encaje al suelo.
Ella volvió a clavarme las uñas con fuerza, esta
vez en la parte baja de la espalda. Yo la besaba ya por todas partes, queriendo
descubrir cada centímetro de su cuerpo. Aun llevaba el vestido puesto, pero no
quería malgastar más tiempo separado de ella.
La miré a los ojos mientras mi cuerpo se fundía por
completo con el suyo. Los ojos de Sam, convertidos en los del súcubo,
brillaron, clavados en los míos. Esbozó una preciosa sonrisa y me besó de
nuevo. Incapaz de seguir conteniéndome, dejé salir al lobo, que aulló de placer
al encontrarse, al fin, con su pareja.
Me encanta esto: Aquella noche el lobo se daría un banquete. Pero sabía que mi Caperucita Roja no iba a asustarse por eso.
ResponderEliminarMenudo as que te acabas de sacar de la manga. Sabía que Kai iba a aparecer pronto en lo referente a la herida de Sam pero nunca hubiera imaginado que el fuera su salvación.
Por ahí se lee entre líneas que, por fin, Sam cede al amor por Kai ya que él le salvó la vida. Ahora queda el Detective y Myst *-*