(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


domingo, 28 de octubre de 2012

¿Dónde podré encontrar mis miedos?


29/Septiembre


Samantha Petes (Nox



Estando cara a cara con un policía al que debía distraer y engañar en los siguientes minutos, suponía que debía sentirme preocupada. Quizá incluso aterrada.
Sabía lo que tenía que hacer. Mientras ella estuviera en la sala de interrogatorios, yo tenía que hacer que todos los policías de la habitación que estaban tras el cristal polarizado observando atentamente el interrogatorio salieran de la habitación y, al mismo tiempo, que las cámaras y los micrófonos de la habitación se desactivaran. Y, para complicarlo todo, carecía de la habilidad de estar en dos lugares a la vez.
En una persona normal, esta situación habría provocado pánico. O, al menos, miedo y una enorme preocupación.
Pero yo nunca había sido una persona demasiado normal. Por eso, no sentía absolutamente ninguna de esas cosas mientras charlaba animadamente con el policía al que planeaba convertir en mi títere y usar para lograr mis objetivos sin ningún remordimiento. Solo me embargaba una tremenda tranquilidad y seguridad en mí misma, cualidades que siempre portaba conmigo como un escudo impenetrable.
Me reí ante alguna de las gracias pre-cocinadas y repetidas hasta la saciedad que soltó el policía, sin molestarme en escuchar sus palabras. Dejé que el pelo suelto, largo y rubio rojizo me resbalara por el hombro derecho, llegándome hasta el pecho, para luego volver a colocarme lentamente el mechón detrás de la oreja, mientras parpadeaba, atrayéndole con una mirada coqueta.
El policía sonrió como un idiota y acercó su cuerpo aun más al mío. Y entonces, el idiota cometió el terrible error de mirarme a los ojos, grandes, verdes, profundos como un pozo en el que no se alcanza a ver el fondo desde la superficie. Mis ojos eran mi arma secreta y más letal, y, una vez que la víctima caía hipnotizada del influjo de mi mirada, ya no había nada que pudiera hacer para salir de allí hasta que yo lo permitía. Se ahogaba en las profundidades de mis pupilas, incapaz de volver a la superficie para inspirar hondo una bocanada de realidad.
Mantuve los ojos abiertos, para evitar perder el contacto visual con mi presa, y ladeé lentamente la cabeza. Solté el aire sobre su rostro muy despacio, sin perturbar la inconsciencia en la que, poco a poco, se estaba sumiendo, privado del oxígeno de la realidad y perdido en mis iris verdes. Inhaló profundamente, cayendo más y más al llenarse los pulmones con mi aroma.
-          Muy bien, muy bien – susurré. Me pasé la lengua por los labios y esbocé una sonrisilla traviesa, sabiendo que lo tenía en la palma de mi mano. – Ahora vas a escuchar muy atentamente, ¿verdad? – Hice una pausa y contuve una risa cruel, sabiendo que no le quedaba más remedio que obedecerme; estaba por completo a mi merced. – Verás, necesito que me hagas un favor, cariño. Necesito que vayas a esa puerta de ahí – señalé a la que me refería de todas las que había en la sala – y hagas mucho ruido. Aporrea la puerta, ¿de acuerdo? Y cuando salgan todos, grita que ha habido un tiroteo en algún lugar y que se necesita que vayan todos los agentes posibles. Oblígalos a todos a irse, no permitas que nadie se quede dentro.
Me acerqué más a su rostro, impidiendo que sus sentidos captaran algo que no fuera yo. Nuestras narices quedaron a dos centímetros escasos. Podría haber ladeado un poco más la cabeza y posar mis labios sobre los suyos con facilidad, mientras él estaba allí, quieto como un juguete sin pilas, atento a todas las palabras que salieran de mi boca, con cara de atontado, de adorador loco. Podría haberle ordenado caminar en línea recta, abrir de par en par la ventana y saltar hacia la calle desde el cuarto piso en el que nos encontrábamos, y él hubiera obedecido sin inmutarse siquiera. Era mi marioneta, deseosa de que jugara con ella, y yo ya estaba moviendo los hilos para que el plan saliera a la perfección.
Coloqué una mano sobre su rostro, acariciándole con dulzura la mejilla recién afeitada (quizá esa misma mañana), hasta dejar la palma en su cuello.
-          ¿Me harás ese favor, verdad que sí? – Él asintió de manera automática y no pude evitar una mueca de satisfacción. – Eso suponía, cariño. Espera hasta mi señal y hazlo. Confío en ti, ¿eh?
Acerqué nuestros rostros un centímetro escaso más y, justo cuando nuestros labios estaban a punto de chocar, me separé de él y lo empujé levemente en el hombro. Él se irguió de inmediato, parpadeó repetidas veces, como si estuviera volviendo a la realidad después de haber estado apagado durante algunos segundos, y me miró confuso. Abrió la boca, la volvió a cerrar, boqueó un par de veces más como un pececillo asustado, y luego se quedó mirándome fijamente. Sonreí para aliviar su preocupación.
-          Me tengo que ir. Supongo que estarás muy ocupado.
Me di la vuelta y me alejé con rapidez, borrando aquella estúpida sonrisa coqueta de mi rostro.
Primera parte del plan completada.
 Me recogí el cabello en una coleta, preparándome para la segunda. Extraje unas gafas del bolso, con montura grande de pasta, color negro y con cristales gruesos. Borré parte de mi pintalabios hasta que este se convirtió en una leve marca sobre mis labios, apenas notable, y me abroché un botón más de la blusa para ocultar un poco mi demasiado pronunciado escote.
Paré de camino para sacar un café ardiente de la máquina que había en la comisaría, introduciendo unas cuantas monedas a cambio de la bebida. Mientras lo hacía, intercambié unas pocas palabras con una mujer cuarentona con exceso de grasa en las caderas y el pelo mal teñido, claramente una oficinista, a la cual le sonsaque la localización de mi siguiente objetivo.
Segunda parte del plan en marcha.
Me acerqué hasta la sala que la mujer me había señalado como el punto de vigilancia de aquella planta, donde se encontraban los monitores que emitían lo que grababan las cámaras, y las cintas de las grabaciones. Me pasé la lengua por el labio inferior.
Seguía sin sentir ningún tipo de preocupación, ni esta, por descontado, derivó en miedo. Permanecía en un estado de completa calma, el mismo tipo de sensación que tienes el segundo antes de quedarte dormido cuando estás acurrucado en tu cama, sintiéndote abrigado y seguro. Ese era mi estado de ánimo casi permanente, con muy pocas variaciones, fueran cuales las circunstancias. Nunca me ponía nerviosa; no rompía a sudar de ansiedad, no me temblaba la voz. Nunca me preocupaba.
Era mi bendición y mi condena a partes iguales. Un trastorno que me había atrapado desde mi infancia y del que nunca había podido escapar.
Toqué en la puerta con los nudillos. Apenas tuve que esperar cinco segundos hasta que abrió un guardia unos veinte centímetros más alto que yo y que estaba empezando a quedarse calvo, en su cincuentena. No era en absoluto atractivo y en su dedo estaba la alianza, signo inequívoco de su matrimonio, pero aún así me devoró con los ojos nada más verme frente a él.
-          ¿Sí?
-          ¿Es usted el encargado de la seguridad? – pregunté con fingida voz tímida. Una de las habilidades que manejaba (tenía un amplio abanico de ellas) era la capacidad de cambiar los registros de mi voz dependiendo de cada situación, al igual que fingir cualquier emoción o sentimiento cuando era necesario. Era una actriz consumada. Pero todas esas tácticas, así como mi belleza, eran solo las armas superficiales de un depredador que atrae a su presa. Respecto a eso, no había muchas diferencias entre una planta carnívora que utiliza sus colores para engatusar a su comida y yo.
-          Sí, preciosa. Soy yo – le dedicó una nueva mirada lasciva a mis curvas, apartando la vista de mi rostro, por lo que no vio mi expresión de repulsa y de ira cuando pronunció el adjetivo. Controlé los impulsos asesinos que me inundaban en oleadas desde dentro y conseguí volver a colocar la expresión de chica introvertida y poco experimentada, inocente, antes de que él se diera cuenta.
-          Entonces, creo que lo estaban buscando a usted. He oído algo de que hay dos chavales haciendo pintadas en un Citroën negro del aparcamiento o algo así – arrugué la nariz, poniendo una expresión de confusión inigualable.
El hombre soltó una maldición por lo bajo y salió corriendo en salvación de su coche. Guardé las gafas en el bolso mientras me colaba impunemente en la sala de vigilancia, ahora completamente vacía. Tenía unos cinco o seis minutos antes de que volviera el vigilante (que se encontraría con un bonito graffiti en su coche nuevo).
Me senté en la silla frente a la mesa repleta de instrumentos de control, aparte de unos ocho monitores. En el tercero desde la derecha arriba se reproducía, en blanco y negro, la imagen de una chica de cabello largo y oscuro, que estaba encogida sobre la silla, con expresión perdida y aterrorizada.
Sonreí, inevitablemente orgullosa. Qué bien había aprendido.
Cinco minutos antes de que el detective que iba a llevar a cabo el interrogatorio entrara en la sala, mi taza de café recién comprada dejaba caer su contenido sobre el panel de control de las cámaras. Una lluvia de chispas iluminó la sala, mientras todas las máquinas se empapaban hasta los circuitos del aún humeante líquido y se estropeaban sin remedio. De inmediato, los monitores emitieron una imagen gris borrosa.
Extraje las cintas de grabación de la cámara de esa sala y las destruí una a una, hasta que solo quedó la que se había estado grabando en ese momento. La guardé en el bolso como recuerdo. Me solté el cabello y me levanté para marcharme.
Justo cuando salía, el vigilante volvía a entrar. Observó el panel de control, que aun soltaba chispas; las pantallas que habían dejado de emitir, las cintas destruidas en el suelo. Luego, me miró a mí, que me había acercado a él en los pocos segundos que habían pasado desde que me había pillado infraganti.
-          Las cámaras llevan estropeadas todo el día. Cuando volviste, las cintas ya estaban destruidas y no sabes nada. Y yo nunca he estado aquí, nunca me has visto – usé toda la influencia de mis ojos, modulé la voz hasta obtener el tono de voz perfecto para llevarlo al estado de trance. De inmediato, el velo de la hipnosis se instaló en sus pupilas. Asintió como un autómata.
Me marché de allí como una sombra invisible, sin llamar la atención, camuflándome con el gentío que iba y venía.
Cuando pasé al lado del policía con el que había tratado antes, chasqueé los dedos y el velo volvió a instalarse en sus ojos mientras se dirigía con movimientos mecánicos hacia la puerta de la sala de observación del interrogatorio, justo diez segundos después de que el detective, que estaba interrogando al lado, saliera de allí.
Me quedé unos instantes más para asegurarme de que todos los que estaban en la sala salían corriendo tras oír la alarma del policía al que yo estaba usando como marioneta, que había cumplido mis órdenes palabra por palabra.

***
A las diez y media de la mañana siguiente, volvía a estar en la comisaría. Pero esta vez me limitaba a esperar sentada en los escalones exteriores, bebiendo café de nuevo, mientras mantenía otra taza apoyada a mi lado en el suelo.
Una mano pálida recogió la taza y su portadora se sentó a mi lado.
-          Supongo que todo ha salido bien – dijo a modo de saludo, tras lo cual tomó un sorbo de la bebida.
-          Perfectamente – alargué la erre de la palabra, convirtiéndola en un ronroneo, lo que originó una carcajada en mi compañera.
Fuera de la sala de interrogatorios, seguía teniendo la misma apariencia que cuando la había visto en el monitor, pero ahora ya no parecía una chica asustada. Había echado por tierra esa máscara falsa y  volvía a ser la misma que yo conocía.
-          Sabía que podía contar contigo, Sam.
-          Por supuesto. – Le regalé una sonrisa. Luego, le limpié una mancha de sangre seca que tenía oculta tras  la oreja derecha. – Ya estamos dentro, pequeña.

martes, 23 de octubre de 2012

Doscientos kilómetros por hora no son suficientes para huir de la realidad.


30/Septiembre


   Jack Dawson (Boom



Encendí otro cigarrillo y aspiré con fuerza. Me concentré en observar cómo salía el humo de mis labios entreabiertos, cómo el viento lo arrastraba de un lado a otro, cómo desaparecía sin dejar rastro, convirtiéndose en nada.
Cerré los ojos. Una brisa de viento onduló la hierba a mi alrededor y yo, tumbado sobre ella, flexioné y estiré los dedos lentamente, concentrándome en ese simple movimiento. Luego, imaginé que los cuatro últimos años nunca habían sucedido. Por un segundo, me torturé con un presente alternativo, uno que se había borrado del golpe cuando la perdí aquella noche.
Cuatro años. Ya habían pasado cuatro años (y dos meses).
Imaginé que su mano estaba aferrada a la mía, de la forma en la que solía hacerlo cuando paseábamos juntos. Ella siempre decía que yo era su ancla, la persona que la mantenía fija al mundo; que, sin mí, saldría volando y acabaría estrellándose contra algún asteroide y nadie volvería a saber de ella. Que, por eso, se aferraba a mis manos y a mi cuerpo con fuerza, para no abandonarme nunca.
Y yo sonreía, siempre sonreía, como el idiota enamorado que era, y que aun seguía siendo. Solo que ahora la realidad me había pegado una paliza y me había dejado desangrándome en una cuneta, incapaz de pedir ayuda ni de lograrla por mí mismo. Muriendo lentamente, degustando el sabor frío de un futuro desolador, y sabiendo que, en cualquier momento, mi corazón dejaría de latir y a mí ya no me importaría.
Alejé todos esos pensamientos de mi mente y volví a centrarme en la ensoñación de volver a tenerla junto a mí, en ese bosque perdido. Intenté recordar su risa. Entonces, me di cuenta horrorizado de que casi había olvidado los matices de ese sonido o el tacto de sus labios.
Cuatro años es mucho, muchísimo tiempo, sobre todo cuando no la tenía a ella a mi lado para recordarme cómo era ser feliz, aunque solo fueran tres segundos al día. La memoria se me estaba oxidando. Ese siempre había sido mi mayor terror, el que me secaba la boca y me provocaba taquicardias. No podía olvidar nada de ella. Nada. Quería tenerla conmigo aunque solo pudiera ser en forma de recuerdos y sueños.
Le di otra calada al cigarro y me concentré más. Recreé su melena corta  apoyada en mi hombro y su mano apoyada dulcemente en mi pecho. Por un segundo, su tacto fue real. Pero solo era mi mente, por supuesto.
Annalysse tiene los ojos azul oscuro y en sus pupilas siempre había miedo, me dije a mí mismo. Ese era un detalle visible en sus gestos. Ella era incapaz de mantener la mirada fija en los ojos de otra persona, se aterraba ante cualquier ruido que sonara con fuerza en la oscuridad de la noche y sus manos siempre mostraban un ligero temblor. Todo ello se debía a que, una vez, de pequeña, había estado a punto de ser secuestrada.
Desde entonces, todo le daba miedo. Huía de los callejones en los que se había roto alguna farola, nunca se acercaba a desconocidos si podía evitarlo y se tensaba cuando alguien le hablaba mientras andaba por la calle, aunque solo fuera una anciana para preguntarle la hora. Veía amenazas tras cada sombra.
Yo me había empeñado en ser, a la vez que su ancla, su escudo. Ella se aferraba a mí y yo le decía una y otra vez que no permitiría que nadie, nunca, le hiciera daño. Annalysse me miraba con la duda patente en la mirada. ¿De verdad puedo creerte? Me preguntaba solo con los ojos. Como respuesta, la apretaba contra mi pecho y le besaba el cabello. Sí, sí.
Pero la inseguridad nunca la abandonaba. Ella sufría, y yo con ella. Odiaba verla encogerse cuando se tumbaba para dormir, como si quisiera hacerse muy muy pequeña para que nadie pudiera verla. Me moría por rescatarla de esa condena, pero nunca supe cómo. Ninguna de mis palabras logró cambiarla, ni tampoco mis actos. Solo podía permanecer con ella hasta que me creyera…
Abrí los ojos y me senté. Tiré la colilla al suelo, me puse en pie, la aplasté con la bota.
Había acabado. Yo ya no era su ancla, ni su escudo, ni su amante. Probablemente, ni siquiera fuera un pensamiento en su mente durante una milésima de segundo al día. Cada cual había tomado su camino y, por mucho que yo deseara regresar al pasado, no había nada que pudiera hacer para lograrlo.
Solté una amarga carcajada en la soledad del bosque. ¿De qué coño me estaba quejando?
Al fin y al cabo, todo, todo, era culpa mía.
El móvil sonó en el bolsillo interior de la chaqueta. La música, Highway to hell, resultaba apropiada de un modo lúgubre para el momento.
Cogí el aparato y lo miré durante un par de segundos, deliberando acerca de destruirlo para siempre. Estaba harto de él.
Con un suspiro, acepté la llamada.
-          ¿Qué?
-          Yo también me alegro de oírte, Jack – replicó una voz masculina al otro lado de la línea, con tono mordaz. – Solo me preguntaba si seguías vivo.
-          Ya ves que sí.
Me acerqué a la moto y me apoyé sobre ella, contemplando el bosque a mi alrededor. Realmente, no sabía dónde estaba. Solo había conducido hasta allí siguiendo la primera carretera que encontraba, intentando perder a la realidad de vista. No lo había logrado, por descontado, pero aquel espacio verde en medio de ninguna parte al menos era un buen lugar para estar solo.
-          ¿Por qué no te vas a la mierda, eh? – me espetó Clark con frialdad.
-          ¿No te has dado cuenta de que ya vivo ahí?
Mi interlocutor hizo un sonido de disgusto y soltó una palabrota en voz baja. Sonreí un poco, sabiendo que había conseguido sacarlo de quicio.
-          Está bien, Jack. – De pronto, su voz cambió. Bajó de volumen y se llenó de una especie de miedo extraño. - ¿Has leído el periódico hoy?
-          No, he estado… - miré el paisaje que me rodeaba. No había una explicación lógica, así que me limité a no dar una. – No importa. ¿Algo que deba saber? – Debía ser algo sumamente importante para que Clark reaccionara así.
-          No – respondió demasiado rápido. Luego, retrocedió, dándose cuenta de su error, pero ya era tarde. – Quiero decir, nada grave. Lo único… relevante es que, quizás… bueno…
-          Escúpelo de una vez, Clark – exigí impaciente.
-          Podría ser que haya alguien nuevo en la ciudad.
Cambié el teléfono de oreja. La noticia era ligeramente rara, sin duda, porque hacía años que no entraba nadie en nuestro mundo, pero tampoco era para reaccionar así. Entrecerré los ojos, intentando descifrar aquellas crípticas palabras, pero no se me ocurrió nada.
Tendría que volver a casa e interrogar a mi hermano personalmente para sonsacarle la verdad.
-          Oye, tengo que encontrarme con Strike en media hora. No creo que tarde mucho. Y, luego, - mi voz se tornó amenazadora – volveré a casa, ¿vale?
-          Sí… Hasta luego.
Clark cortó la llamada. Observé el móvil unos instantes, volviéndome a plantear su destrucción. Podría estrellarlo contra un árbol y ver como sus circuitos se desparramaban por la alfombra verde del suelo.
Suspiré una vez más. Guardé el móvil, le quité el soporte a la moto y la arrastré hasta la cuneta a través de los árboles, dejando un sendero con forma de neumático a mi espalda y una colilla gastada aplastada contra la tierra.
Y luego, me fui tal y como había llegado, demasiado rápido, huyendo.

El dolor es el único recuerdo al que aun puedo aferrarme.


30/Septiembre


Jack Dawson (Boom




Sentado en el borde de la cama, con los pies descalzos apoyados sobre el frío mármol negro del suelo, y completamente desnudo, disfruté de la punzada de dolor que me atravesaba el pecho de parte a parte. Sentí como se me formaba un nudo desgarrador en el estómago, cómo mi cuerpo se tensaba ante las ganas de llorar. Apreté la mandíbula, cerré los puños aferrándome al colchón y disfruté.
De algún modo, me había acabado convirtiendo en un masoquista. Ahora era adicto al terrible sufrimiento que me embargaba cada mañana cuando me despertaba entre las sabanas perfumadas por el olor de una desconocida a la que apenas había mirado más de dos veces, encerrado en un dormitorio cuyas paredes parecían querer aplastarme contra mis propios huesos. Me asfixiaba en aquellas casas de mujeres con las que había compartido cama y unas pocas horas de sexo la noche pasada. Pero eso no importaba. No disfrutaba de ese acto mecánico. Lo hacía por la mañana siguiente, por el dolor.
Esa terrible agonía se había convertido en la única prueba que aún tenía de que, una vez, había sido ella mi compañera de madrugadas. De que todo lo que vivimos, cada segundo junto a ella, no había sido producto de mi imaginación o una alucinación en la que creía con demasiada fuerza. Eran esos momentos, ese dolor, el que me permitía estar seguro de que seguía amándola y de que ella había estado en mi vida de verdad, aunque no durante el tiempo suficiente. Y cómo la echaba de menos. Cada segundo, cada respiración. El dolor, que al principio había sido desgarrador, ahora se había convertido en un fiel compañero y, aunque permanecía inmutable en intensidad, casi resultaba cálido. Me había acostumbrado tanto a él como a haberla perdido para siempre.
Pero, curiosamente, solo era capaz de recordarla a la perfección tras estar entre los brazos de otra. Únicamente cuando despertaba al día siguiente, podía volver a ver con claridad la intensa mirada de sus ojos azules, sentir su cabello negro haciéndome cosquillas en el pecho y sus labios jugueteando con el lóbulo de mi oreja, mientras ella reía en un murmullo por cualquier tontería. Había días en los que deseaba con tanta fuerza retroceder en el tiempo, que casi era capaz de soñar cómo las manecillas del reloj empezaban a girar en sentido contrario. Solo por estrecharla entre mis brazos una vez más. Por verla sonreírme mientras iba camino de la ducha, con la melena enmarañada y los ojos somnolientos.
Aun sentada en la cama, rememorándola, sentí como los dedos de un pie, también descalzo y que no eran de la propietaria que yo deseaba, me recorrían la columna vertebral, empezando por abajo y ascendiendo lentamente.
Ese contacto tan sencillo me hizo apretar con más fuerza los dientes y ponerme completamente rígido. Me levanté casi de un salto, apenas disimulando mi incomodidad y disgusto, pero fingí que buscaba algo para no herir los sentimientos de la chica desconocida con la cual me había acostado la noche anterior; otra pobre víctima inocente con la que solo había buscado la satisfacción de una mañana de penuria.
-          ¿Puedo fumar aquí? – pregunté por educación. En realidad, me daba igual su respuesta, puesto que no iba a quedarme tiempo suficiente en el apartamento como para fumarme un cigarro. Solo era una excusa como otra cualquiera para alejarme de su cama, de su olor, de su tacto, del sonido de su respiración. Todo en ella era incorrecto, pero aquella chica no tenía la culpa de no ser la persona que yo deseaba que fuera.
-          Sí, claro – respondió ella. En su tono de voz se notaba una leve inseguridad, probablemente producto de haber caído en la cuenta de mi cambio de actitud. Anoche, era un ligón que la consideraba la chica más guapa del mundo. Por la mañana, ni siquiera la había mirado una sola vez a la cara.
Pero en mi mundo, siempre era así. Necesitaba ser un buen actor, saber fingir lo que los demás querían ver y oír para logar mis propósitos.
Aquella chica había estado buscando un hombre joven, soltero y que supiera decirle las palabras correctas mientras ella se sonrojaba y yo había sido ese hombre. Durante las primeras horas del día. Pero ahora que el sol había vuelto a salir, ya no tenía que seguir simulando ser esa persona. Ya había obtenido lo que quería: una nueva mañana con el recuerdo de la persona que en realidad estaba buscando.
Fingí estar buscando mis pantalones para ganar algo de tiempo, aunque recordaba perfectamente haberlos dejado encima de la silla de la esquina derecha. Finalmente, me dirigí hacia allí, saqué la caja de tabaco y extraje uno de los cigarros y el mechero negro con el dibujo de una llama.
Encendí el pitillo sin prestar demasiado atención, con lo que conseguí quemarme un poco los dedos, cosa que no me importó lo más mínimo.
Solo entonces, tras dar la primera calada y llenarme los pulmones de humo, fui capaz de mirar a la chica que seguía tumbada sobre la cama, con la mirada fija en todos mis movimientos.
No era fea. Tenía el cabello rubio y corto, liso; los labios finos, las mejillas sonrosadas y una mirada dulce de color verde claro. Parecía una buena chica, inteligente, quizá demasiado buena para la sociedad de mierda de hoy en día. Pero, aun así, aun viendo todos esos rasgos positivos en ella, toda su belleza objetiva, la odié.
Odié el color demasiado translúcido de sus ojos, que carecía de profundidad. Odié su pelo rubio, que reflejaba la luz del sol. Y odié la mirada suplicante que me dirigió, rogándome que no le hiciera daño cuando ambos sabíamos que me marcharía desde que pudiera. Pero, sobre todo, odié que me hubiera llevado a su cama, la odié tan solo por ser ella y no otra. La odié como había odiado a todas las mujeres que había tocado desde que ella se fue de mi vida.
Sentí la repulsión en el estómago y no pude contener la mueca de disgusto que asomó a mi rostro. Ella la vio y se encogió, tapando su cuerpo desnudo con la sábana color melocotón. Parpadeó, con un ligero miedo titilando en sus pupilas.
-          ¿Quieres… quieres desayunar o algo? – murmuró. Quería arreglar la situación y eliminar el asco con el que ahora no podía dejar de contemplarla.
Me esforcé en apartar la vista y me concentré en los actos mecánicos de vestirme. Me puse los pantalones, me abotoné la camisa y me calcé de forma rápida, sin despegar el cigarro de mis labios, exhalando el humo entre ellos.
-          No, gracias. Ya me voy.
-          ¿Seguro? – la nota angustiada de su voz era ineludible. – Confiaba en que quisieras… no sé, que fuéramos juntos a alguna parte. O quizá prefieras llamarme para quedar otro día – esta vez, sonó casi esperanzada.
Cerré los ojos e inhalé profundamente, llevándome conmigo una buena bocanada de nicotina. Tenía ganas de gritarle que se fuera a la mierda, pero me abstuve. También me planteé por un segundo largarme de allí sin más, sin decir ni una sola palabra de despedida, pero tampoco me pareció lo correcto. Simplemente, era lo que yo, un capullo sin sentimientos, deseaba hacer, independientemente del daño que le hiciera a ella. Aunque la iba a herir de todas formas con mi rechazo y ella, indudablemente, se sentiría utilizada. Y estaría en lo cierto.
-          Lo siento, preciosa, pero no. – Pronuncié las palabras despacio. Me esforcé en vocalizarlas, en su forma fonética, para no impregnarlas del veneno que me corroía por dentro y que quería escupirle en la cara.
Levanté la vista y la vi sentada, con la espalda apoyada en la pared, encogida como un cachorro asustado al que están a punto de abandonar. Observé sus ojos lastimeros y me sentí como la mayor mierda del mundo, como el hijo de perra que era desde que la había perdido. Porque, al fin y al cabo, cuando mi Annalysse desapareció de mi vida, se había llevado todo el sentido que esta tenía. Ahora, me limitaba a realizar todos los actos de manera automática y solo seguía viviendo por los momentos de sufrimiento de cada mañana en camas de desconocidos.
Con tanta culpa, dolor, rabia e impotencia circulando por mis venas, ya no fui capaz de retener más a mi lengua.
-          Esto – hice un gesto con la mano, señalándonos a ella y a mí – solo ha sido sexo de una noche. No te llamaré y, por supuesto,  no iremos a desayunar. No quiero saber tu número, no, ni tu nombre tampoco. – La miré a los ojos en ese instante, solo para corroborar el dolor que convertía sus ojos verdes en pozos oscuros. Exhalé lentamente. – Sé que pensarás que soy un capullo y, ¿sabes qué? Tienes razón. Por eso, es mejor que no me vuelvas a ver. Mi vida… - me tapé la cara con las manos – ahora mismo va cuesta abajo y he perdido los frenos. Me estoy auto-destruyendo y, créeme, no soy una buena influencia. Sí, soy un capullo, pero deberías darme las gracias por no obligarte a permanecer en mi presencia ni un instante más, porque acabaría envenenándote por dentro.
Suspiré, me puse en pie y salí del apartamento sin volver la vista atrás, sin esperar ninguna respuesta. ¿Para qué coño la necesitaba? Aquella chica… (joder, ni siquiera recordaba su nombre) estaría mejor sin mí. Y Annalysse, también, por mucho que me doliera saberlo. Era un puto veneno que corrompía todo cuanto se me acercaba, incluso las cosas más hermosas.
Una vez en la calle, terminé de fumarme el cigarro, que se consumió entre mis labios, y lo tiré al suelo para pisotearlo con la bota. Luego, busqué la moto, aparcada en un callejón trasero, me puse la chaqueta de cuero negro que llevaba siempre conmigo, y me marché.
Aceleré hasta que la moto pareció volar sobre el asfalto. La adrenalina me nubló la mente y el aire, frío y cortante, me despejó la cabeza y revolvió el pelo. Entonces, volví a recordarla, pequeña, frágil, con su piel de porcelana…
Aceleré un poco más, huyendo de mí mismo.

Es curioso, ¿sabes?


29/Septiembre


Detective de homicidos William Woods. 



La observé a través del cristal polarizado. Estaba completamente sola dentro de la sala de interrogatorios, sentada en la silla, encogida y con las piernas pegadas al pecho. El agente la había obligado a sentarse de modo que nosotros pudiéramos verle el rostro, justo la misma imagen que ella vería frente así, reflejada en el espejo que se mostraba en la otra cara de la habitación. Un viejo truco de policías.
Pero la mirada de la chica no se detenía ni un instante en su reflejo. La ocultaba en los cordones negros de sus zapatos deportivos, en la pared de color apagado o en un algo que solo sus ojos percibían. Parecía terriblemente pequeña encerrada a solas en aquella habitación, como si el mundo estuviera a punto de desplomarse encima de ella. La sudadera de la policía y los pantalones que le habían cambiado por su ropa ensangrentada le quedaban demasiado grandes, varias tallas gigantescos, con lo que parecía una niña pequeña a la que habían abandonado, y su semblante transmitía todo el miedo y la confusión que sus ojos, incapaces de estar fijos en un punto, intentaban ocultar.
La observé, intentando ver en ella un rastro de culpa, pero solo fui capaz de seguir contemplando al ser humano encogido y muerto de miedo que tenía ante las narices.
-          ¿Ella? – pregunté por tercera vez para asegurarme.
Tras el cristal polarizado solo estaba conmigo mi compañero de homicidios. Una de las pocas personas a las que les habría confiado mi vida en caso de que fuera necesario, tras demostrarme durante los últimos seis años una lealtad inquebrantable y un compañerismo sin igual. Era incapaz de recordar cuántas veces nos habríamos cubierto la espalda y salvado el culo mutuamente.
-          Sí. En serio. – Bebió un trago de su café solo, negro. Nunca había entendido cómo era capaz de soportar no añadirle ni una pizca de leche ni azúcar, pero él siempre había asegurado que solo le gustaba así.
-          Pues no tiene pinta de ser la brutal asesina de tres mafiosos rusos cargados de munición hasta los dientes. – No podía despegar los ojos de ella. En ese momento, se apartó un mechón de pelo negro de encima de la cara y se lo colocó tras la oreja, en un acto automático que ni ella misma se dio cuenta que hacía. – Parece en shock.
-          Probablemente lo esté. Intenta hablar con ella. A ti se te dan bien los interrogatorios. – Becks me sonrió antes de beber de nuevo de su taza.
-          No creo que pueda sacarle mucho a esa chica. Nunca había visto a nadie tan perdido en sí mismo. – Ni tan frágil. Me daba miedo atravesar la puerta de la sala y romperla en mil pedazos solo con la fuerza de mi voz.
-          Solo inténtalo, Will. – Replicó la voz de la jefa del Departamento, que entraba en ese momento. Asentí con la cabeza y salí de la sala.
La puerta de la sala de interrogaciones estaba solo a unos pocos centímetros de la mía. Inspiré hondo, agarré el pomo con seguridad y entré.
La luz mortecina de la bombilla era la única que iluminaba la habitación. El mobiliario consistía en una única mesa grande de metal y dos sillas del mismo material, una frente a otra, encarándose. Aparte de eso, no había nada más. Lancé una mirada de reojo al espejo, tras el cual sabía que me estaba observando la mitad del departamento de Homicidios. Nadie había quedado indiferente ante aquel caso tan extraño.
Según palabras del forense, el crimen se había llevado a cabo sobre las tres de esa mañana, mientras el barrio dormía. El número 24 era la residencia extra-oficial del líder de la mafia rusa que lideraba el tráfico de drogas de la zona, al cual se le imputaban también diversos homicidios, secuestros y alguna que otra violación. Un buen tipo, sin duda.
Tanto él como dos de sus hombres habían sido hallados muertos por la mañana por la asistenta venezolana. La mujer había encontrado al primero de los matones en la cocina, con seis puñaladas en el pecho, una de las cuales rasgó la carótida y otra dañó gravemente el hígado. El hombre murió en apenas unos segundos.
La asistenta llamó a la policía tras encontrar el cadáver. Ellos fueron los que descubrieron a Vladimir Sokolov y a su segundo al mando en el sótano, rodeados de un envío de droga que acababan de recibir, de un par de millones de dólares en un maletín y de un montón de su sangre, que había manchado todo el suelo manando de las diez puñaladas del subalterno y de las quince del líder mafioso. Todas ellas en puntos estratégicos que acabarían con la vida de un hombre mientras este sufría hasta desangrarse por completo.
Y, al lado de ambos cadáveres, totalmente cubierta de sangre de los pies a la cabeza, estaba ella. Mi sospechosa. Sosteniendo el enorme cuchillo de carnicería que había sido el causante de la muerte de tres hombres, con el pelo negro como una noche sin luna pegado al cuerpo y todo ella impregnada del rojo característico de ser testigo (o causante) de una muerte.
Aun habiéndola encontrada en esas circunstancias, con el arma del delito aferrada la mano, empapada de la sangre de las víctimas y completamente sola en la enorme casa, nadie apostaba un centavo a que ella fuera la asesina.
Al fin y al cabo, ¿quién iba a creer que una chica que apenas aparentaba tener veinte años, casi no llegaba al metro sesenta y cinco y parecía a punto de echarse a llorar fuera la culpable de semejante monstruosidad? Las pruebas estaban en su contra, pero su apariencia desvalida y sus ojos aterrados testificaban a su favor.
Nadie había conseguido que musitara una palabra. Los técnicos médicos que la reconocieron aseguraron que estaba en perfecto estado físico, pero que no salía del fuerte shock que le había supuesto lo sucedido aquella noche.
Todos en el Departamento estábamos seguro de que los mafiosos la habían raptado y la mantenían secuestrada en su sótano y de que ella solo había sido un testigo impotente del crimen que se había desarrollado ante sus ojos. Pero eso significa que sabía quién era el asesino, era la única que lo había visto y seguía con vida. Por eso ahora estaba en mi sala de interrogatorios. Yo había sido el elegido para sentarme frente a ella bajo la luz tenue del bombillo y sonsacarle la verdad.
Tomé asiento frente a ella. Abrí la boca para decir algo, pero me di cuenta de que ni siquiera conocía su nombre, así que la volví a cerrar, intentando buscar algo que decir.
Ella no me había mirado ni una sola vez desde que entré en la sala. Tenía la vista perdida y su expresión dejaba de manifiesto que su cerebro no era capaz de procesar todos los hechos en los que la habían obligado a estar presente.
Lo intenté una vez más.
-          Hola. – Ninguna reacción. – Me llamo William Woods; soy el detective de Homicidios al que le han asignado al caso en el que… fuiste encontrada.
Esperé unos pocos segundos, pero no conseguí ningún signo de reconocimiento o saludo. Para ella, yo sencillamente no estaba en esa habitación. Me sentí terriblemente solo de pronto, como si intentara atravesar un enorme escudo de cristal, invisible pero impenetrable, que impedía que nadie accediera a ella. Estiré un poco el brazo sin darme cuenta, intentando agarrar su mano, pero me di cuenta del gesto antes de llegar a tocarla y me detuve en el acto. No me sentía capaz de un contacto físico. Aun temía que ella se disgregara en diminutos fragmentos al más leve gesto. Parecía… tan asolada. Perdida.
-          Sé que no tuviste nada que ver con el asesinato. Tranquila, no estoy aquí para acusarte. – Hice todo lo que pude por dispersar la tensión, aparentar ser simpático y afable y no un duro policía que encarcela criminales. – Solo queremos que nos digas qué pasó. Qué viste.
Se apartó el pelo de la cara, tal y como la había visto hacer por el cristal, pero no dijo nada. No me miró. No habló. Nada de nada.
Empezaba a sentir una enorme decepción por dentro y una enorme impotencia por ser incapaz de devolverla a la vida. Quería… necesitaba conseguir que volviera, pero no tenía ni idea de cómo.
-          ¿Me escuchas? Te protegeremos, lo prometo. Solo tienes que decirme quién es el culpable y me aseguraré de que nunca te encuentre.
Un ruido rompió el silencio que se produjo tras mis palabras. Al principio, no supe qué era. Tardé unos diez segundos en darme cuenta de que había sido una risa. De que ella se estaba riendo entre dientes.
-          Es curioso, ¿sabes?
Cerré las manos en dos puños al oír su voz de manera inesperada. Era baja y suave, una voz que encajaba a la perfección con su aspecto frágil, con su piel pálida de venas marcadas, sus enormes ojos azules oscuros huidizos y su posición encorvada.
-          ¿El qué? – conseguí preguntar tras recuperar la voz. Aun no me creía que hubiera pronunciado una frase después de su mutismo de las últimas horas.
-          Que todos defendáis mi inocencia a capa y espada. Que queráis protegerme. – Se rió de nuevo, en apenas un susurro. Desde que había empezado a hablar, su voz no superaba el volumen de un murmullo.
De pronto, me miró. Clavó sus iris del color del mar en días de tormenta en mi rostro con fijeza.
Y todo cambió.
La dulce, frágil y asustada chica que había estado frente hasta ese momento desapareció sin dejar rastro. En su lugar, me encontré con una mirada afilada y unos ojos fríos como el hielo, con unos labios fruncidos y una sonrisa burlona que parecía reírse de mí.
Bajó las piernas y acercó la silla hasta quedar pegada a la mesa. Su rostro estaba mucho más cerca de mí, solo a medio metro, lo que me permitía escuchar todas sus palabras aunque su voz no hubiera elevado ni un ápice el volumen.
-          Sois terriblemente estúpidos, de eso no hay duda. Encontráis a una persona empapada de los pies a la cabeza con la sangre de sus víctimas, con su mano aferrada al cuchillo que les quitó la vida puñalada a puñalada y sus huellas repartidas por los cadáveres y, aun así, sois incapaces de daros cuenta de quién ha sido el asesino. – Su sonrisa burlona se acrecentó hasta convertirse en una gran mueca de desprecio. Sus palabras se habían clavado una por una en mi piel como frías dagas; su voz había dejado de ser dulce y era el más letal veneno existente, emponzoñándome la razón. La cabeza me empezó a dar vueltas, el mundo se tambaleaba mientras mi cerebro se negaba a admitir la verdad que la chica me escupía a la cara.
Se acercó más a mi rostro, entrecerrando los ojos. Su mano derecha se crispó sobre la mesa, apretando las uñas sobre el metal.
-          ¿Qué me protegeréis? – Lanzó una dura carcajada que pareció atravesarme de parte a parte los pulmones, cortándome la respiración. – Lo dices como si esos estúpidos mafiosos de tres al cuarto fueran la amenaza, como si pudieran hacerme algún daño. Y no sabéis lo mucho que estáis equivocados. La amenaza nunca fueron ellos.
Sus dedos escalaron por mi brazo hasta llegar a la muñeca. En cada punto donde ella me tocaba sentía una descarga eléctrica, mientras el miedo me colapsaba la garganta. No podía apartar la vista de sus ojos azules, totalmente letales. Unos ojos que gritaban a los cuatro puntos que su dueña era capaz de apuñalar a un hombre suficientes veces para que no quedara de él más que un cadáver lleno de cortes, que decían con claridad que no era la primera vez que mataba y que no tenía ningún problema, ningún remordimiento en hacerlo de nuevo.
-          Habéis tenida a vuestra buscada asesina justo delante de las narices. La amenaza siempre he sido yo. – Sus uñas se cerraron en torno a mi muñeca, haciendo que el dolor llegara en una ráfaga repentina que me hizo alejar mi silla de la mesa, con el fin de alejarme de la psicópata que estaba encerrada conmigo en la habitación.
Me quedé quieto, contemplándola por primera vez de verdad, sin su disfraz de chica débil que necesita ser rescatada, que tiene miedo. Con su disfraz de humana. Y sentí pánico como nunca en mi vida lo había sentido. Un pánico que me impelía a salir huyendo de aquel monstruo con aspecto angelical, pero que realmente era un siervo del demonio.

***

Salió por su propio pie a la mañana del día siguiente, escoltada por un policía que la miraba con afán protector, prendado de su dulzura. De su inocencia totalmente fingida, que ocultaba una personalidad perversa y letal.
Intenté de todos los modos conseguir que la cerraran, pero nadie había sido testigo de sus palabras. Solo yo. Por una razón u otra, no había habido nadie tras el cristal cuando aquella psicópata no solo confesó el crimen, si no que se desveló a sí misma como el monstruo diabólico que en realidad era. Nadie, excepto yo, sabía esa verdad que quedaba tapada bajo una apariencia frágil y asustadiza.
Tras revisar las cámaras, descubrí que todos los archivos que habían sido grabados por la cámara de la sala de interrogatorios donde yo había estado habían sido borrados o destruidos. La cámara llevaba rota todo el día. El audio había sido apagado por error por unos de los guardas al derramar sobre el panel un poco de agua. Demasiada casualidad.
No había ni una sola prueba física de mi testimonio. Incluso las marcas de uñas en mi muñeca habían desaparecido como por arte de magia.
Y nadie me creyó.
Así que lo único que pude hacer fue observar mientras dejaban escapar a una asesina sin alma por la puerta como si fuera una pobre víctima desamparada. La estábamos dejando en libertad y no dudaba ni un solo segundo que volvería a matar. Pronto.
Mientras salía por la puerta, ella se giró levemente y sus ojos volvieron a clavarse en mi rostro, mientras me dedicaba la misma sonrisa burlona del día anterior, aquella que me revolvía el estómago y me aterraba a partes iguales.
En ese momento, me juré que no descansaría en paz hasta conseguir acabar con aquel monstruo, aunque ello me costara la vida.