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miércoles, 17 de abril de 2013

Lágrimas bajo la lluvia.


8/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst



A pesar de que llovía a cántaros, en ese momento no sentía frío. Probablemente, cuando volviera a casa, sí lo sentiría en la piel, en la ropa pegada, y en el pelo empapado que me pesaba sobre los hombros, pero justo en ese instante, apenas me daba cuenta de las gotas que me iban calando poco a poco los huesos.
Había vagado por la ciudad durante un rato, aunque no sabía exactamente cuánto, en forma de humo blanco. Sin ningún lugar a donde ir, me había limitado a dejar que me arrastrara la corriente, hasta que me había hartado de estar en forma gaseosa y había vuelto a materializarme, sin preocuparme demasiado dónde estaba.
Por pura casualidad, me encontré en mitad del parque que se encontraba medio kilómetro al norte de nuestra casa, más o menos. La oscuridad me envolvía como un manto, atenuada levemente por la luz de las pocas farolas que se extendían por el camino de piedras que discurría entre los altos árboles. Aquella noche, la luna no brillaba en el cielo, oculta tras un espeso muro de nubes negras, que también tapaban las estrellas, aumentando aún más la oscuridad del parque. Vagué por el sendero, sin tener en cuenta la dirección de mis pies. Mientras andaba, casi con los ojos cerrados, me centré el ruido nocturno del mundo vegetal a mi alrededor para no pensar en nada. No quería recordar a Jack mirándome como si fuera lo más bello y lo más terrible que hubiera visto, todo al mismo tiempo. No quería volver a oír las palabras que me había gritado con la voz impregnada de tristeza y desesperación. No quería recordar los motivos que me habían llevado a entrar en Tánatos. No podía soportarlo, aun no. Recordar a June, la pequeña June, con su enorme sonrisa (con los dientes ligeramente separados de un modo que siempre me había parecido adorable) y sus ojos, un poco más claros que los míos, me hacía daño de un modo físico, igual que si alguien me estuviera apretando la garganta para ahogarme despacio, o como si, de algún modo, me estuvieran clavando puñaladas directamente en el corazón.
Así que, para eliminar cualquier de esos pensamientos de mi cabeza, escuché, perdiéndome en el sonido de los grillos, que actuaban en privado aquella noche, solo para mí. El ulular de un búho perdido en el espesor de los árboles. El susurro de las hojas al ser movidas por el viento. Y, poco a poco, el crescendo de las gotas de lluvia chocando contra el suelo, cada vez más rápido, con más fuerza.
Podría haberme refugiado bajo las frondosas copas de los árboles, pero seguí caminando. El movimiento de mis pies era un alivio leve, pero necesario, al igual que cerrar los ojos y dejarme llevar por la nada que había tras mis párpados. Casi no notaba la lluvia cayendo sobre mi cuerpo, ni su frialdad, porque nada importaba. De algún modo, después de cuatro años corriendo, escapando, huyendo del pasado, este me había alcanzado de lleno. Me había golpeado con demasiada fuerza, cortándome la respiración, y dejándome sin la energía para levantarme y volver a la pista de juego. Estaba cansada de correr, de esconderme. De intentar ser una persona que no era, porque ese era el único modo de sobrevivir en aquel mundo asfixiante.
Aunque lo había intentado con todas mis fuerzas, no había logrado erradicar los sentimientos. Desde que había conocido a Sam, había deseado ser como ella, eliminar todas las emociones que me hacían vulnerable y ser fuerte, fría, indiferente. Conseguir que nada me afectara para ser capaz de vencer a todos mis demonios. Pero, tras todo ese tiempo, seguía siendo dolorosamente humana. Experimentaba con la misma fuerza que siempre; solo con el recuerdo de la cara de June ya emergía una garra fría en mi pecho que me atenazaba por dentro.
Probablemente, no estaba hecha para ser la asesina en serie que me habían entrenado para llegar a ser. Tenía las capacidades, y mi habilidad me ayudaba de manera indudable, pero, por dentro, era débil. Había tratado de ocultarme esa verdad a mí misma, y al resto del mundo, pero ahora ya no había modo de hacerlo. Volver a ver a Jack había sido como destapar la caja de Pandora y ahora estaban allí todos los horribles sentimientos que había tratado de mantener bajo llave lejos de mí. La tristeza, la impotencia. La angustia desgarradora, el sufrimiento que me hacía temblar.
Para aquel momento, empapada hasta la médula, ya no me quedaban fuerzas para seguir andando. Estaba demasiado agotada, incapaz de mantener en pie un mundo que se desmoronaba rápido, muy rápido.
Me detuve en mitad del sendero, con las rodillas temblorosas, y abrí los ojos. Aparte del camino, que seguía discurriendo entre los árboles, vi un pequeño parte infantil. No era una gran cosa, apenas un tobogán, un balancín, un barco para que los niños corretearan y un par de columpios, casi escondidos detrás de un roble. El viento balanceaba los columpios, que emitían un chirrido discordante.
Ladeé en la cabeza. Sin poder evitarlo, recordé la vez que, siendo ambas dos niñas pequeñas, June y yo habíamos ido juntas al parque con nuestra madre. Yo debía de tener unos ocho años y June, cuatro. Fue la única vez que mamá nos llevó al parque, quizá porque en aquel momento su doctor había disminuido la dosis de su medicación y por eso tenía ganas de salir de casa, en lugar de permanecer encerrada en su habitación como hacía el resto del tiempo.
Recordaba perfectamente a mi madre, con su cabello corto de color castaño claro, tratando de empujarnos a ambas al mismo tiempo, y las dos gritando y riendo. Ambas llevábamos un vestido idéntico, solo que el de June era más pequeño que el mío. Mientras nos columpiábamos, nos mirábamos la una a la otra, compitiendo por llegar más alto, sin dejar de reír.
Las imágenes se reproducían en mi casa a cámara lenta. Me tambaleé, con las piernas casi incapaces de sostener mi peso, hasta los columpios, y me senté allí. El agua que se había almacenado me mojó la parte de atrás de los vaqueros, pero ni siquiera me molesté en prestarle atención.
Las lágrimas, al escapar de mis ojos, se mezclaban con las gotas de lluvia que no cesaban de caer, por lo que, de algún modo, realmente parecía que no estaba llorando; simplemente, miraba al cielo y la lluvia me mojaba la cara. Aunque, por supuesto, no era así. Mi llanto silencioso dio salida al sordo dolor que se me había instalado en el pecho en las últimas horas.
Tampoco podría decir cuánto tiempo estuve llorando sola sentada en el columpio. Quizá fueron quince minutos, o quizá horas. La noche estaba demasiado cerrada para calcular el paso de las horas mediante el movimiento de la luna o las estrellas. Por un instante, sentí que de pronto, estaba en ninguna parte, encerrada en el vacío a solas con el sufrimiento que portaba como eterno compañero desde hacía cuatro años. Lloré entonces por mi hermana muerta, por no haber podido salvarla aquella maldita noche. Lloré por mi madre, que había sido incapaz de superar la desaparición de su hija. Lloré por Sam, cuyo pasado le había proporcionado una vida vacía de sentimientos. Lloré por Jack, que había tenido que abandonarme aun amándome, simplemente porque deseaba protegerme. Porque prefería mi seguridad a su felicidad. Y, sobre todo, lloré por mí misma.
Finalmente, el sonido de unas pisadas en la tierra húmeda, aplastando las hojas que el otoño había arrancado de los árboles, me interrumpió.
No me molesté en levantar la vista. Me daba igual quién fuera mi acompañante o qué quisiera. Solo quería que desapareciera; tanto él como todo el mundo, hasta dejarme a solas con mi corazón desgarrado.
Pero el desconocido no oyó mi muda súplica, por lo que siguió caminando hacia mí. Consideré entonces la posibilidad de un atracador nocturno, o un violador, que hubiera creído encontrar en mí una víctima vulnerable a la que atacar en medio del silencio de la oscuridad. Esbocé una lúgubre sonrisa. De ser así, aquel bastardo estaba a punto de recibir su merecido. Aun guardaba un cuchillo en la manga de la camisa, cuyo frío filo me helaba la piel empapada.
Se paró detrás de mí, a tres o cuatro metros. Sentí sus ojos observándome, pero no dijo ni una sola palabra. Finalmente, cuando el silencio se hizo insoportable y venció la curiosidad, giré la cabeza.
El detective William Woods tenía una expresión seria en el rostro, que se tornó en sorpresa cuando se dio cuenta de mis ojos rojos de llorar y la expresión desamparada que llevaba en la cara. Alejó la vista, incómodo, pero no se marchó, aunque yo había dudado mucho que fuera a hacerlo. Si había algo que ese hombre era, era tenaz. Jamás había visto a nadie tan persistente en mi vida.
-          Vaya, detective. Tiene un don para llegar en los peores momentos – a pesar de que mi voz no fue más que un susurro, resonó con fuerza en la quietud que nos rodeaba.
Él carraspeó y volvió a mirarme. Le dediqué una sonrisa triste antes de darme la vuelta de nuevo, para excluirlo a mi espalda. Empecé a balancearme en el columpio, moviendo las piernas lentamente para proporcionarme una leve oscilación.
Los pasos a mi espalda se reanudaron. Pero, en lugar de alejarse y desaparecer, se acercaron hasta que el detective se sentó en el columpio a mi lado. Se abstuvo de mirarme, pero yo no tuve la misma consideración. Clavé la vista en él. A la tenue luz de la farola, su piel parecía más pálida, pero sus ojos mantenían el profundo color verde de siempre, que me hacía recordar a la hierba en verano. Sus facciones podrían haber resultado demasiado duras de no ser porque tenía los labios carnosos (el inferior ligeramente más grande) y unas pestañas tupidas que resaltaban aún más el color de sus ojos. Sam tenía razón. Era muy guapo. Además, tenía un cuerpo bien formado. Alto y musculoso, probablemente por el entrenamiento para llegar a ser policía.
Él me miró de reojo, pero desvió la vista rápidamente al darse cuenta de mi escrutinio.
-          Debe de ser una gran decepción.
-          ¿El qué? – preguntó rápidamente. Su voz sonaba tensa.
-          Descubrir que, al fin y al cabo, soy humana. – Desvié la mirada hacia los árboles que estaban frente a nosotros, mientras seguía columpiándome. – Que no soy el monstruo sin sentimientos que usted creía.
-          ¿Y por qué eso iba a ser una decepción?
Los dos hablábamos en un tono bajo e íntimo, aunque en la soledad del parque no hubiera nadie para escucharnos. Me encogí de hombros suavemente.
-          Supongo que es mucho más fácil odiar a alguien cuando piensas que es un monstruo.
Él no respondió inmediatamente. El silencio que nos rodeaba solo estaba roto por nuestras respiraciones y los grillos, que continuaban cantando sin descanso.
-          No te odio – musitó por fin.
-          ¿Ah, no? Pues parecería que sí.
El detective se removió en su asiento y, finalmente, suspiró.
-          Me gustaría odiarte. Al principio lo hacía, la verdad. – Se detuvo y dudó. – Pero…
-          ¿Pero?
-          Ahora te conozco demasiado para poder seguir haciéndolo. – Sonaba cansado. – Me he pasado persiguiéndote suficientes días como para descubrir que no eres mala persona, solo una persona a la que le han pasado cosas malas.
-          ¿Y cómo has llegado a esa conclusión? – apenas pude contener el dolor que me embargaba. La voz se me quebró en la última palabra, mientras nuevas lágrimas caían por mis mejillas.
-          Lo sospeché desde la segunda vez que hablamos, después del interrogatorio. Y también cuando no me mataste el día que robaste el jarrón, cuando sabías que podía haberte delatado. Aunque supongo que no había estado seguro hasta ahora.
La lluvia seguía cayendo, ahora con menos ímpetu que antes. El detective tampoco tenía paraguas, así que ambos estábamos empapados por completo. El cabello oscuro se le pegaba a la frente y a la nuca, con diminutas gotitas resbalando por su cuello. Llevaba una camiseta sencilla, negra, que se había pegado a su torso por culpa de la lluvia.
Sin saber qué responder, me limité a columpiarme un poco más fuerte, con la mirada perdida entre el follaje.
-          No creo que seas un monstruo – continuó él, al ver que yo no decía nada. – Pero sí sé que hay algo en ti que te hace diferente… especial. Y… solo quiero entenderlo todo, Myst.
Me giré sorprendida hacia él. La forma en la que había pronunciado mi nombre… había sido como una caricia, a la vez tierna y electrizante. Era la primera que me llamaba directamente así, sin formalidades de por medio.
El detective… William me miraba fijamente, con intensidad. Me sonrojé sin poder evitarlo al percibir la fuerza de sus ojos y retrocedí un poco. Había algo demasiado íntimo en la manera en la que en ese momento me estaba mirando.
Busqué algo que decir, cualquier cosa, para poder romper el momento, temiendo las consecuencias de lo que sucedería si seguíamos ese camino. Esa noche yo estaba demasiado destrozada para razonar, y eso podría implicar una decisión de la que me acabaría arrepintiendo.
-          ¿Por eso has venido? ¿Por las respuestas? – tenía la boca seca.
Después de un largo instante de inmovilidad, en el que permaneció atrapándome con sus ojos, asintió lentamente. Al moverse, parte del hechizo se desvaneció, pero la situación seguía siendo demasiado personal para mi gusto.
-          Quiero saber la verdad. – Afirmó con rotundidad.
-          No puedo contártela.
-          ¿Por qué no? – adoptó un leve tono de súplica.
-          Porque… - vacilé – está prohibido. Somos un secreto.
-          ¿Quiénes sois un secreto?
Observé fijamente a William, intentando discernir cuánto podía contarle. La regla número uno de la organización era no desvelar nuestro secreto, nunca decir quiénes éramos en realidad, pero… él ya sabía mucho más de lo que debía, así que, quizá, si se lo explicaba todo, pudiera evitar daños mayores que con la verdad a medias.
Lo calibré lentamente y él mantuvo mi mirada mientras duraba mi escrutinio, con firmeza y seguridad.
-          Está bien – acabé accediendo. – Te contaré lo suficiente para que puedas entender. Pero hay condiciones.
Me levanté del columpio sin esperar su respuesta y empecé a andar por el sendero. De inmediato, él se levantó de un salto y me alcanzó con facilidad, manteniendo mi paso sin problema, pues sus piernas eran más largas que las mías y su zancada, mayor.
-          ¿Condiciones? – preguntó con renuencia. - ¿Qué clase de condiciones?
-          Bueno… - reflexioné un segundo. – Antes que nada, tienes que invitarme a un café.
Él me miró como si estuviera loca.
-          ¡Pero si son casi las cinco de la madrugada! – exclamó, escandalizado.
Sonreí sin poder evitarlo y lo miré con la diversión brillando en mis pupilas.
-          Siempre es buen momento para un café.

1 comentario:

  1. Me encanta el título del capítulo *-* Y cómo no, el capítulo también.
    Nunca había visto esa parte de Myst tan triste y humana :(
    Y me esta cayendo bien el detective, es menos tocapelotas :D

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