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martes, 18 de junio de 2013

A lo mejor ya no me quedan fuerzas para seguir portándome bien.


13/Noviembre

Annalysse Tyler (Myst) 





Sam se había marchado, incapaz de seguir hablando conmigo de lo sucedido entre ella y el licántropo. Me había mirado, cansada, harta de la situación, y se había largado dando portazo sin decirme a dónde. Ese era otro de los problemas de su falta de emociones: la impulsividad. Nada la hacía detenerse a plantearse sus decisiones, ni la culpa ni el arrepentimiento ni la duda.
Yo aun seguía sin poder creerme lo que había sucedido casi tres horas antes en el recibidor de mi piso. En realidad, no estaba segura de qué era lo que me había sorprendido más de todo lo sucedido. Quizá que de repente aquel chico alto y guapo se convirtiera en un lobo enorme de pelaje color castaño. O quizá su extraña proposición a Sam, la necesidad que impregnaba su voz, el salvaje deseo que brillaba en sus ojos cada vez que la miraba. Era como si estuviera chillando a pleno pulmón, llamándola, exigiendo que ella acudiera a él. Y ella… Sam había respondido. Sí, posiblemente eso fuera lo más increíble de todo. Que mi fría y despiadada compañera de piso, la cual nunca había sentido nada por nadie (a excepción, tal vez, del cariño La conexión entre sus miradas.
Y había mentido. La conocía suficiente como para detectar la nota de falsedad en su voz cuando le aseguró que ella no había sentido nada especial la noche que pasaron juntos. Además, podía recordarla perfectamente. Después de cenar, se había mostrado más… feliz que de costumbre, por usar alguna palabra que se acercara a su estado de ánimo. Y la forma en la que me contestó “deliciosa” cuando le había preguntado de forma distraída por su comida. Debería haber dado cuenta entonces, pero estaba demasiado saturada por mis propias emociones al ver de nuevo  a Clark y reencontrarme de lleno con un pasado que había creído enterrar para siempre.
Pero, joder, ya lo dicen. El pasado siempre vuelve.
Zarandeé la cabeza en un intento de centrarme en el tema. Siempre me pasaba lo mismo, empezaba a divagar y acababa con más problemas y cuestiones sin resolver que con respuestas y soluciones.
Tras la salida de Sam, me había tumbado en el sofá del salón, con la televisión encendida en un volumen muy bajito para hacerme compañía y que no me ahogara en el silencio solitario de la casa. Estaban poniendo una reposición de una serie antigua sobre la vida diaria de una familia aparentemente normal. De vez en cuando, se oían las clásicas risas enlatadas de fondo, cuando alguno de los personajes hacía una intervención “graciosa”. Lo cierto es que no prestaba ningún atención a la caja tonta, solo era un modo de vaciar la cabeza cuando se me llenaba demasiado de pensamientos oscuros.
También podía oír con claridad el sonido del segundero que marcaba el paso del tiempo desde la cocina. Me empezaba a doler la cabeza. Fuera, en la calle, un viento gélido movía sin parar las hojas de los árboles y, de vez en cuando, caían unas pocas gotas de lluvia que se estampaban contra la ventana. El invierno estaba asentándose poco a poco la ciudad sin que nadie pudiera hacer nada para luchar contra él. Tendríamos que modernos la lengua y aguantar tres meses de frío y agua.
Aunque de pequeña siempre había odiado el invierno, tras la muerte de June había empezado a encontrar en él un cierto alivio. Los meses de verano me recordaban inevitablemente a mi hermana, tanto porque su propio nombre me la traía a la mente, como porque todos mis recuerdos veraniegos eran de nosotras dos juntas en la playa o en el parque, yo cuidando de ellas mientras mamá se quedaba sentada, mirando hacia la nada infinita. Durante un tiempo, cuando yo era demasiado pequeña para cuidar de June, incluso tuvimos una niñera, la señora Larson, de cabello cano y acento nórdico. Pero mamá acabó despidiéndola al cabo de un par de años, diciendo que no la necesitábamos, que ella se encargaría de nosotras a partir de ese momento. Pero esa resolución, como todas las anteriores, no duró ni un mes entero. Y al final la que cuidó a June fui yo, llevándola en los meses de verano a la piscina municipal para huir del abochornante calor que nos dejaba exhaustas. Otros días íbamos a la arboleda de detrás de nuestra casa y comíamos picnics juntas oyendo a los pájaros cantar. El verano, sin clases ni deberes, sin tener que madrugar, era nuestra estación favorita.
Ahora apenas soportaba los tres meses que duraba. Me pasaba el día encerrada en casa con el aire acondicionado para no tener que sentir cómo me embargaba el calor. Era otro de los muchos modos en los que intentaba esconderme de mi pasado, pero… era imposible. Supongo que debí adivinarlo antes.
Con un suspiro, me levanté del sofá. Últimamente, no hacía más que recordar y recordar, trayendo al presente todo lo que me había jurado dejar atrás la noche en que ingresé en Tánatos. Pero nada de lo que hiciera ahora podía cambiar lo ocurrido. Lo que sí podía hacer era enfrentarme a mi presente, a todo lo que estaba sucediendo justo ahora.
Me había prometido a mí misma dejar de huir. Y la verdad es que no tenía ninguna gana de volver a hacerlo ahora, no quería volver a ser la chica asustada de antes. Ahora era fuerte, segura. El sonido del segundero me recordaba una y otra vez que me estaba escondiendo en las cuatro paredes de mi piso.
No agaches la cabeza, no dejes que el mundo te pase por encima.
Inspiré hondo una vez y otra más. Luego, apagué la televisión, cogí las llaves del mueble del recibidor y me aseguré de tener el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Cerré con cuidado al salir, asegurándome que la puerta no hiciera ruido para no alertar a la vecina de que me había ido. Ya era hora de que me ocupara de algunos asuntos pendientes.

***

Sin saber a dónde dirigirme, vagué durante un rato por la calle, doblando en las esquinas casi por azar, dejando que me guiaran mis pies en lugar de mi cabeza. Acabé en una zona comercial por la que había pasado algunas veces sin prestar atención. Las tiendas eran pequeñas y tenían una apariencia acogedora. Había una de antigüedades, en cuyo escaparate se podía ver una mecedora y un tocadiscos; una galería de arte tranquila y familiar, una tienda de ropa y una cafetería.
El olor a café y a comida despertó mi apetito. Hacía casi doce horas que no bebía café. Demasiado tiempo para una adicta como yo. Además, eran casi las seis de la tarde y había comido nada desde el almuerzo, que había consistido en una tercera parte de una caja de cereales dentro de un tazón de leche. La verdad es que tenía que tener más cuidado con mi alimentación o acabaría engordando y llenándome las arterias de un colesterol totalmente indeseado.
Me senté en una de las mesas de la cafetería, que estaba casi vacía. De inmediato, una agradable camarera de pelo rubio recogido en una coleta y una sonrisa cálida surgió desde detrás de la barra para tomar mi pedido. Tras estudiar la carta, me decidí por un café con un poco de nata y canela por encima, y un croissant relleno de chocolate.
Y luego esperé.
Pasaron casi quince minutos antes de que volviera a sonar la campanita de entrada de la cafetería. Yo estaba de espaldas a la puerta, pero no me volví al escucharlo. Esperé, sabiendo que él no tardaría en sentarse frente a mí. Al fin y al cabo, había ido hasta allí a buscarme.
Llevaba los últimos días evitándolo, pero ya era hora de que nos enfrentáramos seriamente y pusiéramos todas las cartas sobre la mesa. Tenía que tomar mi decisión.
El detective William Woods tomó asiento en la silla de enfrente a la mía. Llevaba un abrigo largo y negro que lo protegía de la llovizna ocasional. Sonrió un poco al saludarme, aunque yo mantuve mi semblante serio.
-          Vaya, qué casualidad encontrarte por aquí – comenzó la charla de manera amistosa.
No le devolvió la sonrisa. Esta vez no había venido a jugar con él, sino a decir las verdades y a descubrirlas por escondidas que pudieran estar.
-          William, los dos sabemos que esto no es una casualidad – respondí con frialdad, llamándola deliberadamente por su nombre. No sabía si era una muestra de debilidad o de fuerza haberlo hecho, pero ya era demasiado tarde para no hacerlo.
-          ¿Qué quieres decir?
Antes de que pudiera contestarle, la camarera apareció de nuevo, esta vez para apuntar el pedido de William. Este se limitó a ordenar un café normal con leche y le sonrió a la camarera. Esta se sonrojó ligeramente, lo cual no me sorprendió. El detective era un hombre bastante atractivo. Fruncí el ceño. Sí, lo era, pero eso a mí no me importaba.
Tenía que recordar eso.
Cuando la camarera se fue a preparar el café de William, este volvió la vista hacía mí. Sus ojos parecían más oscuros de lo habitual, más intensos que de costumbre. Él también se había dado cuenta de que esta vez no había cabido para los juegos, las indirectas y los tonteos mal disimulados. Nuestras miradas se enfrentaron en un tenso silencio, roto por el sonido de la taza al ser depositada en la mesa por la camarera y el casi inaudible “gracias” de William, dicho sin apartar su mirada de la mía. Verde frente a azul, chocando. Y la maldita química subyacente que siempre electrizaba la atmósfera a nuestro alrededor, atrayéndonos lentamente como imanes expuestos a su propia carga.
-          Lo sabes perfectamente – contesté finalmente, cuando la camarera volvió tras la barra.
-          ¿Ah, sí?
-          Basta de juegos, William. – Saqué el teléfono móvil del bolsillo y lo deposité en la mesa, justo en medio de ambos. La mirada de él se desplazó al aparato durante un breve instante antes de devolverla a mis ojos. Ahora tenía los labios fruncidos y tenía toda la pinta de un niño que había sido pillado en medio de una travesura. - ¿Qué tal si me lo explicas?
-          ¿Qué quieres que te explique exactamente? – tanteó. En su tono percibí un matiz de inseguridad, mezclado con incertidumbre.
Me eché atrás en la silla y entrelacé los dedos sobre la mesa.
-          Quiero que me expliques por qué coño me has pinchado el móvil. Sí, eso estaría bien para empezar.
-          Era el único modo de seguirte el rastro.
-          ¿Eso justifica que vayas en contra de mi libertad? ¿Ahora el acoso es legal? No tenía ni idea – repliqué con feroz sarcasmo.
Él apretó la mandíbula, mientras la furia también lo embargaba. Se obligó a sí mismo a mantener un tono calmado cuando me respondió.
-          Ah, vaya, no sabía que tú respetaras alguna ley. ¿Así que robar sí te parece algo aceptable pero que te pinche el teléfono no?
-          Demuéstralo – esgrimí una sonrisa burlona. – Demuestra que alguna vez he robado algo o que he hecho algo que vaya contra la ley. Vamos, estoy deseando verlo.
-          Demuestra tú que te he pinchado el teléfono – enarcó una ceja, recostándose también.
-          Estás aquí, ¿no? Creo que es prueba suficiente.
-          Ya te lo he dicho. Casualidad.
-          ¿También fue casualidad encontrarnos en un parque en el que no había ni un alma, a las cinco de la mañana?
Él asintió, manteniendo la barbilla erguida con altanería. Me contuve para no bufar, pero no pude evitar poner los ojos en blanco ante sus estúpidas palabras. Nadie hubiera creído ni una sola de sus palabras, pero estaba claro que no podía ir con ese cuento a la policía; no mientras hubiera una posibilidad de que eso desembocara en una investigación sobre mí que desvelara secretos que estaban mejor enterrados a tres metros bajo tierra.
-          Sabes que con deshacerme del teléfono es suficiente para que se acabe el juego. Así que, ¿por qué no colaboras conmigo? Yo también podría portarme bien después – jugueteé con el teléfono entre mis dedos, haciéndolo girar sobre la mesa. Le dediqué una sonrisilla inocente para hacerlo pasar por el aro.
Se lo pensó un segundo. Después, suspiró y hundió un poco los hombros, sabiéndose derrotado. Escondí mi sonrisa de triunfo para no hacerlo cambiar de idea.
-          Era el único modo de encontrarte. Siempre desaparecías y no sabía cómo lo hacías, así que se me ocurrió que esta era la única manera de seguirte la pista. – Se encogió de hombros. – No, no es legal, pero es efectivo, así que no puedo decir que me arrepienta.
-          ¿Cómo me pinchaste el móvil? – Sam y yo siempre habíamos tenido cuidado con todo lo relacionado con nuestro mundo. Esa intromisión en él podría habernos costado la vida si se hubiera tratado de otra persona en otras circunstancias, esa clase de errores no podían suceder.
-          Un amigo – respondió de forma escueta. Al verme enarcar las cejas, suspiró de nuevo y continuó. – Pueden que me hayan obligado a coger vacaciones, pero sigo teniendo amigos dentro de la policía. Uno de los técnicos informáticos me debía un favor, así que te pinchó el móvil e instaló en el mío una aplicación que me indicaba tu localización GPS. No le hizo gracia, pero no le quedó más remedio.
-          Bien jugado – asentí, impresionada. Lo cierto era que disponía de medios e ingenio.
Aunque ambos habíamos terminado el café y yo mi comida, ninguno nos movíamos, ni apartábamos la mirada el uno del otro. Visto desde fuera, quizá podríamos haber pasado por una pareja de enamorados, hablando en susurros íntimos, que en realidad eran amenazas veladas.
-          ¿Cómo te diste cuenta? – preguntó él con tono de derrota y curiosidad.
-          Era bastante obvio, la verdad. No había muchas más opciones – sonreí. – Además, Sam y yo tenemos un método similar para encontrarnos mutuamente si la otra tiene problemas.
Disimuladamente, apoyé la cara en mi mano derecha y con el dedo índice toqué el segundo pendiente que llevaba desde hacía año y medio. Era una pequeña bolita negra que no destacaba en absoluto y que la mayor parte de las veces quedaba oculta por el pendiente que llevaba delante. Dentro de esa bolita, se encontraba un microchip transmisor que mandaba una señal al portátil. Uno de los programas de este recibía la señal y la desencriptaba, convirtiéndola en una localización en un mapa. Así era como había encontrado a Sam cuando los alemanes la secuestraron días atrás, pues ella tenía el mismo pendiente que yo, solo que en la oreja contraria y su bolita era de color rojo sangre.
Llevábamos aquel pendiente desde el día que le confesé a Sam mi temor a perderle también a ella y a no ser capaz de encontrarla, como me había sucedido con mi hermana. Así que, tras mover algunos hilos, nos habíamos hecho con los pendientes transmisores y aprendido a usar el programa de ordenador que nos permitía localizarnos. Lo cierto es que nos había resultado muy útil desde que lo teníamos.
El detective, sin enterarse de ese pequeño secreto, me miró sorprendido y admirado. Luego, apoyó los codos sobre la mesa y se hizo hacia delante, acercando su cuerpo al mío. La mesa era lo único que mantenía las distancias entre nosotros. Incapaz de resistirme, yo también me acerqué más a él, hasta que nuestras narices quedaron a unos escasos cinco centímetros de distancia. Entonces, él habló en voz muy baja, de tal modo que me hizo sentir que solo estábamos él y yo en la habitación, compartiendo un secreto.
-          Suponía que no tardarías mucho en darte cuenta de que te estaba siguiendo.
-          No fuiste precisamente discreto – murmuré, esbozando una sonrisa burlona.
-          Pero, aun así, no me arrepiento de haberte seguido el 8. Descubrí una gran cantidad de cosas esa noche.
-          Sí, recuerdo que estuve demasiado habladora – entrecerré los ojos. – Un caballero no se hubiera aprovechado de una dama que se ha dejado llevar por las lágrimas.
-          Menos mal que tú no eres una dama – se burló él. Sus ojos brillaron, juguetones.
-          Ni tú un caballero, William.
Durante un segundo, con el sonido de su nombre entre nosotros, nos miramos a los ojos y nos acercamos un poco más, ambos dejándonos llevar por las chispas que saltaban entre nosotros, por la corriente de baja intensidad que crecía y que nos atraía mutuamente.
-          ¿Quieren algo más? – nos interrumpió de pronto la camarera.
Los dos nos separamos de un salto, alejándonos tanto como era posible sin levantarnos de la silla. William se giró hacia ella con el ceño fruncido y negó con la cabeza, para acto seguido pedirle que nos trajera la cuenta. Yo me mantuve en un silencio avergonzado.
Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Qué había estado a punto de hacer?
Arruinarlo todo. Maldita sea, me había dejado llevar por esa puñetera química y había estado a punto de cometer un enorme error. Aunque una parte de mí estaba deseando terminar lo que acabábamos de empezar el detective y yo, la parte racional la obligó a callarse mientras seguía reprendiéndome. Por el amor de Dios, aún seguía juntando los pedazos desde la última vez que un hombre me rompió el corazón y ahora había estado a punto de caer en los brazos de otro…
William se giró hacia mí y entreabrió los labios, buscando algo que decir en ese momento extremadamente incómodo que se asentaba entre nosotros.
Para evitarle el disgusto, me levanté de un brinco y me dirigí a la barra para pagar mi café y el croissant. Tras dudar un segundo, mi parte egoísta y caprichosa ganó la discusión y no le dejé ninguna propina a la camarera. No quise plantearme los motivos para estar tan furiosa con ella (y quizá un pelín celosa, de forma irracional y estúpida). Mientras le estregaba el dinero justo, sentí la presencia de William a mi espalda. Cerré los ojos. No me estaba tocando, pero era casi como si lo hiciera. Mi cuerpo respondía a la cercanía del suyo de forma natural, como si hubiera nacido para ello. Me relajaba, me reconfortaba. Era tan fácil estar cerca de él como respirar, pero… estaba mal, me recordé una vez más. Tenía que irme, ya. Y no volver a verlo jamás estaría bien. Me desharía del maldito móvil y él no podría volver a encontrarme. Querer enfrentarme cara a cara con el detective había sido una idea valiente, pero totalmente desacertada.
Cuando la camarera me entregó el ticket de pago, sin rastro de amabilidad me giré sobre los tobillos y me apresuré a salir del local casi corriendo, sin palabras de despedida.
Pensándolo con calma, nada más largarme de la cafetería podría haber desaparecido de la calle desierta y volver a casa, donde estaría a salvo de William. Podría haberme marchado sin dejar rastro y no hubiera tenido ningún problema en hacerlo.
Pero no lo hice.
Caminé en dirección a casa, con la cabeza llena de pensamientos que rebotaban por todas partes y que me estaban enloqueciendo. Quería, no quería. Tenía miedo. Pero y si… ¡No, no!
Nada de aquello tenía sentido. Me sentía en medio de una batidora puesta a máxima velocidad.
No había llegado ni a la esquina cuando una mano tiró de mí con fuerza, obligándome a seguirla. Antes de darme cuenta, me encontraba en una de las pequeñas calles secundarias que desembocaban en la principal repleta de los comercios que había observado antes a través de los escaparates.
William me pegó a la pared y puso un brazo a cada lado de mi cara. Parecía alterado. Su respiración era rápida e irregular, como lo era también la mía. Estábamos… demasiado cerca. Podía sentir la corriente volviéndose más fuerte por cada segundo que su piel estaba a punto de tocar la mía, a escasísimos centímetros de distancia. Podía acortar la distancia y besarlo.
Aparté ese pensamiento de mi cabeza. Podía escapar en cualquier momento. Tenía que hacerlo ya…
-          No huyas, Myst – susurró William. Sus ojos se encontraron con los míos y sentí un escalofrío de la cabeza a los pies. La sangre bullía en mis oídos.
-          Yo nunca huyo – repliqué en el mismo volumen.
-          Oh, sí, claro que lo haces. Cada vez que las cosas empiezan a ponerse serias entre tú y yo, te largas pitando. Desapareces y luego tenemos que empezar otra vez cuando nos vemos de nuevo. No lo hagas, por favor. No huyas – repitió. Sus ojos verdes brillaban con más intensidad que nunca, atrapándome.
Se me secó la boca ante su mirada. Sentía sus brazos a mi alrededor, su cuerpo emanando calor físico de una manera carnal, enloqueciéndome. Después de cuatro años, habían vuelto aquellas sensaciones, esta vez intensificadas. Volvía a ser la misma chica. La pasión prendió en mi cerebro y convirtió mi sangre en fuego. Me moría de ganas por besarlo.
Un último vestigio de cordura me contuvo. Apreté los labios y negué con la cabeza.
-          Yo… Sabes que podría desaparecer en cualquier momento… - farfullé incoherentemente.
-          Sí – musitó él. Se acercó lentamente, hasta que sus labios quedaron solo a un centímetro de los míos. La corriente creció hasta volverse insoportable. Lo necesitaba. Su contacto. De cualquier manera, pero ya. – Pero, sinceramente, confío en que no lo hagas.
Sin esperar ninguna respuesta, los labios de William se fusionaron con los míos. Tardé unos pocos segundos en reaccionar, paralizada, incapaz de saber qué hacer. Luego, mi cuerpo tomó el control y se dejó guiar por los impulsos que bullían dentro de mí, respondiendo al beso con pasión desenfrenada. De algún modo, mis manos acabaron rodeando su cuello y hundiéndose en su cabello, sin separarme de sus labios enfebrecidos. William sabía a pecado, a sal, a todo lo que me había negado durante los últimos cuatro años. Sus manos abandonaron la pared a mi espalda y se posaron en mi cintura, atrayéndome hacia él, hasta que nuestros cuerpos también chocaron. Su tacto era enloquecedor. Ya no quedaba ni un solo pensamiento coherente, solo estaban sus manos sobre mí y sus labios en los míos, su pelo entre mis dedos y nuestras respiraciones entrecortadas.
Ya no podía recordar ninguna de las razones por las que aquello estaba mal. Ni siquiera recordaba ya quién era yo ni me importaba lo más mínimo. Por un instante, me permití olvidar el mundo y me perdí en los labios de William.

2 comentarios:

  1. BIEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEN BIEN BIEN BIEN! Sí, perfecto! Mejor final imposible, mejor capítulo imposible, mejor escena imposible, mejores personajes imposible. Es todo perfecto. Sé que no acabarán juntos, pero una aventurilla de estas si que era necesaria y más que justa para los dos y para el lector. Es taan guay este detective, espero que si algún día mato a una panda de mafiosos me investigue uno como William.
    Menuda bomba la del final. Fue como lo de Salamandra y Thunder pero sin sentimientos de odio y desprecio hacia uno de los implicados. Me ha hecho muy muy feliz este capítulo y me ha recordado lo mucho que me gusta este libro y el aprecio que siento por los personajes (Clark no incluído)
    ¿Sabes qué? Me arrepiento de haber jugado al LoL antes de leer esta pedazo de entrada y me odio por ello no sabes cuanto. Te juro que no me pensaba que iba a pasar esto. Ha sido espléndido

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  2. P.D. Por tu culpa me voy a pasar toda la noche pensando en este final insuperable

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