(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


domingo, 12 de mayo de 2013

Atravesando los muros, la encontré tal y como realmente era.


8/Noviembre


Detective William Woods. 




En aquel momento, sentados el uno frente al otro, no pude evitar recordar nuestro primer encuentro. Pero ahora, apenas diez días más tarde, todo había cambiado.
Esta vez, Myst no llevaba ropa prestada, si no su propia ropa empapada por la lluvia. Su pelo, tan negro como la noche sin luna que nos rodeaba, le caía húmedo sobre el rostro y la espalda, resaltando aún más que de costumbre su pálida piel blanca. Pero, a pesar de ello, no parecía frágil y desvalida, tal y como se había mostrado el día del interrogatorio. Aquella vez había mostrado una máscara, se había convertido en otra persona mientras hablábamos. Ahora, frente a mí estaba la verdadera chica… quién quiera que fuera.
Entre sus manos, ligeramente temblorosas por el frío, aferraba la taza de café caliente recién comprada. Café con apenas una pizca de leche, lo justo para convertirlo en marrón en lugar de mantenerlo negro. Y azúcar, una cantidad increíble de azúcar.
Myst bebió un sorbo del ardiente líquido. Mientras lo hacía, levantó la vista de la mesa hacia mis ojos y me pilló infraganti en el acto de observar todos sus movimientos, cada pestañeo, cada respiración. Lentamente, las comisuras de sus labios se alzaron, esbozando una sonrisa misteriosa, muy propia de ella. Sus ojos chispearon, divertidos.
Me apresuré a desviar la mirada. Tomé mi propia taza de café y bebí, pero estaba demasiado caliente y me quemé la lengua en el acto. Volví a dejar el café sobre la mesa, conteniéndome para no escupirlo. Myst parecía intentar contener la risa con escaso éxito.
En un intento por aliviar el momento y disipar mi vergüenza, carraspeé, buscando algo que decir para comenzar la conversación.
-          Bien, ya tienes tu café – lo señalé con el dedo. Era un bajo precio a pagar si a cambio descubría alguno de los secretos que aquella enigmática chica escondía tras sus profundos ojos azules.
-          Ajá – recorrió el borde superior del vaso con los pulgares y sonrió un poco. – Gracias, detective.
-          Llámame Will – repliqué de inmediato.
A través de mi experiencia en el trato con criminales y en interrogatorios, sabía muy bien que las personas a las que le estas intentando sonsacar información participan de mejor gana con un relación más personal.
-          De acuerdo. Will – ronroneó el nombre, de un modo chispeante.
Tragué despacio. Myst estaba sentada al otro lado de la mesa, nuestras piernas casi se rozaban bajo ella. Nunca en mi vida había sentido con tanta claridad la presencia de alguien como la suya. Todo mi cuerpo reaccionaba a su cercanía. Su olor, a lluvia, a flores y a mujer, impregnaba el aire, aunque eso quizá se debiera a que éramos los únicos clientes en la cafetería, que había abierto sus puertas a las cinco de la mañana, apenas cinco minutos antes. Incluso habíamos tenido que esperar un poco sentado en los escalones de la entrada, los dos manteniendo un tenso silencio. Era una única sala, espaciosa, con diversas mesas colocadas ocupando cada hueco que hubiera. Mesas rojas, sillas blancas, y una barra larga tras la cual una camarera cincuentona empezaba la jornada laboral.
Encontrar a Myst llorando en el parque había supuesto un shock para mí. Cada vez que la había visto, que había hablado con ella, se había mantenido firmemente oculta bajo su escudo, impidiendo que viera cualquier vulnerabilidad o cualquier característica que mostrara su humanidad. Pero… esa noche había pasado algo, algo tan terrible que había abierto una enorme fisura en su armadura que se agrandaba más y más cada segundo que pasaba. Pero, algo dentro de mí, un presentimiento quizá, me susurraba que aquella ocasión no se volvería a presentar, que, con la salida del sol al amanecer, el escudo volvería y la Myst que estaba aquella noche ante mí, con los ojos rojos de lágrimas y la sonrisa chispeante (pero con un leve trasfondo de dolor), desaparecería por mucho tiempo.
Por eso, estaba dispuesto a permanecer en vela tanto tiempo como fuera necesario para estar con aquella Myst real hasta que volviera a ser sepultada tras la fría apariencia de dureza que normalmente portaba consigo a todas partes.
-          Me dijiste que me contarías la verdad – insistí.
-          Dije que había condiciones – matizó ella, enarcando las cejas.
-          Ya tienes tu café.
-          Condiciones, en plural.
Me recosté en el respaldo de la silla. Durante unos segundos, mantuvimos un reto de miradas. Los labios de ella volvieron a curvarse hacia arriba y no pude evitar responder de la misma manera.
-          De acuerdo. Oigámoslas.
-          Hm – lo meditó durante unos instantes, tabaleando con los dedos en la mesa. Sus manos eran delicadas, suaves y muy femeninas, aunque sus uñas permanecían incoloras, sin pintar. – Antes que nada, debes prometerme que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, le contarás lo que te voy a decir a nadie. A nadie, ¿entendido?
-          Sí. Ya habíamos dejado claro que era secreto.
Ante mi tono ligero, Myst agarró una de mis manos y la apretó con fuerza. Busqué sus ojos, sin saber cómo reaccionar. Ella estaba inclinada hacia adelante, mirándome con intensidad y con el rostro serio.
-          Esto no es un juego, William. – Aseguró. – Nadie es nadie. Porque, si se enteran de que sabes más de la cuenta, no dudarán en matarte. No importa que seas detective, o hijo del presidente de Estados Unidos, o multimillonario. Acabarán contigo. Promete que no se lo dirás a nadie.
-          Lo… lo prometo. – Susurré, impelido por su tono apremiante.
Ella asintió lentamente, soltándome la mano. Su ausencia dejó un vacío de calor y comodidad.
-          Vale. Debes saber que, si no cumples tu promesa, yo misma tendré que matarte. – Esperé que se riera, que diera alguna señal de que se tratara de una broma, pero lo hice en vano.
-          ¿Hablas en serio?
Asintió de nuevo con la cabeza.
-          Es una especie de código entre mi… - se detuvo, dudó. – Nunca sé cómo referirme a lo que somos: ¿raza?, ¿especie? – Lo meditó, mientras yo me centraba en digerir la información.  – Seguimos siendo humanos, al fin y al cabo, así que esa no es la palabra correcta.
-          Y, si sois humanos, ¿en qué os diferenciáis?
Myst me evaluó mientras bebía otro sorbo de su café. Aproveché para imitarla.
-          ¿Cuánto sabes de genética, detective? – preguntó de pronto.
-          La verdad que no mucho.
Frunció los labios, molesta.
-          Bien, entonces intentaré ser clara y rápida. Verás, los humanos compartimos el mismo número de genes, aunque en cada uno existen distintas variaciones que determinan nuestras características particulares, como el color del pelo o la altura.
-          Hasta ahí llego – repliqué, entrecerrando los ojos.
-          De acuerdo. Sigamos. Algunas personas, por distintos motivos que no se conocen con exactitud, pues muchas veces es puro azar, cambian. Sus genes mutan. Y de esas mutaciones surgen nuevas características. Supuestamente, es la evolución de la especie. Los progenitores con estas nuevas características se las pasan a sus hijos, que son más fuertes y tienen más probabilidades de supervivencia. Si los humanos fuéramos como el resto de animales, las personas como yo habrían acabado con los seres humanos normales como tú, pues nuestras capacidades son superiores y nos permitirían conseguir mejores alimentos y refugios. Pero, no te preocupes – sonrió de una forma que no resultó del todo reconfortante – la humanidad es demasiado educada para eso.
-          ¿Lo que me quieres decir es que existen personas con capacidades por encima de lo normal? ¿Como si fueran superpoderes? – el escepticismo de mi voz no se podía ocultar.
-          Supongo que es una forma de decirlo – se encogió de hombros. – Somos una especie de subraza superior. Por eso, nos llamamos los Supras.
-          Vaya, así que tenemos todos un ego enorme.
Myst se rio. Era una de las pocas veces que la oía hacerlo. Su risa era ligeramente aguda, de un modo un poco discordante, pero, aun así, había una gran belleza en ella.
-          Sí, supongo que sí.
-          Y, todos los supras – no pude evitar ironizar la palabra –, ¿tienen la misma habilidades?
-          No. Cada cual tiene su propia mutación genética y su propia capacidad. Tú ya has visto la mía – sonrió y de pronto la situación se volvió incómoda, mientras los dos recordábamos lo sucedido la noche del robo.
Ese recuerdo en específico me producía emociones contradictorias, pues, por un lado, ella se había aprovechado de mi ignorancia y mi despiste para jugar conmigo, pero, por otro, recordaba con demasiado detalle cómo se sentía su cuerpo contra el mío, el olor de su pelo, el calor suave de su piel. Y la chispa eléctrica, la química entre nosotros. Imanes atraídos.
Aparté esos pensamientos de mi mente antes de que acabara saliendo mal parado y volví a centrarme en la conversación. Estaba obteniendo bastante información y tenía que aprovechar aquella oportunidad única.
-          Exactamente, ¿qué es lo que puedes hacer?
Myst abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla sobre la marcha. Me miró con intensidad, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Sus manos se crisparon.
-          Oye, detective, no tendrás una grabadora oculta o algo así, ¿verdad? – su voz se tornó lúgubre.
Me quedé paralizado un segundo por la sorpresa. No podía negar que se me había pasado por la cabeza hacerlo, pues de ese modo obtendría pruebas reales de que no estaba loco, de que todo lo que había dicho había sucedido realmente, pero había decidido no hacerlo porque no quería traicionar la confianza de Myst. Y, también, porque me daba miedo (aunque no me gustara reconocerlo ni ante mí mismo) las consecuencias que habría si ella me descubría grabando sus confesiones secretas. Dudaba mucho que pudiera volver a andar con normalidad después de algo así.
-          No  - aseveré.
-          ¿Seguro?
-          Seguro. ¿Por qué lo preguntas?
-          Oh, no sé – su tono destilaba peligro. Ladeó la cabeza, en un gesto de rebeldía e impetuosidad que me hizo retroceder un poco. Ahora sí parecía la asesina que había conocido el primer día. – Solo que tus preguntas parecen muy específicas…, ensayadas. Como si esperaras conseguir una confesión. Pero son cosas mías, ¿verdad?
-          Por completo – afirmé. La miré a los ojos directamente, para que viera que decía la verdad. No titubeé al hablar, no desvié la mirada, no hice ningún tic. Ella tenía que saber que yo no mentía, pues, de otra manera, jamás confiaría en mí. – Puedes registrarme si quieres.
Pareció plantearse esa opción durante un instante, pero la descartó finalmente con una negación de cabeza. De pronto, se rio por lo bajo, sorprendiéndome una vez más con sus cambios de humor erráticos.
-          ¿Quieres que te registre, detective? – enarcó las cejas, para remarcar el doble sentido de sus palabras, lo cual me hizo atragantarme con mi propia saliva. Disimulé la tos bebiendo más café, hasta acabar el resto de la taza.
Aproveché esa excusa para levantarme y tirar el vaso vacío a la papelera y recuperarme de sus palabras provocativas. Myst causaba importantes estragos en mi control y en mi cuerpo, que debía manejar en su presencia, o terminaría por volverme loco por completo. Probablemente, loco por ella, lo cual era tan cuerdo como encerrarme en una habitación un león hambriento.
-          Centrémonos de nuevo, anda. ¿Tu habilidad? – repetí.
-          Ah, sí. Bueno, es difícil de explicar, la verdad. La explicación científica es algo así como que soy capaz de controlar la materia de mi cuerpo, concentrando o dispersando los electrones que la conforman para cambiar mi estado físico.
-          ¿Es decir…?
-          Que puedo hacer que mi cuerpo se vuelva incorpóreo.
Antes de que pudiera pedirle que se explicara mejor, levantó la mano derecha y la puso entre los dos. Justo iba a preguntarle que qué estaba haciendo, cuando sus dedos empezaron a desaparecer ante mis ojos. Fueron dispersando en pequeñas volutas de humo, cada vez menos visibles, hasta volatilizarle por completo. No quedaba ni rastro de su mano.
Empujé la silla hacia atrás por el impacto y ella sonrió ante mi respuesta. Lentamente, los dedos reaparecieron uno por uno, primero de una forma inconsistente y nebulosa y, después, carne sólida a través de la cual no se podía ver.
-          Una imagen vale más que mil palabras – citó Myst, apoyando de nuevo la mano en la mesa.
Me aproximé de nuevo.
-          ¿Puedes hacer eso con todo tu cuerpo?
Asintió. Se terminó su café y llamó a la camarera para pedir un segundo, igual de cargado que el primero, e incluyó además un sándwich mixto.
-          No he comido desde hace horas – se explicó cuando la camarera se fue. – No te preocupes, eso lo pago yo.
-          No me importa – me apresuré a decir. Me recompensó con otra de sus medias sonrisas, esta vez de agradecimiento.
-          Respondiendo a tu pregunta, sí. Y también puede extenderlo a objetos que estén en contacto con mi piel.
-          Déjame adivinar – mi cerebro procesaba sus palabras a toda velocidad, relacionándolo con todo lo que había ocurrido entre nosotros. – Eso fue lo que le pasó al jarrón.
-          Bingo.
Eso explicaba muchas cosas. Por fin entendía cómo era posible que, repentinamente, al dar la vuelta a la esquina Myst ya no se encontrara al otro, cuando había estado siguiéndola hasta ese momento. También eso le daba sentido a lo que había visto cuando ella se fue de repente en la noche del robo. Era un alivio saber que no estaba loco, después de todo.
Aunque seguían habiendo muchas cosas que no entendía o muchas dudas sin resolver. Empezaba a darme cuenta que necesitaría mucho más que un par de horas antes del amanecer para descubrir todo lo que deseaba. Y sabía, sabía demasiado bien, que después de aquel desayuno, los muros entre nosotros volvieran a alzarse, puede que más fuertes que antes. Y, fuera como fuere, tenía que evitar que eso sucediera.
-          Es increíble. ¿Qué otras habilidades hay? – la curiosidad me carcomía por dentro.
-          De todo un poco. Gente capaz de leer la mente, de controlar aparatos informáticos, de atravesar paredes, de controlar el agua o el fuego, telequinesis… Incluso conocí a un tipo que podía volar.
-          Oh, Dios mío – murmuré. – Esto realmente suena a ciencia-ficción.
-          Créeme, lo sé – suspiró. – El noventa por cierto del tiempo siento que vivo dentro de un cómic de Marvel, solo que sin la ropa fabulosa y el reconocimiento de héroes y las fans.
-          Siempre puedes vestirte como Catwoman, aunque todos te tomarán por una chiflada – le seguí la broma.
Sonreí sin poder evitarlo. Conocía a los superhéroes clásicos y los cómics de Marvel, que eran mi pasión secreta. A pesar de mis reticencias, Myst cada vez me gustaba más.
Ella se rio también. La camarera apareció con su sándwich y, al dejarlo delante de ella, me dedicó un pícaro guiño. Sin duda, pensaría que éramos una pareja y me animaba a acercarme más a “mi chica”. Desvié la vista a la mesa mientras la camarera se marchaba, demasiado incómodo ante lo que había pensado de nosotros.
-          Oye, ¿y tu amiga? – pregunté de forma precipitada, buscando cualquier tema de conversación. - ¿Ella también es una Supra?
Noté de inmediato cómo Myst se ponía tensa. Dejó con cuidado los cubiertos en el plato y apretó la mandíbula.
-          Tercera condición: no hablamos de mi vida privada. Y Sam es una parte importante de ella – su rostro tenía un rictus serio. Sus ojos habían perdido toda la diversión de momentos antes.
-          ¿Qué? – balbuceé.
-          Es la nueva condición – repitió, recalcando las palabras. Cerró las manos en dos puños. – No te contaré mi vida personal. Y nunca me preguntes sobre Sam. Puede que yo me meta en líos por esto, porque estoy infringiendo un montón de normas, pero ella no. – Levantó la barbilla, en un signo de rebelión. – Y, si quieres ir contra alguien, ven contra mí. Pero a ella la dejas tranquila, ¿queda claro?
-          Sí.
Tras su amenaza, Myst recogió los cubiertos y comenzó a comerse su sándwich con lentitud. El tema de su amiga había originado que se alejara de mí, cerrándose ligeramente, refugiándose de nuevo en su escudo de frialdad e indiferencia.
Lo que se podía deducir claramente de sus palabras era que entre las dos había una relación que iba más allá de la simple amistad. Por el modo en el que Myst la defendía, la fiereza de sus palabras, se percibía que entre ambas existía un lazo de lealtad y amor basado en una profunda confianza mutua. Eran como hermanas, aunque no compartían la misma sangre. Así que, probablemente, para dañar a una, tendrías que pasar por encima del cadáver de la otra.
En esa clase de relación, no importaba qué sucediera, qué se dijera o se hiciera, el lazo siempre permanecía, pues era más fuerte que nada. Era más fuerte que las posibles mentiras, que las contingencias de la vida, que los amores fallidos. Era inquebrantable. Y si quería ganarme de verdad a Myst, tenía que ser aceptado por Sam.
Tomé nota de ello.
Ahora que había impuesto la norma de no hacer referencia a su vida personal, mi posibilidad de abordar diversos temas se limitaba sustancialmente. Intenté pensar algo de lo que pudiéramos hablar que no aludiera a nada privado, por lo que decidí retomar lo de los Supras.
-          Antes dijiste que infringías las normas al contarme qué eras – ella asintió, sin despegar los ojos de su comida, alejándose más a cada segundo. Tenía que recuperarla. Mi voz se tornó ansiosa. - ¿Por qué es tan secreto? ¿Por qué nadie puede saber qué sois?
Por la forma en la que arrugó el ceño, supe que era un tema complicado.
-          Supongo que habrás visto las típicas películas donde aparecen extraterrestres y lo primero que hacen los humanos es examinarlos, ¿no? – comenzó. – Bien, ¿qué crees que harían con nosotros si descubrieran lo que somos? Seguro que no dejarnos vivir tranquilos. Nos investigarían. Querrían saber qué nos pasa y por qué. Y, sobre todo, nos controlarían. – Hizo una pausa y me miró brevemente, entre sus pestañas. – Seguramente, nos considerarían un peligro público y nos mantendrían alejados del mundo por algo de lo que no somos culpables. Nacimos así, ¿sabes? No quisimos ser de este modo. ¿Por eso tenemos que resignarnos a sufrir el castigo? ¿Solo por ser diferentes? ¿Por salirnos del patrón establecido? – Negó con la cabeza. – Preferimos vivir nuestras vidas libremente, sin que el gobierno las controle. Sin ser sus marionetas o sus presos. Por eso lo mantenemos en silencio.
Sí que lo entendía. Veía claramente su punto de vista, porque, al fin y al cabo, el ser humano siempre hacía lo mismo con todo aquello diferente que aparecía en su vida: lo examinaba profundamente y lo utilizaba en su provecho. Y con habilidades tan increíbles y poderosas como las que Myst me había explicado, podrían hacer cosas inimaginables. Así que convertirían a los Supras en sus perros de presa, para que trabajaran para ellos durante toda su vida, asfixiados por la correa del deber patriótico.
Myst tenía razón. Seguían siendo personas y tenían el derecho a decidir cómo vivir, al margen de su genética diferente. Y quizá la humanidad entendiese eso y los dejara libre, pero, ¿quién estaba dispuesto a correr el riesgo, cuando después no había vuelta atrás? El silencio no era cómodo, pero era más fácil que las consecuencias.
Perdido en mis reflexiones, no me percaté de que Myst había terminado de comer hasta que ella se puso en pie. La miré, sin saber qué hacer. Ella me dirigió una leve sonrisa, ni por asomo tan cálida como las de antes.
-          Ya es hora de que me vaya, detective – se despidió. Me di cuenta, una vez más, de que ella se empeñaba en llamarme por mi profesión (aunque me estuviera tomando unas pequeñas vacaciones) en lugar de por mi nombre y supe que era su modo de guardar las distancias.
-          Pero…
-          Sé que te quedan preguntas, pero está a punto de amanecer. Tengo que volver a casa.
-          Entiendo – yo también me puse en pie y la acompañé hasta la barra. Los dos nos paramos allí. Ella extrajo un billete de veinte del bolsillo de sus pantalones, pero negué con la cabeza. – Ya te lo dije, yo invito.
-          No quiero ser una carga – replicó.
-          Información a cambio de un desayuno es un trato justo – repliqué yo a mi vez.
Nos debatimos en un duelo de miradas de nuevo, pero esta vez gané yo. Volvió a guardar el dinero en su bolsillo y metió las manos en ellos, para calentárselas y huir al mismo tiempo de mi contacto.
Estábamos lo suficientemente cerca para que surgiera la chispa entre ambos, aunque los dos nos resistíamos a sus efectos.
-          Entonces… adiós – Myst se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
-          Hasta pronto – me despedí a mi vez.
-          Conociéndote, seguro que será muy pronto – respondió ella sin darse la vuelta. Un segundo después, salía por la puerta del local y desaparecía sin más, dejando solo como recuerdo de su presencia su olor y un tenue humo blanco arrastrado por el viento.

domingo, 5 de mayo de 2013

Al final, el destino siempre juega en nuestra contra.


8/Noviembre


Jack Dawson (Boom) 



Aunque hacía ya bastante que la moto había superado los doscientos kilómetros por hora, aceleré un poco más, logrando que ronroneara con más fuerza entre mis muslos. La carretera volaba bajo mis ruedas y el viento, gélido a esas horas de la madrugada, era lo único que enfriaba el ardor que se extendía con rapidez bajo mi piel, arrasando toda cordura a su paso. Sentía los músculos tirantes y un leve cosquilleo que crecía más y más entre los dedos, en los hombros, en el cuello y en las ingles.
Conocía suficientemente bien las señales para saber lo que inevitablemente iba a pasar. Lo único que podía hacer (lo que estaba haciendo) era retrasar levemente el momento, hasta que consiguiera llegar a mi destino. Pero no me quedaba mucho tiempo; por eso había dejado atrás todos los límites de velocidad, volando sobre dos ruedas en mitad de la noche. Durante un tiempo, una fugaz sirena de policía me había seguido en la oscuridad, pero había acabado dándose por vencida al verme desaparecer a toda velocidad delante de ella. Hasta para la justicia era ya una causa perdida, como también lo era para mí mismo.
Había olvidado la chaqueta al salir precipitadamente del apartamento cuando Annalysse… Myst desapareció. Ni siquiera me había molestado en averiguar que estaba pasando, solo necesitaba largarme a toda prisa antes de explotar en medio del salón por el caos de emociones que me hacía temblar. Una vez sobre la moto, todo había sido más fácil. Ninguna sensación se podía igualar a correr como un demonio por las calles vacías: la adrenalina burbujeando en mis venas, el regusto del aire nocturno en la boca, la lluvia mojando mi piel y aliviando el fuego de mi sangre. Y, aun así,  seguía sin ser suficiente. No había podido calmar del todo la vibración, solo había conseguido reducirla un poco. Pero eso era algo normal, algo que yo ya sabía: ella era más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo, me alteraba de un modo que desafiaba a toda lógica. Y ahora, con su imagen en mi cabeza, era incapaz de concentrarme en nada más. El recuerdo de sus ojos azules cargados de dolor me llevaba justo al límite del control, donde el paso siguiente hacia el abismo colorearía el mundo del color rojo del fuego.
Esa era la otra razón por la que yo era tan jodidamente peligroso. Porque, cuando no me controlaba rígidamente, manteniendo mis emociones y mi cuerpo bajo un férreo dominio, acababa estallando. Ya había progresado lo suficiente como para mantener a raya mi habilidad en el día a día, pero… había ocasiones en las que algo me alteraba demasiado y no podía evitar que las chispas escaparan entre mis dedos. Sin duda, volver a Myst había hecho que salieran a la superficie la enorme cantidad de sentimientos que había intentado enterrar cuando me marché de su lado: la culpa, el sentimiento de pérdida, el constante dolor de echarla de menos a cada segundo que pasaba, la necesidad física de estrecharla en mis brazos. Dejarla había sido como una droga que me hubieran arrebatado de pronto, dejándome con ganas de muchas más dosis. Había conseguido mantener la cabeza fría y el cuerpo sereno los últimos cuatro años, siendo frío e implacable, sin pensar en las consecuencias de mis actos ni plantearme mucho nada que no fuera ella en mis mañanas y mi rutina diaria, que se mostraba un camino vacío sin fin.
Pero ahora se había destapado la caja de Pandora. Todo estaba saliendo a la superficie a raudales. Los recuerdos…
La primera vez que la vi estaba saliendo del instituto. Había ido a buscar a Clark, en uno de esos actos sobreprotectores de hermano mayor que me caracterizaban. Y entonces, ella emergió de las puertas dobles, con el cabello negro como una noche sin luna suelto, en contraste con su piel blanco marfil.
A pesar de que su belleza no era la habitual, de esa que ves en las revistas de moda, había algo en ella que llamó mi atención inevitablemente. Quizá fue la forma en la que parecía mantenerse alejada del mundo, encerrada en su propia burbuja invisible, como también me pasaba a mí. Aunque, probablemente, fuera la forma en la que me miró cuando pasó a mi lado, taladrándome con sus enormes ojos azules como si fuera capaz de ver directamente mi alma desnuda. La mirada apenas duró cinco segundos, pero durante ese tiempo, los segundos se convirtieron en horas. Solo estábamos ella y yo, los dos perdidos en ese mirada que me había cortado la respiración. El mundo ralentizó el ritmo. Y luego volvió a retomar la velocidad habitual como si nada hubiera pasado, ella se fue con una media sonrisa en los labios, y yo juré que volvería a verla, costara lo que costase.
Al igual que si le hubiera dado al botón de acelerado rápido, las imágenes pasaron borrosas tras mis ojos: haber ido a verla cada día a la salida del instituto, el intercambio de miradas, su sonrisa, y finalmente, el día que me atreví a preguntarle su nombre.
El siguiente recuerdo fue el de nuestra primera cita. Ella llevaba un vestido hasta las rodillas de color rojo y negro y estaba más preciosa de lo habitual. En aquel momento, me había sentido el hombre más afortunado de la tierra, sobre todo cuando la atraje hacia mí de improviso y estrellé mis labios contra los suyos. Tras el momento de sorpresa inicial, en el que el pánico casi detuvo mi corazón, ella me devolvió el beso, entrelazando las manos en mi nuca. Nunca podría olvidar aquella noche. Su olor, a flores y a lluvia. La suavidad de sus labios, el sabor de su brillo labial de fresa. El tacto de su pelo entre mis dedos.
El recuerdo se fragmentó y desapareció tras mis ojos. Tras otro avance rápido del tiempo, se detuvo en otro momento. Esta vez, Annalysse llevaba unos vaqueros y una camiseta amplia. Se reía de alguna cosa que ahora no recordaba con exactitud, mientras me guiaba, cogida de mi mano, hacia el cine. La razón por la que ese día se me había quedado grabado en la memoria era porque fue el día en el que decidí que, más pronto que tarde, tendría que irme de su lado, una de las decisiones más dolorosas y horribles que había tomado jamás. Siempre había sabido que estar con ella era peligroso, que lo único que podía hacerle era daño, al menos a largo plazo. Y sabía, lo sabía con dolorosa certeza, que ella merecía algo mejor que un tipo que hacía cualquier cosa por dinero. Que robaba por dinero, que mataba por dinero. Por eso había decidido que tenía que marcharme de la ciudad y nunca volver a verla. Sabía que sería una agonía para ambos, pero esperaba que, en cierto modo, si lo hacía de golpe, como si me arrancara una venda rápido, dolería menos que decirle la verdad cara a cara. Al menos, así no la vería llorar.
Ahora me daba cuenta de lo egoísta y estúpido que había sido. Y de cómo, al final, el destino siempre juega en nuestra contra. Había abandonado a Annalysse para que nunca tuviera que formar parte de mi mundo y había acabado convirtiéndose en una de las figuras más importantes de la partida: Myst, mi oponente directo, mi misión.
De algún modo, aun perdido en los recuerdos desgarradores que me dejaban un regusto amargo en la boca, llegué al fin a la vieja fábrica abandonada de las afueras de la ciudad. Allí, la noche era tan oscura como la boca de un lobo y se sentía en el aire esa sensación de aislamiento y vacío de los lugares que han sido dejados atrás por la mano del hombre. Antes, había sido una empresa que se dedicaba a fabricar productos alimenticios, pero había quebrado muchos atrás y, estando a las afueras de la ciudad, en una zona conocida por el tráfico de drogas y por ser el vertedero de cadáveres de la mafia local, nadie quería comprar el terreno. Las ruinas del anterior edificio seguían ahí, como un testigo impotente del paso del tiempo, aunque se veía que no le habían dado ni un respiro. Había graffitis en cada centímetro de la pared, todas las ventanas estaban rotas en cientos de pedazos, la basura se amontonaba por todas partes y el aire estaba lleno del olor de los desperdicios que el mundo abandonaba allí para no volver a ver nunca más.
Esa noche no había nada cerca, así que el único ruido que se podía oír eran los grillos y el murmullo del río que estaba a unos doscientos metros de distancia.
Abandoné la moto de cualquier modo y corrí hacia el interior del edificio. Dentro había aún más pilas de porquería. Una rata chilló cuando entré a toda prisa. Las paredes, originalmente blancas, ahora estaban ennegrecidas en muchas zonas, con la pintura descascarillada o desaparecida por completo.
Esta noche, yo mismo me iba a encargar de añadir una nueva aportación a la lúgubre decoración del interior del edificio.
Cerré los ojos, inspiré hondo y escuché con atención. Solo se percibía el ulular del viento de fondo. Incapaz de contenerme ni un segundo más, dejé que todo flotara a la superficie. El dolor que me ahogaba por dentro, el sentimiento de culpa por Myst, la nostalgia. La impotencia, la frustración, el saber que había renunciado a todo para salvarla cuando al final había acabado tan condenada como yo.
La furia demoledora por no haber estado ahí cuando lo había necesitado, por no haberla protegido, a pesar de que cada noche le había susurrado que siempre lo haría, mientras ella se dormía entre mis brazos.
Tras mis párpados cerrados, aparecieron de nuevo sus ojos azules, tal y como eran ahora. Fríos, despiadados. Sin ningún rastro de la chica asustada y tímida a la que yo había amado, sin ni un vestigio de la persona que yo había conocido. La había perdido. No solo de forma física. Ahora, ni siquiera existía Annalysse… Estaba enamorado de un fantasma que se había perdido para siempre dentro de su propio cuerpo.
Aquello fue la chispa que faltaba. El calor, que seguía hirviendo bajo mi piel, ardió como un incendio, extendiéndose por mis venas y arterias con cada latido. La temperatura de mis manos superó rápidamente la normal en cualquier ser vivo y siguió ascendiendo. La corriente surgió entre las yemas de mis dedos, me erizó el vello por todas partes. Se propagó como el fuego en un bosque en pleno verano. Y, cuando ya mi cuerpo no pudo contener tal cantidad de energía, el calor salió disparado hacia fuera.
Con un sonido propio de una explosión, la pared recibió el primer pacto. Aguantó a duras penas, pero la pintura se derritió sin remedio, dejando a la vista los feos ladrillos grises ocultos debajo, mientras del techo caían restos de yeso.
Tras unos breves instantes, el calor volvió a revivir en mi interior, mientras me hundía más y más en la vorágine de mis emociones. Elevé la cabeza hacia el techo, con los ojos cerrados, y grité. De rabia, de frustración, de cansancio. De odio. En una sinfonía perfecta, tres explosiones más sucedieron a la primera, dos de ellas sobre la misma pared. Antes de que la tercera impactara también contra ella, la pared se derrumbó y mi expulsión de energía chocó esa vez contra las ruinas que quedaban, destrozándolas por completo, hasta dejarlas reducidas a pequeño polvo.
Caí de rodillas y enterré la cara entre mis manos. Estaba ardiendo. La corriente seguía sobre mi piel, recorriéndola de un lado a otro. Y, cuando se volvía demasiado potente para contenerse en la barrera de mi cuerpo, salía disparada hacia cualquier parte, haciendo que explotara a mi alrededor.
Era un monstruo. Destruía todo cuanto me rodeaba. Había destruido a Annalysse. Y, después, me había destruido también a mí mismo.
Aunque deseaba hacerlo, para así poder aflojar el apretado nudo que me obstruía la garganta, no lloré. Nunca había sido una de esas personas que se desahogaban llorando, porque siempre me había obligado a mantener la apariencia de seguridad que los demás esperaban de mí. Tenía que hacerlo sobre todo por Clark, para que mi hermano pequeño no tuviera miedo ante un mundo al que teníamos que enfrentarnos solos.
Y ahora, ya ni siquiera era capaz de llorar cuando estaba solo. Me había arrebatado esa capacidad a mí mismo, condenándome a mantener esa angustia constante dentro de mí, sin ningún modo de aliviar la presión. Me maldije entre dientes.
Después de unos cuantos minutos, la última explosión destruyó unas cajas abandonadas. Su contenido, fuera el que fuera, quedó convertido en polvo negro, que se amontonó en el suelo, ya sucio por la inmundicia y los efectos de mis pérdidas de control.
Suspiré. Al menos, esa vez había llegado a tiempo y había conseguido estallar dentro del edificio. Otras veces no había tenido tanto autocontrol y suerte.
Me levanté lentamente. Tras el extremo gasto de energía que mi cuerpo había decidido protagonizar, me sentía débil y enfermo. Muy cansado; pero no solo de forma física. Estaba agotado de luchar contra un mundo que solo quería hacerme daño. Cansado de intentar mantenerme en pie cuando la realidad no hacía más que hacerte caer, una y otra vez.
Por una vez, hubiera querido rendirme. Solo por esa vez, podría dejar que el mundo me pasara por encima, ¿no? Una vez no importaría.
Inspiré hondo y solté una dura carcajada, que hizo eco en el silencio de la noche.
Sabía que no podía simplemente dejar de luchar. Tenía que salir adelante, porque Clark dependía de mí…
Clark.
En ese momento, me di cuenta de que, cuando había salido corriendo del apartamiento de Myst, él ya no estaba allí. Se había marchado en algún momento durante mi conversación con ella sin que yo me diera cuenta, lo cual no era difícil, porque toda mi atención, todos mis sentidos, habían estado centrados por completo en aquella aparición de mi pasado. Cuando me largué a toda prisa, allí solo se había quedado la preciosa chica que había protegido a Myst cuando intenté acercarme a ella.
Volví a suspirar. Extraje el paquete de cigarros del bolsillo de los pantalones y saqué un cigarrillo. Nunca había necesitado tanto una calada de nicotina como en ese momento, porque nada me aliviaba tanto como matarme poco a poco.
Rebusqué en busca del mechero, para darme cuenta de que lo había metido dentro de la chaqueta aquella tarde. Joder.
Concentré mis escasas energías en la punta apagada del cigarro y conseguí a duras penas producir una leve explosión. Me sentí aliviado cuando vi que había sido suficiente como para encenderlo, aunque por muy poco.
Inhalé profundamente, llenándome los pulmones con el nocivo humo. Cuando lo dejé escapar entre sus labios, su forma, repentinamente, me recordó a Myst evaporándose ante mis ojos y desapareciendo, fundiéndose con el viento que escapaba por la ventana. ¿Esa era su habilidad? ¿Realmente era una Supra? Joder. ¿Nada tenía sentido o qué?
Unos pasos detrás de mí me alertaron de que tenía compañía. Me giré lentamente. En la puerta había un hombre mayor, de unos cincuenta años, que me miraba con el ceño fruncido y cara de preocupación.
-          ¿Va todo bien, chico? – me preguntó sin más. – Me ha parecido oír explosiones o disparos aquí dentro…
Me encogí de hombros con fingida ignorancia.
-          No tengo la menor idea. Acabo de llegar – me dirigí con largas zancadas hacia la puerta – y ya me voy.
-          Pero…
-          No le dé importancia. Será lo mejor. – Mi voz sonó amenazadora incluso en mis oídos.
El hombre retrocedió cuando pase a su lado, asintiendo con la cabeza, entendiendo el mensaje indirecto que se escondía en mis palabras. Métase en sus asuntos.
Aun con el pitillo entre los labios, me monté de nuevo en la moto. Arranqué sin pararme a pensar ni por un segundo en nada más. De nuevo, el viento helado me azotó el rostro mientras me largaba a toda velocidad de la fábrica abandonada donde había dejado la marca de mis emociones descontroladas.
Como siempre, huía. Siempre igual. Una vez más, escapando.
Quizá algún día llegara la hora de que le plantase cara a mi destino.
Pero no esa noche.
Aceleré más y más, perdiéndome en la carretera a ciento cincuenta kilómetros por hora (y cada vez más rápido).

miércoles, 17 de abril de 2013

Lágrimas bajo la lluvia.


8/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst



A pesar de que llovía a cántaros, en ese momento no sentía frío. Probablemente, cuando volviera a casa, sí lo sentiría en la piel, en la ropa pegada, y en el pelo empapado que me pesaba sobre los hombros, pero justo en ese instante, apenas me daba cuenta de las gotas que me iban calando poco a poco los huesos.
Había vagado por la ciudad durante un rato, aunque no sabía exactamente cuánto, en forma de humo blanco. Sin ningún lugar a donde ir, me había limitado a dejar que me arrastrara la corriente, hasta que me había hartado de estar en forma gaseosa y había vuelto a materializarme, sin preocuparme demasiado dónde estaba.
Por pura casualidad, me encontré en mitad del parque que se encontraba medio kilómetro al norte de nuestra casa, más o menos. La oscuridad me envolvía como un manto, atenuada levemente por la luz de las pocas farolas que se extendían por el camino de piedras que discurría entre los altos árboles. Aquella noche, la luna no brillaba en el cielo, oculta tras un espeso muro de nubes negras, que también tapaban las estrellas, aumentando aún más la oscuridad del parque. Vagué por el sendero, sin tener en cuenta la dirección de mis pies. Mientras andaba, casi con los ojos cerrados, me centré el ruido nocturno del mundo vegetal a mi alrededor para no pensar en nada. No quería recordar a Jack mirándome como si fuera lo más bello y lo más terrible que hubiera visto, todo al mismo tiempo. No quería volver a oír las palabras que me había gritado con la voz impregnada de tristeza y desesperación. No quería recordar los motivos que me habían llevado a entrar en Tánatos. No podía soportarlo, aun no. Recordar a June, la pequeña June, con su enorme sonrisa (con los dientes ligeramente separados de un modo que siempre me había parecido adorable) y sus ojos, un poco más claros que los míos, me hacía daño de un modo físico, igual que si alguien me estuviera apretando la garganta para ahogarme despacio, o como si, de algún modo, me estuvieran clavando puñaladas directamente en el corazón.
Así que, para eliminar cualquier de esos pensamientos de mi cabeza, escuché, perdiéndome en el sonido de los grillos, que actuaban en privado aquella noche, solo para mí. El ulular de un búho perdido en el espesor de los árboles. El susurro de las hojas al ser movidas por el viento. Y, poco a poco, el crescendo de las gotas de lluvia chocando contra el suelo, cada vez más rápido, con más fuerza.
Podría haberme refugiado bajo las frondosas copas de los árboles, pero seguí caminando. El movimiento de mis pies era un alivio leve, pero necesario, al igual que cerrar los ojos y dejarme llevar por la nada que había tras mis párpados. Casi no notaba la lluvia cayendo sobre mi cuerpo, ni su frialdad, porque nada importaba. De algún modo, después de cuatro años corriendo, escapando, huyendo del pasado, este me había alcanzado de lleno. Me había golpeado con demasiada fuerza, cortándome la respiración, y dejándome sin la energía para levantarme y volver a la pista de juego. Estaba cansada de correr, de esconderme. De intentar ser una persona que no era, porque ese era el único modo de sobrevivir en aquel mundo asfixiante.
Aunque lo había intentado con todas mis fuerzas, no había logrado erradicar los sentimientos. Desde que había conocido a Sam, había deseado ser como ella, eliminar todas las emociones que me hacían vulnerable y ser fuerte, fría, indiferente. Conseguir que nada me afectara para ser capaz de vencer a todos mis demonios. Pero, tras todo ese tiempo, seguía siendo dolorosamente humana. Experimentaba con la misma fuerza que siempre; solo con el recuerdo de la cara de June ya emergía una garra fría en mi pecho que me atenazaba por dentro.
Probablemente, no estaba hecha para ser la asesina en serie que me habían entrenado para llegar a ser. Tenía las capacidades, y mi habilidad me ayudaba de manera indudable, pero, por dentro, era débil. Había tratado de ocultarme esa verdad a mí misma, y al resto del mundo, pero ahora ya no había modo de hacerlo. Volver a ver a Jack había sido como destapar la caja de Pandora y ahora estaban allí todos los horribles sentimientos que había tratado de mantener bajo llave lejos de mí. La tristeza, la impotencia. La angustia desgarradora, el sufrimiento que me hacía temblar.
Para aquel momento, empapada hasta la médula, ya no me quedaban fuerzas para seguir andando. Estaba demasiado agotada, incapaz de mantener en pie un mundo que se desmoronaba rápido, muy rápido.
Me detuve en mitad del sendero, con las rodillas temblorosas, y abrí los ojos. Aparte del camino, que seguía discurriendo entre los árboles, vi un pequeño parte infantil. No era una gran cosa, apenas un tobogán, un balancín, un barco para que los niños corretearan y un par de columpios, casi escondidos detrás de un roble. El viento balanceaba los columpios, que emitían un chirrido discordante.
Ladeé en la cabeza. Sin poder evitarlo, recordé la vez que, siendo ambas dos niñas pequeñas, June y yo habíamos ido juntas al parque con nuestra madre. Yo debía de tener unos ocho años y June, cuatro. Fue la única vez que mamá nos llevó al parque, quizá porque en aquel momento su doctor había disminuido la dosis de su medicación y por eso tenía ganas de salir de casa, en lugar de permanecer encerrada en su habitación como hacía el resto del tiempo.
Recordaba perfectamente a mi madre, con su cabello corto de color castaño claro, tratando de empujarnos a ambas al mismo tiempo, y las dos gritando y riendo. Ambas llevábamos un vestido idéntico, solo que el de June era más pequeño que el mío. Mientras nos columpiábamos, nos mirábamos la una a la otra, compitiendo por llegar más alto, sin dejar de reír.
Las imágenes se reproducían en mi casa a cámara lenta. Me tambaleé, con las piernas casi incapaces de sostener mi peso, hasta los columpios, y me senté allí. El agua que se había almacenado me mojó la parte de atrás de los vaqueros, pero ni siquiera me molesté en prestarle atención.
Las lágrimas, al escapar de mis ojos, se mezclaban con las gotas de lluvia que no cesaban de caer, por lo que, de algún modo, realmente parecía que no estaba llorando; simplemente, miraba al cielo y la lluvia me mojaba la cara. Aunque, por supuesto, no era así. Mi llanto silencioso dio salida al sordo dolor que se me había instalado en el pecho en las últimas horas.
Tampoco podría decir cuánto tiempo estuve llorando sola sentada en el columpio. Quizá fueron quince minutos, o quizá horas. La noche estaba demasiado cerrada para calcular el paso de las horas mediante el movimiento de la luna o las estrellas. Por un instante, sentí que de pronto, estaba en ninguna parte, encerrada en el vacío a solas con el sufrimiento que portaba como eterno compañero desde hacía cuatro años. Lloré entonces por mi hermana muerta, por no haber podido salvarla aquella maldita noche. Lloré por mi madre, que había sido incapaz de superar la desaparición de su hija. Lloré por Sam, cuyo pasado le había proporcionado una vida vacía de sentimientos. Lloré por Jack, que había tenido que abandonarme aun amándome, simplemente porque deseaba protegerme. Porque prefería mi seguridad a su felicidad. Y, sobre todo, lloré por mí misma.
Finalmente, el sonido de unas pisadas en la tierra húmeda, aplastando las hojas que el otoño había arrancado de los árboles, me interrumpió.
No me molesté en levantar la vista. Me daba igual quién fuera mi acompañante o qué quisiera. Solo quería que desapareciera; tanto él como todo el mundo, hasta dejarme a solas con mi corazón desgarrado.
Pero el desconocido no oyó mi muda súplica, por lo que siguió caminando hacia mí. Consideré entonces la posibilidad de un atracador nocturno, o un violador, que hubiera creído encontrar en mí una víctima vulnerable a la que atacar en medio del silencio de la oscuridad. Esbocé una lúgubre sonrisa. De ser así, aquel bastardo estaba a punto de recibir su merecido. Aun guardaba un cuchillo en la manga de la camisa, cuyo frío filo me helaba la piel empapada.
Se paró detrás de mí, a tres o cuatro metros. Sentí sus ojos observándome, pero no dijo ni una sola palabra. Finalmente, cuando el silencio se hizo insoportable y venció la curiosidad, giré la cabeza.
El detective William Woods tenía una expresión seria en el rostro, que se tornó en sorpresa cuando se dio cuenta de mis ojos rojos de llorar y la expresión desamparada que llevaba en la cara. Alejó la vista, incómodo, pero no se marchó, aunque yo había dudado mucho que fuera a hacerlo. Si había algo que ese hombre era, era tenaz. Jamás había visto a nadie tan persistente en mi vida.
-          Vaya, detective. Tiene un don para llegar en los peores momentos – a pesar de que mi voz no fue más que un susurro, resonó con fuerza en la quietud que nos rodeaba.
Él carraspeó y volvió a mirarme. Le dediqué una sonrisa triste antes de darme la vuelta de nuevo, para excluirlo a mi espalda. Empecé a balancearme en el columpio, moviendo las piernas lentamente para proporcionarme una leve oscilación.
Los pasos a mi espalda se reanudaron. Pero, en lugar de alejarse y desaparecer, se acercaron hasta que el detective se sentó en el columpio a mi lado. Se abstuvo de mirarme, pero yo no tuve la misma consideración. Clavé la vista en él. A la tenue luz de la farola, su piel parecía más pálida, pero sus ojos mantenían el profundo color verde de siempre, que me hacía recordar a la hierba en verano. Sus facciones podrían haber resultado demasiado duras de no ser porque tenía los labios carnosos (el inferior ligeramente más grande) y unas pestañas tupidas que resaltaban aún más el color de sus ojos. Sam tenía razón. Era muy guapo. Además, tenía un cuerpo bien formado. Alto y musculoso, probablemente por el entrenamiento para llegar a ser policía.
Él me miró de reojo, pero desvió la vista rápidamente al darse cuenta de mi escrutinio.
-          Debe de ser una gran decepción.
-          ¿El qué? – preguntó rápidamente. Su voz sonaba tensa.
-          Descubrir que, al fin y al cabo, soy humana. – Desvié la mirada hacia los árboles que estaban frente a nosotros, mientras seguía columpiándome. – Que no soy el monstruo sin sentimientos que usted creía.
-          ¿Y por qué eso iba a ser una decepción?
Los dos hablábamos en un tono bajo e íntimo, aunque en la soledad del parque no hubiera nadie para escucharnos. Me encogí de hombros suavemente.
-          Supongo que es mucho más fácil odiar a alguien cuando piensas que es un monstruo.
Él no respondió inmediatamente. El silencio que nos rodeaba solo estaba roto por nuestras respiraciones y los grillos, que continuaban cantando sin descanso.
-          No te odio – musitó por fin.
-          ¿Ah, no? Pues parecería que sí.
El detective se removió en su asiento y, finalmente, suspiró.
-          Me gustaría odiarte. Al principio lo hacía, la verdad. – Se detuvo y dudó. – Pero…
-          ¿Pero?
-          Ahora te conozco demasiado para poder seguir haciéndolo. – Sonaba cansado. – Me he pasado persiguiéndote suficientes días como para descubrir que no eres mala persona, solo una persona a la que le han pasado cosas malas.
-          ¿Y cómo has llegado a esa conclusión? – apenas pude contener el dolor que me embargaba. La voz se me quebró en la última palabra, mientras nuevas lágrimas caían por mis mejillas.
-          Lo sospeché desde la segunda vez que hablamos, después del interrogatorio. Y también cuando no me mataste el día que robaste el jarrón, cuando sabías que podía haberte delatado. Aunque supongo que no había estado seguro hasta ahora.
La lluvia seguía cayendo, ahora con menos ímpetu que antes. El detective tampoco tenía paraguas, así que ambos estábamos empapados por completo. El cabello oscuro se le pegaba a la frente y a la nuca, con diminutas gotitas resbalando por su cuello. Llevaba una camiseta sencilla, negra, que se había pegado a su torso por culpa de la lluvia.
Sin saber qué responder, me limité a columpiarme un poco más fuerte, con la mirada perdida entre el follaje.
-          No creo que seas un monstruo – continuó él, al ver que yo no decía nada. – Pero sí sé que hay algo en ti que te hace diferente… especial. Y… solo quiero entenderlo todo, Myst.
Me giré sorprendida hacia él. La forma en la que había pronunciado mi nombre… había sido como una caricia, a la vez tierna y electrizante. Era la primera que me llamaba directamente así, sin formalidades de por medio.
El detective… William me miraba fijamente, con intensidad. Me sonrojé sin poder evitarlo al percibir la fuerza de sus ojos y retrocedí un poco. Había algo demasiado íntimo en la manera en la que en ese momento me estaba mirando.
Busqué algo que decir, cualquier cosa, para poder romper el momento, temiendo las consecuencias de lo que sucedería si seguíamos ese camino. Esa noche yo estaba demasiado destrozada para razonar, y eso podría implicar una decisión de la que me acabaría arrepintiendo.
-          ¿Por eso has venido? ¿Por las respuestas? – tenía la boca seca.
Después de un largo instante de inmovilidad, en el que permaneció atrapándome con sus ojos, asintió lentamente. Al moverse, parte del hechizo se desvaneció, pero la situación seguía siendo demasiado personal para mi gusto.
-          Quiero saber la verdad. – Afirmó con rotundidad.
-          No puedo contártela.
-          ¿Por qué no? – adoptó un leve tono de súplica.
-          Porque… - vacilé – está prohibido. Somos un secreto.
-          ¿Quiénes sois un secreto?
Observé fijamente a William, intentando discernir cuánto podía contarle. La regla número uno de la organización era no desvelar nuestro secreto, nunca decir quiénes éramos en realidad, pero… él ya sabía mucho más de lo que debía, así que, quizá, si se lo explicaba todo, pudiera evitar daños mayores que con la verdad a medias.
Lo calibré lentamente y él mantuvo mi mirada mientras duraba mi escrutinio, con firmeza y seguridad.
-          Está bien – acabé accediendo. – Te contaré lo suficiente para que puedas entender. Pero hay condiciones.
Me levanté del columpio sin esperar su respuesta y empecé a andar por el sendero. De inmediato, él se levantó de un salto y me alcanzó con facilidad, manteniendo mi paso sin problema, pues sus piernas eran más largas que las mías y su zancada, mayor.
-          ¿Condiciones? – preguntó con renuencia. - ¿Qué clase de condiciones?
-          Bueno… - reflexioné un segundo. – Antes que nada, tienes que invitarme a un café.
Él me miró como si estuviera loca.
-          ¡Pero si son casi las cinco de la madrugada! – exclamó, escandalizado.
Sonreí sin poder evitarlo y lo miré con la diversión brillando en mis pupilas.
-          Siempre es buen momento para un café.