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martes, 29 de enero de 2013

Toda acción tiene su consecuencia (II).


7/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst




Los acordes de una canción lenta, suave, llenaron la habitación. La música fue penetrando poco a poco a través de mis oídos y, por un segundo, me dejé llevar por la dulce melodía que estaba escuchando Sam, una canción que no había oído nunca antes entre las muchas de su repertorio.
Permanecí sentada en la cama unos instantes más, perdiéndome en el compás de la canción. En mi regazo descansaba un libro, a medio leer, que había dejado abierto en una de tantas páginas. Había intentado olvidarlo todo sumergiéndome en las páginas de una historia donde yo no fuera la protagonista, donde los problemas relatados no me dieran un dolor de cabeza, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza como para centrarme de verdad en la lectura y, tras un escaso cuarto de hora, había abandonado el libro sin ser capaz de continuar leyéndolo.
Torcí el gesto, disgustada conmigo misma.
Luego, finalmente, con un sutil suspiro, me levanté de la cama, abandonando el libro a mi espalda, y me dirigí al salón, de dónde provenía la música que aún seguía oyéndose en todo el piso, aunque el volumen no estuviera tan alto como para molestar a los vecinos. Era, simplemente, que los acordes se filtraban a través de las puertas y llenaban el silencio que se había instalado de forma tensa en la casa.
Sam estaba tumbada en el suelo del salón, sobre la alfombra. Con el pie derecho, llevaba el ritmo golpeando en el suelo y sus ojos estaban fijos en algún punto del techo. De vez en cuando, cantaba las partes que conocía de la letra en voz baja.
Permanecí unos segundos en el vano de la puerta, tratando de no hacer ruido para no interrumpirla. Sam rara vez cantaba y, las pocas veces en la que lo hacía, era en el interior de nuestro piso, cuando estábamos las dos solas (o ella sola), y en susurros bajos que solo podías oír si prestabas la atención suficiente. Por eso, cuando podía escucharla, como en aquel momento, lo aprovechaba, porque mi compañera de piso tenía la voz más dulce y preciosa que había oído nunca. Era embriagadora, como tomar una droga que te deja al borde del éxtasis.
La canción terminó al poco tiempo. Sam cerró los ojos, disfrutando de los últimos segundos, mientras los acordes finales se extinguían. Luego, comenzó otra más rápida, algo de rock con mucha guitarra eléctrica y una letra pegadiza.
Antes de que pudiera decir una sola palabra, Sam se me adelantó.
-          ¿Vas a quedarte todo el día mirándome desde ahí?
-          No soy de ese tipo.
Ignorando el espléndido sillón que había justo a su lado derecho, me acosté al otro lado de Sam, también sobre la alfombra. Era mullida y suave. La habíamos comprado por impulso en una pequeña tienda el mismo día que nos mudamos, simplemente porque a las dos nos gustó y parecía confortable y cómoda. Justo lo que necesitábamos para un nuevo hogar.
A veces, Sam hacía aquello. Se tumbaba sobre ella y escuchaba música sin hacer nada en especial. Solo escuchaba pasar el tiempo a través de las canciones, con la mirada fija en el techo. De vez en cuando, me gustaba acompañarla. En ese momento, con la confesión a punto de saltar de mi lengua, necesitaba justo un momento de alfombra.
-          Hay algo que no te he contado. – Empecé con lentitud.
-          Lo sé.
-          Es algo que… ocurrió justo después del robo. – Me detuve, buscando las palabras que necesitaba y que se me atascaban en la garganta. – Algo relacionado con el detective que me lleva persiguiendo un tiempo – musité.
Sam me miró de reojo y asintió con la cabeza, alentándome a continuar. La conocía lo suficiente como para saber que escucharía toda la historia, sin interrumpirme, y que, al final, me diría su opinión sin los tapujos que suelen tener aquellos que sienten vergüenza o empatía hacia la otra persona. Como ella no sentía esas cosas, me soltaría lo que pensara sin más.
Tomé aire lentamente, intentando ordenar mis confusas ideas, que no dejaban de evaporarse y tratar de escapar.
-          Cuando sonó la alarma de la vitrina, salí a toda prisa de la habitación, llevándome el jarrón conmigo. Lo pegué a mí porque mientras estuviera en contacto con mi cuerpo, podría transportarlo conmigo. Recordaba gran parte de los planos que habíamos mirado cuando investigamos la casa, así que fui capaz de llegar a una de las salidas más alejadas de la casa, aunque me choqué con un par de paredes por el camino. – Llegaba la parte escabrosa. – Cuando salí al exterior, el detective me estaba esperando allí, casi como si supiera que yo tendría que aparecer tarde o temprano…
Mientras Sam permanecía en un completo silencio, le conté cada detalle de mi encuentro con el detective. Cómo al principio no lo había oído, tan ofuscada como estaba tras la huida. Debía reconocerlo, me había aterrado la amenaza de ser descubierta, aun sabiendo que ninguna prisión podría retenerme. Pero aun así… el modo en el que se torcieron las cosas me provocó una sensación de miedo en el estómago que me volvió descuidada y, para cuando me quise dar cuenta, el detective estaba demasiado cerca y yo no podía desaparecer ni esconder el jarrón.
Narré, sintiendo la vergüenza aflorar a mi rostro en forma de rubor, nuestro encuentro. La sutil forma en la que había coqueteado con él para despistarlo, pero… la química real que era incapaz de negar.
-          Jugué con él, usé los trucos que me enseñaste, para que no se diera cuenta de que había hecho desaparecer el jarrón. Sabes que mientras un objeto este en contacto con mi cuerpo, puedo alterar su estado como hago con el mío. Así que agarré el jarrón con fuerza con la mano derecha y lo desmaterialicé hasta que se convirtió en un humo apenas perceptible. Lo hice antes de que él me pusiera las esposas, mientras no dejaba de usar esa… tensión de baja intensidad que existe entre nosotros en mi favor.
>> Realmente… - me detuve de nuevo, cada vez más confusa. – No sé qué ocurre con él, ¿sabes? Sé que es solo un juego y no quiero entablar ninguna relación con él, ni siquiera una amistad, pero cada vez que estamos cerca… surge esa chispa. Una corriente de poco voltaje que va creciendo poco a poco. Y, cuando su cuerpo tocó el mío, creció y creció hasta llegar al borde del abismo. Hasta casi arrasarlo todo. No sé bien como definirlo, porque ni siquiera yo misma entiendo qué pasa. Quizá… podríamos compararlo con dos imanes que, aunque deberían repelerse, realmente se atraen con demasiada intensidad, buscándose.
Pensé un instante en la analogía que había usado. Luego, retomé el hilo de la historia.
Le conté a Sam que él me había puesto las esposas mientras me ponía las manos detrás de la espalda y yo, en todo momento, jugaba con él, incitándolo, despintándolo. Siempre con cuidado para que no notara la extraña densidad cerca de mi mano derecha, donde el jarrón permanecía de forma incorpórea, pero notoria si uno se fijaba lo suficiente: una suave ondulación en el aire en la que se percibía la diferencia.
Después, le había dicho mi nombre. No el verdadero, por supuesto, puesto que ese nombre había sido enviado al exilio más profundo. Ese nombre era el de una persona que ya no existía, que había muerto cuatro años atrás, justo en el momento en el que Myst nació en su lugar, con una gran parte de la persona que era antes perdida y, el resto de mí, vuelto del revés y puesto boca abajo.
Un nombre designa una realidad concreta. Si esa realidad, que era yo, ya no existía, no podía permanecer con el mismo nombre, puesto que no denominaba a lo que era ahora. Por eso, Annalysse era una palabra que nunca, jamás, quería escuchar. Demasiados recuerdos de un pasado que prefería no rememorar.
-          Cuando el detective se dio cuenta de que no tenía el jarrón, empezó a buscarlo de manera desesperada. Al fin y al cabo, era la prueba principal del crimen. Yo aproveché la ocasión para darme la vuelta y, una vez mis manos quedaron de mi vista, me libré de las esposas. Desmaterialicé el metal con cuidado de no hacer ruido y de que las esposas no se cayeron al quedar liberadas mis manos. Luego, las agarré con la mano izquierda, puesto que todavía escondía el jarrón en la derecha, y se las tendí al detective. – Ahí hice una pausa incluso mayor que las demás, puesto que el resto de la historia era la parte más espinosa del relato.
Sam no había abierto la boca desde que yo comenzara a hablar. Se había limitado a escucharme con expresión neutra, asintiendo de vez en cuando para que yo supiera que seguía atenta a mis palabras. Ninguna expresión había variado su gesto inmutable y eso me resultaba perturbador, puesto que no sabía qué le estaba pareciendo mi historia.
Cogí aire profundamente.
-          Cuando él vio que también me había quitado las esposas, algo supuestamente imposible, empezó a preguntarme acerca de cómo lo había hecho. Al principio, cumplí la regla del silencio y le dije simplemente que yo no era normal, pero… después me habló del giro que había tomado su vida por mi culpa, de que estaba jugando con su cordura. Y me di cuenta de que tenía razón. Ya había sentido pena por él antes, pero en ese instante me embargó por completo la culpa. Me di cuenta de que yo… era como ellos. Como todos los monstruos que me he encontrado desde el asesinato de mi hermana. Jugando con los demás. Tratándolos como si fueran marionetas. Pero son personas. ¿Cómo podía creer que sería capaz de arruinar sus vidas y quedarme mirando cómo todo se desmoronaba? Yo no soy así.
>> Esa maldita mezcla de emociones hizo que perdiera el juicio, a lo que se le sumó el sonido de las sirenas acercándose, y yo acabé… utilizando mi habilidad y desmaterializando delante de sus ojos. Así que… Ahora lo sabe.
Cerré los ojos, sintiéndome de pronto terriblemente cansada de todo aquello.
-          Confiaba en que, al enterarse, desapareciera, muerto de miedo. Debí darme cuenta de que ese no es su estilo. Ahora ha acampado frente a nuestra ventana y… no sé qué hacer, Sam. Sé que la cagué, de verdad que sí, pero necesito tu ayuda para solucionarlo, por favor. – Mi voz fue perdiendo fuerza según musitaba cada palabra hasta transformarse en apenas un susurro, casi oculto tras el sonido de la música que seguía sonando de fondo. Habían pasado dos canciones más mientras narraba con detalle mi historia.
Una vez terminada, miré a Sam despacio. Ella había vuelto a clavar la mirada en el techo y parecía cavilar seriamente sobre algo. Decidí que ya había hablado lo suficiente, así que me mantuve callada y esperé a que ella rompiera el silencio entre nosotras.
-          Esta vez sí que has metido la pata, eh. – Terminó por decir.
-          Sí, supongo que sí. – Conseguí sonreír un poco, pero el gesto no me llegó a los ojos.
-          ¿Qué quieres que haga ahora, Myst? – me preguntó sin rodeos. – Está claro que tienes algo no del todo racional con ese detective, algo físico. ¿Quieres estar con él? Ya sabes…
-          ¡No! – me apresuré a responder. Negué con la cabeza con vehemencia. – Nada de relaciones. Nada de hombres. Ese es el pacto.
-          Venga ya. Es un pacto estúpido. Solo se vive una vez, cariño.
-          Y el amor siempre acaba haciéndote sufrir. Hicimos el pacto por una puñetera razón. Porque él me hizo añicos y no quería que volviera a suceder. Nunca.
Mientras Sam se sumía de nuevo en sus pensamientos, yo me obligué a desterrar cualquier recuerdo de Jack que pudiera salir a la superficie ante su mención. Quería olvidarlo. Quería arrancarlo de mi cabeza y de mi corazón, arrojar a la basura las esquirlas en las que me había convertido cuatro años atrás. Apreté los dientes, mientras la ira me embargaba.
-          Bien, entonces. Volvamos a mi primera pregunta, pues. ¿Qué quieres que haga con el detective?
Aunque había pensado sobre aquel tema en las últimas horas casi un millón de veces, no encontraba ninguna solución adecuada. Ese era el principal punto de indecisión en el que me encontraba. Finalmente, adopté una resolución, aunque parte de mí no encontraba justo la salida que estaba a punto de buscar para el problema.
-          Bórrale la memoria. Por completo. – Sentencié. – Que no recuerde nada de mí, ningún momento, como si no nos hubiéramos conocido.
-          No creo que pueda hacerlo  - replicó Sam.
La miré con la consternación pintada en el rostro.
-          ¿Qué?
-          Es demasiado tarde – zarandeó la cabeza y su pelo se esparramó por el suelo. – No soy mentalista. Mi habilidad se basa en controlar a los hombres, no en adentrarme y cambiar los mecanismos de sus mentes. Verás, soy capaz de borrar los recuerdos que se encuentran en la memoria a corto plazo, que es la más fácil de acceso, pero una vez esos recuerdos se asientan y se transforman en recuerdos a largo plazo… todo se complica.
-          ¿No puedes borrarlos?
Sam se encogió de hombros. Seguía manteniendo aquella actitud indiferente que la caracterizaba, sin dejar que mis problemas la afectasen, ni tampoco los suyos. En el fondo, eso suponía una ventaja para idear planes, porque su mente fría era mejor estratega que cualquier otra obnubilada por los sentimientos.
-          Quizá sí, quizá no. Depende de la persona, de su fuerza mental y de voluntad. De lo arraigados e importantes que sean los recuerdos. A lo mejor podría borrarlos casi por completo, pero podrían quedar secuelas. Quizá él recordaría tu rostro, pero no sabría de qué. O, en otro caso, podría conseguir borrarlos de forma temporal y que, con el tiempo, volvieran a aflorar a la superficie. No lo sé. ¿Quieres que lo haga sin estar segura de los resultados? – Chasqueó la lengua. – Es un riesgo que prefiero evitar correr.
-          ¿Qué otra solución hay, entonces? – aunque suponía cuál iban a ser las posibles respuestas que salieran de los labios de mi compañera, esperaba que tuviera otra brillante solución.
-          Podríamos matarle, supongo.
-          ¡No! – me apresuré a replicar, negando con la cabeza con vehemencia. – No se merece que lo matemos. Es mi culpa, no la suya.
-          Suponía que dirías eso – Sam se rio, imperturbable. -  Entonces… ¿Qué tal ordenarle que se marche? Recordaría lo sucedido, pero la orden, impuesta en su mente, le obligaría a no acercarse nunca a ti. Por lo menos, te dejaría en paz. – Por desgracia, la idea de Sam, la única posible, era la misma que la mía.
-          Supongo que no hay otra salida – asentí.
Sam agarró mi mano con la suya y la apretó con suavidad, en un gesto de consuelo que había aprendido de mí algún tiempo atrás.
-          Es la mejor salida. Para todos.
Volví a asentir sin convencimiento.
Sam se levantó de la alfombra y yo la seguí. Me senté en el sillón, sin prestar atención a nada más que sus movimientos, mientras ella se acercaba a la ventana, que tenía las persianas bajadas, y observaba a través de ellas la calle. Sabía a quién estaba buscando, por supuesto, y eso me provocaba un nudo de culpa en el estómago.
Estaba a punto de estropearle un poco más la vida, obligándolo a luchar contra su propio cuerpo porque su mente racional deseaba algo pero existía una imposición que le impedía realizarlo. ¿Por qué coño había tenido que joderle tanto la vida?
Me arrepentía más y más a cada segundo, pero no musité una sola palabra. No había otra forma, yo misma lo había dicho. Era mi culpa y ahora tendría que cargar con las consecuencias, fueran las que fueran.
Tampoco sería la primera vez.
-          Casualmente, tu amigo se ha tomado hoy un día de descanso.
-          ¿No está? – pregunté. Mi voz se tiñó de esperanza de un modo estúpido. Aquello solo lo retrasaría, no lo evitaría, pero aun así se aflojó un poco el peso en mi estómago. Me quedaba un poco de tiempo para pensar otra solución mejor.
-          Ni rastro de él o de su coche. Ya es tarde, se habrá ido a casa.
Observé el reloj. Pasaban de las ocho y veinte de la noche, pero, aun así, el detective solía permanecer frente a nuestro edificio mucho rato, sin importarle la hora.
Agradecí esa coincidencia y decidí no planteármelo más.
De pronto, Sam me miró con una sonrisa.
-          ¿Te apetece un café? Voy a ir a comprar a la tienda de la esquina, la que está a dos calles de aquí.
-          ¿A esta hora? – pregunté, extrañada.
-          Siempre es buen momento para un café – replicó ella. - ¿Quieres o no?
-          Claro – respondí de inmediato. Era una especie de pacto silencioso dentro de los muros de nuestra casa. Nunca podías negarte a un buen café.
-          Perfecto. Vuelvo enseguida.
Sam cogió un poco de dinero (procedente de nuestro maravilloso cobro de esa misma tarde) y se puso una sudadera que se amoldaba a las curvas de su cuerpo y que tenía un dibujo de un elefante azul en la parte de atrás.
Me dirigió una leve sonrisa cálida de despedida y cerró la puerta a su espalda al salir del piso.
Apagué la música, observé el reloj (que marcaba las 20:23) y decidí retomar el libro para no ahondar en los múltiples pensamientos, todos igual de negros, que me cruzaban la mente.

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