7/Noviembre
Detective William Woods.
Cada cuadro, cada objeto decorativo, cada rincón de
la habitación parecía haber sido colocado con precisión para generar la
atmósfera necesaria. Realmente, el cine no había distorsionado la realidad. Los
tonos eran de un marrón arena que pretendía lograr la relajación. Había un
escritorio al fondo de la habitación, lleno de papeles y de marcos de fotos.
Una lámpara vintage iluminaba la sala, aparte de la que colgaba del techo sobre
nuestras cabezas. Un par de plantas, que parecían de plástico, decorando cada
esquina de la sala.
Hasta había un diván donde podría haber recostado
mientras hablaba, pero me negué. Iba a hacer aquello lo más rápido posible, sin
complicaciones, sin charlas. Sin lloros.
Solo tenía que darme prisa para salir lo antes
posible de aquella habitación y volver a mi misión.
Miré fijamente al psicólogo, que esperaba mi
respuesta a una pregunta que yo ni siquiera había escuchado. Mantenía su mirada
profesional sobre mí, evaluándome, mientras garateaba palabras en su pequeño
bloc negro de cuadros. Odiaba a aquel hombre, aunque solo hiciera diez minutos
que lo hubiera conocido. Odiaba el mundo en el que me miraba por encima de sus
gafas, como si pretendiera abrir a patadas las puertas de mi alma y ver todos
mis sucios secretos. Parecía querer profundizar dentro de mí hasta lo más hondo
y no había modo que yo no sintiera la cruda sensación de que estaba intentando
violarme.
Pero yo era un detective de homicidios,
suficientemente experimentado en interrogatorios como para saber eludir sus
intentos para conseguir que me desmoronara. Podía seguir manteniendo sus ojos
de halcón fijos en mí, porque no sería capaz de ver nada a través de mi rostro
blindado, de mis sentimientos atrincherados y protegidos a capa y espada.
Ningún loquero iba a decir qué sentía o qué debía
hacer. Aquella era mi batalla, aunque todos me hubieran tomado por un chiflado.
Sí, en el departamento me habían obligado a ir al psicólogo,
para tratar mi “problema de distorsión de la realidad” y debía hacerlo si
quería regresar algún día al cuerpo de policía, pero solo tenía que fingir
estar recuperado, haber dejado de pensar en todo aquello, sin que se entreviera
en mis gestos o en mis palabras que estaba mintiendo como un bellaco y que
seguía obsesionado con la chica de la que ahora estaba segura que era una
asesina. Y quizá no del todo humano. Pero que, aun así, me atraía
irremediablemente.
Apreté la mandíbula y me obligué a concentrarme en
el presente. El sujeto frente a mí seguía esperando una respuesta, mientras yo
me mantenía sentado rígidamente en el diván, tenso como un arco preparado para
soltar la flecha. Deseando escapar.
-
¿Había dicho…? – pregunté finalmente.
-
Le pedí que me describiera la situación del 29
de Septiembre. Cuando usted estaba interrogando a la sospechosa de un asesinato…
-
Lo cierto es que no recuerdo demasiado bien qué
pasó ese día – mentí con convicción. En mi trabajo aprendías muy rápido todos
los trucos para el engaño y la persuasión, pues nos topábamos con ellos día
tras día, con cada detenido. Para conseguir vencer a un criminal, tenías que
saber moverte mejor en su terreno, reconocer los terrenos pantanosos y sopesar
las posibilidades de huida. O acabarías de fango hasta el cuello.
-
Fue el día antes de que le concedieran su…
período de vacaciones. ¿Recuerda ahora? Usted aseguró que – el psicólogo pasó
sus notas hasta encontrar una hoja concreta y leyó – la sospechosa lo había
amenazado de muerte y que lo había agredido clavándole las uñas en el
antebrazo.
Asentí, apretando aun más la mandíbula. Lo mejor
sería permanecer en silencio hasta calibrar cuánto sabía aquel tipo y luego buscar
algo que inventar que resultara creíble y no una simple excusa para que me
dejaran volver.
-
Pero no tenía ninguna marca física ni había
ninguna prueba de ningún tipo excepto su testimonio. Además, la sospechosa no
parecía capaz, psicológica y físicamente, de dañarle.
Tuve que morderme la lengua. Por un lado, quería reírme
de la situación. ¿Cómo alguien podía pensar que aquella chica era incapaz de
causar daño? Yo la había visto robando, desapareciendo. Había contemplado su
verdadero rostro, dejando de lado el aspecto frágil de su piel y el intenso
azul de sus ojos, que brillaba con inocencia. Más allá de todo eso, estaba la
persona real, la asesina fría y despiadada, entrenada. Y, aun así, seguía sin
poder decir nada, porque, después de tantos días siguiéndola, espiándola,
esperando durante horas frente a lo que suponía que era su casa, seguía sin una
sola prueba.
Maldita sea.
-
¿Sigue usted pensando que eso fue lo que
ocurrió? – me preguntó después de un silencio. Estaba incitándome a una
respuesta, harto ya de mis labios cerrados y mi mirada impasible. Si quería
saber algo, iba a quedarse con las ganas.
-
Yo… no sé. Creo que no. – Seguía mintiéndole sin
pausa. – Creo que había acumulado mucho estrés y… quizá vi cosas imposibles. De
verdad que no sé qué me sucedió. Pero ya estoy mejor, en serio.
El psicólogo entrecerró los ojos, desconfiado.
Quizá me había apresurado demasiado al decir lo último, pero, joder, quería que
me dejara largarme lo antes posible. Cambié de postura, acomodándome un poco en
el asiento, pero sin recostarme. Eso sería como concederle una ventaja y yo no
le iba a permitir ganas terreno de ningún modo.
-
Bien, entonces cuénteme qué sucedió. Según lo
cree ahora – posó el bolígrafo sobre el papel, preparado para tomar apuntes de
mi historia.
Carraspeé, pensando qué puñetera mentira iba a
improvisar ahora.
-
Yo… entré en la sala de interrogatorios y hablé
con ella. La sospechosa. Estaba aterrada por lo que había visto en la escena
del crimen. Quizá… creo que me agarró de un brazo, ya sabe, por ese terror.
Estaría buscando consuelo. Yo exageré lo sucedido. No dijo mucho, solo algo… - una mentira semejante a la verdad es más
sencilla de recordar – de que ella le tenía miedo a esos tipos, que eran
unos monstruos de los cuales la teníamos que proteger. Sí, creo recordar que
dijo algo similar.
¿Similar? Sí, claro. Había dicho todo lo opuesto.
Solo que, en mi testimonio actual, no había añadido las negaciones pertinentes,
los había convertidos en oraciones positivas.
Me callé un segundo y mi mente regresó al momento
en que conocí a Myst. Recordé su mirada aterrada en un principio, perdida, la
misma que luego se había clavado en mí como un afilado cuchillo. Su sonrisa
cruel. Sus palabras bajas y amenazadoras. Sus uñas clavándose en mi piel,
mientras se burlaba.
El inmenso pavor que me había embargado,
impeliéndome a huir. En ese instante, hubiera firmado una declaración jurada de
que aquella chica de piel pálida era el mismo demonio venido del infierno para
torturarme.
Ahora, algo más de una semana después, me pasaba
todo el tiempo pensando en ella, intrigado por nuestro encuentro. Por la forma
en la que se había desvanecido ante mis ojos, entre volutas de humo blanco.
Cómo había hecho desaparecer el jarrón.
Para ser sinceros, en esa parte pensaba la mitad
del tiempo.
Durante la otra mitad recreaba la sensación de su
cuerpo contra el mío, de su voz incitante y sensual provocándome, del tacto de
su piel cuando la esposé. Me pasé la mano por el cabello, terriblemente
confuso.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que atraerme ella, entre
todas las mujeres del mundo? ¿Por qué precisamente la que sabía que tenía un
interior podrido en mayor o menor parte? E incluso eso, ese fragmento (cuyo tamaño
desconocía) oscuro de su interior, me resultaba estimulante. Incluso excitante.
Definitivamente, no necesitaba un psicólogo. Debía
ser ingresado de urgencia en un manicomio, maldición. Y que usaran la camisa de
fuerza, porque nada dentro de mí tenía sentido ya. Estaba con la cabeza hacia
abajo y las piernas hacia arriba, con el mundo del revés.
Todo por su culpa.
Myst. Al
menos, ya tenía un modo de llamarla. Otro nombre falso más, pero más cercano a
la realidad que cualquier de los otros que había encontrado.
-
Entonces… - prosiguió el loquero – ya está
seguro de que esa chica no era ningún peligro.
Bajé la cabeza y oculté la media sonrisa que no fui
capaz de contener tras mis manos. ¿Un peligro? Por supuesto que lo era. Sobre
todo para mi salud, física y mental.
Pero si había algo peor que el sentimiento de
justicia, que la necesidad de demostrar quién era ella y cuán equivocados
habían estado todos al no creerme, era la curiosidad que había nacido en mi
interior y que se había apoderado de todo a su paso.
Descubrirla había quedado en un segundo plano.
Ahora, necesitaba saber qué coño era.
Cómo había hecho lo que había hecho. Por qué.
Quería respuestas y el único modo de conseguirlas
era preguntándole directamente, no a través de un loquero o incluso de la base
de datos de la policía. Allí no estaban mis respuestas. Solo las tenía ella.
Por eso, de momento, me guardaría mis opiniones
solo para mí. No le contaría a nadie mis sospechas, no le diría a nadie que la
estaba vigilando. Me mantendría al margen de todo y me centraría en averiguar
todo cuánto Myst ocultaba, cada uno de sus secretos. Tarde o temprano,
obtendría las pruebas suficientes para acusarla y, antes de eso, habría saciado
mi curiosidad.
-
Seguro. Ella es totalmente inocente – sonreí de
manera irónica. Cuántas mentiras había soltado, una tras otra, entre esas
cuatro paredes.
-
Bien. Comunicaré mi informe a su jefe, pero creo
que aun necesita algunas sesiones más antes de volver al trabajo – dijo,
frunciendo el ceño.
Vaya, así que no había conseguido engañarlo. Al
menos, no del todo. Seguía desconfiando de mí, lo cual era normal y, por otro
lado, conveniente. En ese momento, prefería dedicar mi tiempo a perseguir a mi
atractiva asesina y ladrona a tiempo parcial antes que pasarme el día buscando
criminales de poca monta, deteniendo a camellos o participando en peleas de
pandilleros.
Tenía algo más importante entre mis manos. Así que
la decisión del loquero de no dejarme regresar al cuerpo todavía me favorecía.
Sonreí con indulgencia, fingiéndome molesto por sus
palabras. Luego, me despedí sin más pérdida de tiempo. Me enervaba permanecer dentro
de esas cuatro paredes, como si fuera un chalado, mientras el maldito psicólogo
no me quitaba la vista de encima.
Me despedí también de la secretaria al salir y me
metí en el ascensor con rapidez. Una vez encerrado en el cubículo, mi mente
empezó a repasar, por decisión propia, los acontecimientos de la última semana,
desde que había chocado (con una colisión monumental) con Myst hasta el día
anterior, cuando la había pillado in
fraganti al intentar escapar con el jarrón. Cosa que consiguió.
Bostecé dos veces o tres antes de llegar al
vestíbulo y eso que solo eran seis plantas.
Entonces, me di cuenta de lo cansado que estaba.
Llevaba días sin dormir correctamente, no más de cinco o seis horas como mucho.
Tampoco había estado comiendo como debía, demasiado ocupado con la vigilancia.
Todo eso me estaba pasando factura con la forma de cansancio y un dolor de
cabeza que acababa de iniciarse, pero que prometía convertirse en una pesadilla
como no lo paliara de inmediato con una pastilla y un vaso de whisky.
Con un suspiro, me subí en el coche y conduje de
vuelta a mi propia casa. Ese día, Myst iba a tener que sobrevivir sin mis ojos
clavados en su ventana cerrada.
Qué idiota me parece el psicólogo.Y el detective ahora sí le tengo como un completo loco.Un obsesionado.
ResponderEliminarSupongo que tendré que esperar una semanita para ver lo que pasó con Sam :(
Sería un buen final que acabara en un manicomio ^^