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domingo, 3 de febrero de 2013

Fue una colisión, un choque que puso mi mundo patas arriba.


7/Noviembre


Detective William Woods. 



Cada cuadro, cada objeto decorativo, cada rincón de la habitación parecía haber sido colocado con precisión para generar la atmósfera necesaria. Realmente, el cine no había distorsionado la realidad. Los tonos eran de un marrón arena que pretendía lograr la relajación. Había un escritorio al fondo de la habitación, lleno de papeles y de marcos de fotos. Una lámpara vintage iluminaba la sala, aparte de la que colgaba del techo sobre nuestras cabezas. Un par de plantas, que parecían de plástico, decorando cada esquina de la sala.
Hasta había un diván donde podría haber recostado mientras hablaba, pero me negué. Iba a hacer aquello lo más rápido posible, sin complicaciones, sin charlas. Sin lloros.
Solo tenía que darme prisa para salir lo antes posible de aquella habitación y volver a mi misión.
Miré fijamente al psicólogo, que esperaba mi respuesta a una pregunta que yo ni siquiera había escuchado. Mantenía su mirada profesional sobre mí, evaluándome, mientras garateaba palabras en su pequeño bloc negro de cuadros. Odiaba a aquel hombre, aunque solo hiciera diez minutos que lo hubiera conocido. Odiaba el mundo en el que me miraba por encima de sus gafas, como si pretendiera abrir a patadas las puertas de mi alma y ver todos mis sucios secretos. Parecía querer profundizar dentro de mí hasta lo más hondo y no había modo que yo no sintiera la cruda sensación de que estaba intentando violarme.
Pero yo era un detective de homicidios, suficientemente experimentado en interrogatorios como para saber eludir sus intentos para conseguir que me desmoronara. Podía seguir manteniendo sus ojos de halcón fijos en mí, porque no sería capaz de ver nada a través de mi rostro blindado, de mis sentimientos atrincherados y protegidos a capa y espada.
Ningún loquero iba a decir qué sentía o qué debía hacer. Aquella era mi batalla, aunque todos me hubieran tomado por un chiflado.
Sí, en el departamento me habían obligado a ir al psicólogo, para tratar mi “problema de distorsión de la realidad” y debía hacerlo si quería regresar algún día al cuerpo de policía, pero solo tenía que fingir estar recuperado, haber dejado de pensar en todo aquello, sin que se entreviera en mis gestos o en mis palabras que estaba mintiendo como un bellaco y que seguía obsesionado con la chica de la que ahora estaba segura que era una asesina. Y quizá no del todo humano. Pero que, aun así, me atraía irremediablemente.
Apreté la mandíbula y me obligué a concentrarme en el presente. El sujeto frente a mí seguía esperando una respuesta, mientras yo me mantenía sentado rígidamente en el diván, tenso como un arco preparado para soltar la flecha. Deseando escapar.
-          ¿Había dicho…? – pregunté finalmente.
-          Le pedí que me describiera la situación del 29 de Septiembre. Cuando usted estaba interrogando a la sospechosa de un asesinato…
-          Lo cierto es que no recuerdo demasiado bien qué pasó ese día – mentí con convicción. En mi trabajo aprendías muy rápido todos los trucos para el engaño y la persuasión, pues nos topábamos con ellos día tras día, con cada detenido. Para conseguir vencer a un criminal, tenías que saber moverte mejor en su terreno, reconocer los terrenos pantanosos y sopesar las posibilidades de huida. O acabarías de fango hasta el cuello.
-          Fue el día antes de que le concedieran su… período de vacaciones. ¿Recuerda ahora? Usted aseguró que – el psicólogo pasó sus notas hasta encontrar una hoja concreta y leyó – la sospechosa lo había amenazado de muerte y que lo había agredido clavándole las uñas en el antebrazo.
Asentí, apretando aun más la mandíbula. Lo mejor sería permanecer en silencio hasta calibrar cuánto sabía aquel tipo y luego buscar algo que inventar que resultara creíble y no una simple excusa para que me dejaran volver.
-          Pero no tenía ninguna marca física ni había ninguna prueba de ningún tipo excepto su testimonio. Además, la sospechosa no parecía capaz, psicológica y físicamente, de dañarle.
Tuve que morderme la lengua. Por un lado, quería reírme de la situación. ¿Cómo alguien podía pensar que aquella chica era incapaz de causar daño? Yo la había visto robando, desapareciendo. Había contemplado su verdadero rostro, dejando de lado el aspecto frágil de su piel y el intenso azul de sus ojos, que brillaba con inocencia. Más allá de todo eso, estaba la persona real, la asesina fría y despiadada, entrenada. Y, aun así, seguía sin poder decir nada, porque, después de tantos días siguiéndola, espiándola, esperando durante horas frente a lo que suponía que era su casa, seguía sin una sola prueba.
Maldita sea.
-          ¿Sigue usted pensando que eso fue lo que ocurrió? – me preguntó después de un silencio. Estaba incitándome a una respuesta, harto ya de mis labios cerrados y mi mirada impasible. Si quería saber algo, iba a quedarse con las ganas.
-          Yo… no sé. Creo que no. – Seguía mintiéndole sin pausa. – Creo que había acumulado mucho estrés y… quizá vi cosas imposibles. De verdad que no sé qué me sucedió. Pero ya estoy mejor, en serio.
El psicólogo entrecerró los ojos, desconfiado. Quizá me había apresurado demasiado al decir lo último, pero, joder, quería que me dejara largarme lo antes posible. Cambié de postura, acomodándome un poco en el asiento, pero sin recostarme. Eso sería como concederle una ventaja y yo no le iba a permitir ganas terreno de ningún modo.
-          Bien, entonces cuénteme qué sucedió. Según lo cree ahora – posó el bolígrafo sobre el papel, preparado para tomar apuntes de mi historia.
Carraspeé, pensando qué puñetera mentira iba a improvisar ahora.
-          Yo… entré en la sala de interrogatorios y hablé con ella. La sospechosa. Estaba aterrada por lo que había visto en la escena del crimen. Quizá… creo que me agarró de un brazo, ya sabe, por ese terror. Estaría buscando consuelo. Yo exageré lo sucedido. No dijo mucho, solo algo… - una mentira semejante a la verdad es más sencilla de recordar – de que ella le tenía miedo a esos tipos, que eran unos monstruos de los cuales la teníamos que proteger. Sí, creo recordar que dijo algo similar.
¿Similar? Sí, claro. Había dicho todo lo opuesto. Solo que, en mi testimonio actual, no había añadido las negaciones pertinentes, los había convertidos en oraciones positivas.
Me callé un segundo y mi mente regresó al momento en que conocí a Myst. Recordé su mirada aterrada en un principio, perdida, la misma que luego se había clavado en mí como un afilado cuchillo. Su sonrisa cruel. Sus palabras bajas y amenazadoras. Sus uñas clavándose en mi piel, mientras se burlaba.
El inmenso pavor que me había embargado, impeliéndome a huir. En ese instante, hubiera firmado una declaración jurada de que aquella chica de piel pálida era el mismo demonio venido del infierno para torturarme.
Ahora, algo más de una semana después, me pasaba todo el tiempo pensando en ella, intrigado por nuestro encuentro. Por la forma en la que se había desvanecido ante mis ojos, entre volutas de humo blanco. Cómo había hecho desaparecer el jarrón.
Para ser sinceros, en esa parte pensaba la mitad del tiempo.
Durante la otra mitad recreaba la sensación de su cuerpo contra el mío, de su voz incitante y sensual provocándome, del tacto de su piel cuando la esposé. Me pasé la mano por el cabello, terriblemente confuso.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que atraerme ella, entre todas las mujeres del mundo? ¿Por qué precisamente la que sabía que tenía un interior podrido en mayor o menor parte? E incluso eso, ese fragmento (cuyo tamaño desconocía) oscuro de su interior, me resultaba estimulante. Incluso excitante.
Definitivamente, no necesitaba un psicólogo. Debía ser ingresado de urgencia en un manicomio, maldición. Y que usaran la camisa de fuerza, porque nada dentro de mí tenía sentido ya. Estaba con la cabeza hacia abajo y las piernas hacia arriba, con el mundo del revés.
Todo por su culpa.
Myst. Al menos, ya tenía un modo de llamarla. Otro nombre falso más, pero más cercano a la realidad que cualquier de los otros que había encontrado.
-          Entonces… - prosiguió el loquero – ya está seguro de que esa chica no era ningún peligro.
Bajé la cabeza y oculté la media sonrisa que no fui capaz de contener tras mis manos. ¿Un peligro? Por supuesto que lo era. Sobre todo para mi salud, física y mental.
Pero si había algo peor que el sentimiento de justicia, que la necesidad de demostrar quién era ella y cuán equivocados habían estado todos al no creerme, era la curiosidad que había nacido en mi interior y que se había apoderado de todo a su paso.
Descubrirla había quedado en un segundo plano. Ahora,  necesitaba saber qué coño era. Cómo había hecho lo que había hecho. Por qué.
Quería respuestas y el único modo de conseguirlas era preguntándole directamente, no a través de un loquero o incluso de la base de datos de la policía. Allí no estaban mis respuestas. Solo las tenía ella.
Por eso, de momento, me guardaría mis opiniones solo para mí. No le contaría a nadie mis sospechas, no le diría a nadie que la estaba vigilando. Me mantendría al margen de todo y me centraría en averiguar todo cuánto Myst ocultaba, cada uno de sus secretos. Tarde o temprano, obtendría las pruebas suficientes para acusarla y, antes de eso, habría saciado mi curiosidad.
-          Seguro. Ella es totalmente inocente – sonreí de manera irónica. Cuántas mentiras había soltado, una tras otra, entre esas cuatro paredes.
-          Bien. Comunicaré mi informe a su jefe, pero creo que aun necesita algunas sesiones más antes de volver al trabajo – dijo, frunciendo el ceño.
Vaya, así que no había conseguido engañarlo. Al menos, no del todo. Seguía desconfiando de mí, lo cual era normal y, por otro lado, conveniente. En ese momento, prefería dedicar mi tiempo a perseguir a mi atractiva asesina y ladrona a tiempo parcial antes que pasarme el día buscando criminales de poca monta, deteniendo a camellos o participando en peleas de pandilleros.
Tenía algo más importante entre mis manos. Así que la decisión del loquero de no dejarme regresar al cuerpo todavía me favorecía.
Sonreí con indulgencia, fingiéndome molesto por sus palabras. Luego, me despedí sin más pérdida de tiempo. Me enervaba permanecer dentro de esas cuatro paredes, como si fuera un chalado, mientras el maldito psicólogo no me quitaba la vista de encima.
Me despedí también de la secretaria al salir y me metí en el ascensor con rapidez. Una vez encerrado en el cubículo, mi mente empezó a repasar, por decisión propia, los acontecimientos de la última semana, desde que había chocado (con una colisión monumental) con Myst hasta el día anterior, cuando la había pillado in fraganti al intentar escapar con el jarrón. Cosa que consiguió.
Bostecé dos veces o tres antes de llegar al vestíbulo y eso que solo eran seis plantas.
Entonces, me di cuenta de lo cansado que estaba. Llevaba días sin dormir correctamente, no más de cinco o seis horas como mucho. Tampoco había estado comiendo como debía, demasiado ocupado con la vigilancia. Todo eso me estaba pasando factura con la forma de cansancio y un dolor de cabeza que acababa de iniciarse, pero que prometía convertirse en una pesadilla como no lo paliara de inmediato con una pastilla y un vaso de whisky.
Con un suspiro, me subí en el coche y conduje de vuelta a mi propia casa. Ese día, Myst iba a tener que sobrevivir sin mis ojos clavados en su ventana cerrada.

1 comentario:

  1. Qué idiota me parece el psicólogo.Y el detective ahora sí le tengo como un completo loco.Un obsesionado.
    Supongo que tendré que esperar una semanita para ver lo que pasó con Sam :(
    Sería un buen final que acabara en un manicomio ^^

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