Primeras horas del 8/Noviembre
Samantha Petes (Nox)
Le eché un ojo a los monitores, comprobando que
ninguno de mis amigos alemanes tenía ganas de hacerme una visita en ese
momento. El que había escapado de la daga de Myst había ido en busca de
refuerzos, pero de momento estaban lo suficientemente entretenidos encargándose
de los heridos, aunque sospechaba que no tardarían en venir a investigar qué
pasaba a la habitación de los rehenes.
Cuando Myst desapareció con Clark, tras hacerme un
gesto de despedida apenas perceptible, abandoné mi puesto al lado de las
pantallas de seguridad. En un intento (seguramente inútil) de retrasar el
momento en que los guardias irrumpirían en la habitación y yo tendría que
enfrentarme sola a los que seguían vivos, que eran, al menos, cuatro, coloqué
las sillas bajo el picaporte de la puerta, de modo que fuera un poco más
costoso poder abrirlas. De cualquier manera, no los retrasaría más de un minuto
escaso, así que empecé a registrar la sala con la mirada en busca de una salida
de emergencia, de la cual carecía completamente, o de un escondite. Ni lo uno
ni lo otro.
Con un suspiro, volví junto a los monitores y
decidí esperar, rogando para ser capaz de salir viva en caso de que tuviera que
improvisar una pelea contra los guardias.
La voz a mi espalda me sobresaltó, pero no le di el
gusto de demostrarle que había conseguido asustarme y me mantuve impertérrita.
-
¿Sabes? Está mal que le mientas tanto – su tono
burlón me hizo apretar la mandíbula, pero me tragué la rabia y me mostré tan
ecuánime como él.
-
No entiendo a qué te refieres. Ni por qué coño
estás aquí.
-
Oh, vamos, no seas así.
De las sombras del final de la habitación, de donde
había salido la voz, surgió ahora un cuerpo que segundos antes no estaba en la
habitación.
El recién llegado era bastante alto, casi rozando
el metro noventa de altura. Debía de tener un año o dos menos que yo, pero jamás
le había preguntado su edad. Al igual que todos los demás aspectos de su vida,
era algo por lo que sentía curiosidad y horror al mismo tiempo, el mismo tiempo
de morboso interés que cuando ves un accidente de tráfico en mitad de la
autopista y tienes que pararte un segundo para saber qué ha ocurrido, aun
sabiendo que la imagen no será agradable y que te provocará un nudo en el
estómago.
Eso era exactamente lo que me pasaba cuando estaba
cerca de Aaron. Él tenía el cabello también rubio, pero mi color era
ligeramente rojizo, mientras que el de él era más bien dorado. En cambio, sus
ojos eran muy oscuros, de un gris que se tornaba negro de vez en cuando, tan
negro como yo suponía que era su alma contaminada. Su atractivo físico era
indudable, pues contaba con unos rasgos bellos desde una perspectiva objetiva,
pero a mí siempre me había parecido igual que una serpiente. Elegante y
traicionera.
Se acercó a mí con su andar lento y seguro, tan
característico. Se comportaba como si fuera el dueño del suelo que pisara,
estuviera donde estuviera.
-
Y sabes a qué me refiero – continuó. Ladeó la
cabeza y me regaló su sonrisa irónica favorita, esa que rezumaba veneno por los
bordes. – Le has dicho a Myst que no volverías a mentirle. E, incluso mientras
se lo decías, ya estabas mintiéndole de nuevo.
-
¿A qué has venido? – le espeté con tono frío.
Odiaba su presencia casi tanto como odiaba el olor
del tabaco. Precisamente porque ambos tenían en mí el mismo maldito efecto:
traerme a la mente todos los fragmentos del pasado que prefería mantener
enterrados bajo tierra bien lejos de mi presente. Me recordaban de forma irremediable
el pasado que deseaba sepultar en el olvido, como si nunca hubiera existido. Me
hacían revivir mi infancia, volver a los momentos en el pequeño apartamento,
con hambre y frío y nadie a quien le importara.
Odiaba recordar esos instantes. Odiaba volver a
ser, aunque solo fuera a través de los recuerdos, aquella niña indefensa y
vulnerable que temblaba encima del colchón que se suponía que era su cama,
llorando. La última vez que había llorad desde que tenía memoria había sido
aquel día, cuando murió mi abuela. Después, los sentimientos se esfumaron,
impelidos por el instinto de supervivencia, que era más fuerte que cualquier
otra cosa. Y me prometí a mí misma que, pasara lo que pasara, saldría adelante
por mí misma. Que nunca volvería a llorar porque una persona a la que quería me
hubiera abandonado.
El pasado no era algo agradable, como tampoco lo
era la presencia de Aaron allí para mí.
-
Oh – compuso un gesto de tristeza totalmente
fingido, pues sus ojos seguían chispeando de diversión mientras me provocaba. –
No seas tan dura conmigo. Solo quería hablar un rato contigo…hermanita.
Apreté los puños al oír el apelativo cariñoso en
sus labios, que sonaba como un insulto. Sentí unas casi incontenible ganas de
estrangularlo y mancharme las manos con su sangre, que, en cierta parte,
también era la mía. Ese era el único rasgo que nos unía: la genética.
Físicamente quizá alguien podría encontrarnos un
parecido, pero él se parecía más al padre que compartíamos, y yo a la madre que
me había criado lejos de él. Aaron había tenido otra madre, pero la verdad era
que yo desconocía quién era o cualquier otro dato sobre ella, incluyendo si
seguía viva. Solo sabía que él había sido criado por nuestro padre, siguiendo
sus enseñanzas, mientras que yo había vivido sola con mi madre. No sabía cuál
de los dos había tenido peor suerte, pues mi dos progenitores poseían una inconmensurable
cantidad de defectos y muy pocas virtudes (al menos, yo no conocía casi
ninguna). Ambos llevaban tras de sí a donde quiera que fueran su alma podrida.
Ninguno podía ser considerado un ejemplo a seguir por un niño, ni mucho menos
un buen padre en ningún caso.
Quizá por eso tanto Aaron como yo éramos personas
deficientes. Yo carecía de sentimientos y él, de cualquier tipo de conciencia
moral. Probablemente, eran rasgos que habíamos heredados de unos padres que no
nos querían, que solo nos utilizaban como instrumentos, aun siendo solo niños.
-
No me llames así – gruñí. – No somos hermanos.
-
No puedes negar la realidad – replicó él, con un
encogimiento de hombros y una fría sonrisa de condescendencia.
-
No me interesa tu palabrería. ¿Qué haces aquí? –
pronuncié las palabras de la pregunta con deliberada lentitud, vocalizándolas
una por una, e impregnándola de un matiz amenazador.
Me di cuenta entonces de que los guardias me habían
quitado los cuchillos que mantenía escondidos en las mangas del jersey y el que
tenía en la parte baja de la espalda, a la altura de la cintura. Pero un rápido
movimiento del pie me bastó para comprobar que seguía teniendo el que había
metido en la bota.
Bien, al menos contaba con un arma para defenderme.
-
Ya sabes qué hago aquí – paseó la mirada por la
habitación, sin apenas detenerse al llegar a los dos guardias muertos. – Soy el
mensaje.
-
¿Él te ha enviado?
Aaron se rio y empezó a pasearse por la habitación,
dándome la espalda mientras lo hacía. Aproveché su despiste para coger el
cuchillo y esconderlo en la manga, manteniéndole cerca de las manos para poder
usarlo en casa de necesidad.
-
Claro. Quién si no. – Percibí en el trasfondo de
su voz, tras la aparente obediencia, un matiz de desidia y de frustración, que
manifestaban que Aaron cumplía aquellas órdenes, pero lo hacía con
aburrimiento.
-
¿Cuál es el mensaje, entonces? – me tensé.
Aaron me miró por encima del hombro y se detuvo. Se
paró cerca del cadáver al que le había roto el cuello, pero ni siquiera le
prestó atención al cuerpo del hombre, que se descomponía poco a poco. En apenas
media hora ya empezaría a emanar de él el olor putrefacto característico de la
muerte, que tan poco agradable resultaba.
-
“Tu lucha es inútil. Ambos sabemos que ganaré la
partida. Ríndete ahora y únete a mí, Samantha. Hazlo antes de que sea demasiado
tarde y tenga que matarte.” – Citó, palabra por palabra, sin quitarme la vista
de encima.
Bajé la mirada al suelo tras oírlo. Así que esa
había sido la razón de mi secuestro.
Un simple juego de poder.
Quería demostrarme que podía conmigo, que era más
fuerte. Que podía secuestrarme si quería y yo no podría hacer nada por
evitarlo. Que, de haberlo querido, habría podido asesinarme sin ningún impedimento.
Que no podía escapar de su control.
Pero estaba equivocado. Había conseguido liberarme
de sus cadenas. Había matado a sus guardias y ahora me daba a la fuga, ilesa.
-
¿Le darás un mensaje de mi parte? – pregunté.
Sin esperar a la respuesta de Aaron, continué hablando. – Dile que no esté tan
seguro de su victoria. Dile que aun me quedan fichas por jugar y que soy digna
hija de mi padre, así que hazle saber que esperar una rendición por mi parte es
una esperanza vana. Dile que mientras viva lucharé… y protegeré a Myst. –
Endurecí mi tono. – No permitiré que le haga nada.
-
¿De verdad quieres que le diga eso? No seas
estúpida. Te aplastará sin piedad.
-
Que lo intente. – El reto en mi voz vibró en el
aire un segundo, mientras levantaba de nuevo la vista y convertía mi expresión
en una máscara de determinación.
Por toda respuesta, Aaron me contempló con una
total falta de interés, como si dedicara a observar los patéticos intentos de
un niño por alcanzar el sol. Hizo un gesto despectivo con la mano, dejando a
las claras que no tomaba en serio mi rebeldía.
-
Sam, eres más inteligente que eso. Vamos. – Se detuvo
un instante. – Lo único que tienes que hacer es entregarnos a Myst.
-
Nunca – la negación escapó de mis labios como
una sentencia, firme y rotunda. Ni siquiera me detuve a pensarlo antes de
expresarlo en voz alta.
Para mí, Myst era más familia que cualquiera de ellos.
Myst era mi hermana, no porque compartiéramos la sangre de nuestras venas, sino
porque entre ella y yo existía un vínculo que iba más allá de genética. Ella
había estado conmigo, me había querido, durante más tiempo que ninguna otra
persona desde la muerte de mi abuela. Había luchado por mí.
Esa misma noche, había acudido en mi rescate al
saber que algo malo me estaba ocurriendo.
Ningún miembro de mi familia jamás hubiera hecho
eso por mí. Mi madre me había abandonado desde la primera vez que me atreví a
pedirle cualquier tipo de ayuda. Mi padre solo quería utilizarme como un peón
más en su partida. A mi medio hermano no le importaba para otra cosa que para
servir a los intereses de su progenitor.
Ninguno de ellos constituía para mí una familia tan
real como Myst. Y era por eso que no la traicionaría, que seguiría luchando por
ella, aunque tuviera que mentirle en el proceso para hacerlo. No me importaba
tener que ser secuestrada si con ello aseguraba que ella estuviera a salvo.
Así funcionaban las familias de verdad. O, al
menos, eso suponía, pues carecía de un referente propio con el que poder
comparar.
-
No importa cuánto luches – aseguró Aaron,
parándose de nuevo frente a mí. Estaba apenas a cuatro metros en línea recta y
ambos nos miramos mutuamente a los ojos, con el desafío pintado en la expresión
de nuestras caras. – No importa cuánto desees salvarla. Acabaremos con ella. Y
contigo si te metes en medio.
-
No os lo permitiré – aseveré de nuevo.
Extraje el cuchillo del interior de la manga con un
movimiento rápido y fluido. Apenas lo dejé reposar en la palma de la mano,
sintiendo el reconfortante peso del arma, antes de lanzarlo con precisión hacia
el cuerpo de Aaron.
El cuchillo voló, cortando el aire, entre los dos,
a una velocidad vertiginosa que para mí se hizo eterna. Observé cómo,
finalmente, el arma colisionaba contra su cuerpo. Atravesaba su pecho a la
altura del esternón… y continuaba de largo, volando por la sala hasta perder la
fuerza que le había aportado al lanzarlo y caía al suelo con un ruido de metal
resonando.
Aaron se rio ante mi intento de asesinato.
-
Quizá la próxima vez, hermanita. – Con una nueva risita de prepotencia, la imagen de su
cuerpo tembló y poco a poco fue perdiendo color e intensidad hasta desaparecer
por completo, dejándome sola de nuevo en la habitación.
Con un resoplido, me apoyé en la pared y cerré los
ojos. Había sabido de antemano las pocas probabilidades que tenía de matarlo de
verdad, pues la habilidad de Aaron, al igual que la de Myst, lo hacía casi
inmune a un ataque físico, pero había tenido tanta rabia bullendo en mi
interior que no había podido contenerme. Había sentido una intensa furia, un
sentimiento sin edulcorar, no como a los que estaba acostumbrada. Por una vez,
había sentido como una persona normal y eso me había llevado a cometer una
estupidez.
Ya sabía que el cuerpo de Aaron no era el real,
claro. Su habilidad Supra consistía en poder crear copias de sí mismo, una
especie de hologramas que podían ser percibidos como reales, pero que en
realidad eran solo imágenes intangibles, pues su cuerpo verdadero estaba en
otra parte. No conocía bien las limitaciones de su capacidad, pues mi medio
hermano era lo suficiente listo como para no darme a conocer sus debilidades,
pero básicamente sabía que era capaz de materializar una imagen de sí mismo que
no podía sufrir ningún daño. Seguramente habría restricciones respecto a la
cantidad o al lugar, pero tenía ni idea de cómo funcionaba.
-
Maldito bastardo – mascullé en voz baja. Apenas
unos segundos de que él desapareciera de mi vista, ya me había calmado por
completo, volviendo a mi habitual estado de insensibilidad. Incluso me sentía
un poco más vacía que de costumbre, como si experimentar una sensación en toda
su plenitud hubiera mermado mi capacidad habitual de sentir emociones levemente.
-
¿Con quién hablas, Sam? – preguntó de pronto la
voz de Myst.
Cuando abrí los ojos, me la encontré justo delante
de mí, observándome con el ceño fruncido. No pude contener una pequeña sonrisa
al ver que estaba a salvo. Así debía mantenerla tanto tiempo como fuera
posible, por lo que contesté con naturalidad.
-
Pensaba en voz alta – amplié la sonrisa.
-
No me digas – enarcó una ceja, dejando claro
tanto por su expresión como por su tono que no me creía.
-
En serio.
Antes de que Myst pudiera cuestionar una vez más la
veracidad de mi afirmación, unos fuertes golpes sonaron en la puerta.
Las dos nos giramos en esa dirección y observamos
cómo las sillas que yo había colocado empezaban a ceder con presteza, mientras
alguien al otro lado, en el pasillo, intentaba abrir la puerta con todas sus
fuerzas. Varias personas. Probablemente armadas.
De inmediato, Myst y yo nos miramos.
-
Quizá sea buen momento para salir pitando –
sugerí.
-
Pero esto no se va a quedar así – replicó ella,
entrecerrando los ojos.
Sin decir nada más, me agarró de la mano y, justo
en el momento en el que las sillas cedieron y la puerta se abrió de par en par,
ambas desaparecimos de la habitación, dejando atrás al grupo de alemanes
furiosos tras la muerte de varios de sus compañeros y la fuga de los rehenes.
También había sido una mala noche para ellos, al igual que para mí.
No me esperaba que Sam tuviera un hermano, no le pegaba, la verdad xD
ResponderEliminarNo me gusta demasiado la frialdad y la desconfianza con la que Myst está tratando a Sam en estas últimas entradas D: Y tampoco me gusta demasiado el nombre Aaron, no sé xD .Por cierto, me estaba acordando de una cosa,¿no había un hombre lobo por aquí?¿qué pasó con el?