(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


lunes, 12 de noviembre de 2012

Demasiadas coincidencias para una ciudad tan pequeña.

30/Septiembre

Clark Dawson (Flames)




Miré la portada del periódico una vez más. Luego, lo tiré sobre la mesa de la cocina, caminé nervioso hasta la habitación, me senté sobre la cama. Me volví a levantar y caminé rápidamente hasta la mesa de la cocina, para coger entre mis manos por decimoctava vez el periódico.
El título, en letras grandes y visibles, rezaba “Una chica sobrevive al asesinato de tres mafiosos”. Eso no era lo preocupante, qué va. Para mí, la violencia era parte de mi mundo, algo que veía cada día. Y ya no en la televisión o en el resto de medios de comunicación, que habían convertido las desgracias de los demás en una simple forma de aumentar la audiencia a base de brutalidad pura y dura. Mi vida, al estar ligada a mi hermano (la única familia que me quedaba) y al haberse visto alterada por un cromosoma mutado, había acabado de alguna manera en medio de otras tantas, todas con una anomalía. Y, la relación entre todas ellas, lo que nos unía, era la violencia.
Por eso, ver los titulares de las noticias ya me dejaba indiferente, por muy inhumano que eso me hiciera sentir. Hasta a las cosas más horribles te acabas acostumbrado.
El artículo del periódico en sí tampoco me parecía demasiado relevante. La noticia era algo extraña, sin duda, porque no tenía mucho sentido que alguien hubiera matado a tres mafiosos y hubiera dejado a una chica indefensa viva como testigo. Bueno, no tenía sentido si lo veías desde el punto de vista de un humano corriente, cosa que yo no era.
Pero la cuestión, lo esencial, lo que me había puesto el vello de punta y me había vuelto un manojo de nervios, era la imagen. No la foto del encabezamiento, donde se veía una imagen de la escena del crimen vacía y los cuerpos muertos.
Era la foto de la parte inferior, que mostraba a la superviviente saliendo de la casa cubierta de sangre.
Durante los cuatro primeros segundos después de verla, no la había reconocido. Había cambiado durante todos aquellos años. No solo en algo físico, que también (tenía el pelo más largo, unas curvas más definidas y su rostro había perdido las últimas redondeces de la adolescencia), si no en su forma de mirar. En cómo su cuerpo parecía más duro, más seguro.
Aquello era lo que me había despistado, pues recordaba perfectamente que mi hermano siempre solía decirme que en su mirada había un miedo perenne, una inseguridad constante que encorvaba su cuerpo, como si intentara volverse invisible. Ella desviaba los ojos de cualquiera que la mirara fijamente y tartamudeaba si tenía que hacerse oír más de un minuto.
Por eso, la primera vez que vi la foto, no reconocí en ella a Annalysse.
Sabía que la chica me resultaba familiar, pero no supe quién era hasta el tercer vistazo a su rostro. Entonces, la relacioné con la muchacha tímida que había en mis recuerdos. Era ella.
La chica a la que mi hermano había amado con toda su alma hacía cuatro años. La chica a la que seguía amando. Por ella, él había cambiado. Su mundo se había venido abajo al perderla, todo se había quedado patas arriba. Jack había obtenido a cambio una profunda vena cínica y la mala costumbre de meterse en la cama de cualquier mujer que le abriese las piernas, aunque no entendía por qué se torturaba haciendo aquello, cuando por la mañana sufría tanto por su ausencia que se aniquilaba a sí mismo a base de nicotina y carreras contra la muerte en moto. De momento, había logrado sobrevivir, pero ¿cuánto duraría?
Y, ¿qué haría cuando descubriera la noticia?
Antes, al llamarlo, había confirmado que aun no sabía nada. Tras meditarlo durante todo aquel tiempo, había decidido que lo mejor era seguir así. Sin que se enterase de nada; al menos, de momento.
Lo único que había aliviado su pena un poco al separarse de ella para siempre había sido la certeza de que ella estaría a salvo. Y, ahora, un periódico decía que unos mafiosos la habían mantenido secuestrada y habían muerto delante de ella, que había contemplado el asesinato incapaz de hacer nada.
Jack enloquecería. La culpa incrementaría el dolor que sabía que siempre anidaba en su pecho. Ya estaba auto-destruyéndose día tras día, con la mierda hasta el cuello.
Verla de nuevo, saber que estaba en la misma ciudad en la que nosotros vivíamos, solo lo empeoraría todo. Esa era la conclusión a la que había llegado después de recorrerme la casa incontables veces tratando de pensar una solución para aquello. Pero no había encontrado ninguna, salvo el silencio.
De todos modos, tarde o temprano se enteraría. Tenía la intuición de que ese “incidente” que narraba el periódico no era tal y como estaba contado, que había una verdad escondida tras esas muertes y que, cuando la descubriera, acabaría helándome hasta los huesos.
Esa sospecha se basaba en los cambios que había percibido en Annalysse. Cierto que en una imagen en blanco y negro no se pueden apreciar todos los matices, pero no veía miedo en la foto que estaba mirando. Aun habiendo estado presente en el cruel asesinato de sus captores, tras estar quien sabe cuanto encerrada con ellos (si eso era lo que había pasado), en su expresión había una tranquilidad totalmente anormal.
El periódico lo atribuía al shock, pero yo sabía diferenciarlo bien de una perturbadora indiferencia. El fotógrafo había sacado la foto sin que ella se enterara, así que no estaba posando. Mantenía una expresión de absoluta serenidad, mientras los policías iban de un lado a otro a su alrededor y nadie la observaba.
Esa no era la Annalysse que yo había conocido. Su parecido físico con la de mis recuerdos no dejaba dudas acerca de que era ella, pero, en su interior, había cambiado algo profundo, que había modificado sus cimientos. Ya no había rastro de miedo en su rostro, un rasgo antes permanente en sus formas.
Con el periódico aun en las manos, decidí que no le diría ni una palabra a Jack y que me desharía del objeto de inmediato.
Normalmente, nunca hubiera dudado en contarle la verdad a mi hermano, pues confiaba más en él que en mí mismo. Había arriesgado todo por mí, por cuidarme tras la muerte de nuestros padres. Pero esta vez, lo hacía por protegerlo.
Averiguaría la verdad, aunque no estuviera acostumbrado a salir de casa para llevar a cabo una de esas misiones (eso también lo hacía Jack). Yo siempre me limitaba a ayudarlo desde casa por medio de mis habilidades tecnológicas, pues no había nadie mejor que yo en cuestiones de informática o tecnología. Sin moverme de mi asiento, era capaz de cooperar con mi hermano, protegido entre las paredes de nuestro piso.
Pero, aquella vez me tenía que encargar yo de descubrir qué estaba pasando. Por una vez, tenía que salir de casa y saber qué había pasado con Annalysse. Tenía que proteger a Jack.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Cuando la verdad amenace con destruirte, quizá sea hora de salir corriendo.


 1/Noviembre


Detective William Woods.



Llevaba una hora y media sentado frente al edificio, observando una puerta cerrada, y el termo de café ya hacía mucho que no estaba recién hecho ni caliente. Me había calado bien una gorra de los Red Sox para que ningún testigo pudiera reconocerme como el acosador que se había pasado sentado en su coche dos días delante de un bloque de apartamentos común y que había seguido a la dulce señorita que vivía en el segundo B durante todo el tiempo. Cualquiera con un poco de sentido común me habría considerado un delincuente, pero solo era un detective con la obsesión de descubrir la verdad.
Después del incidente en la comisaria, me había tomado unos días libres. Que es una forma menos dolorosa, y más burocrática, de decir que me habían obligado a coger vacaciones pagadas después de asegurar que había oído cosas inexistentes, e imaginado conductas amenazadoras en una chica de veintiún años que no dejaba de temblar de miedo durante el interrogatorio.
Tras rebuscar en la base de datos del ordenador durante horas y horas, sus huellas dactilares habían cantado y había aparecido un nombre y una ficha: Karen Smith. Pero, tras leer el informe del que disponíamos sobre ella, era bastante evidente que se trataba de una identidad falsa, que surgió de la manga de un falsificador en el momento necesario.
Aunque ponía que Karen Smith había nacido veintiún años antes, no había ningún tipo de información relativa a su vida antes de los últimos cuatro años. Ni siquiera ponía en qué hospital había nacido, solo se aludía a la ciudad sin entrar en detalles. No se incluía ningún dato sobre los padres, domicilio familiar, la escuela a la que había ido, si había tenido alguna lesión de niña por la que tuviera que ser ingresada… Nada de nada. Y, de pronto, cuatro años antes, Karen Smith empezó una actividad frenética. Contrató un servicio de telefonía móvil mensual, internet para un ordenador portátil y, en los últimos meses, incluso aparecía el alquiler de un pequeño piso, delante del cual me encontraba, a la espera de poder verla salir del apartamento y seguirla hasta encontrar algo sospechoso en su comportamiento que utilizar como prueba para respaldar mi teoría de manera irrefutable.
Había empezado a llamarla la asesina, a falta de un término mejor con el que nombrarla cada vez que pensaba en ella o que me grababa a mí mismo documentando cada paso que daba en la persecución de la verdad que se escondía detrás de su piel de porcelana y de sus ojos aparentemente inocentes, pues llamarla Karen Smith me parecía caer en su juego de mentiras y fachadas falsas. Por alguna razón, a mí me había confesado su crimen y no me detendría hasta lograr que todos me creyeran y que ella acabara en una cárcel. O en un psiquiátrico.
Ya llevaba dos días persiguiéndola por todas partes como un perro insistente con su presa. No iba a soltarla mientras no averiguara cada mísero detalle de su vida, lo necesario para arrestarla.
Pero hasta ese momento, no había descubierto una puta mierda. Las pocas veces que le había podido seguir la pista, nunca había estado haciendo nada sospechoso, solo tomándose un café mientras paseaba o hablando por teléfono. Siempre tenía las ventanas cerradas, así que lo que hacía dentro de su apartamento era un misterio. Y, otras veces, simplemente desaparecía.
Giraba en una esquina y, cuando yo también lo hacía, buscándola, ella ya no estaba. Era como si tuviera un coche esperándola para salir volando por la carretera sin que yo lo viera o conociera las rutas del alcantarillado y desapareciera por ahí. No sabía cómo lo hacía, pero luego no había ni rastro de ella.
Cuando eso pasaba, solo me quedaba volver al apartamento y esperar a que ella volviera a aparecer, lo que hacía tarde o temprano, con el mismo paso tranquilo de siempre.
Era todo lo que sabía sobre ella. Y esa información no valía ni medio penique.
Un movimiento captó mi atención de pronto, mientras seguía plantando con el coche aparcando en el arcén. La puerta de su edificio se abría y… bingo. Ahí estaba. Llevaba un vestido negro que realzaba la curva de su cadera y que no llegaba a taparle las rodillas ni el resto de las pálidas piernas. El pelo suelto y unas botas bajas de tacón, también negras.
Bajó los escalones de la entrada, echó un vistazo a derecha e izquierda y empezó a caminar hacia el final de la calle, alejándose de la posición donde yo estaba, con un paso vivo que hacía repiquetear sus tacones en la silenciosa tarde noche de un barrio residencial.
Me volví rápidamente para encender el motor y seguirla. Una vez arranqué el coche, me giré para ver donde se encontraba.
Y, de nuevo, no estaba. Había vuelto a desvanecerse en medio de la nada.
La busqué de forma frenética. Derecha, izquierda. Otra vez. ¿Ya había doblado la esquina? Imposible, no caminaba tan rápido. ¿Se había metido en otro edificio? ¿En la cafetería?
Sentí el corazón latiéndome a toda velocidad mientras me desesperaba. ¡La había perdido! Volví a mirar por la ventanilla cuando, de pronto, sentí que alguien accionaba con un movimiento brusco la manecilla de la puerta del copiloto y el ruido sordo que esta hacía al abrirse.
Me giré mientras me llevaba la mano por inercia al sitio donde solía llevar la pistola antes de que me la requisaran en comisaria, y me encontré con un vacío que me llenó el pecho de un pánico atroz.
Mi asesina se deslizó con elegancia hasta quedar sentada en el asiento del copiloto. Sonreía. En otra persona, aquella podría haber sido considerada una sonrisa cálida, amistosa. En sus labios parecían sentenciar una muerte segura, y te prometía que no querías ser tú el destinatario. Retrocedí lo que pude hasta chocar con mi propia puerta.
-          Hola, detective. Bonita noche para un acoso, ¿verdad? – de nuevo, aunque las palabras fueran agradables, su tono de voz y el gesto de su boca me hizo darme cuenta de que me estaba amenazando de algún modo. No importaba lo que dijera, el mensaje subliminal que se escondía en sus frases me aterrorizaba de cualquier manera.
-          ¿Acoso? ¿Qué acoso? – intenté sonar valiente. Puse todo mi empeño y fracasé estrepitosamente. Soné flojo y dejé traslucir el pánico en mi voz.
Mi invitada no deseada cruzó las piernas y comenzó a tabalear con los dedos sobre su muslo. Me miró fijamente a los ojos.
-          No soy ciega, ¿sabe? Lo he visto durante los últimos días. Siguiéndome. Vigilándome. – Puso los ojos en blanco. – No me tenga por una estúpida. Primero que nada, debo decirle que tengo una… salida de emergencia – se encogió de hombros. – Podríamos llamarla así, supongo.
Eso lo aclaraba todo. Ahora entendía las largas estancias encerrada en las paredes su domicilio. Nunca estuvo allí todo ese tiempo. Simplemente, yo no me enteraba de cuando se largaba.
Fruncí los labios, molesto.
-          Eso no es lo mejor, claro. – Emitió una dura carcajada. – Esa – señaló la vivienda de la que yo la había visto salir y entrar en los últimos días – ni siquiera es mi casa. Supongo que se sentirá terriblemente estúpido. – Se encogió de hombros con ligereza, como si estuviera hablando de un tema intrascendental. – Bueno, sí que lo es, la verdad.
Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas hacia el lado contrario. Se colocó un mechón de pelo, dejó las manos en su regazo, con un aspecto inocente, aunque no podía ocultar el brillo cruel de su mirada.
Yo me sentía hervir de furia. Me había mentido a la cara y yo había caído en la trampa como un novato. ¿Creía que tenía poca información sobre ella? No sabía absolutamente nada. Quizá ese ni siquiera fuera su color de pelo natural.
-          Gracias por hacer que me diera cuenta de todos mis errores. Intentaré solucionarlos en adelante – repliqué e incluso conseguí emular una sonrisilla burlona.
-          No debería, agente Woods. De veras que no. – De pronto, se puso seria y me atravesó con los ojos. No me miró simplemente. Sus pupilas conectaron con las mías y penetraron en mi mente como en un libro abierto. – No soy una persona con la que se pueda jugar sin acabar completamente quemado y hecho cenizas, siendo sincera. Suelo excederme, créame, y tengo problemas para detenerme una vez comienzo. Alguna que otra vez, una persona que se metió en mi camino acabó en el fondo de un lago o a tres metros bajo tierra, haciéndole compañía a los gusanos. Porque intentaron dañarme o inmiscuirse en mis asuntos. – Enarcó una ceja, una indirecta clara a lo que yo hacía con ella.
-          Sus amenazas no sirven conmigo.
Bajó la vista durante un segundo y sonrió con desgana.
-          No es una amenaza, simplemente me limito a constatar un hecho. – Hizo una leve pausa y luego volvió a clavar sus ojos en los míos. – Deje de seguirme. No pregunte por mí. No investigue. Olvídeme y saldrá de esta con todos los huesos en sus sitios y todos los órganos dentro de su cuerpo. Será lo mejor para ambos.
-          Ya es demasiado tarde.
-          Nunca lo es. Arranque el coche y lárguese de aquí sin mirar atrás.
-          Lo siento. – Apreté la mandíbula. – Pero solo va a conseguir negativas mías en ese asunto.
Finalmente, apartó la mirada de mí, con lo cual puede volver a respirar con normalidad. Sentía la bilis en la boca, el pánico en el estómago. Las piernas no me hubieran sostenido de estar de pie, porque temblaba de pies a cabeza aunque no se notara.
Estaba jugando a un juego muy peligroso y lo sabía. Ella lo sabía. Pero en mi interior estaba esa compulsión que me hacía seguir adelante sin importar qué. Y sabía que uno de los obstáculos podría ser la muerte, pero no podía evitarlo.
-          De acuerdo, entonces. Ya nos veremos, supongo. – Se giró para salir del coche, pero se detuvo con la mano sobre la manilla. – Ah, un momento. – Extendió la mano hacía mí. En ella había un objeto alargado al que apenas eché un vistazo, puesto que no quería perder de vista a aquella psicópata ni un por segundo. – Quizá debería tener cuidado con sus cosas. O podría perderlas por ahí.
Ninguno dijimos nada más. Ella bajó del coche, se metió en un callejón y desapareció con la rapidez de la luz. Ni siquiera me planteé seguirla. ¿Para qué? Desaparecería sin más, como hacía siempre, o se reiría de mí haciéndome seguirla de un sitio sin importancia a otro.
Me quedé sentado en el coche, sin moverme, hasta que pude respirar con normalidad y dejar de temblar. Me sentía enfermo, como si hubiera tenido fiebre durante horas.
Observé entonces el objeto que ella me había dado, que aun aferraba sin darme cuenta. Era la grabadora que llevaba debajo del asiento del copiloto y que mantenía en grabación todo el rato, por si ocurría algo repentino y no me daba tiempo a pulsar el botón. Algo como lo que acababa de suceder, justamente.
Esbocé una leve sonrisa, recordando sus palabras. Tenía una confesión.
La encendí y busqué el historial de archivos grabados. Allí podría estar la prueba de oro, la voz de la chica amenazando con matarme y hablando de los cadáveres que había dejado a su paso. La sonrisa se ensanchó durante un instante para luego evaporarse hasta transformarse una furia burbujeante.
Apreté la grabadora sin poderme creer lo que veían mis ojos.
Todos los archivos habían sido completamente borrados.

domingo, 28 de octubre de 2012

¿Dónde podré encontrar mis miedos?


29/Septiembre


Samantha Petes (Nox



Estando cara a cara con un policía al que debía distraer y engañar en los siguientes minutos, suponía que debía sentirme preocupada. Quizá incluso aterrada.
Sabía lo que tenía que hacer. Mientras ella estuviera en la sala de interrogatorios, yo tenía que hacer que todos los policías de la habitación que estaban tras el cristal polarizado observando atentamente el interrogatorio salieran de la habitación y, al mismo tiempo, que las cámaras y los micrófonos de la habitación se desactivaran. Y, para complicarlo todo, carecía de la habilidad de estar en dos lugares a la vez.
En una persona normal, esta situación habría provocado pánico. O, al menos, miedo y una enorme preocupación.
Pero yo nunca había sido una persona demasiado normal. Por eso, no sentía absolutamente ninguna de esas cosas mientras charlaba animadamente con el policía al que planeaba convertir en mi títere y usar para lograr mis objetivos sin ningún remordimiento. Solo me embargaba una tremenda tranquilidad y seguridad en mí misma, cualidades que siempre portaba conmigo como un escudo impenetrable.
Me reí ante alguna de las gracias pre-cocinadas y repetidas hasta la saciedad que soltó el policía, sin molestarme en escuchar sus palabras. Dejé que el pelo suelto, largo y rubio rojizo me resbalara por el hombro derecho, llegándome hasta el pecho, para luego volver a colocarme lentamente el mechón detrás de la oreja, mientras parpadeaba, atrayéndole con una mirada coqueta.
El policía sonrió como un idiota y acercó su cuerpo aun más al mío. Y entonces, el idiota cometió el terrible error de mirarme a los ojos, grandes, verdes, profundos como un pozo en el que no se alcanza a ver el fondo desde la superficie. Mis ojos eran mi arma secreta y más letal, y, una vez que la víctima caía hipnotizada del influjo de mi mirada, ya no había nada que pudiera hacer para salir de allí hasta que yo lo permitía. Se ahogaba en las profundidades de mis pupilas, incapaz de volver a la superficie para inspirar hondo una bocanada de realidad.
Mantuve los ojos abiertos, para evitar perder el contacto visual con mi presa, y ladeé lentamente la cabeza. Solté el aire sobre su rostro muy despacio, sin perturbar la inconsciencia en la que, poco a poco, se estaba sumiendo, privado del oxígeno de la realidad y perdido en mis iris verdes. Inhaló profundamente, cayendo más y más al llenarse los pulmones con mi aroma.
-          Muy bien, muy bien – susurré. Me pasé la lengua por los labios y esbocé una sonrisilla traviesa, sabiendo que lo tenía en la palma de mi mano. – Ahora vas a escuchar muy atentamente, ¿verdad? – Hice una pausa y contuve una risa cruel, sabiendo que no le quedaba más remedio que obedecerme; estaba por completo a mi merced. – Verás, necesito que me hagas un favor, cariño. Necesito que vayas a esa puerta de ahí – señalé a la que me refería de todas las que había en la sala – y hagas mucho ruido. Aporrea la puerta, ¿de acuerdo? Y cuando salgan todos, grita que ha habido un tiroteo en algún lugar y que se necesita que vayan todos los agentes posibles. Oblígalos a todos a irse, no permitas que nadie se quede dentro.
Me acerqué más a su rostro, impidiendo que sus sentidos captaran algo que no fuera yo. Nuestras narices quedaron a dos centímetros escasos. Podría haber ladeado un poco más la cabeza y posar mis labios sobre los suyos con facilidad, mientras él estaba allí, quieto como un juguete sin pilas, atento a todas las palabras que salieran de mi boca, con cara de atontado, de adorador loco. Podría haberle ordenado caminar en línea recta, abrir de par en par la ventana y saltar hacia la calle desde el cuarto piso en el que nos encontrábamos, y él hubiera obedecido sin inmutarse siquiera. Era mi marioneta, deseosa de que jugara con ella, y yo ya estaba moviendo los hilos para que el plan saliera a la perfección.
Coloqué una mano sobre su rostro, acariciándole con dulzura la mejilla recién afeitada (quizá esa misma mañana), hasta dejar la palma en su cuello.
-          ¿Me harás ese favor, verdad que sí? – Él asintió de manera automática y no pude evitar una mueca de satisfacción. – Eso suponía, cariño. Espera hasta mi señal y hazlo. Confío en ti, ¿eh?
Acerqué nuestros rostros un centímetro escaso más y, justo cuando nuestros labios estaban a punto de chocar, me separé de él y lo empujé levemente en el hombro. Él se irguió de inmediato, parpadeó repetidas veces, como si estuviera volviendo a la realidad después de haber estado apagado durante algunos segundos, y me miró confuso. Abrió la boca, la volvió a cerrar, boqueó un par de veces más como un pececillo asustado, y luego se quedó mirándome fijamente. Sonreí para aliviar su preocupación.
-          Me tengo que ir. Supongo que estarás muy ocupado.
Me di la vuelta y me alejé con rapidez, borrando aquella estúpida sonrisa coqueta de mi rostro.
Primera parte del plan completada.
 Me recogí el cabello en una coleta, preparándome para la segunda. Extraje unas gafas del bolso, con montura grande de pasta, color negro y con cristales gruesos. Borré parte de mi pintalabios hasta que este se convirtió en una leve marca sobre mis labios, apenas notable, y me abroché un botón más de la blusa para ocultar un poco mi demasiado pronunciado escote.
Paré de camino para sacar un café ardiente de la máquina que había en la comisaría, introduciendo unas cuantas monedas a cambio de la bebida. Mientras lo hacía, intercambié unas pocas palabras con una mujer cuarentona con exceso de grasa en las caderas y el pelo mal teñido, claramente una oficinista, a la cual le sonsaque la localización de mi siguiente objetivo.
Segunda parte del plan en marcha.
Me acerqué hasta la sala que la mujer me había señalado como el punto de vigilancia de aquella planta, donde se encontraban los monitores que emitían lo que grababan las cámaras, y las cintas de las grabaciones. Me pasé la lengua por el labio inferior.
Seguía sin sentir ningún tipo de preocupación, ni esta, por descontado, derivó en miedo. Permanecía en un estado de completa calma, el mismo tipo de sensación que tienes el segundo antes de quedarte dormido cuando estás acurrucado en tu cama, sintiéndote abrigado y seguro. Ese era mi estado de ánimo casi permanente, con muy pocas variaciones, fueran cuales las circunstancias. Nunca me ponía nerviosa; no rompía a sudar de ansiedad, no me temblaba la voz. Nunca me preocupaba.
Era mi bendición y mi condena a partes iguales. Un trastorno que me había atrapado desde mi infancia y del que nunca había podido escapar.
Toqué en la puerta con los nudillos. Apenas tuve que esperar cinco segundos hasta que abrió un guardia unos veinte centímetros más alto que yo y que estaba empezando a quedarse calvo, en su cincuentena. No era en absoluto atractivo y en su dedo estaba la alianza, signo inequívoco de su matrimonio, pero aún así me devoró con los ojos nada más verme frente a él.
-          ¿Sí?
-          ¿Es usted el encargado de la seguridad? – pregunté con fingida voz tímida. Una de las habilidades que manejaba (tenía un amplio abanico de ellas) era la capacidad de cambiar los registros de mi voz dependiendo de cada situación, al igual que fingir cualquier emoción o sentimiento cuando era necesario. Era una actriz consumada. Pero todas esas tácticas, así como mi belleza, eran solo las armas superficiales de un depredador que atrae a su presa. Respecto a eso, no había muchas diferencias entre una planta carnívora que utiliza sus colores para engatusar a su comida y yo.
-          Sí, preciosa. Soy yo – le dedicó una nueva mirada lasciva a mis curvas, apartando la vista de mi rostro, por lo que no vio mi expresión de repulsa y de ira cuando pronunció el adjetivo. Controlé los impulsos asesinos que me inundaban en oleadas desde dentro y conseguí volver a colocar la expresión de chica introvertida y poco experimentada, inocente, antes de que él se diera cuenta.
-          Entonces, creo que lo estaban buscando a usted. He oído algo de que hay dos chavales haciendo pintadas en un Citroën negro del aparcamiento o algo así – arrugué la nariz, poniendo una expresión de confusión inigualable.
El hombre soltó una maldición por lo bajo y salió corriendo en salvación de su coche. Guardé las gafas en el bolso mientras me colaba impunemente en la sala de vigilancia, ahora completamente vacía. Tenía unos cinco o seis minutos antes de que volviera el vigilante (que se encontraría con un bonito graffiti en su coche nuevo).
Me senté en la silla frente a la mesa repleta de instrumentos de control, aparte de unos ocho monitores. En el tercero desde la derecha arriba se reproducía, en blanco y negro, la imagen de una chica de cabello largo y oscuro, que estaba encogida sobre la silla, con expresión perdida y aterrorizada.
Sonreí, inevitablemente orgullosa. Qué bien había aprendido.
Cinco minutos antes de que el detective que iba a llevar a cabo el interrogatorio entrara en la sala, mi taza de café recién comprada dejaba caer su contenido sobre el panel de control de las cámaras. Una lluvia de chispas iluminó la sala, mientras todas las máquinas se empapaban hasta los circuitos del aún humeante líquido y se estropeaban sin remedio. De inmediato, los monitores emitieron una imagen gris borrosa.
Extraje las cintas de grabación de la cámara de esa sala y las destruí una a una, hasta que solo quedó la que se había estado grabando en ese momento. La guardé en el bolso como recuerdo. Me solté el cabello y me levanté para marcharme.
Justo cuando salía, el vigilante volvía a entrar. Observó el panel de control, que aun soltaba chispas; las pantallas que habían dejado de emitir, las cintas destruidas en el suelo. Luego, me miró a mí, que me había acercado a él en los pocos segundos que habían pasado desde que me había pillado infraganti.
-          Las cámaras llevan estropeadas todo el día. Cuando volviste, las cintas ya estaban destruidas y no sabes nada. Y yo nunca he estado aquí, nunca me has visto – usé toda la influencia de mis ojos, modulé la voz hasta obtener el tono de voz perfecto para llevarlo al estado de trance. De inmediato, el velo de la hipnosis se instaló en sus pupilas. Asintió como un autómata.
Me marché de allí como una sombra invisible, sin llamar la atención, camuflándome con el gentío que iba y venía.
Cuando pasé al lado del policía con el que había tratado antes, chasqueé los dedos y el velo volvió a instalarse en sus ojos mientras se dirigía con movimientos mecánicos hacia la puerta de la sala de observación del interrogatorio, justo diez segundos después de que el detective, que estaba interrogando al lado, saliera de allí.
Me quedé unos instantes más para asegurarme de que todos los que estaban en la sala salían corriendo tras oír la alarma del policía al que yo estaba usando como marioneta, que había cumplido mis órdenes palabra por palabra.

***
A las diez y media de la mañana siguiente, volvía a estar en la comisaría. Pero esta vez me limitaba a esperar sentada en los escalones exteriores, bebiendo café de nuevo, mientras mantenía otra taza apoyada a mi lado en el suelo.
Una mano pálida recogió la taza y su portadora se sentó a mi lado.
-          Supongo que todo ha salido bien – dijo a modo de saludo, tras lo cual tomó un sorbo de la bebida.
-          Perfectamente – alargué la erre de la palabra, convirtiéndola en un ronroneo, lo que originó una carcajada en mi compañera.
Fuera de la sala de interrogatorios, seguía teniendo la misma apariencia que cuando la había visto en el monitor, pero ahora ya no parecía una chica asustada. Había echado por tierra esa máscara falsa y  volvía a ser la misma que yo conocía.
-          Sabía que podía contar contigo, Sam.
-          Por supuesto. – Le regalé una sonrisa. Luego, le limpié una mancha de sangre seca que tenía oculta tras  la oreja derecha. – Ya estamos dentro, pequeña.

martes, 23 de octubre de 2012

Doscientos kilómetros por hora no son suficientes para huir de la realidad.


30/Septiembre


   Jack Dawson (Boom



Encendí otro cigarrillo y aspiré con fuerza. Me concentré en observar cómo salía el humo de mis labios entreabiertos, cómo el viento lo arrastraba de un lado a otro, cómo desaparecía sin dejar rastro, convirtiéndose en nada.
Cerré los ojos. Una brisa de viento onduló la hierba a mi alrededor y yo, tumbado sobre ella, flexioné y estiré los dedos lentamente, concentrándome en ese simple movimiento. Luego, imaginé que los cuatro últimos años nunca habían sucedido. Por un segundo, me torturé con un presente alternativo, uno que se había borrado del golpe cuando la perdí aquella noche.
Cuatro años. Ya habían pasado cuatro años (y dos meses).
Imaginé que su mano estaba aferrada a la mía, de la forma en la que solía hacerlo cuando paseábamos juntos. Ella siempre decía que yo era su ancla, la persona que la mantenía fija al mundo; que, sin mí, saldría volando y acabaría estrellándose contra algún asteroide y nadie volvería a saber de ella. Que, por eso, se aferraba a mis manos y a mi cuerpo con fuerza, para no abandonarme nunca.
Y yo sonreía, siempre sonreía, como el idiota enamorado que era, y que aun seguía siendo. Solo que ahora la realidad me había pegado una paliza y me había dejado desangrándome en una cuneta, incapaz de pedir ayuda ni de lograrla por mí mismo. Muriendo lentamente, degustando el sabor frío de un futuro desolador, y sabiendo que, en cualquier momento, mi corazón dejaría de latir y a mí ya no me importaría.
Alejé todos esos pensamientos de mi mente y volví a centrarme en la ensoñación de volver a tenerla junto a mí, en ese bosque perdido. Intenté recordar su risa. Entonces, me di cuenta horrorizado de que casi había olvidado los matices de ese sonido o el tacto de sus labios.
Cuatro años es mucho, muchísimo tiempo, sobre todo cuando no la tenía a ella a mi lado para recordarme cómo era ser feliz, aunque solo fueran tres segundos al día. La memoria se me estaba oxidando. Ese siempre había sido mi mayor terror, el que me secaba la boca y me provocaba taquicardias. No podía olvidar nada de ella. Nada. Quería tenerla conmigo aunque solo pudiera ser en forma de recuerdos y sueños.
Le di otra calada al cigarro y me concentré más. Recreé su melena corta  apoyada en mi hombro y su mano apoyada dulcemente en mi pecho. Por un segundo, su tacto fue real. Pero solo era mi mente, por supuesto.
Annalysse tiene los ojos azul oscuro y en sus pupilas siempre había miedo, me dije a mí mismo. Ese era un detalle visible en sus gestos. Ella era incapaz de mantener la mirada fija en los ojos de otra persona, se aterraba ante cualquier ruido que sonara con fuerza en la oscuridad de la noche y sus manos siempre mostraban un ligero temblor. Todo ello se debía a que, una vez, de pequeña, había estado a punto de ser secuestrada.
Desde entonces, todo le daba miedo. Huía de los callejones en los que se había roto alguna farola, nunca se acercaba a desconocidos si podía evitarlo y se tensaba cuando alguien le hablaba mientras andaba por la calle, aunque solo fuera una anciana para preguntarle la hora. Veía amenazas tras cada sombra.
Yo me había empeñado en ser, a la vez que su ancla, su escudo. Ella se aferraba a mí y yo le decía una y otra vez que no permitiría que nadie, nunca, le hiciera daño. Annalysse me miraba con la duda patente en la mirada. ¿De verdad puedo creerte? Me preguntaba solo con los ojos. Como respuesta, la apretaba contra mi pecho y le besaba el cabello. Sí, sí.
Pero la inseguridad nunca la abandonaba. Ella sufría, y yo con ella. Odiaba verla encogerse cuando se tumbaba para dormir, como si quisiera hacerse muy muy pequeña para que nadie pudiera verla. Me moría por rescatarla de esa condena, pero nunca supe cómo. Ninguna de mis palabras logró cambiarla, ni tampoco mis actos. Solo podía permanecer con ella hasta que me creyera…
Abrí los ojos y me senté. Tiré la colilla al suelo, me puse en pie, la aplasté con la bota.
Había acabado. Yo ya no era su ancla, ni su escudo, ni su amante. Probablemente, ni siquiera fuera un pensamiento en su mente durante una milésima de segundo al día. Cada cual había tomado su camino y, por mucho que yo deseara regresar al pasado, no había nada que pudiera hacer para lograrlo.
Solté una amarga carcajada en la soledad del bosque. ¿De qué coño me estaba quejando?
Al fin y al cabo, todo, todo, era culpa mía.
El móvil sonó en el bolsillo interior de la chaqueta. La música, Highway to hell, resultaba apropiada de un modo lúgubre para el momento.
Cogí el aparato y lo miré durante un par de segundos, deliberando acerca de destruirlo para siempre. Estaba harto de él.
Con un suspiro, acepté la llamada.
-          ¿Qué?
-          Yo también me alegro de oírte, Jack – replicó una voz masculina al otro lado de la línea, con tono mordaz. – Solo me preguntaba si seguías vivo.
-          Ya ves que sí.
Me acerqué a la moto y me apoyé sobre ella, contemplando el bosque a mi alrededor. Realmente, no sabía dónde estaba. Solo había conducido hasta allí siguiendo la primera carretera que encontraba, intentando perder a la realidad de vista. No lo había logrado, por descontado, pero aquel espacio verde en medio de ninguna parte al menos era un buen lugar para estar solo.
-          ¿Por qué no te vas a la mierda, eh? – me espetó Clark con frialdad.
-          ¿No te has dado cuenta de que ya vivo ahí?
Mi interlocutor hizo un sonido de disgusto y soltó una palabrota en voz baja. Sonreí un poco, sabiendo que había conseguido sacarlo de quicio.
-          Está bien, Jack. – De pronto, su voz cambió. Bajó de volumen y se llenó de una especie de miedo extraño. - ¿Has leído el periódico hoy?
-          No, he estado… - miré el paisaje que me rodeaba. No había una explicación lógica, así que me limité a no dar una. – No importa. ¿Algo que deba saber? – Debía ser algo sumamente importante para que Clark reaccionara así.
-          No – respondió demasiado rápido. Luego, retrocedió, dándose cuenta de su error, pero ya era tarde. – Quiero decir, nada grave. Lo único… relevante es que, quizás… bueno…
-          Escúpelo de una vez, Clark – exigí impaciente.
-          Podría ser que haya alguien nuevo en la ciudad.
Cambié el teléfono de oreja. La noticia era ligeramente rara, sin duda, porque hacía años que no entraba nadie en nuestro mundo, pero tampoco era para reaccionar así. Entrecerré los ojos, intentando descifrar aquellas crípticas palabras, pero no se me ocurrió nada.
Tendría que volver a casa e interrogar a mi hermano personalmente para sonsacarle la verdad.
-          Oye, tengo que encontrarme con Strike en media hora. No creo que tarde mucho. Y, luego, - mi voz se tornó amenazadora – volveré a casa, ¿vale?
-          Sí… Hasta luego.
Clark cortó la llamada. Observé el móvil unos instantes, volviéndome a plantear su destrucción. Podría estrellarlo contra un árbol y ver como sus circuitos se desparramaban por la alfombra verde del suelo.
Suspiré una vez más. Guardé el móvil, le quité el soporte a la moto y la arrastré hasta la cuneta a través de los árboles, dejando un sendero con forma de neumático a mi espalda y una colilla gastada aplastada contra la tierra.
Y luego, me fui tal y como había llegado, demasiado rápido, huyendo.

El dolor es el único recuerdo al que aun puedo aferrarme.


30/Septiembre


Jack Dawson (Boom




Sentado en el borde de la cama, con los pies descalzos apoyados sobre el frío mármol negro del suelo, y completamente desnudo, disfruté de la punzada de dolor que me atravesaba el pecho de parte a parte. Sentí como se me formaba un nudo desgarrador en el estómago, cómo mi cuerpo se tensaba ante las ganas de llorar. Apreté la mandíbula, cerré los puños aferrándome al colchón y disfruté.
De algún modo, me había acabado convirtiendo en un masoquista. Ahora era adicto al terrible sufrimiento que me embargaba cada mañana cuando me despertaba entre las sabanas perfumadas por el olor de una desconocida a la que apenas había mirado más de dos veces, encerrado en un dormitorio cuyas paredes parecían querer aplastarme contra mis propios huesos. Me asfixiaba en aquellas casas de mujeres con las que había compartido cama y unas pocas horas de sexo la noche pasada. Pero eso no importaba. No disfrutaba de ese acto mecánico. Lo hacía por la mañana siguiente, por el dolor.
Esa terrible agonía se había convertido en la única prueba que aún tenía de que, una vez, había sido ella mi compañera de madrugadas. De que todo lo que vivimos, cada segundo junto a ella, no había sido producto de mi imaginación o una alucinación en la que creía con demasiada fuerza. Eran esos momentos, ese dolor, el que me permitía estar seguro de que seguía amándola y de que ella había estado en mi vida de verdad, aunque no durante el tiempo suficiente. Y cómo la echaba de menos. Cada segundo, cada respiración. El dolor, que al principio había sido desgarrador, ahora se había convertido en un fiel compañero y, aunque permanecía inmutable en intensidad, casi resultaba cálido. Me había acostumbrado tanto a él como a haberla perdido para siempre.
Pero, curiosamente, solo era capaz de recordarla a la perfección tras estar entre los brazos de otra. Únicamente cuando despertaba al día siguiente, podía volver a ver con claridad la intensa mirada de sus ojos azules, sentir su cabello negro haciéndome cosquillas en el pecho y sus labios jugueteando con el lóbulo de mi oreja, mientras ella reía en un murmullo por cualquier tontería. Había días en los que deseaba con tanta fuerza retroceder en el tiempo, que casi era capaz de soñar cómo las manecillas del reloj empezaban a girar en sentido contrario. Solo por estrecharla entre mis brazos una vez más. Por verla sonreírme mientras iba camino de la ducha, con la melena enmarañada y los ojos somnolientos.
Aun sentada en la cama, rememorándola, sentí como los dedos de un pie, también descalzo y que no eran de la propietaria que yo deseaba, me recorrían la columna vertebral, empezando por abajo y ascendiendo lentamente.
Ese contacto tan sencillo me hizo apretar con más fuerza los dientes y ponerme completamente rígido. Me levanté casi de un salto, apenas disimulando mi incomodidad y disgusto, pero fingí que buscaba algo para no herir los sentimientos de la chica desconocida con la cual me había acostado la noche anterior; otra pobre víctima inocente con la que solo había buscado la satisfacción de una mañana de penuria.
-          ¿Puedo fumar aquí? – pregunté por educación. En realidad, me daba igual su respuesta, puesto que no iba a quedarme tiempo suficiente en el apartamento como para fumarme un cigarro. Solo era una excusa como otra cualquiera para alejarme de su cama, de su olor, de su tacto, del sonido de su respiración. Todo en ella era incorrecto, pero aquella chica no tenía la culpa de no ser la persona que yo deseaba que fuera.
-          Sí, claro – respondió ella. En su tono de voz se notaba una leve inseguridad, probablemente producto de haber caído en la cuenta de mi cambio de actitud. Anoche, era un ligón que la consideraba la chica más guapa del mundo. Por la mañana, ni siquiera la había mirado una sola vez a la cara.
Pero en mi mundo, siempre era así. Necesitaba ser un buen actor, saber fingir lo que los demás querían ver y oír para logar mis propósitos.
Aquella chica había estado buscando un hombre joven, soltero y que supiera decirle las palabras correctas mientras ella se sonrojaba y yo había sido ese hombre. Durante las primeras horas del día. Pero ahora que el sol había vuelto a salir, ya no tenía que seguir simulando ser esa persona. Ya había obtenido lo que quería: una nueva mañana con el recuerdo de la persona que en realidad estaba buscando.
Fingí estar buscando mis pantalones para ganar algo de tiempo, aunque recordaba perfectamente haberlos dejado encima de la silla de la esquina derecha. Finalmente, me dirigí hacia allí, saqué la caja de tabaco y extraje uno de los cigarros y el mechero negro con el dibujo de una llama.
Encendí el pitillo sin prestar demasiado atención, con lo que conseguí quemarme un poco los dedos, cosa que no me importó lo más mínimo.
Solo entonces, tras dar la primera calada y llenarme los pulmones de humo, fui capaz de mirar a la chica que seguía tumbada sobre la cama, con la mirada fija en todos mis movimientos.
No era fea. Tenía el cabello rubio y corto, liso; los labios finos, las mejillas sonrosadas y una mirada dulce de color verde claro. Parecía una buena chica, inteligente, quizá demasiado buena para la sociedad de mierda de hoy en día. Pero, aun así, aun viendo todos esos rasgos positivos en ella, toda su belleza objetiva, la odié.
Odié el color demasiado translúcido de sus ojos, que carecía de profundidad. Odié su pelo rubio, que reflejaba la luz del sol. Y odié la mirada suplicante que me dirigió, rogándome que no le hiciera daño cuando ambos sabíamos que me marcharía desde que pudiera. Pero, sobre todo, odié que me hubiera llevado a su cama, la odié tan solo por ser ella y no otra. La odié como había odiado a todas las mujeres que había tocado desde que ella se fue de mi vida.
Sentí la repulsión en el estómago y no pude contener la mueca de disgusto que asomó a mi rostro. Ella la vio y se encogió, tapando su cuerpo desnudo con la sábana color melocotón. Parpadeó, con un ligero miedo titilando en sus pupilas.
-          ¿Quieres… quieres desayunar o algo? – murmuró. Quería arreglar la situación y eliminar el asco con el que ahora no podía dejar de contemplarla.
Me esforcé en apartar la vista y me concentré en los actos mecánicos de vestirme. Me puse los pantalones, me abotoné la camisa y me calcé de forma rápida, sin despegar el cigarro de mis labios, exhalando el humo entre ellos.
-          No, gracias. Ya me voy.
-          ¿Seguro? – la nota angustiada de su voz era ineludible. – Confiaba en que quisieras… no sé, que fuéramos juntos a alguna parte. O quizá prefieras llamarme para quedar otro día – esta vez, sonó casi esperanzada.
Cerré los ojos e inhalé profundamente, llevándome conmigo una buena bocanada de nicotina. Tenía ganas de gritarle que se fuera a la mierda, pero me abstuve. También me planteé por un segundo largarme de allí sin más, sin decir ni una sola palabra de despedida, pero tampoco me pareció lo correcto. Simplemente, era lo que yo, un capullo sin sentimientos, deseaba hacer, independientemente del daño que le hiciera a ella. Aunque la iba a herir de todas formas con mi rechazo y ella, indudablemente, se sentiría utilizada. Y estaría en lo cierto.
-          Lo siento, preciosa, pero no. – Pronuncié las palabras despacio. Me esforcé en vocalizarlas, en su forma fonética, para no impregnarlas del veneno que me corroía por dentro y que quería escupirle en la cara.
Levanté la vista y la vi sentada, con la espalda apoyada en la pared, encogida como un cachorro asustado al que están a punto de abandonar. Observé sus ojos lastimeros y me sentí como la mayor mierda del mundo, como el hijo de perra que era desde que la había perdido. Porque, al fin y al cabo, cuando mi Annalysse desapareció de mi vida, se había llevado todo el sentido que esta tenía. Ahora, me limitaba a realizar todos los actos de manera automática y solo seguía viviendo por los momentos de sufrimiento de cada mañana en camas de desconocidos.
Con tanta culpa, dolor, rabia e impotencia circulando por mis venas, ya no fui capaz de retener más a mi lengua.
-          Esto – hice un gesto con la mano, señalándonos a ella y a mí – solo ha sido sexo de una noche. No te llamaré y, por supuesto,  no iremos a desayunar. No quiero saber tu número, no, ni tu nombre tampoco. – La miré a los ojos en ese instante, solo para corroborar el dolor que convertía sus ojos verdes en pozos oscuros. Exhalé lentamente. – Sé que pensarás que soy un capullo y, ¿sabes qué? Tienes razón. Por eso, es mejor que no me vuelvas a ver. Mi vida… - me tapé la cara con las manos – ahora mismo va cuesta abajo y he perdido los frenos. Me estoy auto-destruyendo y, créeme, no soy una buena influencia. Sí, soy un capullo, pero deberías darme las gracias por no obligarte a permanecer en mi presencia ni un instante más, porque acabaría envenenándote por dentro.
Suspiré, me puse en pie y salí del apartamento sin volver la vista atrás, sin esperar ninguna respuesta. ¿Para qué coño la necesitaba? Aquella chica… (joder, ni siquiera recordaba su nombre) estaría mejor sin mí. Y Annalysse, también, por mucho que me doliera saberlo. Era un puto veneno que corrompía todo cuanto se me acercaba, incluso las cosas más hermosas.
Una vez en la calle, terminé de fumarme el cigarro, que se consumió entre mis labios, y lo tiré al suelo para pisotearlo con la bota. Luego, busqué la moto, aparcada en un callejón trasero, me puse la chaqueta de cuero negro que llevaba siempre conmigo, y me marché.
Aceleré hasta que la moto pareció volar sobre el asfalto. La adrenalina me nubló la mente y el aire, frío y cortante, me despejó la cabeza y revolvió el pelo. Entonces, volví a recordarla, pequeña, frágil, con su piel de porcelana…
Aceleré un poco más, huyendo de mí mismo.