(Si acabas de llegar, debes saber que la historia sigue un orden. Empieza por la primera entrada subida y vete avanzando hasta la más reciente, o te perderás la magia de la historia).


lunes, 11 de febrero de 2013

Pero... no puedo perderte (otra vez, no).


7/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst)



Tumbada en la cama, me quedé parada el punto y final de la historia antes de cerrar el libro y dejarlo a mi lado. Observé el techo sin mover un solo músculo, respirando lentamente, perdida en las emociones que siempre me acompañaban cuando terminaba un buen libro.
Los finales eran algo que odiaba y amaba al mismo tiempo y, cuando llegaba el momento de leerlos, siempre tardaba unos minutos en reponerme de ellos. Tenía que quedarme quieta, respirar hondo y esperar hasta calmarme, mientras me embargaba la emoción. Sobre todo, ante los finales felices. Cuando leía los tristes, no podía evitar que se me escapara una lágrima solitaria, un silencio tributo a unos últimos párrafos que me ponían el vello de punta.
En esta ocasión, el final había sido feliz, así que solo me quedé mirando el techo, repasando la historia, sus líneas, sus personajes. Reviviendo a cámara rápida los cientos de páginas de la obra hasta llegar a su fin. Sonreí sin poder evitarlo.
Cuando superé ese estado de emociones contradictorias de felicidad y tristeza, de euforia y nostalgia, me levanté de la cama. Solo entonces me di cuenta de que el reloj de la mesilla de noche marcaba las 22:17.
Fruncí el ceño, extrañada. Hacía casi dos horas que Sam se había marchado. Si había ido a comprar café, tal y como me había dicho, ¿cómo es que no había regresado aún? Sí, la tienda estaba un poco lejos, pero aun así, eran solo un par de manzanas y era imposible que hubiera tardado más de media hora.
Quizá hubiera cola en la tienda. Pensé para mí misma.
Luego, descarté la idea. Incluso estando llena, no podría haberse retrasado tanto. Dos horas eran demasiada espera y Sam no era tan paciente.
Tenía que haber ido a otra parte. Pero, ¿a dónde? ¿Y por qué no me había dicho nada? Es decir, ella siempre me contaba las cosas, lo que hacía. Simplemente, para evitar que me muriera de preocupación por no saber dónde estaba. Ya había pasado por eso una vez; sufrido la terrible angustia de la espera infinita, de quedarte sentada mirando las agujas del reloj en su interminable recorrido deseando oír la puerta abriéndose en el completo silencio de la noche. Y la persona a la que yo había estado esperando nunca llegó.
Por eso Sam siempre me decía a donde iba y casi nunca se retrasaba. Sabía lo horrible que sería para mí que se volvieran a repetir los sucesos de aquella noche.
¿Dónde está? ¿Le habrá pasado algo malo?
Me levanté, inquieta, y fue al salón. No había ni rastro de su presencia, por descontado.
Pensé posibles soluciones de manera casi frenética. Quizá se estaba alimentando. Hacía… Hice un rápido cálculo mental de los días que habían pasado. Seis. Se había alimentado por última vez hacía seis días. Así que tenía que estar empezando a sentir hambre.
Quizá por una vez había sido sensata y se había alimentado antes de llegar al límite de su resistencia física. Habría encontrado una buena presa y estaba con él en algún portal oscuro y poco transitado, disfrutando de la cena que todo súcubo necesita de vez en cuando.
El nudo de mi estómago sabía que esa posibilidad era una mentira. Sam no se estaba alimentando.
Nunca lo hacía por su cuenta, siempre tenía que arrastrarla conmigo y obligarla. Parecía probarse así misma aguantando hasta el final. Aunque dudaba que esa fuera la razón por la que lo hacía. Más bien… era algo relacionado con su pasado. Con su horrible pasado, del cual nunca hablaba. Y que, cuando le preguntaba sobre él, esquivaba el tema y pasaba a otro asunto sin ni siquiera molestarse en disimular que lo estaba haciendo.
Pero, si no se estaba alimentando, ¿qué la estaba retrasando tanto?
Me tuve que sentar en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la respiración jadeante. Sentí cómo los bordes de mi conciencia se volvían borrosos a medida que el mareo se acentuaba y la ansiedad me invadía por dentro.
Le ha pasado algo malo. Dios mío, le ha pasado algo malo.
El pensamiento se repetía en bucle una y otra vez en mi cabeza. Apoyé las manos en el frío suelo y me destrocé las uñas apretándolas contra él. Reposé la cabeza en la pared.
Tras unos segundos de dejarme llevar por el pánico, me obligué a mí misma a serenarme. Tenía que tranquilizarme. Me aferré a los escasos retazos de cordura que quedaban más allá del ataque de ansiedad y me impulsé hacia la superficie. Inhalé y exhalé lentamente, centrando toda mi atención en el compás de mi respiración.
Si le había pasado realmente algo malo a Sam, no le ayudaría en una puta mierda quedándome tirada en el suelo, paralizada por el terror. Tenía que levantarme y ayudarla, fuera lo que fuera lo que estaba pasando.
Esta vez, tenía que llegar a tiempo para salvarla.
No estaba dispuesta a perder a otra persona importante de mi vida de nuevo. No cuando ahora tenía la fuerza suficiente para evitarlo.
Me puse en pie apoyándome en la pared. Me movía despacio, aun temblorosa tras el ataque de ansiedad. Me senté en el sillón y encendí el portátil, que seguía en donde yo lo había dejado antes.
El reloj del salvapantallas marcaba ahora las 22:29. Y Sam seguía sin volver.
Tecleé una serie de códigos en el programa. Esperé un par de segundos. Después, un detallado mapa de la ciudad ocupó toda la pantalla. En él, se encontraban todos los edificios, parques y demás lugares de la ciudad en la que vivíamos. También podía alejar un poco el zoom y ampliar el radio más allá de esos límites, hasta abarcar incluso todo el país.
El punto rojo parpadeante destacaba en el entramado de calles que se encontraban dibujadas ante mis ojos. Busqué la dirección el que se encontraba. Se desplazaba por una calle a unos 31 kilómetros de nuestra casa, a una velocidad que me hizo suponer de inmediato que estaba en un medio de transporte con ruedas.
Como por ahí no pasaba ningún metro, debía estar en un coche, una moto o un vehículo similar. Sam no tenía uno, porque no lo necesitábamos. Yo me podía desplazar de una manera mucho más rápida que sobre ruedas.
-          Mierda, Sam – susurré, sin quitarle la vista de encima al punto rojo que se alejaba de mí en el mapa. - ¿En qué lío te has metido?

***

Jack Dawson (Boom)



Cerré la puerta de un portazo, sin ningún cuidado. Con un resoplido, dejé el abrigo en el perchero del recibidor y las llaves en la pequeña mesa.
Tenía unas ganas enormes de comer cualquier cosa, meterme en la cama y no salir en muchos días. Acababa de tener una de las malditas reuniones con los jefazos, en las cuales me habían dicho simplemente cosas que ya sabía.
Tienes que encargarte de ella... Es peligrosa… Contamos contigo… Buena remuneración…
Bla bla bla. Iba a hacerlo de cualquier modo, así que poco importaba toda aquella cháchara insustancial. Era mi obligación como parte de la organización servir a los propósitos comunes… y sin rechistar.
Pero eso no significa que me gustara. Había salido de la reunión muy tarde, pasadas las once, con hambre y sin ganas de salir de nuevo. Así que esa noche no podría disponer de mi desahogo sexual rutinario y mi mañana de recuerdos y sufrimiento.
Llevaba cuatro noches sin hacerlo y me estaba pasando factura. Los matices de mis recuerdos de Annalysse se emborronaban poco a poco. Pero seguía echándola de menos con igual intensidad que siempre.
Suspiré y aparté esos pensamientos. Estaba realmente harto de ahogarme en la auto-compasión, pero no encontraba ningún modo para salir de ella.
-          ¿Clark? – llamé, en voz lo suficientemente alta para que él me oyera desde su habitación.
No hubo respuesta.
Con un bufido, me dirigí a la cocina, suponiendo que mi hermano pequeño estaba, como siempre, sumergido en su ordenador, con los cascos anclados a sus orejas y la música demasiada alta para escuchar una explosión nuclear en la calle de enfrente.
Tras zamparme un croissant con mantequilla y medio paquete de galletas saladas, me encendí un cigarrillo. Al menos, todavía podía contar con la nicotina. Introduje tanto humo como pude en mis pulmones, disfrutando de ese pequeño placer con los ojos cerrados.
Eso también me la traía a la cabeza, pero de una forma oscura. Había empezado a fumar tras separarnos, sustituyendo la obsesión que sentía por ella por otra mucho menos satisfactoria. Ya que no podía besarla, tocar cada centímetro de su cuerpo, decidí matarme cigarro a cigarro, calada a calada. Realmente, había salido perdiendo con el cambio, pero era todo cuanto podía hacer.
Ella ya estaba demasiado lejos de mí. Pero seguía sin ser capaz de olvidarla y seguir adelante.
Me terminé el cigarro poco tiempo después, aun con su recuerdo en la mente. Dejé escapar el humo que se había quedado almacenado a mi alrededor por la ventana, tiré la colilla al cenicero y me fui a molestar a mi hermano.
Por lo menos, hablar con él me reconfortaría ligeramente, que era todo lo que podía pedir en ese momento. Clark era lo más importante que tenía.
El corazón se me detuvo durante una fracción de segundo en el pecho cuando llegué al vano de la puerta y descubrí que no se encontraba dentro de la habitación. No estaba sentado frente al ordenador, aporreando el teclado y moviendo el pie al son de la música.
Tampoco estaba tirado en la cama, jugando a la consola o leyendo.
Simplemente, no estaba.
Me moví todo lo rápido que pude hasta el baño, que estaba igual de vacío.
Poco a poco, la desesperación y la angustia me asfixiaron. Revisé cada lugar de la casa, en busca de una nota o una pista de su paradero. Pero no me había dejado ningún mensaje. Se había marchado, simplemente, sin molestarse en decir a dónde.
Y no había vuelto. Aun, me obligué a añadir.
Me senté en el sillón, intentando pensar con calma. Podía haber salido a pasear sin más. Quizá incluso había conocido a alguien por internet y quedado con él. Quizá incluso fuera un ella.
Siempre había odiado que mi hermano no tuviera amigos. Sentía que esa carencia era mi culpa, por no cuidar de él como era debido. Que por eso vivía tras la pantalla del ordenador, alejado del mundo real.
Esperé un montón de minutos, que en realidad no llegaron a ser ni cinco. Luego, incapaz de permanecer por más tiempo sentado, empecé a recorrer el salón de punta a punta. Me fumé dos cigarros más, uno tras otro, intentando serenarme sin conseguirlo.
A las once y media, sin Clark habiendo atravesado la puerta, me desesperé por completo. Cogí el móvil, lo apreté contra mi oído y llamé a todo el que pudiera ayudarme.
Por desgracia, la lista de persona no era muy larga. Pero tenía que hacer algo, cualquier cosa, por encontrarlo. No podía perder también a Clark. Si no, mi vida ya no tendría razón de ser. Si Clark moría, yo también lo haría. De inmediato.

sábado, 9 de febrero de 2013

Una y otra vez, complicando nuestras vidas.


7/Noviembre


Clark Dawson (Flames



Estaba apoyado contra la fachada del edificio de enfrente, oculto por las sombras de la noche que se cernía sobre la ciudad y del toldo que colgaba sobre mi cabeza, esperándola. Mantenía una aparente postura relajada, aunque dentro de mí la sangre cada vez bullía con mayor rapidez debido a la excitación que me vibraba en los huesos. Mi vida había pasado de ser un completo aburrimiento, monotonía un día tras otro, a verme envuelto en un enorme lío, intentando salvar la vida de mi hermano tanto de un modo físico como mental, pues quedaría devastado si llegaba a enterarse de que era la mujer de la que seguía enamorado a la que tenía que matar; y, por otro lado, me sentía irremediablemente atraído de una forma que iba contra toda lógica por una mujer a la que apenas conocía y a la que quería ver aparecer lo antes posible.
Casi como si fuera capaz de oír mis pensamientos desesperados, Nox abrió en ese momento la puerta del portal del edificio y me miró a través de la calle desierta, con una media sonrisa dibujada en su bello rostro. Vestía de forma informal, una sudadera amplia de color negro con capucha y unos vaqueros sencillos, pero seguía estando tan sensual como siempre, aunque la ropa no resaltara en especial su atractivo. Simplemente… era como una sustancia que desprendía. Si el erotismo tuviera un aroma concreto, esa hubiera sido la fragancia de Nox. Las compañías de perfumes hubieran pagado millones por poder embotellar ese olor que poseía ella de forma natural y que me enloquecía, al igual que al resto de los hombres que se hallaban a su alrededor. Todos la observaban al pasar, muriéndose por estar con ella.
¿Qué coño hay en ella que nos produce ese efecto? Éramos las ratas acudiendo a la llamada del flautista de Hamelin. Una sonrisa suya y ya caíamos sin remedio en sus redes.
Me obligué a mantener mi postura relajada mientras ella se acercaba con un paso alegre y despreocupado, hasta detenerse a mi lado, también dejando que las sombras de la noche ocultaran su rostro ante posibles miradas indiscretas.
-          Así que has vuelto – dijo ella con una sonrisa de bienvenida cordial.
Asentí. Ella me hizo un gesto, señalando uno de los callejones secundarios entre edificios que estaban casi desiertos a esa hora de la noche y en los cuales estaríamos protegidos de miradas indiscretas. La seguí hacia allí, en silencio.
Entonces, me di cuenta de algo. Aunque sus gestos eran los de una persona corriente, había algo que le faltaba sus expresiones. Una chispa de… vitalidad. Parecía menos humana que el resto, menos real en sus reacciones. Por ejemplo, en aquel momento, la sonrisa que mostraba no le llegaba realmente a los ojos. Era una mueca, preciosa, sí, pero solo un gesto vacío. No había calidez en su mirada, ni alegría. Solo… una tranquila indiferencia.
Por un momento, me recordó a un robot, automático y sin vida.
Aparté la idea de mi mente con rapidez y me centré en el tema que había venido a traer.
-          Te traigo noticias. Malas noticias – informé con rapidez.
-          Lo suponía. – Metió las manos dentro de los bolsillos del abrigo y me miró, enarcando una ceja, expectante. – Cuéntame.
-          Los de Skótadi quieren cargarse a An… Myst – me corregí de inmediato.
Nox entrecerró los ojos y, por un momento, la sombra de una emoción se reflejó en ellos. Aunque no la pude reconocer por completo, pues desapareció casi al instante, era algo similar a una furia abrasadora calentada a fuego lento, a un paso de derivar en odio puro y duro.
Pero la expresión se borró de su cara y volvió a permanecer ese gesto de indiferencia tan característico de ella. Hizo aquel extraño tic que la había visto hacer otras veces: recorrer su labio inferior con la lengua.
-          Dime algo que ya no sepa – replicó ella. Su voz no mostró ningún matiz en especial, quizá solo un ligero sarcasmo instintivo.
Me quedé callado durante unos cuantos segundos, que se eternizaron en un incómodo silencio entre los dos. Mientras pesaba qué decir y qué palabras usar con exactitud, me fijé en el arco de su cuello, en el profundo color verde de sus ojos y en sus manos, que en ese momento se colocaban el pelo correctamente sobre la espalda y el hombro derecho.
Me acerqué un poco más a su cuerpo de manera casi refleja, como respondiendo a una llamada que no había sido formulada. Ella me miró a los ojos con fijeza, sin ningún tipo de pudor o incomodidad por el largo contacto visual o por el silencio que se alargaba más y más. Sentí el irracional impulso de elevar la mano y acariciarla el rostro, su suave piel… o de besarla. Cada vez sentía más deseos de probar sus labios, un acto que sentía más y más ganas de llevar a cabo cuando más tiempo pasaba tan cerca de su cuerpo.
Me obligué a volver a recostarme contra la pared, en el medio del callejón, en la misma postura que tenía antes. Coloqué las manos tras la espalda, para evitar realizar algún movimiento del que, con seguridad, me arrepentiría en el futuro. Nox pareció captar mis intenciones, porque imitó mi gesto. Los dos quedamos hombro al lado de hombro, con nuestros cuerpos separados por un trozo de pared de unos cuantos centímetros y una cantidad de aire que no podía considerar como suficiente.
Todos mis sentidos la percibían por completo. Ella era mi realidad en aquellos momentos.
-          Quieren que se encargue el mejor asesino que tienen – continué finalmente, rompiendo el espeso silencio que se había creado. Asintió, alentándome a terminar con todo lo que tenía que decir antes de responderme. – Y esa persona es… mi hermano.
-          ¿Jack? – el nombre escapó de sus labios como una maldición.
-          Sí. Puesto que su habilidad le permite matar simplemente mediante el contacto físico, es la mejor baza que tienen contra ella… contra vosotras.
Nox levantó la mirada, dirigiéndola ahora hacia las estrellas que empezaban a titilar en el cielo nocturno sobre nuestras cabezas. La luna estaba en cuarto menguante, desapareciendo lentamente de nuestra visión después de haber estado llena por completo hacía apenas tres noches.
-          Pues vaya mierda. – Bufó finalmente Nox. Se llevó una mano a la cabeza y se restregó los ojos como si estuviera cansada.  – No podemos permitirlo.
-          Lo sé. Saber que Myst está viva, que ahora es una asesina y que está en Tánatos, destrozaría a Jack.
Nox emitió un sonido similar a un gruñido bajo, con un claro carácter de disgusto.
-          Me da igual tu hermano. A mí lo que me preocupa es que Myst también sufriría con el encuentro. Y que probablemente lo hiciera aun más si tuviera que matar a tu hermano por intentar tratar de hacerle daño.
-          ¿De verdad crees que ella trataría de asesinar a mi hermano? – repliqué mordazmente.
Indudablemente, la relación entre ellos había tenido un resultado desastroso y catastrófico para ambas partes, y sí, Myst estaba lo suficientemente enfadada y dolida como para amenazar la vida de Jack la vez que habíamos hablado en el aparcamiento de la discoteca, pero dudaba mucho que realmente fuera capaz de hacerle daño. Entre ellos había habido algo muy fuerte, muy poderoso, una de esas historias de amor increíbles que hacen temblar a los corazones, aunque su final no hubiera sido el propio de un cuento de hadas.
-          No, seguramente no. Myst sigue teniendo una gran compasión y un montón de valores morales que le impiden matar a gente sin que haya razones de peso – Nox giró el cuerpo de pronto, de modo que su cara quedó frente a la mía. Su gesto era gélido, duro, y en él se reflejaba la amenaza que impregnaba el tono de su voz. En ese momento, mostraba esa parte de sí misma que no era sensual e incitante. Justo en ese instante, Nox era un peligro andante. – Ella no sería capaz, pero yo sí.
Retrocedí ante la frialdad de su voz y el mensaje de sus palabras, que se estrelló contra mi cerebro una y otra vez. Estaba amenazando abiertamente a mi hermano. Eso era lo que querían decir. Y no me cabía ninguna duda de que ella sería capaz de hacerlo, de quitarle la vida sin ningún remordimiento posterior, porque lo leía en sus facciones duras e insensibles. Ahora sí parecía un robot inhumano, sin sentimientos ni una ética que cuestionara sus actos.
-          ¿Matarías a Jack? – susurré, pero mi voz resonó en el silencio de la noche como un grito aterrado.
Ella me contempló con evidente indolencia.
-          ¿Si con ello evitaría que le hiciera daño a Myst? Sin dudarlo instante – replicó en el mismo volumen. También sus palabras se convirtieron en un sonido ensordecedor en mis oídos, mientras un millón de escalofríos me recorrían el cuerpo. Sentí mucho frío y unas intensas ganas de salir corriendo.
Me di cuenta de que estaba en una piscina demasiado profunda y que no llegaba al fondo con los pies. Tampoco sabía nadar. Me había creído capaz de tirarme justo en el centro, en la parte más honda, y salir a la superficie por mis medios, pero ahora descubría que no, que el agua estaba embravecida y que, si las cosas no cambiaban de rumbo, pronto acabaría ahogado. Retrocedí un poco y Nox dio otro paso, manteniendo la distancia entre nosotros, sin aumentarla ni disminuirla. No iba a dejarme escapar tan rápido. Yo debía de tener toda la pinta de un ratoncillo asustado que huiría del gato devorador a llorarle a mi papá. O, en este caso, a mi hermano. A Nox no le interesaba en absoluto que yo le contara una sola palabra a Jack de lo que había estado haciendo últimamente, pues eso arruinaría el elemento sorpresa con el que contaba mediante la información que le había suministrado.
Y ya lo había dicho de manera clara. Haría cualquier cosa por protegerse a sí misma y a Myst. Matar incluido.
El terror me erizó el vello.
-          ¿También vas a matarme a mí, Nox? ¿Aquí y ahora? – pude preguntar. La voz me sonó ronca, porque tenía la garganta seca del miedo.
Tanteé mis bolsillos en busca del mechero que debía estar escondido en alguna parte… Necesitaba aquel maldito objeto ya…
Lo encontré en el bolsillo trasero. Sentí su forma contra mi mano y casi suspiré de alivio.
Nox ladeó la cabeza, evaluándome. Su mirada me recorrió de arriba abajo, buscando puntos débiles, cavilando sus alternativas, revisando posibles soluciones al problema en el que me había convertido.
Su expresión indiferente no varió ni un por un segundo. Podría haber estado pensando en el almuerzo del día siguiente tanto como en mi muerte.
-          No quiero matarte. Eres una buena fuente de información. Y bastante guapo, aunque quizá un poco desgarbado para mi gusto – se pasó la lengua por el labio inferior, repitiendo otra vez su extraño tic. – Pero… lo haré si no me queda más remedio – la inflexión en su tono de voz no cambió. Solo constataba un hecho. El mismo tono con el que otra persona podría haber dicho “mañana amanecerá de nuevo”. Una sentencia invariable, no una opinión.
-          Preferiría que… no me mataras – susurré, bajando la mirada.
Lentamente, ella asintió. Abandonó su tensa postura que auguraba combate y volvió a recostarse contra la pared, con una tranquilidad tal que parecía no haber pasado nada fuera de lo normal. Como si no hubiera amenazado con asesinarnos a mi hermano y a mí.
Ahora, una vez el monstruo sanguinario y cruel había hecho su trabajo, había vuelto a desaparecer y frente a mí solo estaba la preciosa chica encantadora de siempre, todo sonrisas y calidez falsa. Pero ahora ya no picaría tan pronto el anzuelo. Sabía demasiado bien que, bajo aquella atractiva fachada de perfección angelical, se encontraba una bestia carente de sentimientos y capaz de cualquier cosa para garantizar su seguridad.
-          Bien. Entonces, mantén la boca cerrada, ¿de acuerdo? – ella cerró los ojos y se centró en los sonidos que nos rodeaban. – No le digas nada a tu hermano. No le hables de mí, ni de lo que hemos hablado aquí. No le hables de Myst. Ni siquiera menciones que sabes cualquier cosa sobre esto. ¿Queda claro?
-          Sí – asentí sin voluntad, dispuesto a decir cualquier cosa por escapar de allí de inmediato. No sabía cuánto más iba a poder tratar con la persona racional antes de que volviera a emerger el monstruo letal.
-          ¿Sabes? No me pareces muy convencido – se movió tan rápido que no supe que lo estaba haciendo hasta que se quedó parada frente a mí. Era varios centímetros más baja que yo, pero compensaba su estatura con el aura de poder que la rodeaba. Tomó mi cara entre sus manos, pequeñas y delicadas en apariencia, pero más fuertes de lo que parecían.
Por alguna razón, me vi forzado a clavar la mirada en sus ojos, aunque, realmente, no quería. Tenía la intuición de que había algo en ellos muy peligroso, que hacía perder la razón a aquellos insensatos que caían en el abismo de sus pupilas. La última vez que había venido a hablar con ella, había estado a punto de perder por completo el dominio de mí mismo y ese suceso tenía alguna relación con el poder que manaba de sus ojos verdes.
-          Acatarás todas mis órdenes, ¿queda claro? – repitió. Sin embargo, esta vez sonó con más fuerza, directamente sobre mi sangre y cerebro, introduciéndose hasta la médula en mi cuerpo. Sus palabras se quedaron grabadas a fuego en mi interior, una prohibición imposible de incumplir.
El control abandonó mi cuerpo, que se relajó de inmediato. Dejé de sentir miedo y de preocuparme por su cercanía. Ya no me importaba que quisiera hacerle daño a mi hermano, porque estaba bajo el dominio de sus ojos y su voz cautivadora e hipnótica. Su palabra era ley y la cumpliría bajo cualquier condición.
Nox sonrió y volvió a pasarse la lengua por el labio inferior.
-          Ahora sí estoy segura de que harás lo que te he dicho – con un asentimiento, me soltó y retrocedió un paso.
Me liberó de su control. Me tambaleé, recuperando la conciencia de mis acciones después de los pocos segundos en los que había sido su marioneta. Sus órdenes aun estaban en mi subconsciente y supe con certeza que, por mucho que lo deseara, no podría incumplirlas nunca. Ahora eran para mí tan ineludibles como el principio de la gravedad.
-          Eso no era necesario – gruñí, enfadado.
-          Sí, lo era. – Entrecerró los ojos. – No puedo fiarme de ti.
Antes de que pudiera responder, una serie de acontecimientos sucedieron tan rápido que mi cerebro no pudo procesarlos mientras ocurrían, aunque se encargó de grabarlos cuidadosamente para que pudiera analizarlo todo después y entenderlo.
Tres hombres surgieron de la nada a la espalda de Nox. Ella se giró con rapidez y los observó con su mirada crítica. Uno de ellos se lanzó hacia adelante, intentando sujetarla, mientras otro empuñaba una bolsa negra para taparle la cabeza.
Nox se volvió hacia mí. Por una vez, en sus facciones se reflejó una emoción casi natural, no fingida. Una rabia burbujeante que arrasaba todo a su paso.
-          ¡Me has traicionado! – rugió con furia.
Sin darme tiempo para desmentir sus palabras, un brazo surgió por detrás de mí y me rodeó el cuello, impidiéndome hablar y llevándome al borde de la asfixia, pero sin ahogarme por completo.
El primero de los hombres llegó hasta Nox y la rodeó con los brazos, pero, surgida de Dios sabe dónde, Nox hizo aparecer una daga del tamaño de la palma de la mano y se la clavó en el estómago, primero, y en una de las piernas después. El hombre, que era una enorme mole de rasgos nórdicos, vociferó de dolor y la soltó mientras caía al suelo.
Yo no me moví, incapaz de reaccionar. Había oído la acusación de Nox, pero no había sido capaz de entenderla. Solo contemplaba, extasiado, el modo en el que ella se movía, luchando por su vida.
Los dos hombres restantes corrieron en auxilio de su compañero caído, que aún llevaba la daga clavada en el muslo derecho y gemía de dolor. Nox esquivó el puñetazo del primero de ellos y se lo devolvió, golpeando su mandíbula con una fuerza sorprendente para una mujer de su tamaño. Hizo surgir otra daga de un sitio que no fui capaz de ver, quizá de debajo de la sudadera, y atacó al tercero de los hombres, que esquivó el arma por muy poco.
El segundo volvió a arrematar contra ella, intentado arrebatarle la daga, pero ella lo evitó con un movimiento fluido. Giró sobre sí misma y, en medio del movimiento, levantó la pierna y le asustó una patada a su atacante.
La maniobra falló al final, porque su compañero la empujó con fuerza contra la pared, reteniéndole ambas manos contra la fría piedra e imposibilitando que pudiera usar la daga de nuevo. Ella gruñó en voz baja, cada más con más furia en el semblante, e intentó liberarse, pero el tipo era igual de grande que el otro al que Nox había apuñalado y no pudo salir de su sujeción. La obligó a dejar caer la daga al suelo apretándole la mano con fuerza.
Entonces, ella dejó de luchar y, por un segundo, me sentí decepcionado. Mi parte racional yacía adormecida, demasiada impresionada por los sucesos que se desarrollaban ante mis ojos.
Cuando el hombre que la sujetaba sintió que dejaba de resistirse, aflojó levemente su presa. Ella aprovechó la oportunidad y, con un movimiento fulgurante, impulsó la cabeza hacia delante. El chasquido resonó en la noche como un eco, acompañando las quejas del que tenía las dos puñaladas en su cuerpo. El tercer hombre tenía ahora la nariz rota y esta le sangraba profusamente. Soltó a Nox y maldijo en voz baja, en una lengua extranjera que no reconocí.
El único de los tres atacantes que quedaba que no estaba herido saltó sobre ella como un guepardo en plena caza y la derribó. Quedó encima de ella, sujetándole los brazos a ambos lados del cuerpo, sobre la cabeza, y las caderas sobre las suyas, en una posición que en otra situación no habría relacionado con una lucha, si no con la pasión sexual.
Nox se quedó quieta, sin retorcerse, y suavizó la expresión.
-          Suéltame – musitó con una voz suave como la seda y dulce como la miel. Una voz provocadora, tentadora e hipnótica, que producía escalofríos de placer. Yo respondí a sus palabras y me hubiera caído al suelo, de rodillas, dispuesto a obedecerla sin demora si no hubiera sido por el individuo que me tenía sujeto por detrás.
Sin embargo, el hombre que la sujetaba no reaccionó, ni tampoco lo hizo mi captor. El primero la miró fijamente, sin inmutarse por su poder. Por un segundo, pensé que debían tener una habilidad sobrenatural que les permitiera escapar del hechizo de Nox, pero, tras fijarme cuidadosamente, me di cuenta de que llevaba en los oídos unos pequeños objetos negros. Tapones. No habían escuchado su voz; por eso habían podido resistirse a sus órdenes.
Ella también se dio cuenta y murmuró una maldición. Trató de quitarse de encima al que la tenía agarrada, pero este había aprendido de los errores de su compañero y se aseguró de no repetirlos, manteniéndola bajo control en todo momento y sin acercarse demasiado a la bestia peligrosa que era aquella mujer.
Otros cuatro hombres llegaron al callejón. Todos vestidos de negro. Me miraron con sorpresa y luego hablaron entre sí, de nuevo en aquel idioma que yo no entendía. Finalmente, uno de ellos se acercó a Nox y, antes de que ella pudiera hacer nada para evitarlo, le colocó una mordaza, mientras el que la tenía aplastada bajo él le esposaba las manos.
La levantaron entre los dos. Ella se resistió un poco más, presentando batalla hasta el final, pero no le sirvió de nada. Eran cinco y ella estaba sola, pues yo aun permanecía agarrado por un hombre cuya cara ni siquiera había visto antes de que me derrotara sin dificultad.
Uno de los hombres recién llegados se acercó a mí y me contempló con evidente duda. Le hizo una seña a su compañero, que llevaba puesto los tapones, y este me esposó las manos, que mantenía sujetas con su otro brazo, por detrás, como habían hecho con Nox, liberándome al fin de la presa de su brazo alrededor de mi cuello.
Lo último que vi fue cómo otro de los tipos le ponía a Nox una bolsa en la cabeza. Luego, hicieron lo mismo conmigo.


domingo, 3 de febrero de 2013

Fue una colisión, un choque que puso mi mundo patas arriba.


7/Noviembre


Detective William Woods. 



Cada cuadro, cada objeto decorativo, cada rincón de la habitación parecía haber sido colocado con precisión para generar la atmósfera necesaria. Realmente, el cine no había distorsionado la realidad. Los tonos eran de un marrón arena que pretendía lograr la relajación. Había un escritorio al fondo de la habitación, lleno de papeles y de marcos de fotos. Una lámpara vintage iluminaba la sala, aparte de la que colgaba del techo sobre nuestras cabezas. Un par de plantas, que parecían de plástico, decorando cada esquina de la sala.
Hasta había un diván donde podría haber recostado mientras hablaba, pero me negué. Iba a hacer aquello lo más rápido posible, sin complicaciones, sin charlas. Sin lloros.
Solo tenía que darme prisa para salir lo antes posible de aquella habitación y volver a mi misión.
Miré fijamente al psicólogo, que esperaba mi respuesta a una pregunta que yo ni siquiera había escuchado. Mantenía su mirada profesional sobre mí, evaluándome, mientras garateaba palabras en su pequeño bloc negro de cuadros. Odiaba a aquel hombre, aunque solo hiciera diez minutos que lo hubiera conocido. Odiaba el mundo en el que me miraba por encima de sus gafas, como si pretendiera abrir a patadas las puertas de mi alma y ver todos mis sucios secretos. Parecía querer profundizar dentro de mí hasta lo más hondo y no había modo que yo no sintiera la cruda sensación de que estaba intentando violarme.
Pero yo era un detective de homicidios, suficientemente experimentado en interrogatorios como para saber eludir sus intentos para conseguir que me desmoronara. Podía seguir manteniendo sus ojos de halcón fijos en mí, porque no sería capaz de ver nada a través de mi rostro blindado, de mis sentimientos atrincherados y protegidos a capa y espada.
Ningún loquero iba a decir qué sentía o qué debía hacer. Aquella era mi batalla, aunque todos me hubieran tomado por un chiflado.
Sí, en el departamento me habían obligado a ir al psicólogo, para tratar mi “problema de distorsión de la realidad” y debía hacerlo si quería regresar algún día al cuerpo de policía, pero solo tenía que fingir estar recuperado, haber dejado de pensar en todo aquello, sin que se entreviera en mis gestos o en mis palabras que estaba mintiendo como un bellaco y que seguía obsesionado con la chica de la que ahora estaba segura que era una asesina. Y quizá no del todo humano. Pero que, aun así, me atraía irremediablemente.
Apreté la mandíbula y me obligué a concentrarme en el presente. El sujeto frente a mí seguía esperando una respuesta, mientras yo me mantenía sentado rígidamente en el diván, tenso como un arco preparado para soltar la flecha. Deseando escapar.
-          ¿Había dicho…? – pregunté finalmente.
-          Le pedí que me describiera la situación del 29 de Septiembre. Cuando usted estaba interrogando a la sospechosa de un asesinato…
-          Lo cierto es que no recuerdo demasiado bien qué pasó ese día – mentí con convicción. En mi trabajo aprendías muy rápido todos los trucos para el engaño y la persuasión, pues nos topábamos con ellos día tras día, con cada detenido. Para conseguir vencer a un criminal, tenías que saber moverte mejor en su terreno, reconocer los terrenos pantanosos y sopesar las posibilidades de huida. O acabarías de fango hasta el cuello.
-          Fue el día antes de que le concedieran su… período de vacaciones. ¿Recuerda ahora? Usted aseguró que – el psicólogo pasó sus notas hasta encontrar una hoja concreta y leyó – la sospechosa lo había amenazado de muerte y que lo había agredido clavándole las uñas en el antebrazo.
Asentí, apretando aun más la mandíbula. Lo mejor sería permanecer en silencio hasta calibrar cuánto sabía aquel tipo y luego buscar algo que inventar que resultara creíble y no una simple excusa para que me dejaran volver.
-          Pero no tenía ninguna marca física ni había ninguna prueba de ningún tipo excepto su testimonio. Además, la sospechosa no parecía capaz, psicológica y físicamente, de dañarle.
Tuve que morderme la lengua. Por un lado, quería reírme de la situación. ¿Cómo alguien podía pensar que aquella chica era incapaz de causar daño? Yo la había visto robando, desapareciendo. Había contemplado su verdadero rostro, dejando de lado el aspecto frágil de su piel y el intenso azul de sus ojos, que brillaba con inocencia. Más allá de todo eso, estaba la persona real, la asesina fría y despiadada, entrenada. Y, aun así, seguía sin poder decir nada, porque, después de tantos días siguiéndola, espiándola, esperando durante horas frente a lo que suponía que era su casa, seguía sin una sola prueba.
Maldita sea.
-          ¿Sigue usted pensando que eso fue lo que ocurrió? – me preguntó después de un silencio. Estaba incitándome a una respuesta, harto ya de mis labios cerrados y mi mirada impasible. Si quería saber algo, iba a quedarse con las ganas.
-          Yo… no sé. Creo que no. – Seguía mintiéndole sin pausa. – Creo que había acumulado mucho estrés y… quizá vi cosas imposibles. De verdad que no sé qué me sucedió. Pero ya estoy mejor, en serio.
El psicólogo entrecerró los ojos, desconfiado. Quizá me había apresurado demasiado al decir lo último, pero, joder, quería que me dejara largarme lo antes posible. Cambié de postura, acomodándome un poco en el asiento, pero sin recostarme. Eso sería como concederle una ventaja y yo no le iba a permitir ganas terreno de ningún modo.
-          Bien, entonces cuénteme qué sucedió. Según lo cree ahora – posó el bolígrafo sobre el papel, preparado para tomar apuntes de mi historia.
Carraspeé, pensando qué puñetera mentira iba a improvisar ahora.
-          Yo… entré en la sala de interrogatorios y hablé con ella. La sospechosa. Estaba aterrada por lo que había visto en la escena del crimen. Quizá… creo que me agarró de un brazo, ya sabe, por ese terror. Estaría buscando consuelo. Yo exageré lo sucedido. No dijo mucho, solo algo… - una mentira semejante a la verdad es más sencilla de recordar – de que ella le tenía miedo a esos tipos, que eran unos monstruos de los cuales la teníamos que proteger. Sí, creo recordar que dijo algo similar.
¿Similar? Sí, claro. Había dicho todo lo opuesto. Solo que, en mi testimonio actual, no había añadido las negaciones pertinentes, los había convertidos en oraciones positivas.
Me callé un segundo y mi mente regresó al momento en que conocí a Myst. Recordé su mirada aterrada en un principio, perdida, la misma que luego se había clavado en mí como un afilado cuchillo. Su sonrisa cruel. Sus palabras bajas y amenazadoras. Sus uñas clavándose en mi piel, mientras se burlaba.
El inmenso pavor que me había embargado, impeliéndome a huir. En ese instante, hubiera firmado una declaración jurada de que aquella chica de piel pálida era el mismo demonio venido del infierno para torturarme.
Ahora, algo más de una semana después, me pasaba todo el tiempo pensando en ella, intrigado por nuestro encuentro. Por la forma en la que se había desvanecido ante mis ojos, entre volutas de humo blanco. Cómo había hecho desaparecer el jarrón.
Para ser sinceros, en esa parte pensaba la mitad del tiempo.
Durante la otra mitad recreaba la sensación de su cuerpo contra el mío, de su voz incitante y sensual provocándome, del tacto de su piel cuando la esposé. Me pasé la mano por el cabello, terriblemente confuso.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que atraerme ella, entre todas las mujeres del mundo? ¿Por qué precisamente la que sabía que tenía un interior podrido en mayor o menor parte? E incluso eso, ese fragmento (cuyo tamaño desconocía) oscuro de su interior, me resultaba estimulante. Incluso excitante.
Definitivamente, no necesitaba un psicólogo. Debía ser ingresado de urgencia en un manicomio, maldición. Y que usaran la camisa de fuerza, porque nada dentro de mí tenía sentido ya. Estaba con la cabeza hacia abajo y las piernas hacia arriba, con el mundo del revés.
Todo por su culpa.
Myst. Al menos, ya tenía un modo de llamarla. Otro nombre falso más, pero más cercano a la realidad que cualquier de los otros que había encontrado.
-          Entonces… - prosiguió el loquero – ya está seguro de que esa chica no era ningún peligro.
Bajé la cabeza y oculté la media sonrisa que no fui capaz de contener tras mis manos. ¿Un peligro? Por supuesto que lo era. Sobre todo para mi salud, física y mental.
Pero si había algo peor que el sentimiento de justicia, que la necesidad de demostrar quién era ella y cuán equivocados habían estado todos al no creerme, era la curiosidad que había nacido en mi interior y que se había apoderado de todo a su paso.
Descubrirla había quedado en un segundo plano. Ahora,  necesitaba saber qué coño era. Cómo había hecho lo que había hecho. Por qué.
Quería respuestas y el único modo de conseguirlas era preguntándole directamente, no a través de un loquero o incluso de la base de datos de la policía. Allí no estaban mis respuestas. Solo las tenía ella.
Por eso, de momento, me guardaría mis opiniones solo para mí. No le contaría a nadie mis sospechas, no le diría a nadie que la estaba vigilando. Me mantendría al margen de todo y me centraría en averiguar todo cuánto Myst ocultaba, cada uno de sus secretos. Tarde o temprano, obtendría las pruebas suficientes para acusarla y, antes de eso, habría saciado mi curiosidad.
-          Seguro. Ella es totalmente inocente – sonreí de manera irónica. Cuántas mentiras había soltado, una tras otra, entre esas cuatro paredes.
-          Bien. Comunicaré mi informe a su jefe, pero creo que aun necesita algunas sesiones más antes de volver al trabajo – dijo, frunciendo el ceño.
Vaya, así que no había conseguido engañarlo. Al menos, no del todo. Seguía desconfiando de mí, lo cual era normal y, por otro lado, conveniente. En ese momento, prefería dedicar mi tiempo a perseguir a mi atractiva asesina y ladrona a tiempo parcial antes que pasarme el día buscando criminales de poca monta, deteniendo a camellos o participando en peleas de pandilleros.
Tenía algo más importante entre mis manos. Así que la decisión del loquero de no dejarme regresar al cuerpo todavía me favorecía.
Sonreí con indulgencia, fingiéndome molesto por sus palabras. Luego, me despedí sin más pérdida de tiempo. Me enervaba permanecer dentro de esas cuatro paredes, como si fuera un chalado, mientras el maldito psicólogo no me quitaba la vista de encima.
Me despedí también de la secretaria al salir y me metí en el ascensor con rapidez. Una vez encerrado en el cubículo, mi mente empezó a repasar, por decisión propia, los acontecimientos de la última semana, desde que había chocado (con una colisión monumental) con Myst hasta el día anterior, cuando la había pillado in fraganti al intentar escapar con el jarrón. Cosa que consiguió.
Bostecé dos veces o tres antes de llegar al vestíbulo y eso que solo eran seis plantas.
Entonces, me di cuenta de lo cansado que estaba. Llevaba días sin dormir correctamente, no más de cinco o seis horas como mucho. Tampoco había estado comiendo como debía, demasiado ocupado con la vigilancia. Todo eso me estaba pasando factura con la forma de cansancio y un dolor de cabeza que acababa de iniciarse, pero que prometía convertirse en una pesadilla como no lo paliara de inmediato con una pastilla y un vaso de whisky.
Con un suspiro, me subí en el coche y conduje de vuelta a mi propia casa. Ese día, Myst iba a tener que sobrevivir sin mis ojos clavados en su ventana cerrada.

martes, 29 de enero de 2013

Toda acción tiene su consecuencia (II).


7/Noviembre


Annalysse Tyler (Myst




Los acordes de una canción lenta, suave, llenaron la habitación. La música fue penetrando poco a poco a través de mis oídos y, por un segundo, me dejé llevar por la dulce melodía que estaba escuchando Sam, una canción que no había oído nunca antes entre las muchas de su repertorio.
Permanecí sentada en la cama unos instantes más, perdiéndome en el compás de la canción. En mi regazo descansaba un libro, a medio leer, que había dejado abierto en una de tantas páginas. Había intentado olvidarlo todo sumergiéndome en las páginas de una historia donde yo no fuera la protagonista, donde los problemas relatados no me dieran un dolor de cabeza, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza como para centrarme de verdad en la lectura y, tras un escaso cuarto de hora, había abandonado el libro sin ser capaz de continuar leyéndolo.
Torcí el gesto, disgustada conmigo misma.
Luego, finalmente, con un sutil suspiro, me levanté de la cama, abandonando el libro a mi espalda, y me dirigí al salón, de dónde provenía la música que aún seguía oyéndose en todo el piso, aunque el volumen no estuviera tan alto como para molestar a los vecinos. Era, simplemente, que los acordes se filtraban a través de las puertas y llenaban el silencio que se había instalado de forma tensa en la casa.
Sam estaba tumbada en el suelo del salón, sobre la alfombra. Con el pie derecho, llevaba el ritmo golpeando en el suelo y sus ojos estaban fijos en algún punto del techo. De vez en cuando, cantaba las partes que conocía de la letra en voz baja.
Permanecí unos segundos en el vano de la puerta, tratando de no hacer ruido para no interrumpirla. Sam rara vez cantaba y, las pocas veces en la que lo hacía, era en el interior de nuestro piso, cuando estábamos las dos solas (o ella sola), y en susurros bajos que solo podías oír si prestabas la atención suficiente. Por eso, cuando podía escucharla, como en aquel momento, lo aprovechaba, porque mi compañera de piso tenía la voz más dulce y preciosa que había oído nunca. Era embriagadora, como tomar una droga que te deja al borde del éxtasis.
La canción terminó al poco tiempo. Sam cerró los ojos, disfrutando de los últimos segundos, mientras los acordes finales se extinguían. Luego, comenzó otra más rápida, algo de rock con mucha guitarra eléctrica y una letra pegadiza.
Antes de que pudiera decir una sola palabra, Sam se me adelantó.
-          ¿Vas a quedarte todo el día mirándome desde ahí?
-          No soy de ese tipo.
Ignorando el espléndido sillón que había justo a su lado derecho, me acosté al otro lado de Sam, también sobre la alfombra. Era mullida y suave. La habíamos comprado por impulso en una pequeña tienda el mismo día que nos mudamos, simplemente porque a las dos nos gustó y parecía confortable y cómoda. Justo lo que necesitábamos para un nuevo hogar.
A veces, Sam hacía aquello. Se tumbaba sobre ella y escuchaba música sin hacer nada en especial. Solo escuchaba pasar el tiempo a través de las canciones, con la mirada fija en el techo. De vez en cuando, me gustaba acompañarla. En ese momento, con la confesión a punto de saltar de mi lengua, necesitaba justo un momento de alfombra.
-          Hay algo que no te he contado. – Empecé con lentitud.
-          Lo sé.
-          Es algo que… ocurrió justo después del robo. – Me detuve, buscando las palabras que necesitaba y que se me atascaban en la garganta. – Algo relacionado con el detective que me lleva persiguiendo un tiempo – musité.
Sam me miró de reojo y asintió con la cabeza, alentándome a continuar. La conocía lo suficiente como para saber que escucharía toda la historia, sin interrumpirme, y que, al final, me diría su opinión sin los tapujos que suelen tener aquellos que sienten vergüenza o empatía hacia la otra persona. Como ella no sentía esas cosas, me soltaría lo que pensara sin más.
Tomé aire lentamente, intentando ordenar mis confusas ideas, que no dejaban de evaporarse y tratar de escapar.
-          Cuando sonó la alarma de la vitrina, salí a toda prisa de la habitación, llevándome el jarrón conmigo. Lo pegué a mí porque mientras estuviera en contacto con mi cuerpo, podría transportarlo conmigo. Recordaba gran parte de los planos que habíamos mirado cuando investigamos la casa, así que fui capaz de llegar a una de las salidas más alejadas de la casa, aunque me choqué con un par de paredes por el camino. – Llegaba la parte escabrosa. – Cuando salí al exterior, el detective me estaba esperando allí, casi como si supiera que yo tendría que aparecer tarde o temprano…
Mientras Sam permanecía en un completo silencio, le conté cada detalle de mi encuentro con el detective. Cómo al principio no lo había oído, tan ofuscada como estaba tras la huida. Debía reconocerlo, me había aterrado la amenaza de ser descubierta, aun sabiendo que ninguna prisión podría retenerme. Pero aun así… el modo en el que se torcieron las cosas me provocó una sensación de miedo en el estómago que me volvió descuidada y, para cuando me quise dar cuenta, el detective estaba demasiado cerca y yo no podía desaparecer ni esconder el jarrón.
Narré, sintiendo la vergüenza aflorar a mi rostro en forma de rubor, nuestro encuentro. La sutil forma en la que había coqueteado con él para despistarlo, pero… la química real que era incapaz de negar.
-          Jugué con él, usé los trucos que me enseñaste, para que no se diera cuenta de que había hecho desaparecer el jarrón. Sabes que mientras un objeto este en contacto con mi cuerpo, puedo alterar su estado como hago con el mío. Así que agarré el jarrón con fuerza con la mano derecha y lo desmaterialicé hasta que se convirtió en un humo apenas perceptible. Lo hice antes de que él me pusiera las esposas, mientras no dejaba de usar esa… tensión de baja intensidad que existe entre nosotros en mi favor.
>> Realmente… - me detuve de nuevo, cada vez más confusa. – No sé qué ocurre con él, ¿sabes? Sé que es solo un juego y no quiero entablar ninguna relación con él, ni siquiera una amistad, pero cada vez que estamos cerca… surge esa chispa. Una corriente de poco voltaje que va creciendo poco a poco. Y, cuando su cuerpo tocó el mío, creció y creció hasta llegar al borde del abismo. Hasta casi arrasarlo todo. No sé bien como definirlo, porque ni siquiera yo misma entiendo qué pasa. Quizá… podríamos compararlo con dos imanes que, aunque deberían repelerse, realmente se atraen con demasiada intensidad, buscándose.
Pensé un instante en la analogía que había usado. Luego, retomé el hilo de la historia.
Le conté a Sam que él me había puesto las esposas mientras me ponía las manos detrás de la espalda y yo, en todo momento, jugaba con él, incitándolo, despintándolo. Siempre con cuidado para que no notara la extraña densidad cerca de mi mano derecha, donde el jarrón permanecía de forma incorpórea, pero notoria si uno se fijaba lo suficiente: una suave ondulación en el aire en la que se percibía la diferencia.
Después, le había dicho mi nombre. No el verdadero, por supuesto, puesto que ese nombre había sido enviado al exilio más profundo. Ese nombre era el de una persona que ya no existía, que había muerto cuatro años atrás, justo en el momento en el que Myst nació en su lugar, con una gran parte de la persona que era antes perdida y, el resto de mí, vuelto del revés y puesto boca abajo.
Un nombre designa una realidad concreta. Si esa realidad, que era yo, ya no existía, no podía permanecer con el mismo nombre, puesto que no denominaba a lo que era ahora. Por eso, Annalysse era una palabra que nunca, jamás, quería escuchar. Demasiados recuerdos de un pasado que prefería no rememorar.
-          Cuando el detective se dio cuenta de que no tenía el jarrón, empezó a buscarlo de manera desesperada. Al fin y al cabo, era la prueba principal del crimen. Yo aproveché la ocasión para darme la vuelta y, una vez mis manos quedaron de mi vista, me libré de las esposas. Desmaterialicé el metal con cuidado de no hacer ruido y de que las esposas no se cayeron al quedar liberadas mis manos. Luego, las agarré con la mano izquierda, puesto que todavía escondía el jarrón en la derecha, y se las tendí al detective. – Ahí hice una pausa incluso mayor que las demás, puesto que el resto de la historia era la parte más espinosa del relato.
Sam no había abierto la boca desde que yo comenzara a hablar. Se había limitado a escucharme con expresión neutra, asintiendo de vez en cuando para que yo supiera que seguía atenta a mis palabras. Ninguna expresión había variado su gesto inmutable y eso me resultaba perturbador, puesto que no sabía qué le estaba pareciendo mi historia.
Cogí aire profundamente.
-          Cuando él vio que también me había quitado las esposas, algo supuestamente imposible, empezó a preguntarme acerca de cómo lo había hecho. Al principio, cumplí la regla del silencio y le dije simplemente que yo no era normal, pero… después me habló del giro que había tomado su vida por mi culpa, de que estaba jugando con su cordura. Y me di cuenta de que tenía razón. Ya había sentido pena por él antes, pero en ese instante me embargó por completo la culpa. Me di cuenta de que yo… era como ellos. Como todos los monstruos que me he encontrado desde el asesinato de mi hermana. Jugando con los demás. Tratándolos como si fueran marionetas. Pero son personas. ¿Cómo podía creer que sería capaz de arruinar sus vidas y quedarme mirando cómo todo se desmoronaba? Yo no soy así.
>> Esa maldita mezcla de emociones hizo que perdiera el juicio, a lo que se le sumó el sonido de las sirenas acercándose, y yo acabé… utilizando mi habilidad y desmaterializando delante de sus ojos. Así que… Ahora lo sabe.
Cerré los ojos, sintiéndome de pronto terriblemente cansada de todo aquello.
-          Confiaba en que, al enterarse, desapareciera, muerto de miedo. Debí darme cuenta de que ese no es su estilo. Ahora ha acampado frente a nuestra ventana y… no sé qué hacer, Sam. Sé que la cagué, de verdad que sí, pero necesito tu ayuda para solucionarlo, por favor. – Mi voz fue perdiendo fuerza según musitaba cada palabra hasta transformarse en apenas un susurro, casi oculto tras el sonido de la música que seguía sonando de fondo. Habían pasado dos canciones más mientras narraba con detalle mi historia.
Una vez terminada, miré a Sam despacio. Ella había vuelto a clavar la mirada en el techo y parecía cavilar seriamente sobre algo. Decidí que ya había hablado lo suficiente, así que me mantuve callada y esperé a que ella rompiera el silencio entre nosotras.
-          Esta vez sí que has metido la pata, eh. – Terminó por decir.
-          Sí, supongo que sí. – Conseguí sonreír un poco, pero el gesto no me llegó a los ojos.
-          ¿Qué quieres que haga ahora, Myst? – me preguntó sin rodeos. – Está claro que tienes algo no del todo racional con ese detective, algo físico. ¿Quieres estar con él? Ya sabes…
-          ¡No! – me apresuré a responder. Negué con la cabeza con vehemencia. – Nada de relaciones. Nada de hombres. Ese es el pacto.
-          Venga ya. Es un pacto estúpido. Solo se vive una vez, cariño.
-          Y el amor siempre acaba haciéndote sufrir. Hicimos el pacto por una puñetera razón. Porque él me hizo añicos y no quería que volviera a suceder. Nunca.
Mientras Sam se sumía de nuevo en sus pensamientos, yo me obligué a desterrar cualquier recuerdo de Jack que pudiera salir a la superficie ante su mención. Quería olvidarlo. Quería arrancarlo de mi cabeza y de mi corazón, arrojar a la basura las esquirlas en las que me había convertido cuatro años atrás. Apreté los dientes, mientras la ira me embargaba.
-          Bien, entonces. Volvamos a mi primera pregunta, pues. ¿Qué quieres que haga con el detective?
Aunque había pensado sobre aquel tema en las últimas horas casi un millón de veces, no encontraba ninguna solución adecuada. Ese era el principal punto de indecisión en el que me encontraba. Finalmente, adopté una resolución, aunque parte de mí no encontraba justo la salida que estaba a punto de buscar para el problema.
-          Bórrale la memoria. Por completo. – Sentencié. – Que no recuerde nada de mí, ningún momento, como si no nos hubiéramos conocido.
-          No creo que pueda hacerlo  - replicó Sam.
La miré con la consternación pintada en el rostro.
-          ¿Qué?
-          Es demasiado tarde – zarandeó la cabeza y su pelo se esparramó por el suelo. – No soy mentalista. Mi habilidad se basa en controlar a los hombres, no en adentrarme y cambiar los mecanismos de sus mentes. Verás, soy capaz de borrar los recuerdos que se encuentran en la memoria a corto plazo, que es la más fácil de acceso, pero una vez esos recuerdos se asientan y se transforman en recuerdos a largo plazo… todo se complica.
-          ¿No puedes borrarlos?
Sam se encogió de hombros. Seguía manteniendo aquella actitud indiferente que la caracterizaba, sin dejar que mis problemas la afectasen, ni tampoco los suyos. En el fondo, eso suponía una ventaja para idear planes, porque su mente fría era mejor estratega que cualquier otra obnubilada por los sentimientos.
-          Quizá sí, quizá no. Depende de la persona, de su fuerza mental y de voluntad. De lo arraigados e importantes que sean los recuerdos. A lo mejor podría borrarlos casi por completo, pero podrían quedar secuelas. Quizá él recordaría tu rostro, pero no sabría de qué. O, en otro caso, podría conseguir borrarlos de forma temporal y que, con el tiempo, volvieran a aflorar a la superficie. No lo sé. ¿Quieres que lo haga sin estar segura de los resultados? – Chasqueó la lengua. – Es un riesgo que prefiero evitar correr.
-          ¿Qué otra solución hay, entonces? – aunque suponía cuál iban a ser las posibles respuestas que salieran de los labios de mi compañera, esperaba que tuviera otra brillante solución.
-          Podríamos matarle, supongo.
-          ¡No! – me apresuré a replicar, negando con la cabeza con vehemencia. – No se merece que lo matemos. Es mi culpa, no la suya.
-          Suponía que dirías eso – Sam se rio, imperturbable. -  Entonces… ¿Qué tal ordenarle que se marche? Recordaría lo sucedido, pero la orden, impuesta en su mente, le obligaría a no acercarse nunca a ti. Por lo menos, te dejaría en paz. – Por desgracia, la idea de Sam, la única posible, era la misma que la mía.
-          Supongo que no hay otra salida – asentí.
Sam agarró mi mano con la suya y la apretó con suavidad, en un gesto de consuelo que había aprendido de mí algún tiempo atrás.
-          Es la mejor salida. Para todos.
Volví a asentir sin convencimiento.
Sam se levantó de la alfombra y yo la seguí. Me senté en el sillón, sin prestar atención a nada más que sus movimientos, mientras ella se acercaba a la ventana, que tenía las persianas bajadas, y observaba a través de ellas la calle. Sabía a quién estaba buscando, por supuesto, y eso me provocaba un nudo de culpa en el estómago.
Estaba a punto de estropearle un poco más la vida, obligándolo a luchar contra su propio cuerpo porque su mente racional deseaba algo pero existía una imposición que le impedía realizarlo. ¿Por qué coño había tenido que joderle tanto la vida?
Me arrepentía más y más a cada segundo, pero no musité una sola palabra. No había otra forma, yo misma lo había dicho. Era mi culpa y ahora tendría que cargar con las consecuencias, fueran las que fueran.
Tampoco sería la primera vez.
-          Casualmente, tu amigo se ha tomado hoy un día de descanso.
-          ¿No está? – pregunté. Mi voz se tiñó de esperanza de un modo estúpido. Aquello solo lo retrasaría, no lo evitaría, pero aun así se aflojó un poco el peso en mi estómago. Me quedaba un poco de tiempo para pensar otra solución mejor.
-          Ni rastro de él o de su coche. Ya es tarde, se habrá ido a casa.
Observé el reloj. Pasaban de las ocho y veinte de la noche, pero, aun así, el detective solía permanecer frente a nuestro edificio mucho rato, sin importarle la hora.
Agradecí esa coincidencia y decidí no planteármelo más.
De pronto, Sam me miró con una sonrisa.
-          ¿Te apetece un café? Voy a ir a comprar a la tienda de la esquina, la que está a dos calles de aquí.
-          ¿A esta hora? – pregunté, extrañada.
-          Siempre es buen momento para un café – replicó ella. - ¿Quieres o no?
-          Claro – respondí de inmediato. Era una especie de pacto silencioso dentro de los muros de nuestra casa. Nunca podías negarte a un buen café.
-          Perfecto. Vuelvo enseguida.
Sam cogió un poco de dinero (procedente de nuestro maravilloso cobro de esa misma tarde) y se puso una sudadera que se amoldaba a las curvas de su cuerpo y que tenía un dibujo de un elefante azul en la parte de atrás.
Me dirigió una leve sonrisa cálida de despedida y cerró la puerta a su espalda al salir del piso.
Apagué la música, observé el reloj (que marcaba las 20:23) y decidí retomar el libro para no ahondar en los múltiples pensamientos, todos igual de negros, que me cruzaban la mente.